CAPÍTULO 3
DOS DÍAS ANTES DE LA INAUGURACIÓN
NORA
Enero, 2017
Ya estaba casi todo listo para la apertura de la cafetería Beatrice, que coincidía con el día de mi treinta y un cumpleaños. El primer cumpleaños que había decidido no celebrar sin la abuela.
—¿Por qué la cafetería lleva tu nombre, abuela? —le pregunté una vez, en plena crisis adolescente, pensando que ponerle tu propio nombre a un negocio era egocéntrico y vanidoso.
—Porque es mi casa, porque me dio la gana y porque me recuerda a mis orígenes italianos, querida —contestó ella de manera espontánea—. ¿Quieres que te cuente cómo se conocieron mis padres?
—Bueno —asentí, encogiéndome de hombros sin demostrarle mucho interés, como hacía con casi todo cuando tenía quince años.
—Ocurrió el nueve de noviembre de 1927, un año muy significativo para la ciudad de Nueva York. Fue el año en el que llegó el cine sonoro, Charles Lindbergh realizó el primer vuelo transatlántico de la historia y, arquitectónicamente hablando, la ciudad experimentó lo que llamarían el boom de la construcción. Los ciudadanos se quedaban anonadados viendo cómo surgían los rascacielos que crecían por todas partes, sin prever que dos años más tarde se manifestaría en la bolsa de Wall Street el crack del 29, que antecedió a la crisis mundial con un aumento del desempleo y la pobreza rápido y desolador. En la historia, igual que la muerte de Simon Allen en la construcción del puente de Brooklyn, nadie recordará a Isabella y Martin. Ella, una italiana de orígenes humildes pero inteligente y fuerte, huyó de un pequeño pueblo de la Toscana en el que no tenía ningún futuro llamado San Gimignano para venir a la gran y despampanante ciudad de Nueva York a trabajar como costurera. ¡Oh, querida! Estoy deseando jubilarme para ir a conocer San Gimignano. Mi madre decía que era precioso, uno de los pueblos más antiguos de la región fundado en el 63 antes de Cristo, aunque jamás regresó ni de visita. Martin, por su parte, procedía de una familia de clase media sin apuros económicos; a sus veinticuatro años estaba a punto de echar su vida a perder con el contrabando de alcohol. Solía frecuentar los bajos fondos de Nueva York: algunos de los bares y clubes de Harlem, fumaderos de opio, calles de prostitutas y garitos de apuestas que, por aquel entonces, estaban controlados por las mafias judías e italianas. Siempre estaba metido en líos y no había día en el que no se fuera a dormir o bien con remordimientos de conciencia o con el ojo inflamado, cardenales por todo el cuerpo o la nariz casi rota.
»Eran las diez y media cuando Isabella, agotada y sin apenas ver nada debido a la lluvia y la espesa niebla de la noche, salió de una jornada laboral que se había alargado hasta lo que eran horas intempestivas para que una señorita recorriera las frías calles de Nueva York en soledad. Imagina la calle desierta y todo oscuro; a escasos metros había un par de bares abiertos con hombres que no tenían buen aspecto y, lo peor de todo era que, a buen ritmo, tardaría cuarenta minutos en llegar a su apartamento, un cuchitril ubicado en un callejón en el que si no fuera por el maullido de las gatos, cualquiera pensaría que había llegado el fin del mundo. Mi madre, empapada y temblando, no se percató de que uno de esos hombres ebrios del bar, que cubría su rostro con esos sombreros de ala ancha de la época, la estaba siguiendo. Fue el mismo Martin que, como cada noche, se disponía a hacer alguno de sus trapicheos en un tugurio de mala muerte no muy lejos de la zona cercana a Harlem en la que se encontraban, quien se abalanzó contra él impidiendo de esta forma que mi madre fuera violada, asesinada o sabe Dios qué. Isabella se quedó en shock. Luego, con los años, aprendió a reírse de la anécdota y dijo que la manera en la que se le presentó mi padre fue la más romántica del mundo. Después de golpear al borracho, se acercó a ella con esos ojos inmensos de color azul y, sin decir nada, le tendió su paraguas. Ella, con un gesto suave de cabeza asintió y sonrió, agradeciendo su osadía y amabilidad. “Podría haberte tumbado. Era mucho más grande que tú”, le diría horas más tarde, cuando se quedaron hablando con el maullido de los gatos como sonido de fondo y las gotas de lluvia cayendo sobre los tejados en el callejón en el que vivía mi madre. Tres horas fueron suficientes para que, entre risas y confesiones, creyeran que se conocían desde hacía mucho tiempo. Mi padre le contó en todo momento la verdad, sin que ella se asustase; le habló de los negocios turbios en los que estaba implicado. Pero algo en él cambió esa noche. Por esos ojos oscuros y esa melena de color azabache rebelde y rizada, se prometió a sí mismo que cambiaría el rumbo de su vida y esa madrugada no se fue a dormir con remordimientos de conciencia, amoratado o golpeado, sino con la fuerte convicción de que el destino existe y que, cuando quiere, puede darte la señal que necesitas para que tú mismo sepas qué camino tomar. En su caso, fue estar en el momento y en el lugar adecuados para proteger a una aparentemente indefensa damisela que con solo sonreírle le robó el corazón. Hasta él reconocía que sonaba cursi, pero a veces pasa, aunque no todos los hombres sean como Martin y al día siguiente, a primera hora de la mañana y antes de que te vayas a trabajar, se presente frente a la portería de tu casa y te espere con un ramo enorme de rosas. Ese fue el momento en el que la italiana se enamoró del americano y no se separaron hasta al cabo de treinta años, cuando en 1957 mi madre se puso enferma y murió a los pocos meses, con solo cincuenta y dos años. De la pena, Martin, al que desaparecer de la mafia y el contrabando de la noche a la mañana le pasaron factura y finalmente sí terminó con la nariz rota y problemas en el tabique durante toda su vida, se fue con su amada solo tres años después, en 1960 y dejando a una hija desconsolada de treinta años demasiado vieja para vivir una historia de amor similar a la de sus padres.
Recordaba a menudo la historia, pero no qué fue lo que le dije. Alguna tontería, seguro. Sin embargo, siempre me acompañaría la historia de Isabella y Martin, lo que contaron y, sobre todo, lo que se callaron y se llevaron a la tumba, porque los instantes que marcan una vida solo les pertenecen a quienes los viven.
Coincidir. De eso se trata. De algo tan aparentemente sencillo como coincidir. Gracias a que Isabella salió tarde aquella noche y Martin pasó por allí y decidió protegerla pese a no conocerla, llegó a existir Beatrice: de la unión de ese amor entre una italiana y un americano a finales de los años veinte que, en el momento de nacer, tenían pocas posibilidades de encontrarse. De ahí la obsesión que tenía siempre la abuela por hacer lo que ella creía que debía hacer en el momento correcto. «Un solo minuto puede cambiar el transcurso de la historia», opinaba seriamente con el ceño fruncido, como si tuviera una gran responsabilidad. Yo creía que lo exageraba todo. Que qué más da si hoy descansas; el suelo seguirá en el mismo sitio mañana para que lo barras. Pero no. La abuela siempre me inculcó que todo debe estar casi milimetrado para poder conseguir el control del tiempo. De las horas. De toda una vida.
Por eso faltaban dos días exactos para que la cafetería Beatrice abriera de nuevo sus puertas tras veinte años en el olvido con las persianas bajadas. Un riesgo, teniendo en cuenta que no se trataba de una de las calles más transitadas de Brooklyn, especialmente en el pequeño tramo donde estaba situada. Aún no sabía qué sería de mí, como le sucede a todo el mundo. Bill se había encargado de la estrategia de marketing; creó una página en Facebook, perfiles en Twitter e Instagram e hizo mil fotografías del local y, sin que me diera cuenta, también me fotografió a mí preparándolo todo.
Los muebles de la cafetería relucían como antaño; la madera, aun siendo antigua, se veía como nueva y lo mejor de todo era que había aprendido, tras muchos cafés que parecían aguachirri y provocaban graves daños intestinales, a manejar perfectamente la nueva cafetera, que tenía muchos más botones que la de la abuela. Mi conejillo de indias fue, cómo no, Bill, aunque era cuidadoso con lo que ingería.
—¿A esto le llamas capuchino? Parece que le hayas escupido encima. Quita, quita inmediatamente eso de mi vista.
Miré a mi alrededor orgullosa por todo el trabajo que había costado dejar el local como nuevo y haber sido la responsable del cambio con la ayuda de Bill y de un par de pintores baratos. Aparte de utensilios de cocina, tazas, platos y cubiertos más actuales y una cantidad excesiva de tartas industriales de todos los tamaños y estilos amontonadas en el almacén además de bebidas, café y miles de bolsas de té, no había tenido que invertir todo el dinero que me quedaba de la abuela y de mis pocos ahorros, por lo que pude permitirme algún capricho. Así, me compré un sillón orejero de piel de quinientos dólares para mi recién estrenado nidito de cuarenta y cinco metros cuadrados en el que me había instalado hacía unos días. Ahí, por lo que sabía entonces, vivió la abuela desde que abrió el café en 1960 hasta que se mudó con el abuelo a un apartamento más grande para formar una familia. Esperaba poder alquilar pronto la casa familiar de los abuelos en la que me crie para obtener ingresos y así poder mantener la cafetería en el caso de que no fuera bien. «¡No, no! Irá bien. Claro que irá bien», me decía unas cien veces al día, intentando convencerme.
Cuántas historias había entre las paredes donde me encontraba. Cuántas… «¿Qué pasa aquí?», me pregunté, poniéndome de cuclillas a comprobar por qué la tabla de madera que acababa de pisar se movía. Con miedo a estropear el suelo a solo dos días de la inauguración, levanté la tabla y ahí estaba, como si me estuviera esperando desde hacía años, una caja de latón antigua y polvorienta con forma rectangular y el dibujo de una mujer sonriente alzando la mano con una taza de café. Con la curiosidad de un niño y la emoción de una mujer probándose el vestido de novia definitivo, abrí lentamente la caja sin saber qué me iba a encontrar en su interior. Cogí una pieza de madera tallada a mano en forma de taza de café como tantas otras del abuelo que había colocadas en una vitrina del salón de su casa y también aparecieron ante mí cinco rostros sonrientes y felices y uno desconcertado. Ninguno de ellos miraba al objetivo de la cámara, como si les hubiera pillado desprevenidos. En el centro estaba la abuela de joven y a su lado…
—No puede ser.
Tuve que cerrar la tapa para volver a abrirla y comprobar que mi vista no me estaba traicionando. Me froté los ojos y me pellizqué por si estaba teniendo una ensoñación o algo similar. La fotografía estaba enmarcada, pero tenía la necesidad vital de quitarle el marco para saber si había escrito algo detrás. La abuela siempre escribía los nombres de las personas que aparecían y, a veces, hasta el lugar y la fecha en la que se hizo la fotografía, como si ya presintiera que algún día necesitaría saber cómo se llamaban esos rostros que el alzhéimer borraría en su vejez. Puse a un lado el marco dorado y, tal y como esperaba, la abuela había escrito de su puño y letra en la parte de atrás:
Yo en medio y a mi lado Kate, mi mejor amiga.
Noviembre, 1965
—¿Y las otras tres personas que aparecen, abuela? ¿Por qué no escribiste sus nombres? ¿Por qué solo escribiste el de la mujer que no puedo dejar de mirar? Esto es una locura.
Las preguntas, dudas y la ausencia de respuestas se amontonaron en mi cabeza. Sostenía la foto impactada porque la «mejor amiga» de la que la abuela jamás me habló era idéntica a mí. Empecé a imaginar cosas descabelladas y absurdas con la única finalidad de encontrar una lógica a la existencia de ese clon mío. «¿Y si la abuela no era mi abuela y en realidad esa Kate que aparece a su lado era mi abuela de verdad? ¿Y si tuvo un lío con el abuelo, era madre de mi madre y luego se marchó, dejando a Beatrice a su cargo?». Podría tener sentido. Esa tal Kate, con la que compartía un parecido asombroso, podría ser mi abuela.
—No, no puede ser. La abuela me lo hubiese contado.
Comencé a hablar sola, nerviosa, recorriendo de un lado a otro la cafetería sin poder dejar de mirar un solo segundo la fotografía en blanco y negro que había estado enterrada en el interior de esa caja de latón, ¿cincuenta y dos años? Junto a la abuela y su amiga, ambas abrazadas y con las caras muy cerca la una de la otra, había tres personas más en las que reparé por curiosidad. Solamente dos me sonaban vagamente: una mujer corpulenta de sonrisa afable que debía rondar los cuarenta años y un hombre trajeado, alto y apuesto que, riéndose, miraba de reojo los pasteles de la vitrina. La otra mujer, entradita en carnes con un vestido que dejaba entrever sus voluptuosas curvas, rubia y muy guapa, posaba divertida sujetando una tacita de café de porcelana. Llegué a la conclusión de que se trataba de tres clientes habituales y que a dos de ellos los debí conocer con canas y unas cuantas arrugas más.
Me fijé en la mirada de la tal Kate. Aunque sonreía, sus ojos denotaban inseguridad, como si no supiera hacia dónde mirar. La sorpresa se veía reflejada en sus cejas alzadas y posaba con una expresión facial forzada, como si no le gustaran las fotografías. Había algo extraño en ella que no percibí en ningún otro de los presentes, que posaron con naturalidad y gracia para una fotografía que la abuela enmarcó cuidadosamente para luego esconder.
—¿Por eso la tenías escondida, abuela? ¿Por vivir una vida de mentiras y haber engañado a todas las personas que tenías a tu alrededor, que te querían y confiaban en ti?
No quise odiar a la abuela, no podía, era algo físicamente imposible. Sin embargo, en el caso de que estuviera en lo cierto y el increíble parecido no fuese fruto de una curiosa coincidencia, lo que había hecho la abuela no tenía perdón.
«Si algo te duele, querida, es mejor guardarlo bajo tierra. O en una cajita de latón. Esconderlo para que nadie lo encuentre. Para que ni siquiera tú recuerdes dónde lo escondiste».