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UNOS MESES después de aquel encuentro pude recuperar un paquete con las cartas que Patricia le había escrito a Laura. Mi primo, el hijo del tío Gregorio, me dejó revisar el baúl que heredó con la casa de Castelar. Tuve que llamarlo por teléfono muchas veces y como trabajaba en la policía caminera casi nunca estaba en casa. Un día, para darse corte, se hizo pasar la llamada al sistema de radio y mientras me hablaba del baúl aquel, arrumbado en un altillo, una voz interrumpió la conversación. Mi primo dio un comprendido y se lanzó a una loca persecución por la ruta 3. Me contaba que eran subversivos que habían robado un camión cargado de remedios para repartir en las villas y ahora iban rumbo a Las Flores. Yo estaba en mi pieza, tirado en la cama, oyendo cómo los perseguía. Me relataba todo, como si estuviera transmitiendo un partido de fútbol, solo que se escuchaba bastante mal y quizás estuviera fingiendo. Me acordé enseguida de un chico que en el colegio imitaba todos los ruidos con la boca. Interrumpía la clase con coches que arrancaban, balazos, aviones, pedos y locomotoras. Así sonaba el relato de mi primo esa tarde. Se mantuvo un buen rato en contacto conmigo mientras otras voces entraban en la misma frecuencia y el barullo me impedía entender si los guerrilleros habían logrado escaparse con los remedios.
Un domingo por la noche volví a llamarlo y me atendió en medio del griterío de las nenas y los ruidos de la televisión. Pasaba tan poco tiempo en su casa que no sabía en qué lugar guardaba su mujer las cosas. Le recordé el baúl y le pedí que me dejara mirar si no tenía cosas de mi madre. Quedamos en que iría un domingo con regalos para las mellizas, pero el día que hice el primer viaje no lo encontré. Estaba de servicio, me dijo su mujer. Era una cuarentona arruinada que no me invitó a entrar, ni siquiera se conmovió cuando las mellizas se echaron a llorar reclamando los regalos. Yo parecía un vendedor de rifas parado en la vereda con dos paquetes envueltos en papeles de colores. Por la ventana me gritó que no sabía nada de baúles y que podía irme a la mierda con mi historia familiar. Después, en el tren, me enteré de que los montoneros habían volado la lancha del comisario Villar en el Tigre. El jefe de las Tres A y su mujer iban a bordo y tuvieron que juntar los pedazos con una red de pescar mojarritas.
Pasaron dos meses antes de que pudiera ver a mi primo. También era domingo y me pidió que no llegara antes de que hubieran terminado los partidos. Fui en tren y caminé por Castelar hasta que se hizo la hora. Me dio la mano en la puerta y me dijo que me parecía bastante a mi padre. Dejé los regalos sobre la mesa y esperé de pie. Mi primo estaba de pésimo humor porque había perdido River y me dijo que el referí no dio un penal que le cometieron a Alonso sobre la hora. Más tarde, mientras fumaba un Chesterfield, me confesó su temor de que la guerrilla le disparara a mansalva cuando salía a pasear con las nenas. Le pregunté por qué pensaba que podían hacer eso y se encogió de hombros. «Son unos hijos de puta», masculló, y me miró a ver si adivinaba de qué lado estaba yo. Le conté una historia triste, de niño abandonado, y aunque no pude conmoverlo ni hacerle olvidar la derrota de River, me acompañó al altillo.
El baúl era de esos que se usaban a principios de siglo para viajar en transatlántico. Al parecer había pertenecido a nuestra bisabuela, pero a mi primo le importaba un pito y si todavía no lo había mandado a un cambalache era porque no tenía tiempo para ponerse a pintar el altillo. En caso de que no lo mataran, me dijo, tenía pensado refaccionarlo para que sus hijas vivieran allí hasta que les llegara la hora de casarse. Estaba tan enojado que me dejó a solas y se fue a mirar televisión. Al rato escuché que su mujer y las nenas volvían de jugar en la casa de otro policía, pero no me ofrecieron ni un café. Con la escasa luz de la bombita aproveché para revisar el baúl a fondo. Había muchas revistas de los años cuarenta, sobre todo El Hogar y Leoplán. También encontré un paquete de cartas y un ejemplar de Baloncesto del 26 de agosto de 1945 en el que Bill Hataway figuraba en tapa en el momento de convertir un tanto. La verdad es que no me lo imaginaba así, tan ancho de hombros, nariz recta y piernas largas. Tenía el pelo muy corto en los costados y abundante arriba. A no ser que la foto estuviera muy retocada, y en la época las retocaban mucho, Bill tenía un atractivo envidiable. No me costó mucho entender que Laura se echara en sus brazos aquella noche del Luna Park. Temí que la mujer de mi primo no me dejara llevar las revistas y tampoco me animaba a esconderlas entre la ropa por temor a que me revisara. Me puse a ojear la nota que había en las páginas centrales de Baloncesto con el título «Negros que valen oro»: Bill posaba con el boxeador Kid Charol sentado en sus rodillas como si fuera un ventrílocuo y los dos se reían por la ocurrencia del fotógrafo.
Junté cartas, revistas y unos diarios, los puse bien a la vista y bajé la escalera. La mujer me miró con desconfianza, como si hubiera venido a ver la casa para señalarla al enemigo y ni se mosqueó con los elogios que hice de las mellizas. «Díganle gracias al señor», les ordenó y las dos me agradecieron las muñecas que les había regalado. Mi primo miró las revistas con desdén y preguntó si había encontrado lo que necesitaba. Le dije que sí con el corazón en la boca y para mi sorpresa me dejó ir sin siquiera hacer comentarios. «Cualquier cosa ya sabés», agregó. En la esquina me trepé al primer colectivo y nunca volví a verlo. Tenía razón en temer lo peor: unos meses después el Ejército Revolucionario del Pueblo lo acribilló a balazos en una calle de Lanús y mandó a los diarios un comunicado en el que lo acusaba de torturador y asesino.