14

LAURA Y BILL Hataway vivieron días muy felices sin llegar a conocerse. Su última peripecia tuvo lugar en el Parque Japonés los últimos días de 1950. Los dos estaban en la cumbre de la fama y por lo que puede verse en un fragmento de Sucesos Argentinos, el público fue a aplaudirlos a una maratón de baile en la que participaban cuatrocientas ochenta parejas de todo el país. Lo que se ve en el noticiero es alucinante, aunque el locutor lo tome a risa: a medida que pasan las horas, los famosos que habían ido a mostrarse —jugadores de fútbol, estrellas de cine, cantantes de tango—, abandonan en medio de ovaciones. Pero las parejas que han llegado de las provincias siguen toda la noche y amanecen descalzas, con los pies ensangrentados. Patricia Logan me contó que ella fue con su novio de entonces a divertirse un poco ignorando que Laura y Bill se proponían seguir hasta el final. Al día siguiente escuchó por radio que su amiga y el negro estaban entre las catorce parejas que continuaban en la competencia. Enseguida tomó un taxi y fue a llevarles refrescos y un poco de café. Cuando llegó solo quedaban tres parejas a punto de desmoronarse. Hacía mucho que Laura ya no bailaba: Bill Hataway la llevaba dormida sobre sus zapatones destrozados. No quedaba nadie que les alcanzara agua o una toalla. Los organizadores se habían hecho humo al correrse el rumor de que Evita en persona iría a terminar esa mascarada. Radio Excelsior había puesto un cronista que transmitía en directo, y medio país estaba pendiente de lo que ocurría. A los enemigos de Perón no les cabía duda de que todo estaba arreglado, que Laura y Bill serían los ganadores y que detrás de aquel baile se movían oscuros intereses políticos. Al verlos en un estado tan lastimoso, Patricia intentó sacarlos de allí, pero Laura se negó. Miró a Bill y murmuró:

—¿Qué va a pensar la gente? ¿Que lo hacemos para que hablen de nosotros?

Eso fue todo lo que obtuvo de ella. Al amanecer del primer día de 1951 la única pareja que todavía resistía se desplomó y Bill llevó a Laura a la rastra hasta el micrófono y le dedicó el triunfo a Evita y al General. Mucho después, cuando decidió proponerle casamiento en Mar del Plata, Garro Peña intentó contarle la verdad a Laura: después que Argentina le ganó el mundial de básquet a Estados Unidos, Bill Hataway dejó de ser el niño mimado de Sportivo Palermo. Entonces pensó que necesitaba un poco de promoción y decidió participar en la maratón con la excusa de entregar el premio a la Fundación Eva Perón. Al escuchar que Garro Peña pretendía cantarle «cuatro verdades», Laura no vio en él más que despecho y ahí nomás le arrojó un cenicero a la cabeza. El gerente de Palmolive hizo un gesto para cubrirse pero igual estuvo a punto de perder un ojo. Tuvieron que internarlo por segunda vez a causa de Laura pero aún así la siguió queriendo y fue quien llegó primero a Mendoza el día en que ella murió.

Tengo el vago recuerdo de un hombre de traje impecable y anteojos oscuros que llora desconsolado en los brazos de mi padre mientras otro más corpulento, que debía ser el bodeguero, está desplomado en un sillón con la mirada perdida. Era la primera vez que veía un velorio y aunque se trataba del de mi madre sentía más curiosidad que dolor.

A medida que pasa el tiempo empezamos a ver la infancia como un paraíso perdido y la juventud como el tiempo en que no supimos hacer lo que soñábamos; después es demasiado tarde y a cualquier tontería le llamamos experiencia. Algo parecido le dijo Garro Peña a mi padre después del entierro y agregó: «vos no la merecías».

Treinta años después se me apareció en la Feria del Libro. Todavía llevaba la marca del cenicero en la frente y me miraba como si buscara en mí algo de Laura. Le dije que tal vez algún día escribiera un libro que hablaría de mi madre y lo invité a tomar una copa para que me contara algo. Ya estaba jubilado pero seguía vistiendo con elegancia y se había hecho estirar las arrugas y las bolsas de los ojos.

—No puedo hablar de ella —me dijo de entrada—. Son recuerdos muy personales.

—¿Cómo era? ¿Oportunista? ¿Audaz? ¿Ingenua?

—¿Qué te dijo tu padre?

—Tampoco quiere hablar.

—Ya ves… ¿Qué es de su vida?

—Estuvo en el exilio y necesita trabajo.

—Era un tarambana. Si estuvo exiliado que se haga cargo.

Se puso de pie y fue a reunirse con una jovencita que le hacía señas desde la entrada. Me pareció haberla visto antes en una publicidad de Motor Oil o algo así. A su lado parecía más linda todavía y me dio envidia que se fuera con él. Yo estaba firmando ejemplares de mi libro y como recién había regresado al país veía cómplices de la dictadura por todas partes. «Dejate de joder», me había dicho mi padre. «No tenés derecho de juzgar a la gente». Veía las cosas con más benevolencia, envejecía y todo lo hecho en otro tiempo había resultado inútil: la ciudad fabulosa, la conquista de Laura, la guerrilla, cada ilusión se le había vuelto en contra.

El día que discutimos sobre cómplices y desertores había venido a verme para que le consiguiera un trabajo, igual que otras veces. Yo tenía el borrador del libro lleno de tachaduras y borrones y le di unos pesos para que me lo pasara a máquina mientras le buscaba otra cosa. No pensé que eso pudiera humillarlo. Ya tenía más de sesenta años y no podía darle una escoba para que barriera oficinas. Mis amigos de otros tiempos estaban en situación más que precaria y no tenían contactos para conseguirle algo más digno. El único antecedente que podía citar era el del cine justo cuando las salas empezaban a desaparecer. En cuanto a la ciudad de cristal había sido condenada como un bochorno del viejo peronismo y era mejor no mencionarla.

Ahora que todo pasó y él corre por ahí, tengo que aceptar que en los primeros años de la dictadura consiguió engañarme y hacerme creer que la Paramount había vuelto a nombrarlo para inspeccionar el interior. Pero la verdad es que la guerrilla lo había reclutado como correo y su cobertura eran las conferencias que daba en los locales del Rotary o en bibliotecas intervenidas por los militares. Consiguió engañarme incluso el día que fui a encontrarme con él y como un imbécil le di una lección de comportamiento revolucionario. Unos meses antes me había llamado por teléfono para avisarme que volvía al negocio del cine, que iba a ganar buena plata y pensaba dar algunas conferencias para no aburrirse por las noches. A mí ya me habían echado del Archivo y no me quedaba más remedio que salir del país porque la mujer de mi primo me había denunciado como culpable de la muerte del marido.

Las charlas de mi padre tenían un regusto a nacionalismo barato que les encantaba incluso a los militares. Si se veía en un apuro sacaba a relucir su ciudad vilipendiada, la describía, la cambiaba según el público que tuviera delante y siempre conseguía que lo aplaudieran. Los servicios todavía no tenían nada contra él y fue recién en 1978, cuando los montoneros lanzaron la ofensiva final que se vio en la imperiosa obligación de poner los pies en polvorosa.