CAPÍTULO 32

Y SI VIVIR ES SOLO UN SUSPIRO

NORA

Agosto, 1965

—Pero, entonces —le dije a Jacob, con los ojos llorosos mirando fijamente hacia la pared de ladrillo del callejón desde la distancia y sin peligro de volver a ser transportada por la magia del viaje en el tiempo que se producía a medianoche y durante quince minutos—, cuando el Jacob de 2017 vino a visitarme yo estaba muerta. Él mismo me lo dijo. Si soy su madre estoy muerta en el año del que vino y no debe tener más de cuarenta años, así que…

—Así que es probable que superes los sesenta —continuó Jacob. Le temblaba la voz mientras yo pensaba en la maldición de Simon Allen, el bisabuelo de la abuela.

—¿Qué más te dijo?

—Que te querría más que a mi vida.

Tenerlo a mi lado, tan cerca de mí y tan diferente a cómo se mostró la primera vez que me presenté creyendo que ya nos conocíamos de otra época, me resultó muy familiar. Bien podía imaginarnos tapaditos con una manta frente a una chimenea contemplando las llamas y hablando de… ¿la vida? ¿El amor? ¿Nuestro hijo en común? ¿De qué estaríamos hablando Jacob el Boxeador y yo en el futuro delante de una chimenea? ¿De los entrenamientos de futbol de nuestro hijo? ¿De sus malas notas? ¿De adoptar un perro? Temí que nuestra relación fuera algo que nos habían impuesto tanto el Jacob que aún estaba por venir como el Jacob boxeador anciano, sin permitirnos a nosotros mismos decidir.

«¿El futuro ya está escrito? ¿Tenemos capacidad de decidir?».

—Pero no me puedes querer, Jacob —suspiré angustiada—. No me conoces.

Se encogió de hombros. Tragó saliva varias veces, inspiró hondo y volvió a fijar su mirada en la pared, que nos mostraba una oscilación sigilosa y magnética. Un paso más y nos adentraríamos en 2017, pero no era algo que nos apeteciera comprobar en aquel momento porque aún no había llegado esa señal de la que habló Jacob antes de cerrar la cafetería.

—Yo todavía no sé qué es eso. No sé cómo es viajar en el tiempo o cómo es tu año, pero lo sabré. 1965 y 2017 están interconectados aquí, solo en este punto, pero existen más portales. Por lo que me pareció entender, mi «yo» de setenta y cuatro años vino desde otro portal que conecta 2057 con esta época y también está en un callejón. Supuse que se trata del que hay frente al portal en que vivo porque vino caminando hacia mí desde ahí.

—¿Otro callejón?

—Otro callejón —afirmó—. Mira, Nora, yo nací en 1931 y sé que en el año 2057 voy a seguir viviendo. No hará ciento veintiséis años que nací y no estaré muerto desde hace tiempo, sino que seguiré existiendo y tendré setenta y cuatro años. No lo sé y ya tengo ganas de saberlo porque, por lo que me dijo, me envidiaba al tener la oportunidad de vivir todo lo que me espera. Lo que dejo aquí no es nada, Nora. Nada en comparación con lo que, por lo visto, encontraré en el siglo XXI contigo —se sinceró, resultando entrañable y aparcando, solo para el ring, su aspecto tosco y agresivo.

—Bien, Jacob el Boxeador. Si crees que te lo voy a poner fácil, estás muy equivocado —le contrarié con humor, enjugándome las lágrimas. Al principio pareció descolocado, pero su respuesta, acompañada de una media sonrisa y la mirada dirigida hacia la luna en un cielo estrellado, no pudo gustarme más.

—No esperaba que fueras a hacer lo contrario.

Eran las doce y cuarto de la madrugada, momento en el que la pared dejó de moverse y el coche del abuelo aparcó cerca de nosotros. El portal se abría durante quince minutos a las doce, hora en la que recordé haber viajado de 2017 a 1965, cuando su silueta me atrajo desde la calle hasta el callejón después de cerrar el café.

Beatrice no tardó en abrir la puerta de la camioneta, seguida de John. Jacob el Boxeador y yo, como si de repente nuestros padres nos hubieran pillado haciendo una travesura, nos miramos tratando de disimular la risa al ver a la abuela con los brazos en jarra y la boca abierta.

—¿Vosotros dos?

«¿Nosotros dos qué?», parecimos preguntarnos Jacob y yo, como si no nos lo hubiéramos preguntado suficientes veces durante el tiempo que llevábamos juntos hablando del Jacob de setenta y cuatro años, nuestro hijo aún inexistente, los viajes en el tiempo, mi embarazo y mi muerte. Mi muerte antes de los sesenta. Cada vez que pensaba en ello sentía que me asfixiaba.

—Me voy a dormir, estoy agotada —murmuré tan mareada y atontada como el día en que llegué a 1965. No había pasado ni un mes.

Los abuelos me miraron con curiosidad; John se había colocado al lado de Beatrice y, con total confianza, la agarró de la cintura. Ya habían dado un paso importante, por lo visto. La timidez había desaparecido.

—Buenas noches, Kate —me deseó Jacob, agarrándome del brazo e impidiendo que diese un paso más. Asentí sin llegar a mirarlo del todo. Era tan grande y la despedida fue tan rápida que me quedé con la mirada fija en su pecho y no pude evitar pensar que estar ahí, arropada en sus brazos, sería como estar en casa, con independencia de la época. Traté de reprimir las lágrimas debidas al shock producido por toda la información y entré en la portería del edificio seguida por Beatrice, que besó fugazmente los labios del abuelo como despedida.

Aún me dio tiempo a escuchar cómo Jacob y John se deseaban buenas noches. Uno siguió caminando y el otro arrancó la camioneta, alejándose de la extraña Front Street, tan concurrida durante el día en 1965 y tan aislada y solitaria en el siglo XXI, como si ya presintiera todos los secretos que su callejón albergaba.


Esa noche hubiese deseado tener el apartamento solo para mí. Supe enseguida que Beatrice querría saber por qué estaba con Jacob el Boxeador y qué había entre nosotros. Agotada, me senté en el sofá, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos mientras Beatrice le daba de comer a Monty, explicándole que su novio, John, le había hecho una placa de madera tallada a mano con las cinco letras de su nombre en mayúsculas para identificarlo en caso de pérdida.

—Así, la próxima vez que te vayas sabrán que te llamas Monty —le dijo alegre, terminando de anudar el lazo granate con el que se quedaría el gato para siempre.

Quién sabe a qué año iría Monty la próxima vez que se fugara por el callejón. Cuántas veces lo vi en 2017, al abrir de nuevo la cafetería, sin percatarme de que se trataba del mismo gato. Había más gatos, pero entonces recordé que ninguno, salvo Monty, se adentraba nunca en el callejón, aunque allí estuvieran situados los contenedores de basura repletos de restos de comida.

La abuela me miró, sonrió acercándose y se acomodó junto a mí. Se quitó los zapatos, colocó las piernas cruzadas encima del sofá y suspiró llamando mi atención.

—Pondría la mano en el fuego —empecé a decir— a que dentro de muchos años, cuando tengas hijos y nietos, no les dejarás poner los pies encima del sofá.

—¿Por qué? —preguntó curiosa.

—Créeme. No lo harás.

—Me encantaría tener la oportunidad de ser madre, Kate. Tengo treinta y cinco años, querida. Y Dios sabe que tener hijos y atarme de por vida a una familia no entraba dentro de mis planes debido a las ganas que tenía mi padre de que rompiera las reglas y fuera una mujer independiente y aventurera. Ahora que he conocido a John, tengo la sensación de que he vivido lo que mi padre quiso para mí cuando, en realidad, soy una romántica empedernida. Una mujer tradicional, como mis amigas. Y siempre me lo quise negar. ¿Entiendes lo que te digo, Kate? Tú también tienes una edad, habrás pensado en ello.

—A veces —murmuré mirando a Monty, que me observaba curioso con la cabeza apoyada en la pata de la mesa de centro—. Muy bonito tu collar, Monty.

—Lo ha hecho John —presumió Beatrice, orgullosa—. Kate, ¿qué hacías con Jacob el Boxeador?

—Hablar.

—¿Frente al callejón, con lo mal que huele ahí?

—Sí.

—¿Ha habido mucho trabajo por la tarde?

—Bastante, sí. Hoy he cerrado a las nueve.

—No hace falta que cierres tan tarde como el otro día. Aunque haya clientes, a las nueve les dices que cierras. Hay algunos que no se irían nunca del café —rio—. En fin, Kate, que si quieres contarme cosas puedes confiar en mí. Aquí tienes una amiga y deseo que te sientas a gusto y estés bien. Tu prima Lucy ya me contó todo lo que has pasado y si necesitas hablar, repito, aquí me tienes.

—Muchas gracias. Eres muy generosa.

«No creo que los problemas de la prima de Lucy se asemejen a los míos», me callé.

Por un momento, deseé con todas mis fuerzas apoyar mi cabeza en su pecho sin que resultara demasiado raro y escuchar el latido fuerte y joven de su corazón. Hice un amago, pero la abuela, que ni siquiera se dio cuenta, se levantó y fue descalza a la cocina y me preguntó si me apetecía un té. Supe exactamente cómo debía sentirse Jacob en 2017 si era cierto que yo era su madre y estaba muerta en la época de la que procedía. Un viaje en el tiempo es una ilusión, apenas un suspiro de vida que no nos pertenece. Entendí el cariño con que me habló desde la primera vez que vino a por una taza de chocolate caliente y por qué parecía ocultar tanto. ¿Cuántas tazas de chocolate caliente le prepararé cuando sea un niño como para que las disfrute tanto en la edad adulta?

Me dormí con el recuerdo de la cara de mi hijo. Cualquier padre quiere saber cómo será su hijo de mayor. Yo me esforcé por visualizarlo de niño.

BEATRICE

Kate me inspira tanta ternura que si no fuera porque no llevamos ni un mes juntas, le daría un abrazo. Y eso que no tiendo a ser cariñosa, sino todo lo contrario. Mi madre me decía que era arisca y que le recordaba a su padre, un italiano rudo que, casi con toda seguridad, murió sin haber recibido un abrazo o un beso de quienes más quería.

—¿Quieres té? —le pregunto a Kate desde la cocina, abriendo el armario de las infusiones.

—No, gracias. Tengo ganas de dormir.

—¡Y yo estoy aquí enredando! Lo siento, ahora mismo me voy al dormitorio y te dejo descansar.

—No, Beatrice, no te preocupes. Haz lo que tengas que hacer, es tu casa.

Se va al cuarto de baño y no sale hasta pasados diez minutos con uno de mis camisones de algodón cómodos y fresquitos para el verano.

—¿Te molesta? Que te coja la ropa, digo.

—¡No! —me apresuro a responder. Pobre, suficiente ha tenido con que le robasen la maleta de camino a Brooklyn—. En absoluto, querida, coge lo que quieras. No utilizo ni la mitad.

—Gracias.

—Buenas noches, Kate. Si Monty te molesta, dímelo.

El gato está en el sofá acurrucándose a los pies de Kate, que se ha arropado con una sábana floreada que habrá encontrado en la cómoda del dormitorio. Dice que Monty no la soporta por cómo la mira, pero yo diría que tiene una conexión especial con ella, igual que yo. No he tenido tiempo de darle muchas vueltas al asunto; la repentina aparición en mi vida de John me ha tenido ocupada, pero esta muchacha tiene algo especial. Algo que no sé explicar. No me molesta que viva conmigo, es cierto, pero me pregunto cuándo se irá o qué tiene previsto, puesto que, a lo largo de todos estos días, no ha estado buscando nada. Me da miedo que crea que su trabajo como camarera en el café es algo temporal, cuando lo cierto es que la tendría trabajando conmigo hasta mi jubilación.

Antes de irme dormir, extraigo la fotografía del marco que tengo en la mesita de noche. En ella aparezco con Monty. El actor solo fue una ilusión y ya estoy preparada para deshacerme de ella. Le deseo felicidad, como hay que hacer con las personas de las que te despides para siempre, mientras le lanzo un beso al aire y la rompo en pedazos. Será un recuerdo que guardaré solo para mí.