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HACE TIEMPO que no puedo pensar con claridad. Algo me zumba en la cabeza como un moscardón encerrado y me confunde la memoria. Me llevó un buen rato entender lo que la enfermera me decía por teléfono. Mi padre se había escapado del hospital vestido con la ropa de un roquero al que habían internado por caerse del escenario. El médico de guardia dio aviso a la policía, pero no habían vuelto a tener noticias de él. ¿A dónde quería llegar? ¿De dónde sacaba fuerzas si se estaba muriendo?
Me encerré en la pieza del hotel y no pude dormir en toda la noche atormentado por el zumbido en el oído. Lo imaginé pidiendo monedas para el colectivo, como en los tiempos en que volvió del exilio y no conseguía trabajo. A veces le daba plata para que pudiera comer, pero se la gastaba en cigarrillos y en los desarmaderos de la calle Warnes buscando piezas para armar un viejo Torino que había encontrado tirado en un baldío. Siempre metía los pies donde no debía: al darse cuenta de que su esplendor era cosa del pasado empezó a frecuentar mujeres viejas que lo mantenían un tiempo y después lo echaban a la calle.
Hace un mes vino a decirme que el coche estaba listo, que podíamos salir a la ruta, yo a escribir mi novela y él a retomar sus conferencias sobre historia en los pueblos de la provincia. Pero ya estaba enfermo. Tenía dolores en la barriga, cagaderas y apenas se podía sentar. Lo acompañé al hospital y al salir de la consulta el médico me hizo un gesto como diciendo «está listo». No sé si él se dio cuenta. Llovía a cántaros y mientras corríamos hacia la parada del colectivo recordé el lejano día en que se apareció en casa de mi madre con un Buick flamante que se había ganado en la ruleta. En esa época yo soñaba con escribir relatos de viajes a la manera de Jack London y Ambrose Bierce y empecé a acompañarlo en sus giras por las provincias como representante de las películas de la Paramount. Ese fue el verdadero fin de mi niñez y era tan dichoso que me hubiera resultado imposible imaginarlo como me dicen que está ahora, recién operado de un cáncer, huyendo con las tripas al aire.
Siempre estuvo en el sube y baja. No intentó hacerse rico ni famoso, pero en los años del peronismo construyó una fabulosa ciudad de cristal que después fue arrasada a cañonazos por la Revolución Libertadora. Mi madre lo dejó cuando yo era chico y se fue a vivir con un bodeguero de Mendoza. Tengo muy pocos recuerdos de ella porque no volví a verla y murió al poco tiempo. Mi padre vino a buscarme a la plaza donde estaba jugando y me dijo que necesitaba hablarme. Tenía el aire solemne de un capitán de barco perdido en la tempestad. Me sentó en el caño de la bicicleta y mientras pedaleaba contra el viento me dijo al oído que tenía que viajar a Mendoza para enterrar a mamá. Esa noche la pasamos en vela, llorando abrazados mientras mirábamos sus retratos en viejas revistas de modas y al fin aceptó llevarme con él.
En esos retratos de los años cuarenta se ve a mi madre reluciente y feliz; parece una chica coqueta y atrevida, aunque las fotos son un instante de la vida que después no encaja en ninguna parte. Posaba para las revistas en los avisos de Gath y Chaves y otras casas de moda, aunque el éxito le llegó cuando empezó a hacer la propaganda del jabón Palmolive. Todavía tengo una instantánea en la que está subida al pescante de un Packard, que era el coche más lujoso de la época. Por lo que me contó después el tío Gregorio, sus padres eran inmigrantes vascos que le habían enseñado a ser precavida y recelosa. Mi madre temía sobre todo a los hombres, pero también a los accidentes, las tormentas, las frutas agusanadas y los males de la vejez. Sé muy poco de ella, pero voy a descubrir lo que pasaba en su cabeza a medida que consiga reunir testimonios y atar cabos.
Mi padre me transmitió la imagen idealizada de una mujer dueña de sí misma, que se enfrentó a su época con la convicción de que nada le estaba vedado si en verdad lo deseaba. No le importaba luchar sola y tropezar mil veces, porque estaba segura de que podía levantarse y arremeter de nuevo contra la hipocresía del mundo, sobre todo en los tiempos en que Evita imponía el modelo de entrega a un hombre y una causa. Pero eso es pura mentira. Un hijo del tío Gregorio, que fue sargento de la policía caminera en la época de Cámpora, me permitió hurgar un baúl con cartas y revistas que conservaba en un altillo. En esos viejos papeles voy descubriendo que mi madre despreciaba a la humanidad entera, incluidos mi padre y yo, que fuimos un estorbo en su vida.
Empecé con mi padre en fuga y quiero encontrarlo antes de que se muera. Es él quien tiene la llave de esta historia. Entre tanto debo improvisar, inferir, revolver en mi memoria, apelar a la intuición. Se escapó del hospital Argerich y quizá se subió a un colectivo de los que atraviesan el puente Avellaneda. Algunos van hasta el cruce de Alpargatas y ahí un tipo con las mañas de mi padre, aunque no le quede más que una gota de sangre, puede conseguir que algún camionero lo lleve hasta Mar del Plata. Mi olfato me dice que rebobina la película de su vida con la ilusión de verla de nuevo, detenerse en los mejores momentos y saltearse los peores. Va en busca de su juventud perdida, camina por la rambla como en los años en que el tío Gregorio era detective en el casino y la chica que después iba a ser mi madre posaba en la escollera para una marca francesa de trajes de baño.
En una sola noche del otoño de 1943 mi padre perdió lo que había ganado en una semana y también el sueldo que le pagaba la Paramount. Se tomó unas copas en el bar del Provincial, fue a hacerse afeitar y lustrar los zapatos y salió a buscar el coche que había estacionado al otro lado de la plaza. Estaba tan amargado, tan borracho, que cruzó la calle sin mirar y ni siquiera escuchó el ruido del Packard que lo golpeó de refilón. Por fortuna cayó sobre un cantero de césped y eso lo salvó de romperse los huesos. Mientras trataba de ponerse de pie oyó las voces de dos hombres que mezclaban francés y castellano y la de una mujer a la que llamaban Laura.
En las fotos de entonces los varones parecen mayores con esos bigotitos finos y el peinado con raya al costado. Un joven así lo ayudó a levantarse y la chica le ofreció un pañuelo para que se limpiara las manos. El francés se retiró enseguida y mi padre terminó la noche en un lugar de copas con Laura y el tipo que entonces era su novio. Se llamaba Adolfo Garro Peña y todo el tiempo se comportó como si fuera un hombre importante. Repartió tarjetas de presentación, se levantó varias veces a llamar por teléfono y pidió una botella de champán francés. Nada de eso parecía impresionar a la chica porque la gente la miraba solo a ella. Mi padre era el único en no darse cuenta que Laura era el centro de la atención y pensaba que si se conducía como un hombre inteligente, acabaría por fijarse en él. Según me contó después, las pestañas largas, los párpados tocados de azul claro y los labios pintados de rojo carmesí no le bastaron para reconocerla, aunque tenía que haberla visto en los afiches pegados en la calle y en las propagandas del cine. Mi padre pasaba buena parte de su vida en las salas controlando que los exhibidores no maltrataran las copias, que las estrellas de la Paramount no aparecieran fuera del foco o cortadas por la mitad. De hecho, me dijo riendo, lo habían nombrado representante de Clark Gable, Greta Garbo y los otros astros en la Argentina. La prueba era que llevaba los bolsillos llenos de fotos autografiadas por ellos. Pero en realidad era mucho menos que eso y Laura lo notó enseguida. Llevaba un traje cortado por un sastre de la calle Maipú y el resto, incluidos los zapatos recién lustrados, sonaba a cómodas cuotas mensuales. A «Casa Muñoz, donde un peso vale dos», pensó Laura, y acertaba. Mi padre nunca se preocupó por vestir bien, creía que la elegancia podía estar en otra parte, más íntima y noble.
Ahora dudo. No sé si debo llamarlos «mi padre» y «mi madre» o por sus nombres de pila. Lo más correcto sería que empleara los nombres puesto que todavía no me habían engendrado, pero es verdad que mi padre empezó a desearla desde el mismo momento en que ella lo tomó del brazo y le ofreció el pañuelo. «Adivinaba que abajo de esa blusa había un busto alegre y burbujeante», me dijo. Empleaba la palabra «busto», que ya había caído en desuso, pero la soltaba de los labios con tal temblor que le confería un sentido ambiguo, entre recatado y sensual.
Ya que están predestinados a ser mi madre y mi padre, voy a utilizar sus nombres de pila solo cuando sea necesario para el relato. A ella casi no la recuerdo, me quedan muy pocas imágenes, así que por ahora voy a llamarla Laura. A Ernesto, en cambio, le tocó criarme y será siempre mi padre. Alguna vez tuvo otros nombres y con el tiempo usó también uno de guerra. Pero la noche en que se vieron por primera vez y él no la reconoció, Garro Peña la presentó como «señorita Laura Sandoval, la que compite contra nueve de cada diez estrellas de cine», en alusión al eslogan del jabón Lux. No me atrevo a escribir que los hombres se precipitaban a su mesa, pero varios se acercaron a pedirle autógrafos disculpándose ante los caballeros que la acompañaban. A mi padre nunca se le hubiera ocurrido hacer una cosa así. Lo que le salió, en cambio, fue contar una historia sobre las estrellas del cielo. Le pareció que esa elipsis era la forma más adecuada de lisonjearla. Se dejó servir el champán sin reparos porque sentía que esa era la indemnización que le debían por el susto y el pantalón arruinado, adivinó que Adolfo Garro Peña era el amante de la chica y se impuso el desafío de conseguir que al menos esa noche se fuera a dormir sin tocarla. Tal vez porque ya empezaba a sentirla suya.
Prendía un cigarrillo con otro y armado de un grueso lápiz, mitad rojo mitad azul, empezó a contar que algunas estrellas eran como pequeños fantasmas colgados del cielo, espectros de planetas ya extinguidos y la luz que vemos es apenas el recuerdo de su apogeo. Hace millones de años que se han apagado, decía mi padre mirando a Laura; no son más que chicharrones flotando a la deriva y el día en que el primer mono empezó a hablar como un hombre, ya estaban muertas. Mi padre estaba ensimismado en su relato cuando el hermano de Laura se acercó a la mesa, le pasó un brazo alrededor del cuello y la besó en la mejilla. «Estás preciosa, hermanita», le dijo Gregorio. El tipo de Palmolive le estrechó la mano y señaló a mi padre: «Te presento a un muchacho que atropellamos con el coche». Quedaba claro que ni siquiera recordaba su nombre. «Ernesto», dijo ella, y mi padre sintió que su relato había hecho efecto, que la chica estaba interesada y que tenía que ingeniárselas para volver a verla a solas cuando regresaran a Buenos Aires. Laura ya había terminado las poses en la playa y seguía tan blanca como en las fotos de las revistas. En El Hogar se la ve sonriente, con el cabello recogido en la nuca para parecer mayor. En su mirada hay una invitación a la aventura. En Sintonía y Damas y Damitas le coloreaban los labios pero igual se nota que todavía no ha cumplido veinte años.
Mi padre le llevaba seis y estaba tan blanco como su pretendida. El día que la conoció corría tras la copia de La dama de las camelias que se iba a estrenar en el cine Odeón. Ahí Robert Taylor estrecha en sus brazos a la Garbo, la besa en el cuello, y en los labios entreabiertos de Margarita Gautier se adivinan el deseo y la pasión. Y bien: él tenía que cortar esa escena. La Iglesia y el gobierno del general Ramírez acababan de condenar las películas que ofendían a la familia y atentaban contra las buenas costumbres, y los distribuidores de la Paramount no querían pelearse con nadie. El gerente convocó a mi padre a su despacho, le presentó a un hombre bajito que permanecía de pie junto a una mesa igual a las que tienen los dentistas y le pidió que prestara atención a lo que iban a enseñarle. El hombrecito tomó un trozo de película, sacó una guillotina muy pequeña, una hoja de afeitar y una tijera. A continuación, como si fuera un avezado cirujano, cortó dos cuadros, los raspó con la hoja y volvió a unir la cinta con un poco de acetato. Después le pidió a mi padre que repitiera la operación y estuvieron una hora hasta que la lección fue bien aprendida. «Llévese el coche, Ernesto, andan cuatro copias sueltas por la costa y las tiene que arreglar todas». Mi padre acababa de romper con una novia judía que quería ser concertista de piano y pensó que un viaje a Mar del Plata le vendría bien para olvidarla.
Laura, en cambio, hacía su primera visita a las playas y viajó en tren, en un camarote de primera. No estaba segura de haberse enamorado de Adolfo Garro Peña, pero el hombre de Palmolive le transmitía una seriedad interior que nunca antes había tenido. Era un caballero que medía sus palabras y la hacía sentirse como una princesa cuando apenas había dejado de ser una niña. Por lo que me contó después el tío Gregorio, pude inferir que no se acostaba con Adolfo por su dinero ni por hacer carrera, sino por amabilidad. Cuando Palmolive la llamó a sus filas, ya tenía un nombre en las agencias de modelos, de modo que no le debía nada. Ignoro por qué se dedicó a posar, pero sus comienzos deben haber sido difíciles. Era eso o vendedora de tienda. Desde que llegó a la capital con su hermana, fue sirvienta con cama adentro y obrera en una fábrica de medias de Barracas. El día en que su camino se cruzó con el de mi padre no imaginaba que iba a casarse con él ni que Garro Peña saldría muy pronto de su vida. Menos podía saber que iba a vivir un loco romance con un basquetbolista negro, de dos metros de alto, recién venido de Tucson, Arizona.