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LUCAS ESTABA rodeado de chicos que fumaban porros y escuchaban a Sting y les contaba un cuento de hadas: mezclaba Funes el Memorioso con Pierre Menard y les había prometido para el fin de la noche la historia de Silvio Astier, rebelde y traidor. En el suelo había un farol a gas y más allá una lancha y una moto. Me senté en una piedra a escuchar. A esa altura Funes se había convertido en la memoria de todos los amores y era poco menos que un príncipe en la corte del rock and roll. Eso le permitía al narrador ir y venir por entrepiernas, culos y tetas sin que nadie protestara. Por momentos navegaba entre géneros distintos, cambiaba la estética del relato y lo hacía más referencial, le ponía un poco de su juventud perdida y de ahí subía, con Conti y Walsh, hasta la quema de libros del año setenta y seis.

El éxtasis de la narración es un instante arrancado al tiempo, algo que flota en la eternidad. Quizá por eso los chicos no escuchan el relato completo; cada tanto alguno se levantaba para ir a nadar o a dar gritos incomprensibles. La morocha que Lucas acariciaba con más entusiasmo era esbelta y se la pasaba haciendo muecas que no estaban destinadas a nadie en particular. Uno de los muchachos, de pelo rapado, parecía escuchar con atención, pero al mismo tiempo inflaba y desinflaba un globo con la imagen de Mickey. A veces se reían en algún pasaje que no estaba destinado a eso y se desenchufaban hasta que alguien encendía otro porro. A cierta altura de la narración pasó por la playa un aerobista solitario y más adelante nos alumbró un reflector de la policía. En un segundo sacaron la foto y se fueron, pero a mí me volvió a los oídos el ruido de la camioneta y los Guns N’ Roses que encaraban el maizal detrás del Pastor Noriega. ¿Qué hacer con aquel acto de cobardía? Podría escribirlo, tal vez. Escribirlo sin modelos, sin descripciones, sin emoción. Sería una manera de ponerme a tono con ese tiempo, cegar la memoria, borrar el pasado. Lucas contaba y acariciaba, lentamente erotizaba el aire: de pronto alguien puso a Fito Páez y de alguna parte cayeron dos chicas con una gigantesca torta de cumpleaños. Todo parecía lento, difuso, como si lo trajera el mar. Me preguntaba si era oportuno bajar y aparecerme, pero empezaron a cantarle el Cumpleaños Feliz y esa barrabasada me puso los pelos de punta. Siguió una escena en la que Lucas atrapó de los pelos a la morocha que hacía muecas y la besó en la boca mientras la arrastraba al suelo. Pensé que se armaba, pero no pasó nada. Unos se pusieron a prender velitas, otro intentaba tocar la armónica y el rapado se sentó a sacarse la arena de los zapatos. Ya era tarde para mí; no había participado, no era compinche de la tribu. Un petiso con el torso desnudo pidió ayuda para empujar la lancha. Lucas estaba arruinando el traje nuevo y cuando intentó quitarse el saco la chica lo volteó y se le echó encima. Se me ocurrió que todo era noble y triste, como las películas de Mulligan. Los que seguían ahí bailaban cada uno por su lado. El rapado estaba justo debajo de la piedra donde yo me había puesto y se movía como si siguiera un ritmo lejano. Yo tenía hambre y esperaba que cortaran la torta para inventarme una excusa y caer de sopetón. Sin saber por qué, me paré y miré hacia atrás. El casino seguía iluminado, esperando que fuera a rasgarle la panza para arrancarle una vieja historia. Sin pensar en lo que hacía saqué la pistola, la cargué a ciegas y disparé contra una ventana. Estaba lejos y no podía alcanzarla, pero el estampido me atenuó la tortura del oído.

Hay historias que vuelan en el tiempo más livianas que el aire. A esta altura, si todo hubiera salido bien, yo estaría escribiendo la parte en que Laura y mi padre se acuestan por primera vez. Los haría asistir a la noche en que se inauguró la televisión el año cincuenta y uno y luego irían al departamento que ella tenía en la avenida Santa Fe, trataría en unas pocas líneas de revivir el nervioso acercamiento hasta que se dan el primer beso. Suena anacrónico, pero debería escribirlo igual. De ahora en más, si quiero salvarme, tengo que desenterrar lo que he olvidado. Si fuera un escritor diferente podría ir a besar los pies de la chica que le hablaba a las plantas; pero en mi mundo las cosas pasan a altas horas, entre asesinos y conspiradores. La mía es una noche americana: todo pasa por un filtro nocturno y amenazador. Veo a mi padre que persigue una película que debe cortar a escondidas. Son los tiempos de Onganía y voy a su lado en silencio. Si echo la cabeza atrás y cierro los ojos, recuerdo su traje de casimir inglés y mi pulóver celeste. Lo oigo golpear una puerta y entrar sigilosamente a la cabina de proyección. Enciende una linterna y aparta una a una las bobinas hasta llegar a la penúltima; pone la cinta en el motor y la hace girar mientras lee un papel. Busca y rebusca entre los cuadritos y acerca la lámpara. Me pide que le alcance la valijita de los instrumentos, que es igual a las que llevan los médicos. Pone la pequeña guillotina sobre la mesa, inserta la película que hace un ruido de pan crocante y corta justo entre dos cuadros. Instintivamente me llevo las manos a la bragueta, pero quiero mirar cómo se hace. «Así, ¿ves?», me enseña, enojado no sé con quién, y tira de la bobina; dos, tres metros hasta que vuelve a cortar y arrojar el sobrante al suelo. De la valija saca un frasco de acetato para unir los cuadros. Es, como le había dicho el gerente de la Paramount, un cirujano de la moral pública. Igual que los personajes de Tolstoi, que pueden ser muchas cosas distintas en una sola vida, mi padre fue de pobre a rico y de rico a pobre, de arquitecto a guerrillero, hizo un trayecto tan sinuoso que al terminar su vida era difícil reconocerlo por su propio pasado.

¿Quién sino yo puede interesarse en aquellas noches perdidas? Eran las de mis sueños, las que el tiempo se lleva enseguida. Tengo imágenes difusas, descoloridas, de los años en que todavía jugábamos al Lobo Feroz. A veces llevaba sombrero de paja y otras un bonete de payaso encima de las largas orejas negras. Tenía una boca muy grande con unos dientes largos y filosos, pero no me asustaba de veras. Por la espalda me corría un cosquilleo de excitación, un sobresalto de alegría pecaminosa. Mi padre simulaba correrlo a pedradas. «¡Allá va, allá va!», gritaba y tropezaba en los pozos de la playa.

Antes de salir a las rutas encontré unas fotos coloreadas que conservan el sabor del tiempo irrecuperable. Pura sensiblería de cartón desvaído. Las pasé al Macintosh y poco a poco fui resucitando tonos, contrastes, texturas. Es posible mejorarlas, pero con el resplandor de la pantalla pierden el encanto de la página original. En una toma, mi padre y yo estamos en la playa, él de campera negra y pantalones anchos que ondulan al viento y yo con un bombachón amarillo que me sitúa a caballo entre dos épocas. No le llego a la cintura y señalo algo que está fuera de cuadro. Tal vez el lobo que nos acecha entre las rocas, no sé si es el de Tex Avery o el de Disney, qué importa, si es el primer personaje que cuenta en mi vida.

Esos eran mis sueños. ¿Sabía mi padre cuál era el suyo?

Ahora lo presumo sin llegar a entenderlo. Ya era un tipo mayor pero no había crecido. Hablaba con el Pato Donald y se peleaba con el Lobo Feroz, pero una parte suya todavía buscaba enfrentarse a los dragones de fuego. Quería transfigurar el universo, convertir brujas en doncellas, fantasmas en duendes, lobos en corderos. Tal vez Perón lo había comprendido aquel día en la estación. Y también el almirante Rojas al cañonear más tarde su legendaria ciudad de cristal. Entre las fotos que encontré había una en la que un grupo de gente posa de pie, como en los asados o las despedidas de inmigrantes. Mi padre tiene una sonrisa beata, mi madre está con otras mujeres hermosas y abajo el único sentado soy yo, de pantalón corto. Debe ser del tiempo en que mi padre va a refugiarse a Chile. ¿Escapa de la Revolución Libertadora? ¿Del casino? ¿De las deudas? El tío Gregorio atribuye la fuga a la persecución política. A la utopía que ha quedado sepultada bajo los escombros trasparentes. No sé. No me convence del todo la hipótesis, pero no tengo otra mejor.

En mi memoria se confunde la voz de mi padre con el ronroneo de una vieja película y me impide bajar a la playa a reunirme con Lucas y los chicos que soplan las velitas de cumpleaños. Se agarran de los pelos, gritan como indios y no existe otra cosa para ellos. Me digo que debe ser una forma de la dicha: encender grandes fuegos y apagar pequeñas velas, dejarse invadir por ruidos tranquilizadores, espantar la ferocidad de los recuerdos. En los días en que estaba escribiendo concebía el relato como un trayecto, un campo abierto por el que cabalgan alocados los temores y los sueños. Intuía que a una vida mal vivida no hay novela que pueda remediarla. Si no hubiera tanto insomnio, tanto ruido, todavía pensaría que sigue siendo así, creería en la gracia de las palabras, en aquel tipo al que le habían robado el sobretodo mientras pasaba frente al Congreso, en el francés que le recitaba poemas de Baudelaire a su novia muerta. Pero flaqueo, dudo, me llevo las cosas por delante, tanteo en busca de una puerta que al abrirse me descifre un secreto.

En alguna parte Juan Gelman escribió que conocerse es difícil, pero pensarse es horrible. Acaso la puerta que busco sea aquella que empujé para llamar a mi madre y me encontré con un silencio espeso y su sonrisa resignada. Me abrazó y en voz baja me dijo que tenía que irse, que pronto vendría a buscarme, que estaría bien con mi padre, que no me afligiera. Por esa puerta salió, le dio un abrazo a él y me estrechó muy fuerte antes de subir a un taxi. Es lo único vivo que tengo de ella y con el correr de los años me gustaba mirarla sonreír en la pantalla de la computadora. A medida que hurgaba en sus secretos, se me dio por imaginar de qué manera la habían visto los otros. Garro Peña y Bill Hataway, Patricia Logan y el fotógrafo de Gardel. Ponía los útiles de pintura a un costado de su retrato y comenzaba a retocarla, a marcarle las cejas, a cambiarle el color del cabello. La vestía con ropas de princesa y le ponía flores en las manos. La construía a mi gusto, la metía de nuevo en mi relato y pensaba cómo sería mi vida si la hubiera tenido a mi lado.

Las campanas de la catedral me sacaron del letargo y decidí volver a descansar al hotel. No solo la novela había desaparecido en el incendio; también los libros y las pastillas para dormir; decenas de cajas de Rohypnol que me procuraba con recetas falsas. El insomnio también tiene sus pesadillas, puertas que se abren sin que nadie entre y yo ahí, en un sillón de ruedas, más viejo que el mundo, esperando que alguien venga a revelarme la verdad.