12
SE ME PERDIERON los anteojos. Hace poco que los uso para leer y todavía no estoy acostumbrado a llevarlos. Los debo haber dejado en la última estación de servicio en la que paré o se me habrán caído del bolsillo durante el tiroteo. Tendría que haberle hecho caso a la empleada de la óptica que me recomendó sujetarlos con un cordón. Ahora voy a tener que entrar a algún pueblo a comprar unos de esos que ya vienen hechos hasta que pueda ir al oculista. La sola idea de pasar un día sin leer me deprime. Para trabajar puedo agrandar la letra de la pantalla, pero no es lo mismo. No puedo consultar los apuntes ni ver las teclas con claridad. Quería hacer unas líneas sobre un tipo que encontré en una panadería de Venado Tuerto. Pretendía que en Buenos Aires le habían robado el piloto sin que nadie lo hubiera obligado a sacárselo. La mujer que despachaba le preguntó si había hecho la denuncia y él le contestó que en la comisaría no habían querido tomársela. De pronto se volvió hacia mí, tal vez porque me vio aspecto de forastero y me dijo:
—¿Vio las vallas que hay frente al Congreso? Bueno, ahí. Venía caminando con el piloto recién comprado y de golpe me empecé a mojar todo. Caramba, digo, me compro un piloto de última moda y no me dura nada… Y ahí me di cuenta de que me lo habían robado…
—En una de esas se lo olvidó en alguna parte —le dije.
—No, si lo había comprado recién. Como lloviznaba, pensé: «me voy caminando despacito hasta Lavalle y me meto en un cine». Yo soy rematador de hacienda y voy seguido a Liniers.
Tendría cerca de cincuenta años, estaba de traje y corbata y a las diez de la mañana no parecía tener ningún compromiso por delante.
—¿Usted dice que llevaba el piloto puesto y desapareció de golpe?
—Sí señor.
—¿Abrochado?
—Claro.
—La verdad, Radaelli, es raro —dijo la panadera.
Radaelli me miraba, esperaba mi reacción.
—Tengo un amigo al que le pasó lo mismo —dije, y ahí nomás me señaló, como si eso le diera la razón.
—¿Qué le robaron? —preguntó.
—Unos pantalones nuevos.
—¡Ah, no es lo mismo! —dijo Radaelli—. El pantalón se resbala y se cae… ¡No, no es lo mismo!
Necesitaba imperiosamente que su historia fuera cierta para existir en ella. Que alguien pudiera decir: ¿viste lo que le pasó a Radaelli? Mientras elegía una docena de facturas, estuve pensando en cómo hacer para que su historia tuviera un buen final. No había manera de que le robaran el piloto a no ser que lo obligaran a sacárselo, así que intenté llevarlo por otro camino.
—¿Era cruzado o liso? —le pregunté.
—Liso, gabardina pura.
—Ahí está: si es de gabardina se lo sacan con el guinche.
Se puso pálido, le tembló un poco el labio de abajo y al fin resucitó con una sonrisa:
—¿Cómo con el guinche?
—Si va a Buenos Aires dígales en la comisaría. Están haciendo una obra en el techo del Congreso y usan mucho el guinche para subir los materiales. Parece que a veces pescan otras cosas y la gente se queja.
—Ahí está, Radaelli —dijo la panadera—, se lo robaron con el guinche.
Me miraba como a un Dios del Olimpo. Había entrado otra gente mientras hablábamos y casi todos parecían interesados en saber lo que había pasado. Mientras pagaba me palmeó el hombro invitándome a que me quedara para respaldar su historia. Le dije que me esperaban en Rosario a mediodía, saludé a todo el mundo y me fui contento; recordé lo que decía Dalton Trumbo: un escritor debe estar siempre a la altura de sus personajes. Lo dijo mientras lo interrogaba la comisión Mac Carthy y por eso me quedó en la memoria. Crucé a un bar a llenar el termo de café y me alejé del pueblo en busca de una arboleda para desayunar y dormir unas horas. Había trabajado toda la noche en un hotel de mala muerte y después no me pude dormir porque el sol pasaba por las persianas y la mucama empezó a limpiar las piezas muy temprano. Había escrito con paciencia y frialdad, como si se tratara de la novela de otro a la que yo entraba por la ventana igual que un ladrón. A veces es así, como poner el pie sobre la huella de Armstrong en la luna o pisar las flores del campo mientras Van Gogh las está pintando.
Ahora sé cómo será el final de mi novela. Me vino a la cabeza de golpe mientras estaba orinando entre unos arbustos. Corrí a anotarlo tropezando en las matas y antes de que se me fuera de la mente lo escribí con marcador rojo sobre el capó del Torino. Es un final sugerente, ambiguo, como el último movimiento de una sinfonía. El problema con los finales es que hay que llegar a ellos y eso a veces lleva años. Si es que uno llega. Mientras viví en Europa no podía terminar nada de lo que emprendía. No daba con el tono adecuado y ahora que lo pienso me doy cuenta de que algo dentro de mí me impedía transformar en escritura los fantasmas de mi lugar ausente. Abandonaba uno tras otro los manuscritos a medio hacer. Todavía no tenía el zumbido taladrándome el oído, era joven y pensaba que podía hacer todo lo que me proponía. Ahora no estoy seguro de que los relatos se originen en cosas de la vida; es más bien al revés: la vida se forma a la medida de ellos. En ese entonces ya había adoptado la regla de detenerme al llegar a la página treinta para ver si valía la pena continuar. Si lo que tengo me parece sólido sigo adelante y si no trato de aceptar el fracaso. No se pueden ganar todas las batallas pero hay que afrontarlas, hacer como Hernández encerrado con su gaucho en un hotel de Plaza de Mayo, como Sarmiento en Chile que se alimentaba de odio porque no tenía otra cosa, como Arlt que se tomaba por Jesucristo en la redacción de El Mundo. El único lector que cuenta es uno mismo, pero hay algo que acecha al otro lado. Una sombra ardiente que juzga, implacable o benévola. No sé cómo decirlo. No pienso en la crítica, ni en forma alguna de trascendencia. Ni siquiera en los lectores que aceptan o rechazan un libro. Tampoco se trata de moral; en ese caso no hubiera quedado huella de Céline. No hay nada más que soledad, pitidos de trenes que parten, vientos que se alejan después de borrar la última huella. Quizá se trate de un exceso de soberbia: de este lado estoy yo empujando una puerta y del otro también yo poniendo el pie para trabarla. Un extraño desdoblamiento. El William Wilson de Poe que recorre las páginas y desconfía de todo. Lo que escribo no es lo que nombro ni lo que veo es lo que miro. En el Art poétique, Boileau situó el problema en una sola frase: «Lo verdadero puede a veces no ser verosímil».
Vivimos con nuestros silencios, ahogados por palabras indecibles y como nos cuesta aceptarlo más difusos se hacen los contornos, más solos estamos. Pero ¿por qué escribo en plural? ¿A quién más quiero embarcar en esta aventura? ¿A mi padre, que me reclama para morir tomado de mi mano? Tal vez. Mi mano es este libro. En alguna parte dije que es él quien tiene la clave de la historia. Ahora esa afirmación me parece temeraria, pero me abre una esperanza. El final está escrito en rojo sobre el capó del coche y ahí vamos, yo con mi novela a cuestas y él en otra ruta, lejos y cerca de mí. Solía decirme en tiempos mejores: «Por más que uno escape es inútil, el destino es un golem que siempre te alcanza». Pero si el destino es una fuerza invisible, ineluctable, que decide más allá de la voluntad humana, más cómodo sería ponerle el nombre de Dios y aquí aparece la figura del Pastor Noriega haciendo gárgaras al costado del camino, quemando las maldiciones a pie de la cruz. Está destrozado porque un mes atrás Anabela, su mujer, lo ha llamado farsante en medio de la ceremonia y él le respondió «puta arrastrada» y ella lo trató de maricón que se la pasaba toqueteando feligreses. Cuando dijo eso todos empezaron a creerle a ella y el Pastor tuvo que salir corriendo por la puerta trasera. Después agradecería de rodillas que el Dacia hubiera arrancado al primer golpe del contacto.
Al ver la baliza y el fuego prendido sobre el asfalto paré sin saber de quién se trataba y sin imaginar la manera en que me iba a separar de su triste figura. Al Dacia se le había roto el semieje, necesitaba el repuesto y el Pastor no se animaba a pedir ayuda. Casi no le quedaba voz y solo se afeminaba al invocar los desmanes de los hombres con una filosofía fatalista y rumbosa. Andaría por los cuarenta años y llevaba más de diez predicando la palabra de Cristo. Se había subido a una duna y me hablaba desde ahí, con un fondo de montañas de arena y matorrales secos. Lo escuché mientras enterraba un disco con lo que había escrito y hacía una marca en el mapa para no olvidarme del lugar.
Dijo: «Vea hermano, yo soy poca cosa, pero me conozco a todos los que lo escupieron a Jesús».
Estaba vestido con un traje verde chillón, lleno de manchas, tan arrugado como si no se lo sacara ni para dormir. Era morocho, cetrino, y se parecía mucho a la gente que iba a escucharlo. En persona tenía la voz menos grave que por la radio, pero conseguía hacerse escuchar desde cualquier parte. Subido a la duna, contando su desgracia, parecía un predicador amotinado contra la mala suerte. Me aseguró que las acusaciones de Anabela eran infundadas, que su interés por los feligreses era tan puro como el de Cristo por sus apóstoles y dijo que, como a él, lo habían traicionado feo. Le estaba saliendo una barba de pelos arrevesados y llevaba dos días sin comer. De un día para otro había pasado de ídolo de los suburbios a depravado y acosador. Antes aparecía en las revistas curando enfermos, haciendo caminar a los paralíticos y ver a los ciegos hasta que de pronto sus fotos se volvieron borrosas y sombrías como las de un condenado a muerte.
Fui a buscar un pedazo de queso y unos salamines que tenía en el Torino y cuando se los ofrecí me miró como si yo fuera María Magdalena llorando al pie de la cruz. Se los comió parado, casi sin respirar, atento a lo que pasaba a su alrededor como esos perros pulguientos que roen un hueso encontrado en la basura. Sabía que estaba perdido. Lo intuí en sus ojos, en el temblor de las manos que me mostraba para que viera que estaban limpias de pecado. Era una mala metáfora porque tenía las uñas tan negras como si viniera de cosechar papas y el pelo aplastado por la brillantina se le había convertido en un amasijo azulado y pegajoso. No sé por qué, quizá porque su voz me sonaba sincera y dolida, si hubiera tenido que salirle de testigo habría aducido que era inocente. Pero con tipos así nunca se sabe: a veces le salía una sonrisa fuera de lugar, ajena a lo que estaba diciendo, algo que le venía de muy adentro y que lo condenaría ante cualquier tribunal.
Me hablaba a mí, que era todo su público, de las mismas cosas que predicaba por la radio. Me contó que había empezado en Formosa en un picnic escolar cuando una nena de cuatro años se separó del grupo para perseguir a un perro y al ver que se metía en el río fue detrás de él. Los padres y Eladio Noriega, el futuro Pastor, llegaron tarde; la correntada ya se la llevaba. Lo único que Eladio alcanzó a gritar, sin saber por qué, fue:
—¡Álzate, niña!
Y la chica se alzó. Sacó medio cuerpo del agua y después salió entera por encima de un remolino como aspirada por una fuerza invisible y allí se quedó, parada sobre la corriente del Bermejo hasta que fueron a buscarla en un bote. Enseguida se armó un gran revuelo en el pueblo y en toda la provincia y llegó la televisión de la Capital. Los dos paisanos que fueron a recogerla la encontraron caminando sobre las aguas, la correntada deslizándose bajo sus plantas mientras lloraba y tiritaba de frío. De golpe a Eladio Noriega lo arrastraron los acontecimientos. Primero fue una entrevista en el noticiero de la televisión, después las radios y como tenía una verba frondosa y era muy pintoresco, lo llevaron a los almuerzos de Mirtha Legrand. Sentado frente a un cura y un rabino que le llevaban la contra, Eladio les ganó a todos porque no intentó explicar lo inexplicable. Simplemente lo contó con una prístina sinceridad. No sabía explicar por qué había gritado «Álzate» en lugar de otra cosa, y a la pregunta de si creía de verdad en los milagros, explicó que hay una diferencia entre Dios y Jesús. Dios no sabe de justicia o injusticia porque se ocupa de lo absoluto y difícilmente haya podido comprender el calvario de su Hijo en la tierra y el regocijo de los mercaderes al enterarse de que moriría en la cruz.
Esa fue su apoteosis. Miles de fieles abandonaron a otros predicadores para seguirlo a él. Lo obligaron a bajar de Formosa, le montaron tinglados en las villas e iglesias en los suburbios y con el tiempo llegó a Once y Constitución. El día en que lo encontré su reinado tambaleaba, pero su fe seguía intacta. Todos los medios hablaban de él como de un degenerado mental. Llevaba en el auto las hojas de los diarios y se asombró de que yo no estuviera enterado. Le ofrecí llevarlo hasta un pueblo para que se procurara el repuesto, pero no quiso, pensaba que si dejaba el coche solo se lo iban a desplumar. Tenía razón, pero por la manera en que se comportaba me pareció que me ocultaba algo. Y no me equivocaba.