CAPÍTULO 25

SIEMPRE A LA MISMA HORA

NORA

Agosto, 1965

El abuelo venía siempre a la misma hora. A las siete de la mañana, puntual, la abuela lo esperaba detrás de la barra simulando que estaba ocupada. Realmente, estaba ansiosa, pero no lo demostraba ni un ápice y se llevaba al corazón la pieza de madera tallada a mano que él le entregaba, con ilusión, nada más llegar. La primera fue la taza de café que la abuela escondería —ignoraba el motivo—, aunque en esos momentos la tenía a la vista como un elemento decorativo junto a la cafetera. Las que le sucedieron, desde una rosa hasta un diamante de madera tallado, me transportaron a la infancia y a aquellos momentos en los que, sin tener la altura suficiente como para llegar a ellas, las miraba embelesada. Era como si las estuviera viendo. Estaban colocadas en fila junto a otros elementos decorativos y tazas de porcelana en el interior de una vitrina de cristal de uno de los muebles del salón, el que estaba al lado del televisor. Nunca pregunté por ellas; daba por hecho que las había hecho el abuelo, pero no conocía la historia. La historia que se estaba gestando ante mis ojos y por la que tenía una misión que cumplir. La timidez de los dos tortolitos me sorprendía. No podía creer cómo, gustándose tanto como se gustaban, él se fuera a las siete y media de la mañana al taller y no volviera a aparecer en todo el día. Beatrice emitía suspiros de los que no era consciente; se pasaba el día abstraída y tomando mal las comandas o sirviendo café americano en lugar de café con leche. Un día me atreví a decirle lo mismo que ella me había dicho a mí: «parece que te hayas caído de un guindo». Cuando pensé que me contestaría que no tenía la confianza suficiente como para hablarle así, se limitó a sonreír como una quinceañera ilusionada y se encogió de hombros vigilando de cerca un pastel que había metido en el horno.

«Como sigan así, mi madre no nace en agosto ni en broma», pensaba, de nuevo presionada por unir a los dos indecisos. ¿Y qué hubiese sido de ellos si yo no hubiera estado ahí? Estábamos a veintiocho de agosto; los días transcurrían rápido desde que había aparecido en ese nuevo mundo tan diferente al mío y, a la vez, tan similar. Ya hacía trece días que John y Beatrice se conocían, sin contar la visita que hizo él a la cafetería y de la que ella ni se acordaba. Iba siendo hora de pasar a la acción y, si ellos no lo hacían, debía ser yo quien tomara las riendas de la situación.

—John, buenos días, ¿cómo estás? —le saludé esa mañana en la que, tras dos tazas de café, me sentía más hiperactiva que de costumbre—. ¿Sabes? Esta noche Beatrice está libre —«como cada noche», me callé—, así que podéis salir a cenar o a bailar por ahí, ¿no os parece? Sería genial que os vierais fuera del café y os divirtieseis. ¿Beatrice? ¿Qué me dices? John, por la cara que pones te gusta el plan. Y no hay prisa, volved a la hora que queráis, chicos. Mañana ya abro yo el café. Tampoco tengo inconveniente en cerrar sola. Y preparo los pasteles, he tenido a la mejor maestra al lado. —Le guiñé un ojo al abuelo. El pobre no sabía dónde meterse. Miraba a la abuela buscando en ella una respuesta a lo que les estaba proponiendo.

Contuve la carcajada que estaba sonando en mi interior. Lo que estaba haciendo era más propio de Beatrice, de la impulsividad y carácter que en esos momentos no demostraba o, quizá, aún no había adquirido. Quién sabe si estaba frente a una nueva Beatrice y fueron los golpes de la vida y no sus raíces italianas —de las que presumía— las que la habían hecho ser así.

—Bueno —carraspeó el abuelo—, un amigo mío ha abierto un restaurante italiano en el centro —sugirió nervioso, sin ser capaz de mirarla a la cara. Se veía cuánto le imponía, algo que no cambiaría con los años.

—¡Restaurante italiano! ¡Es perfecto! —me animé—. John, ¿sabes que la madre de Beatrice era italiana?

La abuela me miró con el ceño fruncido. Una mezcla de desconcierto e indecisión que me hizo sufrir tratando de recordar si me lo había contado durante esos días o debía estar preguntándose cómo podía saberlo. Por suerte, finalmente dijo:

—Me parece bien, John.

—¿Te paso a buscar a las siete?

—Perfecto.

—Pues… —balbuceó John, mirándome de reojo—. Luego te veo, Beatrice.

Bajó la mirada y, con una tímida sonrisa, se marchó tras pagar el café. Me di cuenta de que la abuela iba a decirle que a ese también invitaba ella, pero se quedó callada, viendo cómo el abuelo se iba cabizbajo y pensativo hacia su taller.

—Tú —me señaló, nerviosa—. ¿Por qué demonios has hecho eso?

Su tono de voz no era amable. Creí que me iba a despedir hasta que se dirigió a la cocina rabiosa y con los puños apretados y, en ese momento, al mirar hacia el ventanal, vi una mañana más a Jacob corriendo. Por la mañana corría por la acera de la cafetería; de noche, por la de enfrente. Tenía sus rutinas muy marcadas, pero esta vez miró hacia mí con su desdén habitual. La abuela volvió a la barra para seguir sermoneándome, pero Aurelius y «su chica» me salvaron y, desde la mesa de siempre, pidieron un par de cafés.

—¿Cómo estáis? —les pregunté, sonriente.

—Muy bien, Kate. Hace calor, ¿verdad?

Eleonore era dulce y atenta. Imagino que, en algún momento de la vida de Aurelius, desapareció. No sabía de qué manera pero fue, sin lugar a dudas, lo que le arrebató la sonrisa y lo convirtió en un cascarrabias. Porque en 1965 era todo amor. Y ahí estaba, acariciando la mano de Eleonore, mirándola mientras daba sorbos pequeños al café y, cuando dejaba la taza sobre la mesa, se entretenía jugando con un tirabuzón rubio de ella, enredándolo en su dedo. Eran la viva imagen de la felicidad; un momento idílico del que era partícipe como espectadora, hasta que Beatrice salió de la cocina y se dirigió a mí, muy enfadada.

—¿Quién te has creído que eres para concertar una cita con John? ¿Acaso crees que me gusta? Por el amor de Dios, querida, me lo has hecho pasar muy mal. ¿Por qué? ¡¿Quiero saber por qué?!

—¿Nos hemos levantado de mal humor, jefa? —rio Aurelius, salvándome de nuevo de dar explicaciones.

—La camarera, que se mete en menesteres que no le incumben —respondió Beatrice, arisca.

—¿Y qué problema hay? —le contesté seriamente—. Aurelius, si dos personas se gustan, lo más normal es que tengan una cita, ¿cierto? —Aurelius asintió con una media sonrisa al igual que Eleonore que, con prudencia, no intervino en la discusión—. Y si esas dos personas no se deciden, habrá que intervenir, ¿no?

—¡No tienes ni idea de nada, Kate Rivers! ¡De nada!

Beatrice, con su incomprensible rabieta, desapareció durante unos minutos; los justos para que entraran más clientes y yo, tal y como ya estaba acostumbrada, me desenvolviera con soltura y sirviera los desayunos sin problemas y deleitándome con el amor que se profesaban Aurelius y Eleonore. Mis abuelos ya deberían estar así, como ellos. Enamorados y felices, sonrientes y sin poder dejar de tocarse en público disimuladamente.

—Si no es mucha indiscreción, ¿cómo os conocisteis? —les pregunté cuando se levantaron y se acercaron a la barra para pagar la cuenta. Ambos se miraron, cómplices y con una sonrisa traviesa. No había duda alguna de que estaban hechos el uno para el otro, y entonces recordé las palabras del Jacob dulce de 2017 que, aunque creía que veníamos completos sin necesidad de una media naranja u otra mitad, el destino nos coloca a la persona con la que compartir nuestra vida. Y solo hay una persona especial. No puede haber nadie más. Una persona con la que coincidir en tiempo y espacio, aunque las dificultades y la distancia jueguen en nuestra contra.

—Nos conocemos desde que tenemos uso de razón —respondió Eleonore—. Éramos vecinos del mismo edificio en el que vivimos ahora.

—¿Toda la vida aquí? —me sorprendí.

—Toda la vida —asintió Aurelius.

—Y si Dios quiere también será aquí donde nuestros hijos se críen —añadió Eleonore, acariciando su vientre.

—Oh… Estás…

—¡No! Todavía no —negó nerviosa—. Pero espero quedarme embarazada pronto.

—Cuánto me alegro.

Pero la alegría que simulé delante de ellos desapareció en cuanto salieron. Algo había ocurrido. ¿El qué? Aún no lo sabía, pero lo intuía como una terrible tragedia que no se veía venir ni siquiera en noviembre, cuando se suponía que nos haríamos esa fotografía que, por destino, debía descubrir años más tarde. ¿Quién inmortalizó aquel momento?, me pregunté, observando a un gato negro, viejo y cansado, que caminaba por la acera mirándome tal y como siempre me miraba Monty, el viajero del tiempo.

—¿Monty?

BEATRICE

—Está loca, Monty. Kate Rivers está loca y yo debo estarlo también por hablar con un gato y dejar la cafetería en sus manos. ¿Cómo sabía que mi madre era italiana? ¿Se lo diría Lucy? Tengo que llamar a Lucy, de mañana no pasa.

—Miauuu.

—Lo sé. ¡Como si no tuviera suficientes vestidos! ¿Cuál te gusta más? Creo que lo mejor será elegir un tono neutro. Este azul marino es bonito, ¿verdad? Pero no resalta. El rojo, el rojo me sienta bien y siempre es un acierto. Si hubiera llevado el rojo en la fiesta de Liz Taylor, igual no estaría aquí porque Monty no me hubiese dado plantón. ¿Me atrevo con el rojo, Monty? ¿Tú qué opinas?

—Miauuu.

—Lo sé. Esto no debería estar pasando, no después de lo del idiota de Monty. Que se quede con sus lujosas fiestas y la gente falsa que merodea por ahí. No podría soportar una decepción más, ¿sabes? A mis treinta y cinco años, Monty, ¿quién me va a querer? Las posibilidades de concebir un hijo a mi edad son mínimas. Pero ¿qué vas a saber tú? Solo eres un gato —me lamento, revolviendo el armario—. Pues voy a ponerme el rojo. Los demás me han dejado de gustar.


Al bajar de nuevo al café, veo que Kate lo tiene todo controlado. Los clientes de las mesas y de la barra están servidos y ella, que de holgazana tiene poco, está limpiando los cubiertos en el fregadero.

—Bien, ya he elegido vestido —le informo, ya en un tono más suave. Los nervios, la tensión, la timidez, su arrebato… Todo ha influido, qué le voy a hacer.

—Me alegro —comenta, sin prestarme mucha atención. Debe estar dolida por cómo le he hablado antes. Es normal. Yo estaría hecha una furia.

—No podría aguantar otro desplante, querida. Por eso me he puesto así.

—John no es Monty, Beatrice.

Su sonrisa me calma. Kate tiene unos ojos muy bonitos, grandes, redondos y de color verde como los de su prima Lucy, pero con más brillo pese a todo lo que la pobrecita ha tenido que sufrir. Creo que Lucy me comentó que los había heredado de su abuela; por lo tanto, Kate también.

—No es por Monty, Kate. Como supondrás, a mis treinta y cinco años he tenido otras experiencias y una de ellas no fue muy agradable, tal y como te ocurrió a ti.

Retrocede un paso, encogiéndose de hombros y frunciendo el ceño. Está pensando. Se siente incómoda y yo, que tiendo a ser muy comprensiva, entiendo que no quiera hablar del tema y lo respeto. Ya hace algo más de dos semanas que está aquí. Llegó atolondrada y, sinceramente, cuando la vi no daba un centavo por ella. Creía que tendría que despedirla a los dos días y no ha sido así. Supongo que aún no ha pasado el tiempo suficiente como para que se sienta con fuerzas para contarme qué ocurrió. Da igual, lo entiendo. Aunque imagino que sabe que su prima me lo contó. He asumido que es rara, pero todos tenemos nuestras rarezas, yo también. Así que decido explicarle parte de mi historia, a ver si así se anima y confía en mí. Miro a mi alrededor y, cuando veo que todos los clientes están servidos y entretenidos, me decido a contarle qué me ocurrió hace cinco años, justo cuando mi padre falleció y me quedé huérfana y sola.

—Llevaba saliendo un año y medio con Robert. Era alto, guapo y bailaba muy bien, además de ser un gran conversador. Y tenía una paciencia infinita para ir de compras, ¿qué más se puede pedir? Nunca me regaló una sola joya, ni siquiera el anillo de compromiso que tanto había esperado. Pero sí me regalaba vestidos, por eso tengo tantos. Multitud de vestidos preciosos y modernos, los que has visto en el armario. Sí, el que llevas puesto también fue un regalo de Robert. Cuando íbamos caminando por la calle, las mujeres lo miraban y a mí me llamaba la atención que él no hiciera lo mismo. ¡Incluso el hombre más enamorado de su novia mira a otras mujeres guapas! Es normal, ¿no te parece, querida? —Asiente confundida y traga saliva creyendo que sabe lo que viene a continuación—. Nunca he sido celosa, Kate. Nunca. Algunas de mis amigas ya estaban casadas e incluso embarazadas o con hijos pequeños y las que no lo estaban ya lucían un anillo de compromiso. Cuando murió mi padre, un hombre adelantado a su época que siempre me había querido ver libre y no atada a una familia porque para él, a los treinta, seguía siendo su «pequeña», me dio un ataque de pánico. Uno de esos ataques de ansiedad en los que te falta el aire, la tráquea te oprime y crees que, de un momento a otro, te vas a quedar sin respiración y el corazón va a dejar de latir. No quería lo mismo que mis amigas. No quería casarme ni lucir un anillo de compromiso en el dedo solo para que dejaran de repetirme una y otra vez que me iba a quedar para vestir santos. ¿Que si quería a Robert? ¿Qué más daba? No quiero ni imaginar cuántos ataques de ansiedad le dieron a él por utilizarme de tapadera para ocultar la relación que mantenía con otro hombre en secreto.

—¿Homosexual? —se escandaliza, llevándose las manos a la boca.

—Sí, querida.

—¿Cómo lo supiste? ¿Los pillaste?

«Eso quisiera preguntarte yo a ti. Puede ser morboso que también te lo pregunte a ti, Kate… ¿Pillaste a tu futuro marido con tu prima?», me callo.

—No hizo falta. Nunca llegué a saber quién era ese hombre, solo que su inicial era «B». Encontré una carta en la que «B» le decía cuánto lo amaba y que ojalá, pronto, pudieran huir juntos a un país donde aceptasen que dos hombres se amasen con total libertad. ¡A un país donde acepten que dos hombres se amen con total libertad! ¿Eso existe, querida?

Se encoge de hombros, indecisa.

—No tengo nada en contra, de verdad. No, no, en absoluto. Soy de las que encuentro aberrante que haya un baño para personas de color y deseo que, en un futuro cercano, la discriminación de todo tipo deje de existir. Ni siquiera me enfadé. No entiendo por qué existe tanto tabú con el tema cuando todos sabemos que los tiempos están cambiando y que, en unos años, el tema de la homosexualidad se verá con normalidad. Y ¿sabes? Lo espero. Espero que Robert y «B» puedan ir cogidos de la mano por la calle y puedan besarse en público. No le guardo rencor porque fue muy bueno conmigo y, finalmente, acabó confesando la verdad. Sentí alivio, no lo puedo negar, y él me dijo que si quería casarme y tener hijos renegaba de su orientación sexual para venir conmigo. Que me quería, aunque era probable que, con el tiempo, no pudiera darme lo que necesitaba porque le atraía el género masculino. Así fue como desapareció delante de mis narices la oportunidad que tuve de formar una familia a los treinta.

—Lo mejor que pudiste hacer fue dejarlo, por supuesto. Si le gustan los hombres, no hay nada que tú pudieras hacer y hubieras sido muy infeliz —murmura.

—Lo sé. Hubiera sido una vida de mentira y eso no me valía. Sin embargo, después de Robert, ninguno me parecía lo suficientemente bueno ni perfecto hasta que, cinco años más tarde, hace solo unas semanas, aparece Monty y me enamoro como una cría. Me da plantón en las dos últimas citas y le grito la última vez que lo veo diciéndole que no quiero volver a saber nada de él. Sé que va a ser así, que no volverá y que tiene a muchas mujeres rendidas a sus pies que se lo toleran todo. Pero yo no. Me conformaré con verlo en la pantalla de cine, aunque ni eso me apetece ya.

—John es el hombre perfecto para ti. ¿Aún no te has dado cuenta?

—Pareces tan segura de lo que dices, querida, que hasta consigues que me lo crea.

—No te falta mucho para comprobarlo, querida.

Sonríe y, acto seguido, se dirige a una mesa de cuatro mujeres a preguntarles qué es lo que desean tomar. Creo que Kate Rivers no va a dejar nunca de sorprenderme.