CAPÍTULO 31

SE LA LLEVÓ ÉL

Sesenta y dos días desaparecida

Abril, 2017

—García, tienes que creerme —insistió Bill—. Había un hombre, seguro que es el mismo del que os habló mi prima Eve. Debe tenerla encerrada en algún sitio. Llamé a una vidente, pero la loca me dijo que Nora había viajado en el tiempo y estaba en los años sesenta. ¿Te lo puedes creer? ¡Por esta fotografía! La he estado mirando y se parece mucho a Nora. ¿A qué conclusión llegas tú, García?

—Bill… —bufó el agente García mirando el reloj—. ¿Crees que una médium te va a dar la respuesta a una investigación en la que hemos hecho todo lo posible? Estos estafadores siempre están al acecho. Habrá visto una fotografía de Nora en la sección de desaparecidos y ha aprovechado el filón del parecido con la mujer de la fotografía de 1965, tomándote el pelo por completo. ¿Viajes en el tiempo? —se burló—. Son unas estafadoras, solo quieren dinero.

—Pero pensaba que los policías trabajabais con médiums y esas cosas.

—Solo en casos muy excepcionales y con profesionales de verdad. Bill, sal de este apartamento. No te obsesiones, ve a tu casa y duerme. Tienes mala cara.

—Me han despedido del trabajo.

—Normal. ¿Cuántos días llevabas sin ir?

García enarcó las cejas y miró a su alrededor. Estaba todo limpio y ordenado salvo la zona del sofá en la que Bill había dejado bolsas de patatas y restos de palomitas desperdigadas por el suelo.

—Pero si vuelvo a ver a ese hombre te llamaré.

Sonó más bien como una amenaza.

—Me parece genial, Bill.

—Entró por el callejón, ¿sabes? Ese callejón no tiene salida y te juro que he estado mirando por la ventana todo el rato hasta que has llegado y no lo he vuelto a ver.

—¿Otra vez? Bill, ya te he dicho que no había nadie en el callejón. Solo un gato viejo rebuscando en la basura.

—¿Y si hay un pasadizo secreto? Un pasadizo que lleva a algún lugar subterráneo donde tiene encerrada a Nora. Habrá que tocar los ladrillos uno por uno a ver cuál nos da acceso al zulo donde puede que ese hombre tenga encerrada a Nora o Dios sabe a cuántas mujeres más —advirtió Bill, seriamente.

—¿Has fumado hierba?

—No, agente.

—Bien. En ese callejón solo hay dos contenedores que apestan a pescado. No hay nada más. Ni pasadizos secretos, ni zulos, ni sótanos subterráneos… Nada —recalcó el agente, mostrándose impaciente y cansado—. Bill, son las doce y media de la madrugada. Haz el favor de descansar.

—Buenas noches, García. Gracias por venir —ironizó Bill.

—Muy amable —respondió el agente en el mismo tono antes de salir por la puerta.

Bill lo maldijo en su fuero interno y volvió a asomarse a la ventana pegando la frente al cristal. Cuando el coche policial se alejó, la calle quedó sumida en la más absoluta soledad. Los párpados le pesaban, debía hacerle caso a García y dormir un poco, pero trató de mantenerse despierto por si volvía a ver la silueta del hombre alto que se había llevado a Nora. Prepararía café para pasar la noche en vela esperándolo. Podría bajar y averiguar él mismo si en la pared había algún ladrillo que al tocarlo condujera al pasadizo secreto que le había mencionado a García; a una especie de zulo donde el hombre podría tener no solo a Nora encerrada, sino a veinte mujeres más, Dios sabe para qué. Las salvaría y su cara aparecería al día siguiente en todas las noticias. Recuperaría su trabajo o conseguiría uno mejor porque se convertiría en el héroe de América. Y recuperaría a Nora, que era lo más importante.

—Dios mío, esto es peor que La matanza de Texas.

Al darse la vuelta, un golpe seco en el cristal y el maullido histérico de un gato acabó de rematar la extraña noche. Bill, con la tensión arterial por las nubes y la mandíbula desencajada, miró de nuevo hacia la ventana para comprobar que el gato viejo de color negro que había visto pasar por la calle estaba ahí, en el alféizar, con una pata apoyada en el cristal, esperando a que le abriese.

—¿Cómo has podido subir hasta aquí? —le preguntó Bill, anonadado.

No podía dejarlo ahí fuera; sería su buena acción de un fatídico día. Seguro que el viejo gato tenía hambre y sed, aunque cuando abrió la ventana se percató del hedor a pescado, lo que demostraba que se había dado un buen festín en el contenedor de la basura.

—Vamos a ver… Tienes collar, así que debes tener nombre y propietario y ya no voy a poder llamarte Spiderman, que es a quien te que pareces —murmuró, agachándose para situarse frente al gato y ver qué ponía en el viejo colgante de madera tallada a mano que llevaba alrededor del cuello anudado en un lazo granate—. Así que Monty, ¿eh? Monty, ¿te gustan las palomitas?