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FUI A SENTARME en el bar y pedí un café doble. El ómnibus que venía de Lincoln llegó con media hora de atraso, ya de noche. Me tocó el último asiento, roto y sucio. Iba como en una coctelera y me costó dormir. Me rondaba la cabeza la imagen de mi padre pasando la barrera de la policía para venir a verme. Tenía en la cara el frío de sus mejillas. Me pregunté quién lo acompañaba, cómo conseguía que alguien lo llevara. Acaso el médico de Brandsen lo había curado de algo que los otros no habían podido ver. Quién sabe, me dije, dónde está la piedra filosofal, el camino de peregrinaje que hay que recorrer para llegar al fondo del alma. Miré mi vida hacia atrás y pensé que estaba a tiempo de recuperar las piezas que faltaban para que el rompecabezas tuviera un sentido. Allí estaban el Lobo Feroz y Lucas Rosenthal, las plantitas del doctor Destouches, la ofensiva final de Marinelli, el Archivo con Belgrano y Dorrego, mi padre vestido de roquero. Nada debía quedar afuera. Al cerrar los ojos también yo fui rebobinando mis recuerdos hasta que pude dormirme y me encontré en la primera fila del Sheraton mirando desfilar a Isabel. Llevaba un vestido rojo y una serpiente con ojos de diamantes enroscada a la cintura. Carballo aparecía una y otra vez en la pasarela manejando un tren de juguete, tocando pito, mostrando su pierna deforme cubierta de llagas. Al verme Isabel se quitaba lentamente la ropa, abajo tenía un vestido de monja y una escopeta de guerra. El público se ponía de pie, espantado, pero ella solo me apuntaba a mí, me pedía que le devolviera la carta, me acusaba de haberle robado la muñeca y de pronto me disparaba a quemarropa.

Al despertarme estaba empapado. Vi la noche a través de la ventanilla; el ómnibus giraba en una rotonda y tomaba por una calle desierta para devolverme a ese lugar de ruptura. Bajé en la avenida Luro, conté la plata y tomé un taxi para ir en busca de Marcelo Goya. Le dije al chófer que pasara frente a los boliches de onda y se fijara si veía un Mercedes blanco. Se detuvo frente a dos, pero ninguno era el 320 que buscaba. Después de andar unos minutos lo encontramos frente al casino. Sin perderlo de vista crucé a buscar un cajero automático con la esperanza de que la máquina se equivocara. Pero no: me tragó la tarjeta al tercer intento de arrancarle una respuesta. Corrí al casino. Me alcanzaba para una apuesta a todo o nada, como había hecho Lucas. Dejé el bolso en la consigna y caminé entre las mesas buscando a Marcelo Goya, resistiendo a la tentación de jugarme el billete a la primera bola. Escuché que cantaban todos mis números, los que significaban fuego, trenes, ruido, viaje, soledad. Aprovechando que tenía puesta la corbata de Carballo entré a la Sala de Nácar. Por fin, al fondo, ubiqué a Marcelo Goya y me acerqué a su mesa tratando de que no me viera. Estaba con una rubia dos cabezas más alta que él. Parecía tener una buena noche y lo último que esperaba era encontrarme en ese lugar y sin la novela. Yo ya sabía lo que quería de él. Me coloqué a su espalda tratando de adivinar en qué bolsillo guardaba las llaves del Mercedes. Era como apostar a chance: derecha o izquierda. Todo o nada. Rogué que no hubiera cerca un inspector, esperé a que otros apostadores vinieran a apretujarse contra nosotros y apreté con fuerza la figurita del Capitán Tormenta que Carballo me había puesto en la campera. Suavemente le metí la mano en el bolsillo de la derecha y con silenciosa alegría sentí que tocaba la sortija, que esta vez la calesita giraba para mí. Me guardé el llavero, tomé a Marcelo Goya de un brazo y le pregunté al oído, casi en un susurro, si tenía noticias de mi padre.

Se sobresaltó al verme y tardó un poco en recuperar la compostura. Me preguntó qué hacía allí, barbudo y rotoso y ni me presentó a la chica. Le conté que me había tomado un ómnibus con el propósito de solicitar su ayuda, que solo necesitaba unos pesos para seguir viaje.

—¿Tenés la novela?

Ni cuenta se dio que había ganado y estaban tirándole fichas. La chica, en cambio, seguía los gestos del pagador como un gato los movimientos de un hilo y las sacó de mi alcance.

—La tengo, sí.

—Tu viejo está armado; ¿sabías?

—Voy a llevarlo a casa. Prestame unos pesos, ¿querés?

Me echó una mirada que mezclaba desprecio y compasión. Levantó una ficha de mil con la esperanza de que hubiera un periodista cerca y alzó la voz.

—¡Esta es tuya, perdedor…! ¡Cantá!

El tambor giraba y el corazón empezó a darme saltos gritándome un número y otro hasta que en lugar de irme y dejarlo desairado dije con voz anhelante.

—El diecisiete…

La rueda dio unas vueltas más y por supuesto salió uno que no era el diecisiete. Marcelo sonreía, contento con su gesto principesco, seguro de que alguien llevaría el chimento a los diarios.

—Te vas a meter en un lío —me dijo—. Te llevaste el anticipo y me querés hacer creer que se te quemó la novela… ¿Te creés que soy un otario, yo? ¡Rajá, turrito, rajá!

Se volvió hacia la mesa y empezó a repartir fichas en la segunda docena mientras la chica me miraba como a uno de esos chicos que piden plata en la calle. Le guiñé un ojo a ver cómo reaccionaba, pero su entrega a Marcelo Goya no tenía fisuras. Me devolvió un gesto de desprecio y después miró de reojo a ver si lo había registrado.

Me quedaban doscientos pesos. Los doblé a lo largo y me acerqué a otra mesa. Puse cien al ocho y el pagador se los llevó enseguida. Miré el último billete con tanto cariño como si lo hubiera fabricado yo mismo y en el momento en que el crupié cantaba «no va más» lo puse en el veintiuno. La bola dio un par de saltos y se fue, oronda, a caer sobre mi número, el que tantas veces me había arruinado y ahora me salvaba.

Estuve tentado de seguir, pero pensé en el pobre Dostoyevsky en Baden Badén y en Conrad que intentó suicidarse en Montecarlo y fui a cambiar las fichas. Me sentía inquieto y feliz al mismo tiempo. Crucé la calle, me acerqué al que cuidaba los coches y le di diez pesos. Quedó tan contento que ni se fijó qué auto buscaba. Desactivé la alarma del Mercedes y subí con la serenidad del que acaba de cumplir con la buena acción del día. Me pregunté si Marcelo Goya me denunciaría a la policía o esperaría como un caballero a que le devolviera el coche.

Salí a la ruta sin correr mucho, manejando con la caja automática, hasta que estuve seguro de que no había policía vigilando. Puse el Mercedes a ciento ochenta, acomodé los discos en el asiento de al lado y levanté la calefacción. Dejé atrás Miramar y Necochea con La Pastoral de Beethoven tronando en la cabina, con el zumbido adherido al oído igual que un Alien surgido de las tinieblas. Había hecho decenas de veces ese camino y no me explicaba cómo había podido olvidar aquellas montañas de arena. Después que dejé atrás Médanos, empezó a amanecer. El cielo se puso dorado y luego rojo, pero sin luz. A lo lejos, al alcance de los faros, distinguí una mancha oscura que bloqueaba el camino y empecé a frenar para esquivarla. A medida que me acercaba pude ver que se trataba de un auto que se había caído a un pozo del pavimento. Bajé las luces y me tiré a la banquina para esquivarlo y fue entonces que reconocí el Dacia azul del Pastor Noriega. Parecía más maltrecho que antes, con una rueda en la zanja y el paragolpes retorcido. Puse las luces de señal, saqué la pistola del bolso y me detuve un poco más adelante. El coche tenía una puerta abierta, el baúl había sido destrozado con algo cortante como un hacha y la luz de la cabina estaba encendida. Pensé que el Pastor lo habría abandonado sin molestarse en poner una baliza.

Apagué el motor del Mercedes y bajé a echar un vistazo. Necesitaba dispararme en la oreja y descansar unos minutos. Prendí la linterna, me acerqué al coche, cerré la puerta para que no se le descargara la batería y descubrí que en el capó tenía pintada una frase que recordaba bien. Eran las mismas palabras que tiempo atrás yo había escrito en el Torino.