CAPÍTULO 14

LÍNEAS LEY

VIAJES EN EL TIEMPO

Febrero, 2017

En el año del que procedía Jacob nadie te tachaba de loco con la intención de internarte en un manicomio si habías experimentado un viaje temporal, aunque aún existía gente que no creía en ellos o se mostraba reacia a vivir algo así. Brujería, lo llamaban algunos, cuando en realidad lo que sentían era miedo a no poder regresar, lo cual era probable porque existían portales que, tal y como aparecían, podían cerrarse imprevisiblemente.

Cualquiera podía explicar con normalidad que había estado en la batalla de Normandía o en el reinado de Catalina de Aragón en el siglo XVI; te harían caso si les explicabas, con todo tipo de detalles, que viste con tus propios ojos la primera edición de El Quijote en 1605 o que acudiste al estreno, el cuatro de febrero de 1927, de la que se consideró la primera película sonora de la historia producida por Warner Bros Pictures, The Jazz Singer. A los afortunados que se habían encontrado con un portal del tiempo, les gustaba dejar su huella en la historia apareciendo con sus ropajes habituales en fotografías históricas que volverían locos a los que, por vivir en una época anterior, creían que no existía tal fenómeno. Otros viajeros, la mayoría, preferían pasar desapercibidos.

El científico Stephen Hawking fue quien, a principios del siglo XXI, desarrolló cálculos para exponer las características de los agujeros negros existentes en el espacio. Zonas con una densidad tan grande que son capaces de absorber sistemas solares enteros doblegando la malla espacio-temporal donde reposa el planeta Tierra. Se sabía que todo estaba relacionado con la teoría de la relatividad de Einstein, que prueba que tiempo y espacio son curvos y variables, no fijos y absolutos tal y como sostenía Isaac Newton. De hecho, pese a los riesgos, algunas personas del futuro, viajeros que habían dado con uno o varios portales a los que acudían con frecuencia, se convertían en seres eternos por la posibilidad de tener treinta años en el siglo XVIII o vivir durante un tiempo en los años veinte. Qué sabían ellos dónde irían cuando se les presentaba la ocasión de viajar o cuando habían viajado de manera totalmente accidental. Un solo paso hacia atrás o la mirada fija en otro lado, y nunca hubiesen descubierto qué había más allá de la corriente que desprendía la pared, las ondas extrañas del agua o del metal fundido de una barandilla en un puente cualquiera. El tiempo había dejado de ser un problema siempre y cuando, tal y como nos han enseñado en las películas y los libros, no lo desvelaran en épocas pasadas ni cambiasen el transcurso de la historia, ni siquiera de la suya propia, puesto que la intención de muchos que buscaban con desesperación los portales era evitar la muerte de seres queridos en el pasado, aunque no tuvieran la suerte de encontrarse con el viaje en el tiempo deseado. No todos están destinados a encontrarlo.

Todo viaje en el tiempo tiene sus normas y también sus consecuencias. Estaba demostrado que nadie regresaba tal y como se había marchado y, en caso de abuso, los viajeros podían sufrir graves lesiones cerebrales que padecerían de por vida. Para mantener el control de la situación se pedía cordura y evitar, en la medida de lo posible, coincidir con tu «yo» del pasado o del futuro a no ser que fuera necesario. «Ateneos a las consecuencias», habían advertido los expertos a sabiendas de la magnitud de tal descubrimiento en ciudades de todo el mundo, si a alguien se le ocurría romper con algunas de estas normas, salvo excepciones muy puntuales. Cuántas aventuras vivían los seres que conocían lo que en otros tiempos había sido un secreto, un imposible o una locura únicamente existente en la ficción, cuando no querían conformarse con sus vidas monótonas en la época que les había tocado vivir. Sin embargo, el número de personas desaparecidas había aumentado considerablemente. Había personas que jamás regresaban de su viaje y la policía archivaba a las pocas semanas la denuncia por desaparición. Y no se sabía por qué tanta gente prefería quedarse en otro tiempo, aunque también cabía la posibilidad de que el portal por el que habían aparecido se esfumara y no encontraran la manera de regresar. Los familiares, que no querían concebir esa triste posibilidad, se consolaban pensando que habían encontrado su lugar en épocas pasadas. «Nunca llegó a sentirse de aquí», solían murmurar entre lágrimas, esperanzados al creer que volverían a verlos algún día.

Infinitas eran las líneas Ley, también conocidas como líneas de energía, de luz, espirituales, o el nombre preferido de los más jóvenes, Sendas del Dragón, descubiertas en algunos puntos del mundo. Algo tan sencillo como estar en el momento y en el lugar adecuado para que se abriera ante ti la posibilidad de atravesar un portal, sabiendo que te llevaría al mismo lugar en el que te encontrabas, pero en un año distinto. Las líneas Ley son campos magnéticos terrestres existentes en el subsuelo; unas alineaciones de energía localizadas en vórtices magnéticos que no solo están situadas en lugares sagrados como monumentos megalíticos, iglesias, cementerios o círculos de piedras como al principio, con lógica, creyeron los investigadores, sino que se percataron de que pueden encontrarse en cualquier lugar como, por ejemplo, en el callejón de al lado de una cafetería cualquiera de Brooklyn llamada Beatrice. Front Street, una calle que vivió tiempos mejores entre los años cuarenta y setenta, era un lugar con campos magnéticos muy potentes y varios puntos donde pasado, presente y futuro se unían de forma excepcional a unas horas determinadas de la noche y durante escasos minutos.

Al principio, sobre todo desde que se conocieron las conexiones con diferentes periodos de tiempo del punto más popular, que siempre ha sido el de Bold Street, en el centro de Liverpool, existieron muchas teorías, pero se llegó a la conclusión de que estos puntos focales eran de origen natural, producidos por corrientes subterráneas; líneas de acceso y de salida para todo tipo de manifestaciones paranormales que empezaron en Gran Bretaña, donde hay ubicadas más de cuatrocientas líneas Ley con miles de conexiones, cuando los druidas pensaban que esta energía se deslizaba cual serpiente a través del suelo como las corrientes telúricas, que son las vías espirituales que recubren todo el planeta.

A los portales les gusta jugar con el tiempo. Los hay que van del presente a un único pasado; otros poseen hasta tres líneas temporales y algunos se cierran indefinidamente mientras otros permanecen con el paso de los años. Nada es seguro, no existe una ciencia exacta y cada portal es distinto. Lo decía Platón en la antigua Grecia cuando definió el tiempo como «la imagen móvil de lo eterno». Tenía razón.

22:50 horas

Por fin, había llegado el momento: la séptima noche. Para Jacob, después de todo, era como si hubiese tenido que esperar una eternidad, lo cual le había demostrado que tenía mucha más paciencia de la que imaginaba. Nada podía fallar. Todo debía ser perfecto según sus cálculos y las órdenes recibidas. Ansioso por verla una noche más, no pensó en el peligro que suponía que otra persona que no fuera Nora se percatase de su sombría presencia. Imprudente, esperó a que llegase la hora situado en la acera de enfrente de la cafetería por la que salió Eve, la camarera, que lo miró con la incertidumbre de no saber si se trataba de una persona de fiar o, por el contrario, estaba ahí con malas intenciones. Se miraron durante unos segundos, pero Jacob aprovechó para desaparecer cuando ella dirigió la vista hacia Nora, situada detrás de la barra del café. En esa ocasión, Eve volvió a entrar para advertirle que tuviera cuidado.

—Es la segunda noche que veo a ese hombre —le susurró, pese a no haber nadie en el café—. Lo vi por primera vez hace una semana, creo. No me gusta.

Nora rio despreocupada, sabiendo de quién podía tratarse. Era el tipo inofensivo de Nueva Jersey que venía, cuando ya no había clientes, a por su chocolate caliente. Le gustaba la soledad. También la noche. O estar con ella, quién sabe. Se habían caído bien. Habían conectado a pesar del halo de misterio que siempre envolvía a Jacob. Nora ya le había hablado de él a Eve, sin entrar en muchos detalles. Fue al día siguiente de la primera noche en la que lo conoció y solo le contó que un cliente había conducido desde Nueva Jersey hasta el café para probar su famoso chocolate caliente. No habían vuelto a hablar del tema.

—Vete tranquila, Eve. En esta calle nunca pasa nada.

Nora le guiñó un ojo y Eve, que había quedado con el ejecutivo para ir a un pub cercano, volvió a adentrarse en la oscuridad de la calle buscando al hombre entre las sombras, detrás de las farolas y en los portales. No lo vio.

NORA

A los cinco minutos de irse Eve, Jacob entró sonriente mirando la taza de chocolate caliente que reposaba en la barra.

—Mi camarera cree que eres un psicópata —bromeé—. ¿Eres un psicópata?

—No, ni hablar. Nada de eso —rio Jacob.

—¿Por qué vienes cada noche desde Nueva Jersey?

—No vengo desde Nueva Jersey.

—Me lo dijiste la primera noche —le dije, sin esconder mi turbación—. Que venías desde Nueva Jersey para…

No pude continuar. ¿Me había mentido? Jacob me miró fijamente. Parecía preocupado. Estaba diferente. Busqué algo en su mirada que me dijera la verdad. Nunca hubo, ni durante una milésima de segundo, un pensamiento romántico hacia él. Mi corazón latía más rápido de lo normal cuando entraba en el café, pero no entendía por qué. Y sabía que cuando se marchara, querría seguirle, descubrir adónde iba y quedarme un rato más con él. Su presencia me reconfortaba y supe, en ese momento, que lo de Nueva Jersey nunca me lo había creído.

—¿Algún día me contarás tu historia? —pregunté de nuevo, sin poder evitar el tono sarcástico que había salido de mi voz.

—Algún día conocerás nuestra historia, Nora. Pero, de momento, no puedo decirte nada.

«Nuestra historia. ¿A qué te refieres, Jacob?».

—¿De dónde vienes? ¿Por qué siempre llevas la misma ropa? —inquirí, sin ocultar lo nerviosa y desconcertada que me tenía.

—No puedo responderte a eso.

—¡No puedes responderme a nada! —grité.

El silencio cayó entre nosotros como una losa. Noté que Jacob me miraba con más intensidad mientras yo me sentía frustrada por ser incapaz de manejar la situación. No conocemos a nadie mejor que a nosotros mismos y aun así, resulta desconcertante cuando nos sorprendemos al reaccionar de una manera que no esperábamos. Con Jacob no funcionaban los nervios ni el enfado. Tampoco la curiosidad, formular miles de preguntas o la necesidad de saber y de que me dijera la verdad después de seis noches con explicaciones a medias que, para mí, no tenían sentido. Él se mantenía impasible y tranquilo.

—¿Nos conocemos de algo? —insistí—. Porque desde el principio, desde el primer día que viniste, hace una semana, me pareció que me conocías de algo y, perdóname que lo diga, pero es raro, Jacob.

—Sí, nos conocemos de algo.

—¿De qué? ¿He perdido la memoria en algún momento de mi vida y nadie me ha dicho nada?

—Tú aún no lo has vivido —murmuró, sin dejar de mirarme fijamente.

—¿El qué no he vivido?

—Lo nuestro. Tú aún no has vivido lo nuestro —aclaró, antes de irse sin darme siquiera tiempo a pestañear o a asimilar sus últimas palabras: «Tú aún no has vivido lo nuestro».


Me dolía la cabeza. Esa noche, Jacob solo le dio un sorbo a la taza de chocolate, que acabé desperdiciando por el desagüe. La noche se había enrarecido; un gato negro cruzó la calle en el momento en que apagué las luces y salí del café para bajar la persiana y subir a mi apartamento. Una vez dentro, en lugar de ir a la cocina sabiendo que no había nada comestible en la nevera o a darme una ducha, abrí el ordenador portátil y escribí las últimas palabras de Jacob. Necesitaba leer cada una de las letras, palabra por palabra, como si así tuvieran algún tipo de sentido o se convirtieran en algo real. Ensimismada en mis pensamientos, aparté la cortina y miré hacia el exterior, encontrándome con el rostro pálido y arrugado de Aurelius tras el cristal cochambroso de su ventana, que estaba frente a la mía en el edificio contiguo. Me levanté y, sin saber si me estaba mirando a mí o no, le pregunté con un gesto si necesitaba ayuda. El hombre, ausente como esa tarde en el café, parecía no estar viendo nada hasta que ladeó la cabeza, me señaló y, acto seguido, dirigió el dedo en dirección a la calle. Extrañada y sin entender nada, me asomé por encima del escritorio para lograr visualizar lo que me señalaba Aurelius, que había vuelto al interior de su apartamento cuyas cortinas de nuevo corridas no permitían ver nada. De no haber sido porque a quien reconocí a través de la silueta que parecía haber criado raíces en el asfalto de lo quieta que estaba, era Jacob, hubiera pensado que estaba viviendo en mis propias carnes la escena de una película de terror. Jacob pasó de mirar al frente a mirarme directamente a mí alzando la cabeza. Debió sentir que lo estaba observando. En un acto reflejo, me eché hacia atrás para que no me viera, pero al volver a asomarme seguía en la acera, quieto e imperturbable, sin que yo alcanzase a ver su rostro. Por mi mente pasó una multitud de pensamientos que no tenían nada que ver con lo que había conocido de Jacob. El amplio abanico de posibilidades se iba extendiendo a medida que miraba su sombra: podía ser un psicópata, un asesino en serie, un secuestrador, alguien que se había obsesionado conmigo o un loco fugado del manicomio, lo cual tenía sentido al leer y releer en la pantalla del ordenador lo último que me había dicho:

Tú aún no has vivido lo nuestro.