CAPÍTULO 24
PRIMER ASALTO
NORA
Agosto, 1965
El primer cliente del dieciséis de agosto de 1965, tras una noche que difícilmente podría olvidar, fue John Walter. Mi abuelo. Madrugador, iba vestido con una camisa de manga corta de cuadros similar a la del día anterior y unos tejanos. Llevaba algo en su mano que no pude ver hasta que se sentó en uno de los taburetes y lo dejó, con una sonrisa tímida, encima de la barra. Yo estaba limpiando las mesas, lo saludé con esas ganas que seguía teniendo de darle un abrazo, y esperé a que fuera Beatrice la que saliera de la cocina para atenderle.
—Buenos días, John —saludó, sonriente, con sus ojos color miel dejando entrever una luz diferente al mirarlo.
—Lo he hecho para ti.
El abuelo había tallado a mano una taza de café que yo ya había visto en el futuro olvidada en el interior de la cajita de latón junto a la fotografía. En 2017 esa pieza, de un valor incalculable que no había sabido apreciar en aquel momento pese a saber a quién pertenecía, estaría colocada sobre una moderna cafetera que aún no se había inventado.
La abuela miró la taza de madera y en un gesto instintivo la llevó contra su pecho y tragó saliva, agradeciéndole el detalle e invitándolo a un café y a un trocito de tarta de manzana recién hecha. No quería interrumpirlos, aunque no hablaron de nada profundo. Recordaron algún detalle del concierto, comentaron la cantidad de gente que había y John le explicó que llamaba a su taller «la cueva» y que estaba situado tres calles más arriba, no muy lejos de allí. Tenía que trabajar en un par de encargos y deseaba uno muy especial, que aún estaba en trámites de negociación: una barca. Veinte minutos más tarde, el abuelo se fue con la misma timidez con la que entró, en el momento en el que saludaron Aurelius y «su chica» y la cafetería empezó a llenarse de clientes adormilados.
—Qué detalle tan bonito ha tenido John —le dije a la abuela en un momento en que estábamos más relajadas y solo había una clienta: la señora Pullman, la ancianita que presenció la tarde anterior la disputa con Monty.
—Sí, la taza. Preciosa.
—Te gusta, ¿verdad?
—Está muy bien tallada —respondió, mirándola y disimulando que limpiaba la barra, que en realidad estaba reluciente.
—¡Me refiero a John! —reí, dándole un toquecito en el hombro.
Beatrice abrió mucho la boca y se llevó las manos a la cara. No podía creer lo que estaba viendo, ¡la abuela tenía vergüenza!
—Un poquito, ¿no? —jugué.
—Un poquito —reconoció traviesa.
Por la mañana, la abuela se había deshecho del ramo de flores que Monty le regaló cuando nos vino a buscar para ir a Queens, pero el popular actor no iba a darse por vencido y se presentó con una cajita de terciopelo granate entre sus manos y, de nuevo, la mejor de sus sonrisas y unos ojitos de cordero degollado muy ensayados.
—Perdón… Perdón, perdón, perdón… —repitió infinitas veces arrepentido, acercándose a la abuela quien, a su vez, retrocedía para que ni siquiera pudiera tocarla.
—Vete, Monty —contestó ella, decidida.
—No, no me voy. Siento haber desaparecido anoche. Me encontré con un amigo, empezamos a hablar y, cuando me di cuenta, te había perdido. Cuánto lo siento, cielo, yo…
—No me llames cielo —lo cortó, decidida, Beatrice—. Sal y llévate tus regalos. No los quiero.
En ese momento, Monty, sin perder un ápice de la confianza en sí mismo, abrió la cajita. La señora Pullman y yo abrimos mucho más los ojos que la abuela al ver que en el interior había un colgante brillante con un diamante con forma de circonita, una joya que debía costar unos cuantos miles de dólares. Algo así no podía competir con la taza de café de madera tallada a mano, pero sabía que la abuela, pese a las inseguridades que mostraba a los treinta y cinco años, no se dejaría deslumbrar.
—¿Qué esperabas, Monty? ¿Que me pusiera a llorar y cayera rendida en tus brazos por un diamante? Vete —repitió—. Sal de mi vista y no vuelvas.
Algo en la expresión de Monty cambió. A eso se le llama orgullo y dignidad. Emitió un chasquido y, sin decir nada más, se marchó sin la sonrisa pícara con la que había entrado. Estaba convencida de que, efectivamente, no lo volveríamos a ver.
La abuela, de espaldas a mí detrás de la barra, estaba concentrada en la caja. Sé que se sentía un poco decepcionada por no haber vuelto a ver a John a lo largo del día; supongo que esperaba que volviera por la tarde a tomar un café, aunque no sería hasta al cabo de unos meses cuando él reconocería que, al igual que a ella, no le gustaba consumir cafeína. Era más de zumos, tés, batidos de fruta y algún que otro botellín de cerveza cuando se daba el caso.
A las nueve en punto, mientras esperaba a que Beatrice diese por finalizada la jornada para subir al apartamento, vi a través del ventanal que Jacob el Boxeador pasaba corriendo por la acera de enfrente. Ya era de noche, todo el mundo se había refugiado en sus casas salvo un par de hombres, cerveza en mano, que hablaban animadamente cerca del callejón que estaba junto a la cafetería. Al verlo pasar, recordé su sombra en el mismo punto donde estaba corriendo. La sombra que vi desde la ventana de mi apartamento y que me atrajo como una polilla a la luz. Volvieron a temblarme las piernas, el corazón me latía mucho más deprisa que las veces anteriores y tenía un nudo en la garganta que me podría impedir articular palabra. Pero tenía que enfrentarme a los demonios que revoloteaban sobre mí y, de un impulso, salí de la cafetería sin decir nada y fui corriendo detrás de Jacob hasta alcanzarlo.
—Jacob —le llamé.
Jacob aminoró la marcha y se dio la vuelta desconcertado, jadeando, sudando y mirándome sin tener ni la más remota idea de quién era yo.
—Jacob —repetí, mirándolo fijamente como quien mira a alguien a quien hace tiempo que no ve—. Eres Jacob.
Era él. Diferente, pero él o, al menos, eso me pareció, ya que la calle estaba muy poco iluminada. Fijarse en los detalles resultaba complicado. El hombre que tenía delante era más fuerte e imponente; puede que, con los años, perdiera peso y musculatura, aunque tampoco era mucho más joven que cuando lo conocí. El Jacob que yo conocía parecía una sombra del hombre que tenía delante mirándome con las cejas alzadas. Se le veía más joven que en 2017. Tenía la misma estatura; me sacaba, exactamente, dos cabezas. La misma nariz y mandíbula marcada; los mismos ojos rasgados de color aceituna enmarcados por unas pestañas espesas y oscuras como su pelo despeinado. Me sorprendió la sensualidad en su mirada que no percibí en mi época. Iba bien afeitado, aunque me impactó verlo con el labio partido y el pómulo derecho amoratado. Estar delante de él me hacía sentir muy distinta a como me sentía en 2017. Tenía que ser él, pero no desprendía ternura, sino todo lo contrario.
—Soy Jacob —confirmó, sin demasiado entusiasmo ni simpatía—. ¿Y tú?
«Nora. Nora Harris, me conoces. O me conocerás. Estoy aquí por ti. Tengo que explicártelo todo. Todo».
—¿No me conoces? —acerté a preguntar, sin darle ningún nombre, ante su inquisidora mirada. No me miraba como me miraría dentro de cincuenta y dos años, con aquella indescriptible pena y admiración que, aunque me sorprendieron, no les había dado tanta importancia como hasta ese momento.
—No, no te conozco —negó incómodo con reticencia—. Mira, estoy entrenando y no tengo tiempo para jueguecitos, ¿de acuerdo? Al grano.
Acobardada, di un paso hacia atrás y, al mirar hacia el café, vi por el ventanal que la abuela estaba siendo atracada por los dos hombres que aparentaban estar charlando al lado del callejón. Jacob también lo vio, aunque por suerte reaccionó más rápido y, cuando me quise dar cuenta, iba corriendo hacia allí para evitar el incidente. Primero agarró al que tenía cogida a la abuela, un tipo alto y desgarbado que Jacob agarró de la camisa y tiró al suelo. El segundo, con medio botín en un saco, trató de enfrentarse a Jacob, pero este, más ágil y fuerte, lo esquivó aprovechando el desconcierto del otro y le golpeó con saña en la cara, noqueándolo al instante. El que aterrizó en el suelo se levantó y, en un alarde de valentía, se abalanzó al cuello de Jacob, que se lo quitó de encima como si pesara veinte quilogramos. Lo volvió a lanzar contra el suelo y se ensañó con él. Quise olvidar tanta agresividad en cuanto Jacob se levantó pidiéndole perdón a Beatrice por haber dejado el suelo de madera repleto de la sangre que emanaba de la nariz del atracador. Jacob le arrebató el dinero al hombre más bajo que, pidiéndole clemencia, salió hacia el exterior arrastrando con él al más perjudicado. Jacob amenazó con matarlos si aparecían de nuevo y el terror que pude ver en los ojos hinchados de los dos hombres me hizo sospechar que tardarían mucho en pisar esa calle.
—Gracias, Jacob. Dios mío, si no hubiera sido por ti… —sollozó la abuela, compungida.
—¿Estás bien? ¿Te han hecho algo? —preguntó Jacob, preocupado. Aún tenía sangre en los nudillos y la piel enrojecida por los golpes que había propinado.
—No, nada. Estoy bien. No han sacado ni una navaja. Estoy bien —repitió, para convencerse a sí misma.
Me pregunté qué habría pasado si no hubiese estado ahí. Si no me hubiera atrevido a interrumpir el entrenamiento de Jacob justo en ese momento. Cómo una sola y simple decisión puede cambiar el transcurso de las cosas. Si Jacob no hubiese estado ahí para defender a la abuela, nos hubiéramos visto atracadas por dos ladronzuelos que huyeron despavoridos tras ser golpeados por el mismísimo Jacob el Boxeador. Me hubiera gustado que en 1965 existiera internet y el Dios todopoderoso Google para buscar información sobre él.
—Te espero hasta que cierres. Quiero asegurarme de que subes a tu casa sana y salva.
Sentí cierta envidia, conmigo no había utilizado ese tono de voz agradable y tranquilo. Había sido bastante déspota y su voz grave tampoco ayudaba a que una pudiera estar tranquila. Quise por todos los medios volver a escuchar la voz del Jacob que me había hablado en ese mismo lugar donde nos encontrábamos, feliz con su taza de chocolate caliente y mi presencia pero, por más que lo intenté, no la recordaba. No podía comparar ambas voces para asegurarme de que estaba ante la misma persona «antes de vivir lo nuestro».
Jacob, cuyos rasgos podía ver mejor con las luces encendidas del café, dirigió su mirada hacia mí preguntándose qué seguía haciendo ahí. Era distinto pero, sin lugar a dudas, era el mismo que me visitaría en el siglo XXI y me traería hasta aquí. Ningún parecido tan destacado puede ser casualidad por muchas vueltas que se le dé.
—Trabajo aquí —le dije, sin necesidad de preguntas y con la misma acritud que él me había demostrado.
—Perdón, con el susto no os he presentado. Es Kate Rivers, mi nueva camarera —nos presentó la abuela, algo más recuperada.
—Kate Rivers. ¿Y de qué me conoces, si se puede saber?
Jacob entornó los ojos y frunció el ceño esperando una respuesta que no obtuvo. La abuela nos miró, pero se mostró prudente y en ese momento no dijo nada.
«¿Que de qué te conozco? De haberme arrastrado hasta aquí. De siete noches, siempre a las once, cuando cerraba, en las que venías a verme, justo en este mismo café dentro de cincuenta y dos años, envuelto en un halo de misterio y de ternura que ahora no veo. ¿Cuál es tu historia?, te pregunté. Y lo último que me dijiste era que yo aún no había vivido lo nuestro. ¿Qué es lo nuestro, Jacob? ¿Tienes la respuesta o aún debo esperar? ¿Soy yo la que tiene que dar el paso para provocar algo que debe suceder o te ignoro como debería hacer por tener una actitud tan soberbia conmigo? ¿Cuál es tu historia en 1965 y en qué se diferencia de todo lo vivido en 2017?». Llegué a la conclusión de que, al igual que no tenía muchas respuestas, puede que él ni siquiera conociera las preguntas.
—Ya está —interrumpió la abuela, dirigiéndose hacia el exterior e invitándonos a que hiciéramos lo mismo para cerrar.
Jacob, galante, la ayudó a bajar la persiana mientras seguía mirándome con curiosidad y esperó a que abriéramos la puerta de la portería para seguir con su entrenamiento nocturno.
—Gracias de nuevo, Jacob. Has sido muy amable.
—Siento lo del suelo, de verdad.
—Ya está limpio, no pasa nada. Esa madera es fácil de limpiar —sonrió la abuela, llevándose una mano al pecho. Parecía cansada.
—Buenas noches, Beatrice. Kate…
La mirada que me dirigió me recordó a la del gato negro que había viajado conmigo en el tiempo. Como si yo fuera la causante de todas las desgracias de su vida.
—Buenas noches, Jacob.
Subimos las escaleras y, en cuanto la abuela me cedió el paso, corrí hasta pegar la frente al cristal de la ventana. La imagen que me mostró, como si se tratase de un lienzo, fue exactamente la misma que la de la noche en la que viajé en el tiempo. En la oscuridad de la calle, justo en la acera de enfrente, la sombra de Jacob miraba hacia donde me encontraba.
BEATRICE
—¿Qué miras? —le pregunto a Kate, después de darle algo de comer a Monty. Por la cara que tiene, tras pasarse cinco minutos pegada al cristal de la ventana, parece que haya visto un fantasma. Me lo va a ensuciar.
—Nada.
—¿Qué te apetece cenar?
—Tranquila, ya me hago un sándwich. Cualquier cosa.
—¿Qué más da? Date una ducha mientras preparo la cena. Tardo lo mismo en tener listo un plato que dos, querida —la animo—. Cenar un sándwich no es sano, mejor preparo unas espinacas con pasas, ¿te parece bien?
Asiente con la cabeza. Reconozco que aún no me he recuperado del susto y sigo con los nervios a flor de piel, como si en cualquier momento alguien pudiera agarrarme por detrás y estrangularme. Si Jacob no hubiera aparecido, esos dos ladronzuelos de poca monta me hubieran robado todo el dinero del día y, por desgracia, no hubiese sido la primera vez. La última, hace aproximadamente un año, me amenazaron con una navaja; en esta ocasión, al menos, no han usado una técnica que me paraliza por completo.
Trato de olvidar el momento, me angustia. Si lo siguiera recordando me encerraría en el dormitorio y no saldría de la cama en varios días. ¿Quién iba a abrir el café a la mañana siguiente? Mis clientes se pondrían nerviosos y no quiero que se preocupen. Aunque, en realidad, el único cliente que me viene a la cabeza es John. ¿Vendrá mañana? ¿Tallará otra figura de madera para mí?
Kate debería estar en el cuarto de baño, pero se ha quedado inmóvil frente al sofá. Mira hacia el suelo, pensativa. Dios sabe que no quisiera ser tan fisgona, pero la curiosidad me puede. Mi madre siempre decía que ser curiosa es de mala educación y que lo mejor que puedo hacer en la vida es no preguntar, no dar pie a que te cuenten cosas que no han surgido espontáneamente.
—Kate —murmuro, antes de que se vaya a duchar. Suerte que es bajita, más que yo, si no apenas cabría en el baño—. ¿Qué ha pasado ahí abajo?
—Te han atracado, Beatrice.
Abre mucho los ojos, parece asustada. Como si no lo supiera.
—Lo sé, querida. Me refiero a Jacob el Boxeador. ¿Qué ha pasado con él?
—¿Qué ha pasado?
Está disimulando. Me oculta algo, lo sé.
—Has salido corriendo antes de que entrasen los ladrones y luego estabais muy antipáticos el uno con el otro cuando en realidad no os conocéis, ¿verdad? ¿O ya os conocíais? ¿Por qué me preguntaste qué edad tenía? No sé, querida, dime si me estoy tomando demasiadas confianzas por preguntártelo, pero las miradas que os habéis dirigido no son normales y la manera en la que te ha hablado me ha parecido rara. Jacob el Boxeador siempre es agradable. Un poco raro, como tú, pero conmigo es encantador.
Tendré que hablar con su prima Lucy. Algo le pasa, puede que piense en el amor que perdió y que ni siquiera la distancia mengüe su dolor. Aprieta los labios y, dejándome con la palabra en la boca, se encierra en el cuarto de baño. Pasada media hora, cuando dejo de escuchar el agua, tengo que llamar a la puerta para saber si está bien.
—Todo bien —responde secamente.
Pero su voz no suena bien, suena apagada. Alguien ha apretado un interruptor y ha hecho que se le vaya la luz.