26
VINO A BUSCARNOS una camioneta toda desvencijada que hacía de flete. El chico que manejaba nos dio una mano para bajar el baúl en el hotel que debía ser el mejor de Colonia Vela. Carballo le pagó y fue a hablar con el dueño. Vi que metía la mano en el bolsillo y que el tipo señalaba una mesa al fondo del bar. Pensé que iba a tomar una pieza pero me equivocaba: el gordo fingía ante sus clientes y solo pagaba el derecho a poner el baúl al lado de una mesa del bar. Pidió un whisky con mucho hielo para que le durara más tiempo y aunque me ofreció uno a mí me di cuenta de que no tenía que aceptar porque le complicaba el presupuesto. Pedí el teléfono y llamé al hospital de Brandsen. El médico que me atendió se tomaba por una eminencia y me contó en detalle el trabajo que le había hecho a mi padre. Me dijo que le sacó no sé qué cosa, que le acomodó las tripas de otra manera y que si pudiera internarlo por unos días me lo devolvería hecho un primor. Le pregunté si le había dicho algo, si estaba en condiciones de hablar. Quería estar seguro de que fuera él y no otro, pero al escuchar la respuesta del médico ya no tuve dudas.
—Nos explicó cómo funcionaba la bomba de cobalto y pidió que no le hiciéramos anestesia general.
—Qué más.
—Que estaba esperando la próxima lluvia, o algo así.
Me contó que no estaba hambriento ni parecía moribundo, pero que si no se internaba no iba a durar mucho. Entonces, ¿por qué al colgar me sentía mejor, más optimista? ¿Qué me hizo pensar que estaba con alguien que lo cuidaba, quizá con una de las mujeres que tuvo en los últimos tiempos o con un amor marchito de la época en que transcurría mi novela? No sé, lo único seguro era que estaba vivo, que seguía jugando a las escondidas conmigo y con él mismo. Era Kurtz que se internaba en la selva. Nunca, por más pestes que echara contra la literatura, le oí hablar con desprecio de Conrad. Muchas veces pisoteaba a mis maestros porque pensaba que habían tomado su lugar, pero jamás a Conrad. El día que fui a verlo al pueblo donde estaba dando conferencias me habló del capitán MacWhirr y también de El corazón de las tinieblas. Tenía un ejemplar todo subrayado que había robado en una librería de Tandil y esa noche cuando nos despedimos me dijo que no hiciera caso del subrayado y me lo regaló. Quizá por eso lo perdí y no llegué a copiar la cita en el capítulo que estaba haciendo. Me prometí conseguir otro ejemplar sabiendo que no sería fácil encontrarlo en esos descampados, tendría que haberlo comprado en Mar del Plata o haberle pedido a Lucas que me lo trajera de Buenos Aires. Pero en ese momento mi novela estaba intacta, sólida en el disco, en una pila de papel y tenía copias en el baúl y abajo del asiento, cómo iba a imaginar lo que pasaría después. Temía, sí, que me robaran el auto y por eso hice como los paisanos del Sur que en invierno cavan pozos para enterrar la comida por si acaso se les viene encima una tormenta de nieve.
Para reconstruir mi relato voy tomándolo de la memoria. Veo el comienzo y me parece que poco a poco recupero el final que había escrito en el capó del Torino. Solo que entre uno y otro los capítulos pierden su orden inicial, no sé si esto iba antes o donde lo pongo ahora. En el momento en que Carballo se sienta en una banqueta enorme que debe ser del sereno y empieza a repartir la mercadería a sus clientes. Adopta un aire importante y de vez en cuando me alienta con voz cordial para que vaya a escribir a una mesa limpia y bien iluminada con vista a la calle. No sé por qué le hice caso: compré un cuaderno y dos lapiceras Pilot de punta fina y me puse a trabajar. Lentamente me fui acostumbrando al trazo, recuperaba esa sensualidad que se despierta al contacto del papel suave y cuadriculado, un cosquilleo que hacía tiempo no sentía. Debe haber sido eso lo que me hizo pasar varias horas sin levantar la cabeza, sin advertir que se hacía de noche y cuando por fin me tomé un respiro me encontré con la mirada respetuosa, casi admirativa de Carballo que me esperaba con una valija en la mano. No había querido molestarme, me dijo después, me veía y se imaginaba que tenía una tormenta en la cabeza, que por eso me tiraba tiros, para que los arcángeles de la creación se apartaran y me dejaran un rato tranquilo. Usó esa figura, «arcángeles», bella y misteriosa, que según él guiaba la mano del artista. La palabra «artista» me conquistó para siempre; podía pedirme que durmiera delante de su puerta o que le subiera el baúl cinco pisos, yo lo hubiera hecho gustoso. Que un comisionista me alentara a trabajar y me hablara de arcángeles y artistas me resultaba irresistible. Comprendí que al menos me quedaba el orgullo del desposeído, una pizca de amor propio que el gordo acariciaba sin burlarse ni pedir nada a cambio.
—No le aseguro que vaya a leer el libro —me dijo—, pero si no se ofende le voy a dar un consejo: cuando lo agarre el temporal, grite. Pida auxilio, que la gente es mejor de lo que usted cree.
—No estoy tan seguro.
—Ya va a ver. ¿Qué le parece si rumbeamos al Paraíso? Serán veinte minutos caminando.
—Podemos ir en taxi si quiere.
Por su mirada me di cuenta de que acababa de decir una tontería. Me eché el bolso al hombro y le hice un gesto para que pasara adelante. Me dijo que en el hotel le iban a guardar el baúl y no me atreví a preguntar más de miedo a decir otra macana.
—Ustedes los poetas se mueren de hambre, ¿no? —preguntó al cruzar la vía, a un par de kilómetros del galpón donde estaban los trenes.
—Yo no soy poeta, le aviso.
—Igual, yo lo miraba darle a la lapicera y pensaba «pobre tipo, capaz que la mamá quería que fuera ingeniero». A mí, mi mamá me mandaba a estudiar, pero los libros no me entraban. Por más esfuerzo que hacía no aprendía nada… La regla del tres, ¿la conoce?
—De oídas.
—Bueno, ni eso.
—Pero tiene una buena situación. Se gana bien la vida…
—No me puedo quejar. La gente de estos pueblos se muere porque les traiga alguna chuchería importada, un televisor, una casetera que es lo que más sale. Todos se volvieron expertos en marcas y modelos, por eso tengo que anotar bien porque sino hay que devolver la plata.
—¿Y dónde está el negocio?
—Les cobro un porcentaje del quince por ciento, veinte a veces. Depende. Diga que hay mucha competencia.
—¿Me conseguiría algo si se lo pido?
—Lo que guste. Para usted es gratis.
—Un libro que me está faltando.
—Me lo anota en un papel: título, autor, editorial, tapa dura o económica; ponga todo.
—Le agradezco. Tuve un tiroteo y lo perdí…
Se detuvo, me miró como avisándome que no me creía ni una palabra y dijo:
—Mire, no lo tome a mal, no es que no me interese lo suyo, pero va a ser mejor que sea yo el que le cuente, así tiene tema para el libro, ¿no le parece?
—Está bien. Cuénteme: ¿qué es el Paraíso?
Se llevó un dedo a los labios y me pidió silencio. Me contó una historia de platos voladores, marcianos a caballo y muertos vivientes que le habían referido en una estancia de Balcarce.
En terreno poceado caminaba a los saltos, revoleaba la pierna, trastabillaba, arrastraba la valija y pisaba en cualquier parte, hubieran bosta o margaritas. Quería demostrarme que podía y que también él sabía historias, pasaba de una narración a otra, mezclaba a Landriscina con Don Segundo Sombra, se sabía enteros los consejos del Viejo Vizcacha y nombraba a Borges como autor del Martín Fierro. No decía que los había conocido, pero los ponía en todas partes como si los sentara a la mesa. Me contó que un día su padre salió a comprar la carne para el asado y no volvió más, pero que no lo lamentaba porque así, librado a su suerte, había aprendido más pronto las cosas esenciales de la vida. Nunca decía una mala palabra, su relato era cordial y tenue como una charla de fogón.
Anduvimos más de una hora hasta que divisamos un bosquecito raquítico y después una casa que parecía un almacén abandonado. Carballo apuró el paso y empezó a gritar el nombre de Flora o Florencia, no le entendí bien. Rodeó la casa chillando como un gato en celo hasta que las luces empezaron a prenderse y de adentro salieron los primeros compases del Danubio Azul, a no ser que fuera el Vals del Emperador. En todo caso era Strauss y en unos segundos ese bosque tristón se iluminó y tuve la impresión de que lo esperaban con un banquete, como si hubiera ganado el Nobel de literatura o la corona de los pesados.