CAPÍTULO 43
EL TRÉBOL DE LA SUERTE
NORA
Octubre, 1965
«El tiempo borra las pruebas tangibles de que una persona ha vivido», decía Bill continuamente, obsesionado con la idea de que la gente con la que se cruzaba en sus largos y solitarios paseos por el Brooklyn de 1965 ya no existiría cuando volviéramos a 2017.
Bill había conseguido en una sola semana lo que a mí aún iba a costarme un enorme esfuerzo: moverse como pez en el agua en una década que en realidad no nos pertenecía. Jacob y Bill se habían hecho amigos tras la larga tarde en la que visitaron el puente de Brooklyn y Coney Island. Fueron caminando, una locura teniendo en cuenta que se tarda algo más de tres horas desde la zona en la que nos hallábamos. Bill llegó quejándose de dolor en los juanetes, pero con una sonrisa indescriptible en su rostro que tenía un nombre: Nick. Nick le dejó una nota en el bolsillo de su chaquetón mientras se alejaba con su cita. Le había escrito el nombre del hotel en el que trabajaba como recepcionista, el Bossert, situado en Brooklyn Heights, en la calle Montague. Le expliqué a Bill que ese hotel fue famoso en los años cincuenta por haber sido el hogar de varios jugadores del Brooklyn Dodgers. Tras su triunfo sobre los New York Yankees en la Serie Mundial de 1955, los fanáticos del Brooklyn Dodgers se congregaron en el vestíbulo del hotel y le cantaron al entrenador Alston la canción Es un muchacho[6]. Bill acudió puntual a la cita en un hotel que, tras diversas compras y remodelaciones, jamás reconocería en 2017.
A esa primera cita le siguieron más. Siempre se veían a la misma hora y en el mismo lugar, y Bill volvía a las ocho o a las nueve de la noche con los ojos entornados, como quien vive más soñando que despierto, y una sonrisa dibujada en su rostro que parecía impedirle hablar. Y si Bill no hablaba, algo importante le estaba ocurriendo.
El veintidós de octubre, tras seis días de ausencia por el terrible resfriado que me mantuvo encerrada en casa, volví al café. Beatrice me recibió con una sonrisa y lo primero que me preguntó era que si necesitaba ropa.
—Jacob no me ha hecho ni caso. Le dije que podía coger alguno de mis vestidos para llevártelos, pero no ha venido.
—No ha hecho falta, Beatrice —le dije—. En casa usaba sus pantalones de pijama y sus camisetas; no he salido a la calle hasta hoy.
—Oh, querida, pero debían irte muy grandes —rio.
Había algo extraño en su comportamiento hacia mí. Me miraba más de lo habitual. De vez en cuando, al devolverle la mirada, la apartaba rápidamente, como si no quisiera que me diera cuenta. La rutina del café seguía siendo la misma, pero las tardes eran más tranquilas, por lo que Beatrice se escapaba con John a dar un paseo o a acompañarlo en el taller. Hubo un momento de aquel veintidós de octubre en que me reincorporé al trabajo que me emocionó y me hizo pensar en algo que el tiempo, finalmente, confirmaría. Aunque Bill solo había visto a mi abuela en dos ocasiones, a pesar de ser mi mejor amigo desde hacía años, la conexión que tuvieron fue bonita y entrañable. Recordé cómo la abuela le cogió la mano y, en un gesto maternal, le dijo que era un chico especial. Cuando Bill, antes de su cita con Nick, entró en el café haciendo sonar la campanita de la puerta, no pude evitar pensar si la abuela, en su vejez, lo reconocería de ese día. Bill miró anonadado a su alrededor y me susurró: «¿Hemos vuelto a 2017? Esto está igual, salvo por el papel de mariposas». Al ver a mi abuela joven, alta y fuerte, trató de disimular su desconcierto; solo yo pude percibir la turbación en sus ojos.
—Beatrice, te presento a Bill. Somos amigos desde la infancia —mentí.
—Encantada de conocerte, querido. ¿Tú también eres de Oregón?
El tono que utilizó, mientras me miraba de reojo con la ceja izquierda alzada, me dejó preocupada.
—Sí, de allí mismo. —Bill no tenía ni idea de geografía.
—¿Y has venido desde tan lejos solo para ver a Kate? Es curioso porque, al hablar con su prima hace unos días, me dijo que tenía muy pocos amigos, así que es un grata sorpresa conocerte.
No supimos cómo reaccionar ante eso.
—Mi prima siempre lo exagera todo —comenté, para salir del paso, sin recordar cómo se llamaba.
—¿Un café, querido?
—Sí, por favor.
Bill puso cara de circunstancias, se sentó frente a la barra y me miró como diciendo: «¿Salgo corriendo? ¿Se dará cuenta? ¿Podemos retroceder unos minutos en el tiempo?». Negué con la cabeza y con gestos le pedí que me siguiera la corriente. Creo que lo entendió porque nuestros poderes telepáticos funcionaban con precisión desde hacía muchos años.
—Bill, conoces al exprometido de Kate, ¿verdad?
—Claro.
—¿Y qué te parece todo lo que ha pasado?
Había algo raro en las preguntas de la abuela. Aprovechó la visita de Bill para alardear del tono irónico que yo ya conocía y que usaba, sobre todo, para destapar pequeñas mentiras. Conocía bien su táctica, por lo que la preocupación iba en aumento y mi ritmo cardiaco se aceleraba por momentos.
—Mal, muy mal —contestó Bill, con ese tono masculino al que no me acostumbraba.
—Por supuesto que está mal —le dio la razón Beatrice—. Sobre todo teniendo en cuenta que se casa con su prima. Sangre de su sangre. Muy feo todo.
Bill torció el gesto mientras yo, detrás de la abuela, le advertí que no dijera nada más. Que se bebiera el café rápido y se marchara a buscar a Nick. Había sido mala idea que viniera a la cafetería el mismo día en el que volví a trabajar.
BEATRICE
Es un alivio volver a tener a Kate trabajando en el café, pero la miro y, al saber que me está mintiendo, el día se me hace cuesta arriba. Me duele. ¿Por qué no me dice la verdad? ¿Por qué no me dice quién es? ¿Cómo se llama?
—Pregúntaselo tú —sugiere John, tan tranquilo y resolutivo como siempre—. Las mujeres tendéis a ser muy retorcidas cuando queréis. ¿No sería más fácil hablar con ella que estar calentándote la cabeza?
Tiene más razón que un santo.
—¿Acaso me estás diciendo que también te caliento la cabeza a ti?
—No, mi amor. —Se ha acercado a mí, me ha abrazado y me ha dado un beso en la frente como si fuera una niña caprichosa—. Solo digo que hables con ella. Es una buena mujer, seguro que no tiene importancia. Puede ser que estuviera desesperada, sin nada y fingiera ser Kate para tener la oportunidad de trabajar en el café y ganar algo de dinero. Nada más.
—Nunca le pregunté si era Kate, lo di por sentado —me culpo.
—Ahora sabes que no es la prima de Lucy.
—Que, por cierto, no ha llegado a Oregón. A saber qué ha hecho con esos doscientos dólares y si me los devolverán… Estaba loca, John. Loca.
—Pues qué suerte has tenido de haberte encontrado con la farsante —ríe, acariciando mi mejilla.
—La considero mi mejor amiga y ni siquiera sé cómo se llama en realidad, John —comento tristemente.
—Eso tiene fácil solución. Usa ese piquito de oro que tienes y pregúntale quién es.
—Lo haré. De hoy no pasa.
Pero lo cierto es que los días pasan y pasan… y yo no me atrevo. Me limito a observarla. El otro día, cuando se reincorporó al trabajo, jugué un poco con un amigo suyo llamado Bill. Es un poco rarito, pero tiene cara de buena persona. No conseguí averiguar nada. Me da miedo descubrir la verdad y no tener más remedio que despedirla y, sinceramente, no creo que vuelva a encontrar una camarera tan eficiente como ella. Además, se ha convertido en mi mejor amiga. Siento que prefiero vivir creyéndome una mentira; una mentira que ella lleva viviendo más de dos meses.
NORA
El martes veintiséis de octubre amanecimos con la triste noticia de que la señora Pullman había fallecido mientras dormía. Nuestra exigente clienta ya no volvería a entrar en el café haciendo sonar la campanita y pidiendo un café con leche ardiendo con esa voz tan aguda. Y ya no se quejaría de que el café nunca estaba lo suficientemente caliente.
—Qué lástima —murmuró Beatrice, mirando con nostalgia hacia la puerta como si, de un momento a otro, la anciana fuese a aparecer con alguno de sus estridentes pañuelos en la cabeza—. Iremos a su entierro, querida. Dicen que es mañana a las diez.
Así que a las diez de la mañana del veintisiete de octubre fuimos a la iglesia. Estaba llena de gente que iba a dar el último adiós a la señora Pullman. Diane Pullman, según el párroco, había sido una mujer creyente y bondadosa, fiel a sus principios y a la misa del domingo; había formado una bonita familia junto a su esposo, el señor Walter Pullman, fallecido hacía diez años, y había criado a tres hijas que, en primera fila, lloraban abrazadas. Las envidié. Las envidié porque, cuando la mujer que estaba a mi lado muriera en noviembre de 2016, con ochenta y siete años, yo no tendría a nadie a quien abrazarme ni con quien compartir mi tristeza y mis lágrimas.
Tras la misa, fuimos al cementerio de GreenWood donde años más tarde también enterrarían a mis seres queridos. Sus tumbas aún no existían en 1965, pero tuve la sensación de haber vivido ese momento antes cuando observé cómo el ataúd de la señora Pullman se adentraba en las profundidades de la tierra, como si fuera mi abuela quien estuviera ahí dentro. Lloré. Y mis lágrimas sorprendieron a Beatrice, que se mantenía erguida e imperturbable. Después de darle el pésame a las hijas, la abuela cogió mi mano y me dijo:
—Ven conmigo, quiero enseñarte algo.
Recorrimos el camposanto lentamente, como si tuviéramos la necesidad de ser la compañía de todas y cada una de las tumbas abandonadas que allí se encontraban. El cielo, negro como el carbón y las nubes, de una asombrosa tonalidad púrpura, componían una especie de cuadro gótico que amenazaba con provocar una lluvia torrencial. Los árboles que había a nuestro alrededor, cuyas ramas se habían quedado secas por las bajas temperaturas, parecían tan tristes como todo lo que íbamos encontrándonos a nuestro paso. Soledad. Muerte. Desolación. Fuimos hasta la parte alta del cementerio, desde donde podían verse los rascacielos, como si los muertos tuvieran la necesidad de deleitarse con las vistas. La abuela se detuvo frente a un par de tumbas.
—Te presento a mis padres —dijo con un hilo de voz.
—Isabella y Martin. Bonitos nombres.
—Y allí —señaló, acercándose a una tumba consumida por la hiedra, vieja y torcida como si le hubiese caído un rayo—, está Simon Allen, mi bisabuelo. El hombre que cayó cuando estaba trabajando en la construcción del puente de Brooklyn en 1882, un año antes de su inauguración.
Lo primero que pensé fue que, cuando volviera a 2017, ya sabría exactamente dónde se encontraban las tumbas de mis antepasados. Ya no me haría falta buscar a Simon Allen. Estaba ahí, frente a mí, con su inscripción ilegible y, por alguna extraña razón, me sentí miserable al ver los estragos que el paso del tiempo había causado en su sepulcro.
—El tiempo borra las pruebas tangibles de que una persona ha vivido —repetí las palabras de Bill en un murmullo, sin apenas darme cuenta.
—Todas estas personas soy yo. ¿Quién eres tú? —preguntó la abuela, de repente—. ¿Cómo te llamas?
—Kate Rivers.
Me había acostumbrado a ese nombre con tanta facilidad que lo dije automáticamente.
—Kate Rivers, la prima de mi amiga Lucy —empezó a explicar con tranquilidad—, vino a la cafetería la semana pasada, cuando tú estabas enferma. Se disculpó porque tendría que haber llegado justo cuando lo hiciste tú, pero le apeteció vivir una aventura en Nueva York hasta que se quedó sin dinero. ¿Tienes una documentación para poder demostrar que eres Kate Rivers?
—No —me sinceré, a punto de explotar.
—¿Quién eres? —repitió. Y su tono no sonó autoritario o enfadado, sino compasivo y suplicante, lo que me empujó a cometer una locura: contárselo todo. Si ella, antes de morir, me dijo que nos volveríamos a ver pronto, lo sabía. Y ese era el momento en el que se enteraría de toda la verdad y de quién era yo. Me creería. Ahora sabía cómo podía demostrárselo. Respiré hondo y empecé por el único comienzo de la historia que conocía: Simon Allen.
—Desde que Simon Allen murió en la construcción del puente de Brooklyn, tú siempre has creído en la maldición de que las personas de tu familia morirían jóvenes o, en el mejor de los casos, no llegarían a los sesenta. Tus padres, Isabella y Martin, no parecían estar destinados a conocerse por la distancia que les separaba cuando nacieron, pero ella, con unos sueños más grandes que el pueblo italiano del que procedía, no se amedrentó y se mudó a Nueva York, donde encontró trabajo como costurera. Una noche, la del nueve de noviembre de 1927, Isabella salió más tarde de trabajar; llovía y era peligroso que una mujer anduviera sola por las calles de Nueva York durante cuarenta minutos hasta llegar a su casa. Pasó por delante de un bar y no se dio cuenta de que uno de los hombres borrachos había salido y la estaba siguiendo. Martin, tu padre, se dirigía a Harlem, zona en la que solía trapichear y meterse en líos, pero por suerte estaba allí y le dio una buena paliza al borracho que seguía a Isabella porque, de no haber sido así, seguramente la italiana hubiese acabado muy mal. El resto también te suena, ¿verdad? Y la manera en la que se conocieron te parece la más romántica del mundo —terminé, con la voz temblando. Era la primera vez que hablaba de mi pasado. La mujer que tenía delante, unos años más vieja, era la que siempre lo relataba. Lo hacía mucho mejor.
—¿Quién eres? —insistió. Y en ese momento su tono sí resultó amenazante—. ¿Cómo sabes todo eso?
—Me llamo Nora Harris y soy tu nieta, Beatrice.
BEATRICE
En mi vida solo ha habido dos ocasiones en las que me he sentido furiosa. Furiosa hasta el punto de estallar y querer golpear lo primero que se me pusiera delante. La primera vez fue cuando murió mi madre. La segunda, cuando mi padre decidió, hace cinco años, irse con ella en vez de quedarse conmigo. Y como siempre tiene que haber una próxima vez, esta es la tercera. Y duele. Duele porque viene de alguien a quien le he abierto las puertas de mi casa y de mi negocio y, sobre todo, de mi corazón. ¿Cómo puede hacerme algo así?
—No puedo seguir escuchando tonterías. ¡No puedo! Sal de mi vista ahora mismo, no quiero ni verte —arremeto contra ella, furiosa.
—¿Cómo si no, voy a saber todo eso? —pregunta con esas lágrimas que tanto odio y que para mí son un signo inequívoco de debilidad.
—¡Mi diario! ¡Te has atrevido a leer mi diario! —sigo gritándole, cuando nadie debería gritar en un camposanto e interrumpir el descanso de las almas que allí reposan.
—No sabía que tenías un diario. Espera, te lo puedo demostrar de otra manera —insiste, desesperada.
—Vete. Cuando vuelva a la cafetería no quiero verte allí.
—Beatrice, por favor, escúchame.
Se acerca a mí y tiene el valor de agarrarme del brazo, cuando sabe que puedo tumbarla de un solo manotazo. Clavo mi mirada en ella, le digo que me suelte, pero no lo hace, así que no me queda otro remedio que tirarla al suelo e irme del lugar donde reposan mis padres y mi bisabuelo. Basta. No quiero volver a verla.
No sé su nombre ni su apellido, pero ya no me hace falta. He aprendido la lección y, por primera vez, voy a tener que contradecir los consejos de mi madre que, amorosamente, me inculcaba que confiase en las personas. Que si todo el mundo confiase con la misma inocencia ciega de un niño, el planeta rebosaría bondad y las cosas irían mucho mejor. Sea quien sea la mujer que he dejado tendida sobre el césped del camposanto frente a la tumba de mis padres, sigue gritando, llorando y llamándome, pero me prohíbo mirar hacia ella. Sigo caminando y reprimo las lágrimas, concentrándome en las finas gotas de lluvia que han empezado a caer.
NORA
No era posible que fuera así. Que todo terminase así. Para cuando logré llegar a la salida del cementerio la había perdido de vista. Seguí sus pasos hasta la cafetería, pero estaba cerrada. Puede que no hubiera ido hasta allí; con un poco de suerte, estaría en el taller del abuelo. Empapada y calada hasta los huesos, me alegró comprobar que llevaba la copia de las llaves de su apartamento, así que, deseando que no estuviera dentro, las introduje en la cerradura y abrí, asustada. Nunca, jamás en toda mi vida, la había visto tan enfurecida como en ese momento. Monty me recibió desde el sofá con una mirada esquiva y un maullido poco amable. La abuela no estaba, así que corrí hacia el dormitorio donde recordaba haber dejado mis pertenencias del siglo XXI. En la mesita de noche, la fotografía con Montgomery Clift había sido sustituida por una con el abuelo que recordaba de haber visto infinidad de veces en el salón. Sonreí. Pese a las circunstancias, sonreí.
—Saldrá bien —murmuré agradecida.
Me agaché y, mirando debajo de la cama, comprobé que había una cajita de latón rectangular con el dibujo de una mujer sonriente alzando la mano con una taza de café. La misma que yo, años más tarde, descubriría bajo una de las tablas de madera del café y que contenía la fotografía. Esa fotografía que se haría dentro de unos días, en noviembre, y que me había dado tanto que pensar. Suspiré, aliviada, al comprobar que las botas seguían donde las había dejado, al fondo, debajo de la cama y fuera del campo de visión. La abuela no las había descubierto. Levanté el colchón donde había dejado la ropa bien doblada a los pies de la cama para que no abultara ni se notara. Las prendas también seguían ahí, esperándome, incluida la cazadora de cuero negra. Palpé en los bolsillos hasta dar con el llavero en forma de trébol. El mismo que tenía la abuela, pero procedente, como yo, de un año futuro aún inexistente. A pesar de tener tentaciones de volver a ponerme mi ropa, me vi incapaz. Tan difícil era desprenderme del vestido que me había prestado la abuela, aunque estuviera mojado y tiritase de frío, como aceptar que cabía la probabilidad de que, pese a tener pruebas, siguiera sin creerme. Así que volví a dejarlo todo donde estaba, esperando que siguiera siendo invisible a ojos de la abuela en caso de que me tomara por una loca.
Al bajar a la calle, el café seguía con la persiana bajada y opté por quedarme sentada a esperarla. «En algún momento tendrá que volver», pensé. El vaho escapaba de mis labios y formaba retorcidas siluetas en el aire. No había ni un alma en la calle, como si las gotas de lluvia les pudieran desintegrar la piel. Los obreros se habían refugiado en el bar de la esquina; podía verlos, pese a la neblina, bebiendo cerveza desde el punto en el que me encontraba y Eleonore, que se había asomado a la ventana a retirar unas prendas de ropa que se habían mojado tanto como yo, me vio.
—¡Sube y te preparo un té caliente! —me gritó desde la ventana, preocupada.
—¡No, gracias! —respondí en el mismo tono para que pudiera oírme. La neblina que había me impedía ver su rostro con nitidez—. ¡Estoy esperando a Beatrice! —chillé al mismo tiempo que, aferrada al llavero del trébol de cuatro hojas, temblaba de frío, pena e inseguridad.
«Ahora también pediría un café con leche ardiendo, señora Pullman», pensé, mirando el cielo gris.
BEATRICE
No quiero que John me vea en este estado de nervios, se canse de mí y me deje, así que, en vez de ir en dirección a Front Street, entro en un bar concurrido de Old Fulton. Todos parecen necesitar un buen tazón de café ardiendo para entrar en calor, lo cual me recuerda a la señora Pullman y cómo no, a la escena que le acabo de montar a esa chica en el cementerio. Siento los ojos enrojecidos por la rabia de la que no me desprendo al sentirme engañada y, cuando recuerdo lo último que me ha dicho, me pregunto si me ha tomado por una idiota o si realmente está bien de la cabeza. ¿Ha dicho mi nieta? ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Nora? ¿Nora qué? Está loca. Le falta una tuerca; puede que se haya escapado de un manicomio y yo he sido una ingenua que ha podido estar en peligro debido a su enfermedad o a su maldad. Quién sabe. Pienso en Jacob el Boxeador, al que también habrá engañado y en ese tal Bill, su amigo. ¿Saben ellos quién es? ¿Saben cómo se llama?
—Señora, ¿qué quiere? —Por el tono que usa el camarero debe ser la tercera vez que me lo pregunta.
—Perdone. Un café con leche. Muy caliente, por favor.
No me gusta el café, pero puede que me despeje. Que aclare esta cabeza anclada al momento que acabo de vivir. Pero no quiere irse de mi mente, se niega. El camarero tarda pocos minutos en traerme el café. Cuando le doy un primer sorbo, que me quema la lengua, compruebo con satisfacción que está un poco aguado, como si no le hubieran puesto mimo al hacerlo; su sabor es excesivamente fuerte y no tiene suficiente espuma. Me pregunto cuándo ha sido la última vez que han limpiado la cafetera. «El café del Beatrice está mucho más rico», me enorgullezco.
«John, piensa en John», me ordeno. Y entonces visualizo el momento en el que lo vi por primera vez en el estadio Shea de Queens antes de que salieran al escenario los Beatles, aunque él ya me conociera por haber estado una vez en el café. Qué tonta me sentí al no recordarlo, suelo acordarme de todas las caras que pasan a diario por ahí. No le importó. Él ya me miraba con todo el amor del mundo desde el principio, como si me conociera de mucho antes, como si ya estuviéramos predestinados. Aquella noche bailamos, reímos, disfrutamos y luego fue muy amable al llevar en coche a dos desconocidas que habían sido abandonadas por el anterior conductor: un hombre al que me conformaré con ver en las películas y estoy segura de que será mucho mejor así. Pero de nuevo, pienso en la que yo creía que era Kate cuando recuerdo que conocí a John gracias a ella. Porque, de no haber sido por su torpeza al derramarle el café encima a Lennon, jamás nos habría invitado al concierto y, por lo tanto, no hubiese coincidido con John. Puede que la manera en la que se conocieron mis padres me parezca la más romántica del mundo: la damisela en apuros salvada por el galán de película en una noche oscura de finales de los años veinte en Nueva York. Pero estoy convencida de que serían ellos los que envidiarían cómo conocí a John. De no haber sido por Kate, no hubiese pasado. Quizá sí, si ese era nuestro destino, pero no hubiera sido igual de envidiable. Nada volvió a ser lo mismo desde que, a la mañana siguiente, John se presentó en la cafetería y me regaló una pieza de madera tallada a mano en forma de café a la que le seguirían unas cuantas, hasta que Kate nos empujó a tener esa primera cita que tanto deseábamos pero que, por timidez o prudencia, no nos atrevíamos a pedir.
—Todo fue gracias a ella —murmuro, terminando el café.
La furia se transforma en impaciencia y la reflexión me otorga la calma que necesito para volver a Front Street esperando que Kate no me haya hecho caso y siga allí.
NORA
Una hora más tarde, cuando creía que la lluvia torrencial y el frío iban a acabar conmigo, distinguí pisadas aceleradas, como si alguien se aproximase a la desesperada. Saboreé el miedo ascendiendo por la garganta y los recuerdos agridulces quedaron relegados a un lado cuando vi que se trataba de Beatrice y que no parecía enfadada o dispuesta a echarme a patadas, sino que me sonreía, como siempre lo había hecho desde que nos encontramos en el callejón. Me ofreció la mano para que me levantase.
—Tenemos que hablar. Pero entremos en el apartamento, por favor. Estás congelada, querida.
Subimos rápidamente las escaleras que nos conducían al apartamento y, al situarnos frente a la puerta, antes de que a Beatrice le diera tiempo a abrir, la frené y lo hice yo con mis llaves. No pareció sorprenderle hasta que se fijó en el llavero con el trébol de cuatro hojas idéntico al suyo y en el que ya reparó el día en el que nos vimos por «primera vez».
—No es una coincidencia que tengamos el mismo llavero —empecé a explicar, mostrándoselo. Seguía tiritando y debía tener los labios azulados por cómo los miraba. Me sorprendió la fortaleza con la que me salían las palabras; creía que, llegado el momento, la tensión no me permitiría hablar—. Y no significa que lo haya comprado en la misma tienda que tú o que coincidamos en gustos, no. Míralo. Míralo bien. Es el mismo, el que te regaló tu padre hace seis años, antes de que tuvieras el café pero, como ves, está más gastado porque el mío tiene cincuenta y ocho años de historia. Y las llaves que lo acompañan también son las mismas que las tuyas; en todos estos años no se ha cambiado nunca la cerradura de la portería ni la del apartamento.
—¿Qué me quieres decir con eso?
—Mi nombre es Nora Harris —repetí—. Y soy tu nieta.
Me arrebató las llaves y empezó a comparar los llaveros. Eran idénticos, y el hecho de que se lo regalara su padre hacía seis años no era algo que debía tener escrito en su diario. Imagino que debió preguntarse cómo podía conocer ese detalle que marcaría la diferencia entre creerme o no.
—No puede ser.
—En el callejón en el que nos encontramos hay un portal del tiempo. Aparecí ahí procedente del año 2017.
—¿Un portal del tiempo? ¿Me estás diciendo que eres mi nieta y que has venido del futuro hasta aquí? Ni siquiera tengo hijos, querida.
—Tendrás una hija —me apresuré a decir—. En agosto del año que viene. Se llamará Anna.
—Anna. Ya me dijiste ese nombre —recordó pensativa.
—Nacerá en agosto de 1966.
—Querida, para eso tendría que concebirla ya y no…
—Lo sé. Pero será así. Tiene que ser así.
—Lo siento, esto es muy extraño… yo… yo no lo entiendo. Mi cabeza no lo entiende. No puedo.
Me devolvió el llavero, alzo las manos y, con los ojos llorosos y el cabello tan empapado como el mío, ignoró a Monty, que seguía en el sofá observándonos, y se encerró en el cuarto de baño. Yo, que seguía temblando, la esperé con los brazos cruzados encogida sobre mi propio cuerpo durante lo que se me antojó una eternidad.
—Beatrice. Beatrice, ¿estás bien? —la llamé, al cabo de media hora, dando unos golpecitos en la puerta.
No contestó, pero cinco minutos más tarde salió envuelta en una toalla rosa y con el cabello seco. Sin dirigirme la palabra, entró en el dormitorio absorta en sus pensamientos y salió con un nuevo vestido de manga larga de color beige y estampado de cuadros y las piernas cubiertas por unos leotardos negros. Me tendió otro vestido para mí, de color verde militar y florecillas en el bajo del vuelo y unas medias de nailon marrones.
—Cámbiate. No quiero que vuelvas a ponerte enferma.
Obedecí, sintiéndome una extraña, y fui hacia el cuarto de baño a secarme y a cambiarme de ropa. Al salir, la abuela acababa de preparar té y, sin preguntar, me ofreció un tazón hirviendo que mis manos congeladas agradecieron.
—Conque eres mi nieta… —rio, dándole un sorbo a su té y negando para sí misma con la cabeza. Se sentó en el sofá, al lado de Monty, y continuó hablando—. ¿De qué año dices que vienes?
—De 2017.
—¿Vives en este apartamento?
—Y regento el café desde enero.
—Enero de 2017 —trató de asimilar—. ¿Cuándo he muerto? —preguntó sin rodeos, arqueando las cejas y abriendo mucho los ojos. ¿Debía decírselo?, me pregunté. ¿Podría soportarlo?
—¿De verdad quieres saberlo? —Asintió convencida—. En noviembre de 2016.
—Entonces desafío la maldición de mi bisabuelo.
—Sí.
—Nadie de mi familia ha llegado a los sesenta años. ¿Por qué iba a superarlos yo?
—No creo en maldiciones, Beatrice —me sinceré, a pesar de ser consciente de que yo misma, al igual que sus padres o los míos, no superaría los sesenta.
—Y Anna, mi hija, ¿es hija de John? ¿John es tu abuelo?
—Sí.
—¿Cómo nos llevaremos en el futuro?
—Tendremos nuestros momentos, como todo el mundo —le dije, ocultando información. Obviamente, no podía saber que el abuelo y ella serían los encargados de cuidarme a partir de los siete años, cuando mis padres murieran antes de tiempo—. Pero nos vamos a querer.
—Ya nos queremos, ¿no? —preguntó sonriendo. Y una lágrima traicionera resbaló por mi mejilla. Perdí la cuenta de las veces que había llorado en 1965—. Todo esto es muy raro para mí, Nora. Pero entiendo que para ti, si todo es cierto, ha debido serlo aún más. La cuestión es, ¿por qué?
—Creo que el abuelo y tú… perdón, John, os conocisteis gracias a mí.
—Cierto, querida —me interrumpió—. Y ese es el motivo por el que al verte no he podido seguir enfadada —reconoció, sorprendiéndome por lo fría que se mostraba. ¿Ni una lágrima? ¿Ni una sola emoción? ¿Estaba hecha de piedra o eran los años los que la convertirían en una mujer más sensible?
—De no haber estado aquí, es probable que no os hubierais conocido y mi madre y yo jamás hubiésemos venido al mundo. Se trata de supervivencia, supongo. Pero hay algo más que he ido descubriendo a lo largo de estos dos meses. Viajé gracias a alguien idéntico a Jacob, que vino a verme durante siete noches en 2017 y que resultó ser mi hijo, algo de lo que me he enterado en este tiempo.
—Espera… —volvió a reír—. No me estás tomando el pelo, ¿verdad? ¿Te has escapado de algún manicomio?
—Te prometo que no. El llavero, las llaves…
—Abren las mismas puertas, sí. Y el llavero es el mismo, lo sé. Pero podrían ser meras copias y lo que me cuentas suena tan raro que…
—Jacob te lo puede confirmar. Bill también viene de 2017. No sé qué más puedo hacer para que me creas.
—Puedo viajar en el tiempo contigo —propuso intrigada.
—Puede ser peligroso. No puedo irme hasta recibir una señal; no sé cómo funciona con exactitud. Solo sé que el portal se abre a medianoche durante unos minutos y puede que, si no cumplo con el tiempo que debo permanecer aquí, cambiemos el curso de la historia. De nuestra historia.
—Entiendo —murmuró—. Y dime, Nora, ¿qué se supone que tendré que hacer yo como abuela cuando vea que creces y te conviertes en la mujer que eres hoy?
—No podrás decirme nada.
Y entonces me di cuenta de lo que mi «yo» del futuro ya me había advertido. Siempre fui la que había movido los hilos de esta aventura. De mi vida y de la de los que me rodearon. El abuelo nunca llegó a saber nada, a no ser que le recordara a esa camarera torpe y yo obligué a la abuela a mantener un silencio que el alzhéimer y sus últimos segundos de vida no pudieron ocultar; por eso me dio pistas sobre lo que me iba a suceder.
—Para mí, siempre serás Kate. Y John no puede saber nada de esto, ¿verdad?
—Creo que no.
—Será nuestro secreto —asumió—. Aunque no me lo llegaré a creer del todo hasta que yo misma realice un viaje en el tiempo, nazca la hija que dices que tendré o te vea en el futuro.
—Tienes toda la vida por delante para comprobarlo —le dije con nostalgia, a sabiendas de que para mí ese tiempo ya había transcurrido. Algo así debió sucederle a la Nora de 2046 al verme; ella ya había vivido «lo nuestro».
—Y todo por este trébol —añadió, acariciándolo, cuando ni siquiera me había dado cuenta de que, en todo ese rato, no se había desprendido de él.