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SI ESCRIBIERA un melodrama abundaría en la historia de Patricia Logan, la amiga de Laura que en el año cincuenta y uno salió del Chantecler del brazo de mi padre. La llamé por teléfono, le dije que era el hijo de Laura y me invitó al departamento de Villa Luro donde vivía con su marido. Atendían un bazar bien surtido en la planta baja y por las noches él se iba a jugar a las cartas con los amigos en la sede de Vélez. Tenían una hija ya casada que los visitaba todos los días y a su modo eran felices.
Me invitó con anís y me mostró sus fotos de cuando era joven. Había sido muy bonita y todavía conservaba una simpatía melancólica y distante. Se acordaba muy bien de Laura pero me habló de ella con cierta ironía. Por un instante temí que me dijera algo feo, pero al contrario, los recuerdos que guardaba contrastaban con los del fotógrafo de Gardel. Tenía tanto éxito, me dijo, que era difícil no envidiarla y pensar en arrebatarle algún candidato. La noche del baile, Patricia había visto que a mi padre se le caía la baba mirando a Laura y que ella se lo endosaba para mortificarlo. Esa temporada trabajaba como modelo de los corpiños Virtus y estaba lejos de ser tan conocida como Laura.
Por un rato jugó el juego de la seducción, pero sin quererlo pasó la raya y se encontró con la mano de mi padre que le acariciaba las piernas por debajo de la mesa. Estuvo a punto de ponerlo en su lugar, de preguntarle con quién se creía que estaba y fue entonces que el sonido se cortó y Angelito Vargas tuvo que seguir a pulmón. Patricia nunca supo por qué le tomó la mano y la estrechó con fuerza mientras le apoyaba la cabeza en un hombro. Quizá para molestar a Laura o porque su candidato la había dejado plantada; tal vez la impresionó que ese tipo fuera de la Paramount y tuviera fotos firmadas por todas las estrellas de cine. Lo cierto es que aceptó irse con él al filo de la medianoche y se dejó llevar en taxi hasta la costanera. En el trayecto las caricias de mi padre se hicieron más atrevidas y a ella la excitaba ver que el chófer los miraba por el espejo.
Patricia recordaba que fueron a tomar unas copas a la Munich. Tenía la impresión, al evocar aquello, de recuperar algo imborrable de los tiempos en que recién había cumplido veinte años. A la mañana siguiente llamó a Laura, le dijo una mentira y le pidió perdón, pero con su escapada había engrandecido involuntariamente a mi padre. Durante una semana las dos mujeres solo se encontraban para hablar pestes de él. Patricia no lo llamó nunca porque la amistad de Laura era más importante que una aventura pasajera y mi padre tampoco volvió a dar señales de vida. En cambio, Laura lo había incorporado a su paisaje cotidiano y mucho después, al perder a Bill, se encontró con que era el único que se desvivía por ella sin hacerle reproches ni pedir nada a cambio. Patricia me dijo que a veces aceptaba las invitaciones de mi padre a los estrenos, pero que casi todo el tiempo prefería quedarse sola. Garro Peña seguía a Laura como un pelmazo aprovechando que las fotos de Palmolive se hacían fuera de Buenos Aires, pero viajaban en camarotes separados y Patricia la acompañaba cada vez que podía. En el último viaje a Mar del Plata, Laura parecía haber recobrado la energía y el coraje. Desayunaba con su amiga, dejaba que Garro Peña se sentara a la mesa y les contaba que quería probar suerte en el cine. Conocía a los directores con los que hacía de doble de las grandes estrellas, decía que iban a tomarle una prueba como actriz, pero lo que callaba, y Patricia supo al leer a escondidas la esquela de un productor famoso, era que la única oferta consistía en un mediometraje de los que en aquel entonces llamaban «de carácter reservado». La carta no hablaba de géneros ni guiones, pero los elogios del productor estaban dirigidos sobre todo a su belleza y a esa manera tan suya de reírse de las convenciones sociales.
Una tarde, al volver de un paseo con Garro Peña, Patricia la encontró sentada a oscuras en su habitación con las ventanas cerradas. No había comido y estaba borracha. Alarmada porque ni siquiera respondía a sus preguntas, Patricia llamó a Garro Peña que estaba vistiéndose para ir a un cóctel. El hombre de Palmolive llegó corriendo y casi se echa a los pies de Laura. La deseaba tanto que ni siquiera intentaba disimularlo. Levantó el teléfono para pedir un médico, pero ella les gritó que se fueran, que la dejaran sola. Garro Peña se escandalizó de verla así, tan desolada y apenas pudo contenerse para no estrecharla en sus brazos y besarla como antes. ¿Acaso no era feliz cuando estaba a su lado? ¿No reía y gozaba de la vida? Para él quedaba claro que Bill Hataway era el culpable de los males de Laura, de que quisiera abandonar la seguridad y el prestigio de su empresa para lanzarse a la aventura del cine. Ese día no se permitió ir más lejos, pero decidió hacerle frente al día siguiente, hablarle a solas y suplicarle que aceptara ser su esposa. Patricia volvió a su pieza pensando que las audacias de Laura la habían rebajado a los ojos de los otros y por eso aquel productor se había atrevido a hacerle una proposición deshonesta.
Una vez que se quedó sola, Laura se arregló el pelo, guardó una copa de cristal en la cartera y bajó a la playa con una botella de champán. Era noche abierta y quieta. Se quitó los zapatos y fue a caminar a orillas del mar. ¿Estaba condenada a terminar siendo la esposa de Garro Peña? ¿Por qué en el fondo de sí misma sentía que aceptar la proposición de ese hombre era convertirse en su protegida? ¿Acaso no había querido matarse por ella? ¿Qué tenía de condenable? No podía expresarlo, pero sentía que era así. Bill Hataway la había dejado brillar como esas mariposas nocturnas que buscan la luz de una lámpara y giran a su alrededor hasta morir. Solo que no la invitó a huir con él ni volvió a dar señales de vida.
Sentada en la arena esperó a que las respuestas llegaran. ¿Por qué hay que sufrir?, se preguntaba. «Porque el dolor es la moneda del cielo», le había dicho mi padre una vez. Tenía conciencia del abismo que se abría a sus pies. Para volver a empezar se necesita haberlo arruinado todo y por primera vez tenía la sensación de que había dejado de ser la chica de los afiches. Siempre los había mirado con extrañeza, le costaba responder cada vez que en la calle le preguntaban si era la misma persona de la foto. Le vino a la memoria una madrugada en que Bill y ella estaban sentados en la terraza esperando el amanecer. Bill quiso saber qué sentía al saberse deseada por todos los hombres, albañiles o ministros. Eso la molestó, le hizo pensar que solo tenía para ofrecer lo más efímero y así se lo dijo al negro. Claro que a él le importaba un rábano porque ya estaba pensando en asaltar un banco o cualquier cosa llena de plata para volverse a Tucson, Arizona.
El sol se levantaba en el horizonte y teñía el largo cuerpo de Laura dibujado en un mural de la avenida Santa Fe. Bill se volvió para besarla, pero por primera vez ella lo rechazó.