CAPÍTULO 13
NADA QUE DECIR
NORA
Febrero, 2017
Bill estaba tan sorprendido como yo. Incrédulos, vimos cómo George se acercaba a nosotros, sonriente, mirando con curiosidad a su alrededor. Como siempre, tan seguro de sí mismo y altivo hasta en la manera de mirar. Nunca me di cuenta de ese rasgo tan suyo hasta el día en el que me dejó.
«¿Qué hace aquí? ¿Viene a reírse de mí? ¿Por qué salir de la comodidad de Clinton Hill para venir hasta un barrio que jamás pisaría de no ser porque yo tengo la cafetería?».
—Vi las fotos en Facebook, te ha quedado muy bonito —comentó, a modo de saludo.
—Gracias, George.
Al menos me salió la voz. No lo creía posible, después de todo. Ni una sola llamada para saber cómo me encontraba a lo largo de estos tres últimos años. Ni un solo mensaje para darme el pésame tras la muerte de la abuela aunque, seguramente, era algo que desconocía; no teníamos amigos en común. Los que teníamos lo habían elegido a él. Era como un fantasma que regresaba para sacar los demonios que creía olvidados. Cuántas veces pensé en lo que le podría haber dicho en el momento en el que, frente a mí y seriamente, me dijo que me dejaba. Y le dio igual cómo me pudiera sentir. Le dio todo igual porque no era lo suficientemente buena para él.
—Bueno, me tengo que ir —intervino Bill, descolocado y mirando de reojo a George, que se había acomodado en el mismo taburete en el que Jacob se sentaba desde hacía seis noches. «¿Vendrá también hoy?», me pregunté, mirando fijamente a mi ex con indiferencia—. Tendréis muchas cosas que contaros.
—En realidad, no —dije, sincera.
—A mí me gustaría —sonrió George, con cara de no haber roto nunca un plato.
—Vendré mañana —se despidió Bill, dándome un beso en la mejilla y frunciendo el ceño para mirar a George, sin decirle nada, pero diciéndoselo todo. «Cabrón» era la palabra preferida de mi amigo para referirse al que yo había considerado el hombre más importante de mi vida hacía algo más de tres años. Cómo pasa el tiempo.
—¿Café? —pregunté.
—Descafeinado, por favor.
—Claro.
Le di la espalda un momento, sintiendo la mirada inquisidora de George detrás de mí. Me estaba observando sin perder ni un solo detalle de mis movimientos. Al darme la vuelta y servirle su café, volvió a sonreír. No lo recordaba tan atractivo, con esos ojos suyos casi transparentes. Se había dejado barba, no iba bien afeitado como cuando estábamos juntos, y pensé que, probablemente, se debía a los gustos de su novia.
—Hemos roto —confesó, adivinando mis pensamientos—. Nunca dejé de pensar en ti, Nora, y en lo capullo que fui.
—Mi abuela murió en noviembre. ¿Lo sabías?
—Lo siento —se lamentó, negando con la cabeza.
«A la abuela nunca le caíste bien», me callé.
—Me dejaste cuando más te necesitaba, George.
—Sé que no fui bueno contigo, pero he cambiado.
—Eso es lo que dicen todos —reí—. Pero si has venido con la intención de conseguir algo más que un café, olvídalo. Hace tiempo que pasé página. Nuestra historia fue bonita mientras duró, pero no eres para mí. Nunca lo has sido.
«Y tú, Nora, ¿qué harías por amor?».
La voz suave y enigmática de Jacob apareció, horadando mi pensamiento. No pude hacer otra cosa que entretenerme mirando hacia un punto lejano a George y sonreír.
—¿En qué piensas?
—En que lo mejor que pudo pasarme fue que me dejases para ver cómo eras realmente y saber que no merecías la pena para mí. Cuánto tiempo llevaba pensándolo. Ojalá le hubiera dicho esa frase mucho antes; tenía la necesidad de desahogarme sin entrar en conflictos ni discusiones. En ese momento, entró una pareja, mientras Eve seguía entretenida con el asiduo cliente al que veía, por primera vez, sin la mirada clavada en la pantalla del ordenador.
—Eve, por favor, atiende a los clientes.
Eve se sonrojó, le susurró algo a Samuel, tomó el pedido a la pareja y pasó por detrás de mí para preparar un par de tazas de chocolate caliente.
A George no pareció afectarle en exceso lo que le había dicho. Siempre fue de esos tipos que, cuando se quedan solos, tienen la necesidad de sustituir a la persona que tenían como pareja por otra, aunque la conozcan poco. Me reemplazó por una mujer que, en apariencia, pegaba más con él; tenían en común su profesión y ese carácter déspota y egoísta con el que nunca llegué a sentirme identificada. En esos momentos había perdido a la mujer con la que llevaba tres años y quería reemplazarla por mí, por el deshecho al que dejó en una mala época de su vida.
—Estás con alguien —dio por sentado.
«Me gustaría decirte que sí, pero ¿para qué mentir?».
—Algunos tenemos capacidad para poder estar solos.
«Qué a gusto me he quedado».
—No lo creerás, pero a lo largo de estos años he estado mirando tus redes. He visto todo lo que publicabas, que no ha sido mucho, y siento que lo de los libros no haya funcionado.
—¿Lo de los libros?
—Por eso te has quedado con esto, ¿no?
Me pareció ver un ápice de desprecio en su mirada.
—Estoy muy bien aquí. Sigo escribiendo de noche, pero no tengo por qué contarte qué hago con mi vida. No te importa.
—Me importa más de lo que crees —declaró seriamente.
Lo único que deseaba en ese momento era que las agujas del reloj, que parecían haberse ralentizado, marcaran las once para ver a Jacob.
—Siento que hace tres años tendría que haberte dado alguna explicación y que no bastó con decirte que te necesitaba a mi lado cuando tú, en realidad, tenías que estar cuidando de tu abuela. Sé que era lo que tenías que hacer, pero me imaginé solo mientras tú estabas con ella durante vete a saber cuánto tiempo y no pude soportarlo. Fui egoísta y lo siento.
«¿En qué momento has aprendido a pedir perdón?».
—George, tú no me querías.
Su silencio me lo confirmó. En otro momento de mi vida hubiera tenido que reprimir las lágrimas para que no me viese llorar. En ese momento, no. Puede que ese café, tan especial y con tantas historias que desconocía, me otorgara la fuerza necesaria para enfrentarme incluso a lo que me pareció doloroso tiempo atrás. Dicen que los lugares siguen poseyendo la energía de quienes los pisaron y ahí sentía, con mucha fuerza, la de la abuela. Ella era indestructible, al menos en apariencia. ¿Quién no tiene sus debilidades? La kryptonita es capaz de acabar con el mismísimo Superman. ¿Qué era lo que podía acabar conmigo? Y, al mirar más detenidamente a George, entendí que no era él quien tenía el poder de debilitarme.
—En el fondo, George, yo tampoco te quise. No como hay que querer a la persona con la que te imaginas toda la vida —confesé escribiendo, por fin, un punto final a nuestra historia.