CAPÍTULO 11
SEIS HORAS ANTES DEL VIAJE
Febrero, 2017
El viejo Aurelius, completamente ausente, pero tranquilo como si se hubiera tomado un Valium, degustaba un trozo de tarta de manzana acompañada de una taza de café con leche. Carmen, que nos había sorprendido con su nuevo corte de pelo con el que ya no podría hacerse coletas de caballo, le pedía a Eve, en la barra, una taza bien grande de chocolate con cinco nubes. En la mesa del fondo estaba sentado Samuel Beckett, cliente habitual y un autónomo sin oficina fija que encontraba la paz en la cafetería, aunque escondiese su rostro cansado detrás de la pantalla del ordenador portátil. Su timidez le impedía reconocer que, en realidad, iba para ver a Eve, mujer de curvas poderosas que contoneaba con gracia y un rostro bonito.
Eran las cinco de la tarde. Bill entró en el café junto a un tipo grande y musculado que llevaba sobre su hombro una mochila de gimnasio.
—¡Buenas tardes! —saludó Bill, con su escandalosa voz de pito que lo convertía, por unos segundos, en el protagonista único del local y en el centro de atención de algunas miradas, incluida la del perdido Aurelius.
—Hola, Bill.
Nora, con una sonrisa, salió de la pequeña cocina en la que trataba de preparar una tarta de zanahoria con la ayuda de un tutorial de Youtube. Aún no había tenido mucho éxito; el bizcocho no le quedaba esponjoso como ella quería y no se le acababa de hacer por dentro. Se daba cuenta cuando lo sacaba del horno. Todavía llevaba el teléfono móvil encima cuando Bill hizo las presentaciones.
—Charles, estas son mi prima Eve y Nora, la propietaria de esta cafetería y mi mejor amiga —manifestó, orgulloso.
Charles era guapísimo. Alto y fuerte, mandíbula marcada y unos ojos verdes de mirada intensa que, según cómo le diera la luz, parecían transparentes. Pero al sonreír y mostrar sus dientes, Bill, que no parecía haberlo visto antes con la boca abierta, no pudo evitar reflejar una mueca de asco y una mirada de socorro hacia su amiga y su prima, que disimularon mejor la decepción. Charles, efectivamente, era guapísimo con la boca cerrada. Si solo enfocabas su boca, parecía un hombre de noventa años con los dientes negros y graves problemas de diastemas. Parecía que fumara cinco cajetillas de Marlboro al día y no supiera qué era un dentífrico desde principios de los noventa.
—Hola, chicas.
Su voz tampoco se ajustaba a su cuerpo grande y atlético ni a su semblante circunspecto. Nora nunca creyó que podría escuchar un tono más agudo que el de Bill e hizo lo que pudo, al igual que Eve, para no echarse a reír.
—Encantada. ¿Qué os pongo?
—A mí ponme un café solo —respondió Bill con disgusto, evitando mirar a su nueva conquista de Meetic—. Solo —repitió, marcando cada sílaba y mirando, esta vez de reojo, a Charles. Pobre Charles.
—Yo querría un capuchino, guapa. Gracias. Oh… pasteles… Y también… ¿Ese de qué es?
—Tarta de manzana —respondió Nora.
—¿Y ese?
—De queso.
—¡Sí! —afirmó entusiasmado, como si hubiera ganado una partida de ajedrez—. Una porción de tarta de queso. Bueno, mejor dos. Yo antes estaba gordo, ¿sabéis?
Los tres se miraron sin saber si reír o llorar por la cita que le esperaba al pobre Bill.
—Marchando.
Eve les guiñó un ojo y se dio la vuelta para preparar los cafés. Nora, con una alegría desmesurada en la que Bill reparó, volvió a la cocina para seguir experimentando con la repostería. Dejó el móvil cargando para no quedarse sin batería al tratar de seguir cada uno de los pasos del Youtuber experto en pasteles, que aparecía resuelto, dinámico y dicharachero, y prometía que era tan fácil como un juego de niños.
Media hora más tarde, Bill y el culturista estaban enfrascados en una conversación sobre el supuesto viaje a la luna de 1969. El cuchicheo habitual del café se vio interrumpido cuando Aurelius, fuera de sí y sin poder contener una rabia descomunal, empezó a gritar como si le estuviesen atacando y todo lo que tenía encima de la mesa terminó hecho añicos en el suelo del manotazo que dio. Nora salió rápidamente de la cocina, dejando un bizcocho en el horno; Eve, temblando, no fue capaz de salir de detrás de la barra, mientras que el resto de clientes hicieron un amago de levantarse, pero no llegaron a hacerlo cuando vieron que el pobre anciano, llorando entre los brazos de la propietaria del café, parecía calmarse.
—Se ha ido. Se ha ido —repetía.
—Aurelius, le llevo a casa. Por favor, tranquilícese. No corre ningún peligro. Aquí nadie quiere hacerle daño.
«Las mismas palabras que calmaban a la abuela», pensó.
Nora miró a Eve y le pidió, autoritaria, que recogiera los restos de la taza y del plato desperdigados por el suelo. Sonrió a los clientes y salió al exterior con Aurelius, sujetándolo por la espalda mientras este le pedía perdón llamándola Beatrice.
—Yo no soy así, Beatrice. Nunca he sido violento.
Cruzaron la calle lentamente; siempre había muy poco tráfico y se detuvieron en el portal del anciano, justo enfrente de la cafetería.
—Hay un hombre que viene siempre a verte, ¿verdad, Beatrice?
—¿Dónde tiene las llaves, Aurelius?
—¿Qué llaves?
—Las llaves de casa.
—Cuidado con ese hombre, Beatrice.
—Aurelius, no hay ningún hombre. Busque en los bolsillos del pantalón o en la chaqueta —se impacientó Nora.
—Aquí están —musitó, sacando las llaves del bolsillo izquierdo de su chaqueta de lana y esbozando, por primera vez, una sonrisa triunfal. Nora advirtió, entonces, que el anciano que tenía delante era el mismo hombre joven y feliz que aparecía en la fotografía que tenía colgada en el café.
—Aurelius —empezó a decir Nora, introduciendo con dificultad la llave en el cerrojo de la diminuta puerta negra del portal, sabiendo que no era el mejor momento para interrogar a su fiel cliente—. ¿Recuerda a Kate?
—Tu mejor amiga, Kate —afirmó—. ¿Y quién no la recuerda, Beatrice? La echas de menos, ¿a que sí? Es eso. Desapareció y la echas de menos. Nunca la has podido olvidar.
Una vez dentro de la estrecha portería subieron tres tramos de escaleras hasta llegar al pequeño y oscuro apartamento de Aurelius. Nora decidió fingir que era su abuela y se quedó un rato más a hacerle compañía.
El apartamento desprendía un hedor insoportable. Las ventanas estaban completamente cerradas, las cortinas tupidas no dejaban pasar la luz del sol, aunque a esas horas la calle tampoco presumía de estar muy iluminada. Había bolsas de basura amontonadas en la cocina que, a su vez, acumulaba platos, vasos y cubiertos con restos de comida y moscas revoloteando a su alrededor. Nora reprimió la primera arcada, pero a la segunda tuvo que abrir las tres puertas hasta encontrar el baño y encerrarse en él para vomitar.
—Beatrice, ¿estás bien?
Tenía que llamar a alguien para que viniera a limpiar esa casa. Lo haría en cuanto bajase de nuevo al café.
—Aurelius, ¿quién era Kate?
—Tu camarera. Era encantadora. La recuerdo bien. Una chica especial.
Por un momento, se coló en su mirada un atisbo de lo que mostraba en la inolvidable fotografía. El brillo del recuerdo de la juventud y de una época mejor.
—¿Y no cree… no cree que se parece a mí?
—Beatrice, sois muy distintas —rio, como si acabase de decir una estupidez.
¿Era posible que no la llamara Beatrice por confusión, sino porque su mente seguía viendo a la anterior propietaria y no a ella? ¿Era eso posible? ¿Su rostro, para Aurelius, era el de su abuela cuando era joven?
—Aurelius, ¿tiene hijos?
—No.
El hombre fijó la vista en el suelo y, aunque Nora le hizo un par de preguntas más, no volvió a contestar. Tampoco le dio tiempo a preguntarle con qué hombre debía ir con cuidado y por qué, aunque era posible que ni siquiera él supiera lo que había dicho.
—Ahora me tengo que ir, pero le prometo que lo ayudaré. Llamaré a alguien para que venga a limpiar su casa —le avisó, mirando con una mueca de asco a su alrededor—, y me da igual que se enfade, Aurelius. No puede vivir así. Nadie puede vivir así.
Había chicle pegado en la moqueta verde. ¿Cuándo fue la última vez que había pintado la pared? Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando le pareció ver un ratón correteando cerca de la ventana; el anciano convivía en el mismo espacio con un polizón. Sintió una infinita lástima por el hombre arrugado, viejo, de ojos claros y huecos que en ese momento estaba tranquilo, abatido por la vida sentado en su sillón. Un sillón de tela sucio y raído con parches. Antes de irse, fue hasta la cocina dando pequeños saltitos para esquivar las bolsas de basura. Volvieron las arcadas al abrir la nevera. Carne podrida, yogures caducados y lo que en otros tiempos debían ser piezas de fruta, ahora se habían convertido en una gelatina pegajosa y rancia que le provocó otro vómito que se apresuró en limpiar. Vio un segundo juego de llaves que cogió con disimulo y tocó al timbre de la puerta de enfrente, pero no le abrió nadie. De los primeros apartamentos tampoco contestaron. Nora no sabía que Aurelius no tenía ningún vecino que pudiera quejarse del mal olor que desprendía su apartamento y, lo peor, que no tenía a nadie que pudiera ayudarlo.
Al regresar a la cafetería, todo estaba en orden. Eve estaba concertando disimuladamente una cita con Samuel, siempre oculto tras la pantalla del portátil; Bill se aburría con Charles, que ya no hablaba de la luna, sino de su menú diario y sus vitaminas; Carmen, absorta en su mundo con la enorme taza de chocolate caliente y una cheesecake industrial sobre la mesa frente al ventanal en la que hacía unos minutos estaba Aurelius, y dos universitarias miraban sus móviles y comían sus respectivas magdalenas acompañadas de un refresco.
Cuando Nora fue corriendo hacia la cocina, donde se había dejado el horno encendido, Eve la detuvo tranquilizándola. Acababa de sacar el bizcocho del horno. Tenía muy buen aspecto.
—¿Cómo está Aurelius?
—Peor de lo que pensaba. Su apartamento está hecho un asco, voy a pedir ayuda.
—Un gran gesto por tu parte, Nora —intervino Samuel, algo más animado tras el «sí» de Eve a su propuesta de ir a cenar a su italiano preferido esa noche.
Nora miró de soslayo la foto de 1965. En esa ocasión, no miró con extrañeza a la amiga de su abuela, sino que se fijó bien en el que en otros tiempos había sido el hombre al que había dejado con un ratón corriendo a sus anchas y un olor a putrefacción, abandono y olvido al que nadie debería estar expuesto nunca.
—¿Todo bien? —le preguntó Bill, acercándose a ella y agarrándola por el brazo—. Sácame de aquí —le susurró al oído.
—¿Qué tal la cita?
—Es horrible. Sácame de aquí —repitió.
Charles salió del baño en ese momento, agarró la mochila del gimnasio y, sonriendo con cuidado de no mostrar los dientes, comentó cuánto había admirado el gesto de Nora.
—Yo no sé qué habría hecho en tu lugar.
—Es un hombre mayor que está solo y necesita ayuda. Hace unos días estaba bien; cascarrabias, pero bien. No entiendo cómo la enfermedad puede ir tan rápido —comentó Nora, lamentándose y guardándose para sí misma el horrible pensamiento de cómo podría haber acabado su abuela si no la hubiera tenido a ella.
—Bill, voy al metro, ¿vienes? Podríamos ir a cenar —le propuso, guiñándole un ojo.
—¡Qué va, imposible! —se excusó Bill que, en unos segundos, se pondría a tartamudear.
Tardó más de diez minutos en excusarse con la mentira de que se quedaba un rato con Nora porque tenían que organizar una fiesta de cumpleaños para una amiga, una tal Sally que llevaba fatal eso de cumplir años, salvo que hubiera daiquiris por doquier, en una terraza de algún ático de Brooklyn con globos, música y mucha gente. Daba igual que fuesen conocidos o figurantes a los que se les paga por hacer bulto. Que aún tenía que pensar en el Dj, que si conocía a alguno bueno y barato que se lo dijese, y que ya se añadirían en Facebook para seguir en contacto o que, bueno, ¿por qué no? El destino es caprichoso y pueden tropezarse por Brooklyn, Nueva York…, en cualquier momento y en cualquier calle. «Y si no, fíjate en la película Serendipity, ¿eh? ¿La has visto? Serendipity. Qué bonita. Cómo juega el destino».
Charles sonrió, decepcionado, sin creerse la excusa de Bill. No había que ser muy listo para saber que todo era mentira.
—¿Me das tu teléfono? —probó suerte.
—¡Claro!
Bill le dictó un número falso, rezando para que en ese momento no le dijera que le iba a hacer una llamada perdida o quisiera enviarle un wasap para que él también tuviera el suyo. Afortunadamente, balanceó el móvil al mismo tiempo que le dijo, más cercano a la amenaza que a una despedida con humor:
—Ya eres mío.
Se acercó peligrosamente, le dio un beso en la mejilla a Bill y dijo adiós.
—Eres malo —rio Nora.
—Nada, ni con Meetic, hija. Creo que voy a dejar esto de las citas por internet y que sea el viento el que me traiga a un hombre.
—¿El viento?
—¿Ves? Ya ni sé lo que me digo. ¿Tú estás bien? Antes de lo ocurrido con el cliente te he visto muy feliz. Extrañamente feliz.
—Sí, estaba contenta.
—¿Puedo saber por qué?
La sonrisa de Nora desapareció antes de que pudiera contestarle y hablarle de Jacob, cuando vio quién hacía sonar la campanita de la puerta de la entrada.