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AL ENTERARSE de que Laura lo dejaba por un negro, Garro Peña se tomó un frasco de pastillas y tuvieron que lavarle el estómago para salvarlo. Ella no esperaba semejante prueba de amor y el propio Bill quedó muy conmovido, aunque consideró el gesto muy poco varonil. Laura fue a visitarlo a una clínica de la calle Charcas y estuvo hablándole una tarde entera, tratando de explicarle algo que ni ella misma terminaba de comprender. ¿Qué había visto en ese hombre para enamorarse de él? ¿Lo quería de verdad? ¿Estaba dispuesta a abandonar su carrera para seguirlo un día a Arizona? No lo sabía. No le importaba. Gregorio pensaba que el éxito se le había subido a la cabeza, se la veía pretenciosa y extraviada. Mi padre, entre tanto, empezó a ir al básquetbol. Seguía a Sportivo Palermo, y desde la platea saludaba a Laura con un toque de sombrero. Había cobrado una pequeña indemnización por el accidente de Mar del Plata y eso los mantenía en contacto. Así se enteró del intento de suicidio de Garro Peña y corrió a verlo con la secreta esperanza de que no se recuperara. Pero lo encontró bastante bien, con un tubo de suero que le entraba por el brazo, esperanzado en ganar de nuevo el cariño de Laura. De entrada Garro Peña le confesó que ella se había ido con el negro de Sportivo Palermo y mi padre supuso que se trataba de una humorada. Poco después, al pensarlo bien, creyó comprender:

—Quiere irse a Hollywood —dijo—. Lo usa para eso.

Agregó que era como escaparse con el enano del circo. El negro jugaría una temporada en Buenos Aires, se ganaría unos pesos y si era bueno regresaría a Estados Unidos. Garro Peña lo miró boquiabierto y empezó a sollozar. No había pensado en esa posibilidad. Mi padre tuvo que prometerle que iría a verlo jugar antes de emitir un juicio definitivo y así fue como empezó a seguir a Sportivo Palermo.

Al verlo de lejos, acurrucado en la segunda fila de plateas, con el sombrero volcado sobre la nuca y la corbata abierta, Laura lo reconoció enseguida. No eran fáciles de olvidar el cabello plateado ni los bigotes renegridos. Buen porte, aunque comparado con Bill Hataway parecía un jockey de San Isidro. No alentaba a los jugadores ni aplaudía los tantos. Simplemente estaba ahí. Esperaba. Una noche llovió tan fuerte que no hubo público y faltó uno de los árbitros. En una tribuna, sola, estaba Laura. En la de enfrente, mi padre y nadie más. La lluvia picoteaba con furia las chapas del techo. El partido oficial se suspendió pero igual los equipos salieron a jugar un amistoso. Bill Hataway levantó la vista, apoyó los dedos sobre los labios y le mandó un beso a Laura. Luego se dio vuelta para mirar a la otra tribuna y le hizo un respetuoso saludo a mi padre.

—Ya que usted es todo lo que tenemos —le gritó en inglés—, le voy a dedicar el partido y después lo llevo a su casa para que no se moje.

Así fue. Bill jugó de maravillas y luego fue a ducharse envuelto en una larga bata azul. Laura bajó las gradas hasta el centro de la cancha desierta y desde allí se dirigió a mi padre alzando la voz sobre el ruido de la lluvia.

—¿Está seguro de que no queda ninguna estrella viva?

Él lo negó categóricamente y se echaron a reír al mismo tiempo. Mi padre la miraba embobado. Tenía una cintura de avispa ceñida por un traje sastre como el que llevaba en la propaganda de Gath y Chaves. Pero él veía mucho más: cosas de adentro, algo indefinible que justificaba el desesperado gesto de Garro Peña. Un arco iris que se posaba sobre ella y la envolvía. Acaso los ojos, que parecían llevarse la esencia de lo que veían. No era algo sexual pero quizá para las almas sencillas solo pudiera expresarse por el sexo. Mi padre estaba seguro de no haber conocido una mujer igual. Se sintió turbado, confundido al ver que le tendía el brazo invitándolo a acercarse. Bajó la tribuna lentamente y se quitó el sombrero.

—Hola —dijo ella—. Cuénteme una película, ¿quiere?

Mi padre se sentó en el banco del árbitro, se alisó la raya del pantalón y la miró con una sonrisa.

—¿Sabe que Vivien Leigh se retira? Los estudios le exigen que haga un desnudo.

—¿Y qué? Debe tener un cuerpo muy bonito.

—No tanto como el suyo. ¿No le interesa el cine?

—Si supiera actuar, sí.

—¿Y qué diría su amigo?

—¡Me tira por la ventana!

En eso estaban, ella coqueteando y mi padre tratando de aproximarse, reforzando su sospecha sobre la partida de Laura a Hollywood, cuando Bill volvió del vestuario con un sobretodo de piel de camello. Pasó su largo brazo sobre los hombros de mi padre y le preguntó cómo se llamaba y si le había gustado el partido. Sin esperar respuesta le pidió las llaves del coche a Laura y se largó corriendo bajo la lluvia. Ella tomó del brazo a su admirador y caminó ronroneando hacia la vereda.

Mi padre se acomodó atrás y dejó que lo llevaran como si fuera el único espectador de básquet que existía en el mundo. Vivía en la calle Piedras en un cuarto de hotel. No tenía sentido que alquilara casa porque estaba todo el tiempo de viaje con las películas. Sin embargo no era un cinéfilo, no se parecía a esos expertos que se conocen de memoria las fichas técnicas. Se sentaba en la última fila para poder entrar y salir a gusto y miraba diez, veinte veces la misma cinta. Conocía todas las salas del país, sabía cuáles eran las buenas butacas y las que estaban hundidas o tenían resortes sueltos. Era muy fumador y en ese tiempo no había nada peor para el celuloide. Tenía que tirar el cigarrillo para entrar a la cabina a pedir que cambiaran los carbones porque Tyrone Power salía borroso. A veces se ponía furioso porque un pelo del proyeccionista se metía delante de la lente y bailoteaba sobre la imagen como una lombriz.

Bill manejaba a una velocidad imprudente por la avenida Entre Ríos al sur y Laura le acariciaba la nuca. De pronto retiró la mano del respaldo y se la tendió a mi padre en una invitación callada. Él la tomó entre las suyas, se estremeció y empezó a sudar de miedo. No sabía si era una trampa, pero estaba dispuesto a afrontar el riesgo. Bill manejaba con las luces largas casi rozando los coches que venían por la otra mano. La gente salía de los restaurantes y hacía colas en las paradas de taxi. «Vayamos a bailar», dijo Laura y se dirigía inequívocamente a los dos. Bill sonrió y después miró por el espejito. «Encantado», contestó mi padre mientras ella volvía su mano a la nuca del otro. «Al Chantecler», dijo, y el negro dio un volantazo para doblar y bajar por Brasil. Mi padre preguntó quién tocaba esa noche y pensó: «No será el negro este quien me enseñe a caminar por una pista de tango».

Esa noche se me aparece con claridad a medida que la evoco. Tocaba D’Agostino, que mi padre detestaba por ramplón y sensiblero y al parecer hubo un incidente con el micrófono de Angelito Vargas que tuvo que seguir a pulmón. Sé lo que ocurrió por la carta que una amiga llamada Patricia le mandó a Laura. «Te aseguro, querida, no tenía intención de hacerme acompañar por el tipo ese, pero la noche se puso tan pesada y hacía tanto calor que nos fuimos a tomar una cerveza a la costanera». Patricia no dice la verdad. Laura le presentó a mi padre para ponerlo a prueba, inducirlo a la tentación y demostrarle que podía ser lo suficientemente tonto como para caer en la trampa. Tal vez él vio venir ese desafío y no sacó a bailar a Patricia hasta el momento en que el negro llevó a Laura al escenario y se puso a besarla en la boca. Ahí los celos le nublaron el entendimiento, la sangre se le subió a la cabeza y se largó nomás con la amiga tomada del brazo.

Laura hizo como si no se hubiera dado cuenta y siguió bailando toda la noche. Tangos, rumbas, boleros, no quería perderse nada de aquel torbellino. Un amante había intentado suicidarse por ella, tenía otro pretendiente que hablaba de construir una ciudad de cristal y además estaba enamorada del negro.

Le sonreía la vida.