27
LA TAL FLORENCIA y dos chicas más salieron a saludarlo y darle besos y atrás vinieron otras cuatro o cinco que nos abrazaron y nos dejaron las caras todas pintadas. El gordo me presentó como «el amigo escritor», abrió la valija y empezó a repartirles huevos Kinder y osos de peluche a todas. Al principio me dio vergüenza ajena. Me sentía protagonista involuntario de algo que no había buscado. Carballo se dio cuenta y me presentó tres o cuatro veces seguidas a las mismas chicas de las que solo recordé el nombre de una tal Isabel, que parecía salida de un cuento de Maupassant. Les contó que yo estaba escribiendo una gran novela con historias que él me contaba, pero como eso no las impresionó demasiado, al dar mi nombre por última vez agregó que yo era el que hacía las tiras de la tele, les nombró algunas que pasaban a la tarde y entonces sí se interesaron. Florencia nos hizo pasar y mientras las otras servían Coca Cola y clericó, Isabel me preguntó si Sofía Serena iba a conseguir que su amante volviera y la salvara del martirio al que la sometía el marido.
Al principio no supe de qué hablaba pero el gordo me hizo una seña en dirección al televisor y me puse a inventarle una esperanza a aquella mujer. Hablamos y discutimos con vehemencia sobre cómo debía seguir la historia. Uno de los finales que conté las indignó a todas y tuve que jurar que todavía estaba a tiempo de cambiarlo para que se apaciguaran. A medida que yo improvisaba, Carballo me iba soplando qué actores y actrices trabajaban, dónde pasaba y cómo era la trama, de manera que avancé con cautela y durante la comida entre todos le dimos forma. También el gordo quería un final feliz, un epílogo en el que los personajes se daban un beso apasionado y se iban de luna de miel. Acordamos que al día siguiente me quedaría a trabajar en los cambios. La noche se fue alargando, abrimos los Kinder para ver qué nos tocaba a cada uno y las chicas se cambiaron entre ellas los que tenían repetidos. Me pareció que era un juego al que jugaban desde hacía mucho tiempo, que los unía y celebraba una vieja amistad. A mí me salió un Bentley de los años veinte que el gordo se quedó mirando con envidia hasta que se lo di y lo puso sobre la torta de chocolate que trajeron a la hora del café. Nos reíamos como tontos de todos los chistes y sin planearlo, sin que nadie lo propusiera, nos fuimos a acostar repartidos al azar.
El gordo se fue con Florencia y con una morocha muy linda a la que llamaba Claudina y las otras durmieron conmigo. Al comienzo todos estábamos medio intimidados, no recordábamos los nombres con los que nos habíamos presentado, pero después todo fue muy tierno y divertido. Traté de no hacer preguntas por temor a que todo se arruinara; hacía mucho que no estaba con una chica, pero igual no pude con las tres. No tenía la fuerza ni el entusiasmo de Carballo que gritaba y aplaudía en la pieza vecina. Tampoco me pidieron nada. Estaban ahí, pasaban un buen rato conmigo o entre ellas y solo me reclamaban historias. Por lo que pude intuir, estaban a la espera de algo grande, paraban ahí hasta que vinieran a buscarlas para convertirlas en reinas. Isabel mencionó a un tipo que manejaba una agencia de modelos. Las llevaba a lugares lujosos, les mostraba pasarelas, les sacaba fotos más o menos indecentes y les prometía que iban a salir en la televisión al lado de los cómicos y las animadoras. Así se empezaba, me dijo y parecía feliz o a punto de serlo.
Al día siguiente me prepararon todo para que me encerrara a trabajar y al enterarme que Isabel iría hasta el pueblo a buscar provisiones le pedí que me llevara a comprar unos libros. Necesitaba encontrar una historia de amor, algo que no las decepcionara. No sabía si iba a quedarme, pero me habían tratado bien y daban lo que tenían sin que sonara a compra y venta. Isabel me llevó en un Fiat que tenía el asiento hundido y ni se mosqueó cuando le conté el incendio del bosque. Era como hablarle del barómetro de Pascal o de la fusión atómica. No me creía o no lo tenía registrado; no existía para ella. Tenía unos lindos ojos color turquesa y de tanto en tanto se llevaba la mano a la frente en busca de un mechón imaginario y lo echaba hacia atrás, lo acomodaba, lo acariciaba. Era alta, pero al caminar su gracia se volvía melancólica y eso me hizo pensar que el tipo de la agencia les estaba haciendo el cuento.
Fuimos a hacer compras al mercado, sacó un vídeo de Sharon Stone y me acompañó a una papelería donde tenían algunos libros. Me miró con curiosidad mientras hojeaba, distraída, una revista. Cada vez me gustaba más, me atraía su manera suave y lenta de moverse, el rubor con que miraba las cosas sin preocuparse de cómo podían afectarla. Compré un Quijote de bolsillo para ir leyéndolo despacio y el primer volumen de Anna Karenina para contarles por las noches. En la vereda no pude contenerme, le pasé el brazo sobre los hombros a Isabel y la besé en la mejilla. Vaya a saber por qué, ese instante me pareció más íntimo y fuerte que los forcejeos de la noche anterior. Me miró desconcertada y sonrió pero no permitió que me acercara de nuevo. Me dijo que tenía que echar una carta en el correo, que podía acompañarla a ver las nuevas estampillas que habían salido, cosa que me pareció buena idea porque tenía que llamar a Marcelo Goya para saber si tenía noticias de mi padre. Me incomodaba hablar con él, pero no me quedaba más remedio, la policía tenía su nombre y su número de teléfono. Isabel pidió ver una plancha de estampillas y para desalentarla la empleada le dijo que iba a tener que esperar más de media hora porque estaban guardadas en el escritorio del jefe que había salido. Isabel la fulminó con la mirada y le contestó que estaba dispuesta a esperar hasta que llovieran ranas y renacuajos. Yo fui a la cabina y llamé a Buenos Aires.
Me atendió Cristina, la secretaria. Al oír que era yo se puso nerviosa y me pareció que antes de hablar le susurraba mi nombre a alguien que estaba con ella.
—¿Dónde estás? Marcelo te está buscando por todos lados. Parece que tu papá apareció en Los Toldos…
—¿Cómo está? ¿Qué más te dijeron?
—Va en un coche no sé con quién. Pasaron una barrera de la caminera y se escaparon.
—¿Quién te avisó?
—La policía. Anotá el número.
No me fue fácil comunicarme con la comisaría de Los Toldos. Marcaba el prefijo y se cortaba enseguida. Pensé que Isabel estaría impaciente y me asomé a pedirle que esperara un minuto. Me contestó bien alto, para que la escuchara la empleada, que no se iría de allí sin ver las estampillas aunque tuviera que ir a buscar al jefe y sacarlo de la cama.
Insistí. Disqué una y otra vez hasta que me contestó un oficial de guardia. Le expliqué de qué se trataba y como en ese lugar no pasaba gran cosa se acordaba muy bien. Me dijo que mi padre había herido a uno de sus hombres con un cuchillo de cirujano, que parecía un perro rabioso y que lo habían dejado escapar para no tener que dispararle por la espalda. Pensaban atraparlo cuando pasara por Carhué, pero también ahí había burlado el cerco. Me pasó con el suboficial herido y este me dijo que mi padre tenía un pedido de captura de Mar del Plata por incendio de bosques y otras depredaciones, pero para mi sorpresa aceptó con gallardía que la mayor depredación es la vida misma. Esa piadosa filosofía, me dijo, le había costado un tajo bastante profundo que lo tenía confinado en una oficina. Mi padre le había hecho una reflexión parecida y por no palparlo de armas se encontró con un cuchillo clavado en el brazo.
El suboficial me contó que era poeta en los ratos perdidos y conocía el libro que yo había publicado por un preso que se lo había dejado en el calabozo al salir en libertad. Me emocionó oír a un policía de provincia herido por mi padre y lector de mis libros. Me preguntó si estaba escribiendo otro y tuvimos una conversación sobre la poesía y los jóvenes minimalistas que se costeaban hasta Los Toldos para presentar sus libros. Hablamos de cosas convencionales, de tonterías que me permitieron saber algo más de mi padre. Todavía andaba con la ropa del roquero, iba en estado lastimoso, acompañado por un corredor de vídeos pornográficos que lo llevaba en su auto. Agregó que lo sentía mucho, que me tendría al tanto y me mostraría sus poemas si pasaba por Los Toldos.
Traté de recuperar algunas fichas, pero el teléfono hizo un ruido extraño y se las tragó todas. El problema era que me quedaba muy poca plata y después de la pelea con Marcelo Goya no tenía a quién recurrir. Podía llamarlo a Lucas, pero iba a ponerlo en un compromiso y no podría sacarle más de doscientos o trescientos pesos.
Isabel había conseguido que le dieran una plancha con las muestras de estampillas. Algunas eran muy bonitas, con flores, animales y paisajes. También había una serie dedicada a los escritores y me dije que debía ser desolador para Borges estar muerto y viajar por el mundo pegado a un sobre con la cara entintada. Isabel se compró unas cuantas con pájaros del Norte y despachó una carta que cerró ahí mismo, mojando la goma con la lengua.
A la salida había un puesto de flores y le compré unos claveles que aceptó con una sonrisa tímida y un comentario amable pero nada alentador. Fuimos a buscar el coche, le hizo poner nafta a la salida del pueblo y salimos a la ruta en dirección contraria al Paraíso.
Anduvimos veinte minutos y se detuvo a orillas de una laguna por la que revoloteaban patos y galleretas. No era un lugar muy romántico, pero seguramente no había otro mejor y bajó a caminar sin esperar a que la acompañara. Usaba el mismo vaquero roto que las otras chicas y un chaleco de lana con las iniciales bordadas. La seguí con la mirada, vi que removía la tierra con un palo y sacaba una caja con una muñeca de morondanga. Una bebota de las que venden en las jugueterías de barrio. La estuvo arrullando, se paseó con ella y antes de guardarla la peinó y le pintó los labios. Yo me había disimulado entre unos árboles, buscaba hongos y como no quería que me tomara por un mirón recogí unos cuantos que crecían cerca de los troncos. Hice un atado con la campera y volví al coche silbando una melodía que me rondaba en la cabeza. Era todo muy bucólico, muy silvestre, muy Promenade de Rousseau; resultaba absurdo y pretencioso: yo era un infeliz con una historia perdida y ella una pizpireta de organdí.
Me eché en el asiento del coche con la mirada perdida. Parecía el último de los imbéciles con un paquete de hongos en las manos. Los dejé en el asiento de atrás, abrí al azar el libro que acababa de comprar y escuché que Tolstoi rugía, reía, blasfemaba; eran más ciertos sus bosques que los míos, más lejanos y serenos. Me volví hacia Isabel y muerto de vergüenza le pedí perdón. A ella y a mí mismo. Había vivido solo para construir mentiras, disimulos, falsedades.
Todo me servía y lo único que podía alegar en mi favor era que había intentado ocultarme para no herir a los demás. Cómo me habría gustado que mi madre viniera a besarme la frente, que me apretara en sus brazos, que se hubiera quedado a mi lado.
Isabel se llevó la mano a la frente para apartar el mechón y me preguntó qué hacía en el Paraíso contando tonterías, por qué no volvía al canal a terminar la novela de la tarde. Le repetí que esos cuentos eran lo único digno que podía ofrecerle, que había sido con ella todo lo honesto que un hombre puede ser. Cierto, podía no creerme y tal vez tuviera razón, pero en ese caso no debía acusarme solo a mí, le dije. También Carballo abusaba de su amistad, se abrigaba en su cama, comía en su mesa, las sobornaba con sus juguetes de pacotilla. Se puso a reír. «Esteban vive y hace vivir», me dijo. Por un instante odié la pierna seca, el baúl enorme, la corbata floreada. «Te lleva a ver el sol», agregó y al escucharle me sentí aludido. No porque ella me pusiera del lado de la sombra sino porque ese sol que llevaba el gordo empezaba a calentarme a mí también.
Isabel manejó despacio, en silencio, por el camino que llevaba al Paraíso y tuve la sensación de que nunca podría volver a tocarla.