17
PERDIDO POR PERDIDO, el Pastor Noriega me ofreció el cielo y también una de las valijas elegidas al azar. «Que Cristo nuestro Señor decida, hermano», me dijo, y era verdad que por momentos la voz se le afeminaba de un modo incierto, como si se esforzara por parecer amable y distinguido. Hasta entonces yo había podido reprimir la codicia y mantenía cierto aire de dignidad. Pero al mover la valija la tapa se abrió y vi la plata. Era un gran espectáculo, un galopante recuerdo de La Isla del Tesoro. Si me la llevaba podría sentarme a mirar el futuro sobre algo sólido, elegir la mejor chica y veranear en Punta del Este, rejuvenecer diez años, sintonizar con la época. Pero tenía miedo de que me agarraran los grandotes de Morosos Empedernidos y me hicieran pedazos. Llevar esa plata era como pasearse con una bomba de tiempo. Al contemplar los billetes me di cuenta de que me cambiaba la cara, me ardían las mejillas y tenía ganas de ponerme a contar. Pero el riesgo era grande y le propuse al Pastor una alternativa que nos convenía a los dos:
—Escondamos las valijas cada uno por su lado. Después lo llevo hasta el pueblo para que se compre otro auto y mañana viene a buscar su parte.
—No, a ver si llueve y la plata se hace puré.
—Usted de este lado de la ruta y yo del otro.
—Oiga, ¿por qué no se lleva todo? ¿Tiene un arma no?
—No soy un ladrón… ¿Qué haría usted si tuviera esta pistola?
—Bueno, le apunto, le quito el coche y sigo camino. En las películas es así.
Parecía resignado. Estaba metido en un calvario de lealtades traicionadas sin tener la menor idea de cómo enfrentar el problema. Se detuvo un instante a mirar lo escrito en el capó del Torino y vino a sentarse de nuevo a mi lado. Miraba los papelitos pegados sobre el tablero y se inclinó a leer con unos anteojitos redondos que sacó del bolsillo.
—¿De qué escribe? —preguntó.
—De usted y de mí.
Lo pensó con la mirada puesta en el techo. Se estaba haciendo noche cerrada y yo me preguntaba cuál sería el mejor sitio para enterrar la valija que me ofrecía. De pronto lo oí murmurar:
—Conocí a un escritor que venía al templo de Wilde. Un pobre infeliz, si me perdona la apreciación… Decía que Dios escribió la Biblia y la llenó de cornudos y homosexuales para que todo el mundo la leyera.
—También le puso ladrones.
—Por eso, nunca hay que condenar… Si yo le contara las cosas que vi…
—Me imagino.
—Qué se va a imaginar. Lo que usted escribe es caca chirle en comparación con lo que yo veo todos los días. Una inmensa laguna de mierda, le aseguro.
—¿Nunca encontró nada que brille?
—Qué sé yo, a veces veo angelitos nadando en el charco…
—¿Hay mucho en la valija?
—Dos millones en cada una.
—¿Y no le remuerde la conciencia?
—Lo que cuenta es la palabra de Cristo.
—Bueno, dígala.
—Mire que no le va a servir…
—Igual me gustaría escucharla.
—Álzate.
—Ya es algo, ¿no? Se lo agradezco.
—A la gloria de Dios, hermano. Usted lleva un gran dolor, enseguida que lo vi me di cuenta.
—¿Quién no?
—Yo se lo voy a aliviar.
—¿Qué tal si escondemos las valijas?
Sonreía. Veía la codicia en mi cara y esperaba que me avergonzara. Abrí la puerta y salí a meditar en la oscuridad. El cielo se había cubierto y no pasó mucho tiempo hasta que empezó a lloviznar. Lo escuché repetir Alzate, hermano y sentí un escalofrío. De golpe, a lo lejos aparecieron las luces de un artefacto que se acercaba metiendo una bulla infernal. En la oscuridad parecía una bola de fuego que se precipitaba hacia nosotros. Corrí a zambullirme al terraplén. El Pastor Noriega salió del Torino, gritó «¡Guarda hermano!», y dudó entre salvar la plata o escapar. Ese instante perdido le fue fatal: un reflector lo iluminó a pleno como si fuera un cantante que sale al escenario. Lo vi correr hasta un maizal y arrojarse de cabeza entre las plantas. La luz del jeep lo persiguió entre las espigas y dos gigantes vestidos de Guns N’ Roses se precipitaron sobre él. Yo tenía tanto miedo que agradecí a Dios no estar en su lugar. Los Guns N’ Roses gritaban como poseídos y una chica que llevaba un látigo bajó del jeep y fue a darles una mano. Temí que al volver me rompieran los huesos, que se llevaran la computadora con la novela y fui volando a arrancar el Torino.
Encendí la luz larga, aceleré a fondo y no paré hasta llegar a un pueblo de ocho o diez manzanas apretujadas. Busqué la estación de ómnibus y le di unos pesos al de la boletería para que me dejara entrar a la oficina a lavarme un poco. Una vez bajo la ducha y con la pistola al alcance de la mano, me pregunté qué hacía perdiendo el tiempo con un charlatán de feria y maldije la hora en que paré a prestarle auxilio. Me quedé en el agua hasta que un chófer entró al baño y empezó un largo pedorreo mientras silbaba y golpeaba los nudillos contra la puerta. Tocaba una musiquita cansina y melodiosa que acompañaba con el arrebato de las tripas. Me di cuenta de que no había llevado nada para secarme y le grité que me pasara un trapo o cualquier cosa que me sacara del apuro. Me tiró una estopa por encima de la puerta, me preguntó para qué compañía manejaba, y sin esperar respuesta siguió con la tonada.
No me quedó más remedio que usar la estopa sucia y volver al auto en calzoncillos. No tenía la menor idea de dónde me encontraba pero me alegró ver que había un quiosco en el que vendían anteojos descartables. No tenían exactamente los que necesitaba, pero encontré unos que me permitirían leer lo que escribía. También compré pilas, Coca Cola y galletitas. Quería olvidarme de lo que había visto. Tomé dos aspirinas y me preparé para una noche de trabajo.
Puse el número del capítulo, dejé tres líneas en blanco y me quedé pensando por dónde empezar. No podía olvidarme del Pastor Noriega atrapado en el maizal. ¿Por qué no me había quedado a defenderlo? Tenía la pistola cargada, al menos podía haber tirado al aire para espantar a los Guns N’ Roses, pero preferí huir, poner a salvo la novela y abandonar al Pastor a su suerte. Me sentía sucio y cobarde, no había sabido estar a la altura de mis personajes. ¿Cómo me presentaría ahora ante ellos? ¿Cómo conduciría el relato hasta el final?
De pronto sentí un sobresalto. Con la llovizna las palabras se estaban borrando del capó, solo quedaban unos hilos de tinta que corrían hacia la trompa. Tenía la idea en la cabeza, pero el orden, las pausas, las emociones, se alteraban. Hubiera tenido que anotar la frase antes de que se me escapara del todo, pero me gustaba jugar a olvidarla: si conocía el final, toda la novela quedaba condicionada y perdía el entusiasmo para escribirla.
Por alguna extraña razón ciertas palabras, por más simples que parezcan, se reúnen en determinado orden solo una vez. Son como semillas que siembra el azar. Hice una frase y después otra y aunque se parecían mucho a la del capó, no sonaban igual. De todos modos las guardé con la esperanza de que otro día obtendría mejor resultado. Una regla de la literatura dice que las páginas perdidas son siempre las mejores. Manuscritos como los que extravió la mujer de Hemingway camino a los Alpes son inolvidables porque crean un relato paralelo. Durante siglos los textos han sido precarios y por eso las universidades norteamericanas los compraban para conservarlos en sus archivos.
Eso ya se acabó. Con la llegada de la computadora la noción de original se ha perdido. Los primeros cambios, a medida que el relato avanza, no son verdaderas correcciones sino opciones entre diferentes ideas antes reprimidas. Con la escritura disponible en la pantalla, la primera lectura es siempre inconformista, desalentadora, pasajera. Algo se desliza entre el escritor y su texto; lo hace relativo, ofrece la posibilidad de una alternativa inmediata. Estoy jugando, toqueteo aquí y allá, con la seguridad de que esto no llegará al libro ni dejará huella. Entonces, ¿por qué hago copia en un disco como si lo mío fuera precioso? ¿Por qué dejo uno en el baúl y entierro otro junto a un sauce quemado? Porque es todo lo que tengo, me digo. A veces, descontento con el resultado, quemo todos mis papeles. Me siento a un costado del camino y miro cómo arde la breve llama de mi imaginación.
He perdido el hilo del relato. Me proponía escribir el pasaje en el que Laura y mi padre se acuestan por primera vez. Pongamos que dejé el hotel sin haber descifrado el final escrito en el capó, pero con un capítulo terminado. Ese en el que mi padre brinca en el cielo y vuelve a la tierra para regalarle a Laura una estrella. Ella termina por creer que ese es su hombre. En una carta, le dice a su hermana Yolanda: «no hay otro más gentil ni ingenioso, aunque es torpe y tímido a la hora de las galas y los entremeses». Imagino que ha querido referirse a la primera noche de cuerpos entrelazados, de homenajes postergados. Brutal en algunas caricias, tal vez mordisquero y hablador, mi padre la había deseado tanto que ya no tenía otra cosa que decirle que no fuera su felicidad: un revoleo de grupas humedecidas por el calor de la noche, algo frío que se vuelca sobre la cama, la tensión de una palabra inoportuna, el tiempo que vuela hasta el amanecer: mitad negro y mitad rojo. Cerca, alguien muere; atrás quedan, pequeñas, balbuceantes, las quimeras soñadas en playas nocturnas y la voz de Ángel Vargas que canta sin micrófono. Ella sabe cuán sola está, rendida en los brazos de un gran oso de pelaje blanco: nunca se hubiera fijado en sus pies planos, en la leve malformación de la cadera si él no se hubiera parado sobre una mesa del balcón a hacer la cuenta de astros silentes y meteoros a la deriva. No es un romántico a la violeta, es un filibustero exuberante.
Bajaba una estrella, la ponía en una bandeja y la rociaba con polvo de oro. Cuando la servía ya no era una estrella, aunque latía como un corazón recién arrancado.