9
ESTUVE MANEJANDO un día entero sin parar y no daba más. Apenas conseguía mantener los ojos en la ruta, iba tenso y concentrado en el ruido de la oreja. Tenía la intención de escribir al menos una página con el episodio en el que mi padre empieza a proyectar películas para Laura. Unas líneas que reflejaran aquella emoción y la situaran en la historia como un eje alrededor del cual el personaje se movería después. Era una idea que me rondaba desde hacía algún tiempo y quería hacer un bosquejo para saber si luego podría aventurarme sobre terreno firme. Bajé la velocidad y busqué un lugar apropiado para descansar y tirarme los balazos que necesitaba. Cinco o seis kilómetros más adelante, sobre la derecha, encontré un camino bastante descuidado que debía servir para que los camiones cargaran la hacienda. Estaba seco, lleno de pozos y huellones. Puse el Torino en segunda y entré con cuidado de no rayarlo con el alambre de púa que bordeaba el campo.
El sol me encandilaba y no podía ver bien. Las vacas pastaban, bobas, aquí y allá y los chimangos volaban haciendo círculos en el cielo antes de precipitarse sobre alguna carroña. Hice un trecho sin ver un alma hasta que divisé un bosquecito y una casa abandonada que había pertenecido al casco de una estancia. En un costado tenía un pozo y un tanque australiano en el que podía bañarme y desentumecer los músculos. Paré a la sombra de los árboles y aunque hacía fresco saqué el jabón y una toalla y fui a espantar las vacas que estaban en el bebedero. Ni caso me hicieron; el lugar estaba lleno de jilgueros, pechitos colorados y benteveos que salieron volando al sentir que me acercaba. Me desnudé, me metí en el tanque y como el agua me llegaba a la cintura pude dar unas brazadas y jugar a que buscaba tesoros en el fondo. El agua no era trasparente y había muchos mosquitos, pero estaba tan contento de mojarme y estirar el cuerpo que no me importó.
Al salir me ardía un poco la piel y después de secarme fui hasta el coche a frotarme un poco de alcohol, como me había recomendado un paisano de Sunchales el día que se me pegaron unas pulgas en una cabaña abandonada. También me había recomendado que hirviera hojas de ortiga y me las pasara por la cara para que no me picaran los mosquitos, pero temí que fuera una broma y no le hice caso. Me sentía mucho mejor aunque el zumbido seguía ahí, peleando contra la página que planeaba escribir. Me vestí, preparé la pistola con el cargador completo y me alejé en dirección a la casa para que el ruido no enloqueciera a los animales. Le apunté a la chimenea, me concentré en el zumbido y disparé dos veces. No le acerté ni por asomo, pero las detonaciones me despejaron bastante. Iba a probar de nuevo a ver si afinaba la puntería, cuando escuché una descarga cerrada, media docena de balazos a repetición que me pasaron cerca y picaron contra el estanque. Las vacas retrocedieron chocándose, una se cayó y estuvo pataleando antes de levantarse y huir. Yo seguía parado como un estúpido, sin entender lo que pasaba, mirando el agujero por el que se vaciaba el tanque, hasta que de la casa salió otra descarga y tuve que tirarme al suelo.
Recién me di cuenta de que me apuntaban a mí. Levanté un brazo para hacer señas de que pararan, que era un error, pero escuché más detonaciones y unos silbidos siniestros. Traté de arrastrarme hacia los árboles. No tenía un pañuelo para agitar ni nada con lo que pudiera arreglar ese lío. Instintivamente levanté la pistola y empecé a responder. No había viento, el cielo era claro y todo estaba en calma, salvo que no paraban de tirarme. Sentí que temblaba, no hubiera podido hacer blanco ni en un dinosaurio, pero igual contesté hasta agotar el cargador. Fui reptando, medio acalambrado, lastimándome los codos y recogí la caja de balas que había dejado en el suelo. No quería quedarme en ese lugar de miedo a que me arruinaran el coche y lo que tenía adentro y corrí a refugiarme atrás de los árboles. Tenía en la cabeza esas escenas de las películas en las que todo explota y se prende fuego, pero no era así. Las balas silbaban una fracción de segundo y después no se sabía más de ellas. Algunas ramas se partieron y cayeron cerca; entre un repiqueteo y otro se hacía un silencio profundo, metafísico. Al llenar el cargador noté que ya no temblaba y que podía disimular el susto con bastante dignidad. Me pregunté si debía sacarme la camisa y agitarla, pero me pareció que no era eso lo que esperaban los de la casa. Tampoco me era posible subir al coche y salir disparando. Lo único que se me ocurrió, entonces, fue parapetarme y tirar contra las ventanas.
Hubo un largo fuego nutrido y como no podía ni asomarme esperé a que se les gastaran las balas. Por primera vez en mucho tiempo tenía el oído despejado, limpio y alerta. Pensé en retroceder y salir corriendo por el campo, pero eso significaba abandonar la novela que estaba en la computadora, perderlo todo. Una nueva descarga arrancó de cuajo la corteza del árbol en el que estaba y me convenció de que debía rendirme, solo que no sabía cómo hacerlo. De pronto un neumático del Torino explotó con un ruido seco, torvo, y el coche se inclinó hacia un costado. Eso me obnubiló, salí corriendo hacia unas talas llenas de pinches y desde ahí disparé sin parar hasta que se me terminaron las balas y tuve que cargar de nuevo. Por primera vez desde la casa no respondieron el fuego. Volví a tirar y no entendí cómo ni por qué, adentro algo estalló y por la chimenea empezó a salir una humareda blanca, pesada, que tardaba en disiparse.
Estaba reponiendo las balas cuando un tipo bajito, de anteojos gruesos apareció en la puerta estornudando, con la cara desencajada y gritó que no tiráramos más, que se rendía. Alzaba las manos, se las llevaba a la nuca y volvía a levantarlas. Igual me quedé donde estaba, tragando saliva, rogando que no fuera una trampa. Detrás del petiso salió una chica toda vestida de cuero, que tosía y lagrimeaba. Llevaba una escopeta de guerra y un conejo en los brazos. Eso me tranquilizó, pero igual decidí esperar.
—¡Que salgan los otros! —grité y disparé al aire.
—¡No hay más nadie, oficial! —dijo el tipo y abrió los brazos como diciendo «me jodí, que le vamos a hacer».
Me pareció que no mentía; con esa humareda no se podía estar adentro ni con una máscara de oxígeno. Le dije a la chica que dejara la escopeta en el suelo y salí de entre las talas tratando de simular que era veterano de mil tiroteos.
—La mercadería está adentro —dijo el tipo y fue a apoyarse contra el capó del Torino, estornudando sin parar.
—¿Qué pasó? —pregunté señalando el humo.
—Reventaste la tele, hijo de puta —dijo la chica y me escupió a los pies.
Me sentía tan contento como si hubiera escrito cien páginas y todas fueran buenas. Le apunté al petiso y le dije que si no cambiaba inmediatamente la rueda del Torino, le daría cien patadas en el culo; pero estaba fumado, tan ido que tuve que ayudarlo a calzar el crique y mostrarle cómo se sacaba la goma de auxilio.
—¿Sos policía? —me preguntó ella.
—¿Tengo pinta de cana?
—Entonces qué carajo buscás. ¿Quién te manda?
—La mala suerte. ¿Qué tienen ahí?
—Un cajón de ropa, nada más… ¡Che, casi nos matás, la puta que te parió!
Hacía tiempo que no me puteaban tanto, pero ni así consiguió hacerme enojar. Después de tanto balazo podía oír los pájaros que cantaban en provincias lejanas y hubiera distinguido dos lobos aullando al mismo tiempo. Cuando el petiso terminó de poner la rueda fuimos a ver la casa. El televisor estaba hecho añicos, pero la humareda venía de una caja de gamexane que se había encendido con los tiros. El lugar estaba vacío y habían traído la luz desde una línea que pasaba por atrás. Según me dijo la chica estaban cuidando unos paquetes que le habían robado a un camión.
—¿Cómo llegaron hasta acá?
—Nos trajo mi viejo con la camioneta. Debe haber caído en cana, el boludo.
La obligué a tirar la escopeta en el pozo y después los llevé hasta la ruta para que tomaran un ómnibus y volvieran a Polvorines, de donde decían ser. En el viaje aclaramos el malentendido y el petiso y yo nos reímos como locos.
—Decí que nos quedamos sin balas —dijo ella con tono sombrío—. ¡Hay que ser pelotudo para salir a cazar liebres con semejante chumbo!
Era la explicación que les había dado.