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HASTA QUE descubrí que podía aliviarme a tiros vivía con la sensación de llevar a mi padre encerrado en la cabeza. A veces, si ando muy caído, si pienso en lo lejos que estoy de mí mismo, el zumbido empeora. Necesito más ruido para aliviarme, pongo música a todo volumen o al Pastor Noriega que tiene un programa de radio a la madrugada. «Tu corazón es una lágrima de Cristo», grita, «Salva tu alma, hermano; vamos a quemar la maldición al pie de la cruz». A veces ni eso me basta y no me queda otro remedio que parar en medio del campo y dispararme un balazo.
La pistola se la compré a un tipo de Pringles que levanté al pasar frente al polígono y dijo haber sido comando en Malvinas. Estaba tan arruinado, tan caído y sin plata que por poco no me vende también el uniforme y los borceguíes. Desde que subió al coche no me quitó la mirada de encima. Que quién soy, me preguntó de golpe. «Yo soy la guerra, la muerte», me dijo, «¿y vos qué?». Tal vez lo fastidiaba desprenderse del arma con la que había defendido una trinchera en Mount Wall, lo hería profundamente vender lo que más contaba para él. No quise hacer preguntas. Tampoco sabía qué decirle de mí. Rata de biblioteca, viajante de la palabra, ¿qué? No le interesaba saber lo que hacía sino quién era. Casado dos veces, fracasado, contesté.
De acuerdo, eso casi todo el mundo, insistió, pero ¿quién? ¿Qué fracaso entre todos los fracasos? El de vivir, le dije; un tipo que anda por ahí, sin familia, sin otra cosa que un puñado de historias dispersas. Un portador de enigmas, un salteador de caminos por los que no pasa nadie. Me miró desconcertado. Tenía una cicatriz que le atravesaba la cara desde el ojo derecho hasta el bigote. La nariz perforada como un toro de la Rural. «¿Enigmas?», murmuró, «¿qué es un enigma?». Una pregunta todavía sin respuesta, le dije para salir del paso. «Eso», me dijo mirando la pistola, «algo así era mi puesto, escuchabas los zumbidos pero no veías venir las balas. Nunca las ves venir. Así pasa siempre y el resto son muecas de payaso, risas del infierno. No hagas caso».
Lo llevé hasta un barrio de las afueras por una calle de tierra. Le pagué un poco más de lo que pedía y fue a buscar tres cajas de balas con las insignias del Ejército. Quise darle la mano pero ni siquiera se movió, me dejó desairado y se volvió para entrar en la casa sin revoque. Un perro lo esperaba para hacerle fiestas en el jardín. Por la ventana nos miraba un chico que debía ser su hijo. Mientras me alejaba pensé en el chico, en lo que le diría para explicarle que ahora era un Robocop sin revólver, un He-Man sin espada. Esa noche me detuve a escribir unas páginas que intentaran decirme quién soy y qué me propongo, pero fracasé de nuevo como cada vez que me abordo a mí mismo.
Vivimos esperando algo grandioso y eso nos mantiene en pie. El ruido en la oreja es tan persistente que apenas puedo pensar en lo que hago. Ya recurrí a especialistas y cuenteros de toda calaña y nadie le encuentra remedio. En el Opera Omnia, se describen diferentes tipos de ruidos. Trenes, sirenas de barco, jadeos de perro, pasos militares. Los griegos los llamaban «vientos sigilosos» y creían que la causa era la picadura de un insecto que los esclavos traían del África. Beethoven se despertó una mañana temblando, sobresaltado por el rugido. Como creía en Dios, supuso que se trataba de un castigo, de una señal venida de la eternidad. Abrió la ventana de par en par y fue a sentarse en el suelo. «Mis oídos zumban continuamente, día y noche», le escribe a un amigo de Viena. Y agrega: «Es el destino que llama a la puerta».
Siempre se ha atribuido al zumbido un sentido de culpabilidad. Louis Ferdinand Céline, durante su huida por las heladas tierras de Escandinavia, escribe en Norte: «Para dormir hace falta optimismo. ¡Puf!… Es odioso hablar de uno mismo, pero bueno, de tanto en tanto… Apenas puedo dormir por instantes. Me las arreglo con mi ruido de orejas… las escucho convertirse en trombones… orquesta completa, estación de carga… Si usted se mueve en el colchón, si da una pequeña señal de impaciencia, está perdido, se vuelve loco… Resiste acostado y después de varias horas llega a un breve instante de somnolencia… Entonces hay que esperar que todos los trenes se junten, ¡chuf, chuf!, ¡pum!… se bifurquen, silben… He perdido los pelos de tanto empujar contra la almohada, la paja o el piso… Le decía que para dormir hace falta optimismo… para los hombres en mi situación los trenes nunca dejarán de silbar…».
Céline no cree en la literatura porque él es la literatura. Tampoco cree en Dios porque ha encarnado al demonio: Je suis le destin, escribe desde la cárcel. Me pregunto qué culpa viene a expiar entonces ese tormento que me precipita en el insomnio y el rencor. No lo sé. El primer médico que consulté se inclinó, perplejo, a auscultar la oreja y me preguntó cómo era el ruido. Un moscardón, le contesté, porque no sabía definirlo de otra manera. Tal vez el sonido ilusorio de los corales de mar. «¿Me muero?», le pregunté y él me miró fijo. «No se apure, puede ser todavía peor».
Se han agotado las pilas del grabador y me detengo para tomar apuntes en un bloc. Apenas me entiendo la letra y después, a la hora de ponerme a escribir, los papeles se me mezclan, me confunden. ¿Por qué hago eso? ¿Acaso no sé que nunca me sirvieron las notas tomadas al paso? Si no tengo la página delante no sirvo para nada. El Macintosh me permite abrir hojas grandes o pequeñas, mirar fotos y fragmentos de noticieros que grabé sin saber que iba a servirme de ellos. Marcelo Goya, el editor de mi primer libro, me propuso que aprovechara la salida a las provincias para redactar un libro de observaciones, algo que él llamó Guía de pasiones argentinas. No tenía la menor idea de cómo debía ser ni si tendrían alguna utilidad. Simplemente debía tomar apuntes sobre los lugares por los que pasaba y darles la forma que me diera la gana. Me pagó un anticipo y prometió que llamaría todos los días al hospital para darme noticias de mi padre.
El material que tenía eran mis propios recuerdos, el Macintosh lleno de voces y palabras y las cosas que me iban ocurriendo en el camino. Podía contar, por ejemplo, que hace mucho trabajé en el Archivo General de la Nación; durante largo tiempo no leí otra cosa que historia. Hurgaba en documentos desconocidos y en libros olvidados con la esperanza de encontrar alguna huella de verdad. Un día, una profesora que salía con mi padre me alentó a presentarme a un concurso para cubrir una vacante en el Archivo. Mandé mi candidatura y, cuando ya había perdido toda esperanza me llamaron para darme el puesto. Era joven, estaba ávido de descubrir respuestas, de revelar misterios y la revolución parecía inminente. De pronto la historia se había vuelto una pasión de todos. Queríamos saber de dónde venían los males de la patria y qué íbamos a hacer con ella después de la victoria. Necesitábamos encontrar un pasado orgulloso que gobernara el porvenir.
No me atraía tanto la historia como los hombres que se me revelaban en los documentos. Lo que habían hecho, por qué lo habían hecho, el sentido de trascendencia que daban a cada uno de sus actos. Y el desengaño de los que vivieron el sueño de la Independencia. Todo lo que encontraba en esos papeles estaba muerto, pero seguía hablando. El pasado aparecía recortado por ausencias y silencios. Cuando me quedaba a trabajar de noche y recorría los pasillos sombríos, palpaba lo insignificante que es la vida. De cuanto hacemos y soñamos solo quedan algunas cartas, expedientes, papeles amarillentos que intentan explicarlo todo. Pero poco a poco las ratas se los iban comiendo. Las oía roer las carpetas de Moreno, los empréstitos de Rivadavia, los decretos de Rosas. Si no fuera por los gatos no quedaría nada. Las ratas salían al anochecer cuando había menos ruido y merodeaban los volúmenes desprotegidos. No llegaban a comerse las películas, pero perforaban el celuloide con los dientes finitos y así marcaban con su peste el llanto de Evita sobre el hombro de Perón, los paseos de Yrigoyen por Palermo, el grito de «Evviva l’anarchia» de Severino Di Giovanni frente al pelotón de fusilamiento. Han quedado inservibles los daguerrotipos del brigadier Rosas en el exilio y los manuscritos de Sarmiento nunca pudieron reconstruirse del todo.
En cambio los documentos que busco ahora solo me interesan a mí. Lo difícil es seguirles el rastro porque nadie guarda papeles que pertenecieron a gente sin relevancia. Las revistas de la época ya no existen, los archivos fueron vendidos, robados y vueltos a vender. Los viejos clichés con las imágenes de Laura se arruinaron igual que tantos otros que registraban noticias fugaces. En una época anduve rastreando a los fotógrafos que la retrataron para los avisos de Palmolive, cuando todavía no podía imaginar que su felicidad terminaría pronto, el memorable día en que Bill Hataway entró al Banco Nación con un revólver calibre 38 y se largó a Arizona con un millón de pesos.
En Vicente López encontré a uno que había hecho buena plata trucando fotos de Gardel para una sórdida historia de testamentos e identidades dudosas. Tenía los originales ampliados en una pared del laboratorio y en la de enfrente las copias retocadas y trabajadas en los tiempos en que no había computadoras y todo era artesanal. Un procedimiento igual al que usaban los expertos del Kremlin cuando borraban de los retratos a los tipos que habían caído en desgracia con Stalin. Al final, Lenin se quedó solo en el estrado, arengando a las masas sin otra compañía que su falsa sombra ampliada para tapar los huecos que dejaban los ausentes. Y en esa sombra está la clave. La que el falsificador le agregó a Carlitos Gardel aparece al revés, corre hacia la luz, absurda, grotesca. El fotógrafo estaba orgulloso de haberlo conocido, de los retratos que le había hecho. De Laura no se acordaba, la había arrumbado en algún remoto casillero de la memoria y recién al ver el recorte que le mostré abrió la boca asombrado:
—¡La Tanita, claro! ¿Dónde anda?
El apodo y la familiaridad con que lo pronunció me chocaron. Le dije que estaba muerta e hizo un gesto como diciendo «otro más». Le pregunté si no se equivocaba, si no estaba confundiéndola con otra. «No, si es la de Radio Belgrano, que andaba con el dueño», me dijo y me pareció que improvisaba. Confundía a Garro Peña con otro gerente de la época, pero igual me molestó porque convertía a Laura en una casquivana toqueteada por ejecutivos engominados y poderosos. El tipo no recordaba nada más, ni siquiera el nombre, pero al tercer whisky, ya convencido de que estaba con un periodista que preparaba una nota sobre la moda de los años cuarenta, soltó lo que sabía: «Prometía, la piba, tenía el mejor cuerpo del país, pero se equivocó». Le pregunté qué quería decir y me contó algo que nunca antes había oído: al tiempo que posaba en aquellas fotos de Palmolive, Laura sustituía a una estrella de cine muy conocida que daba mal en cámara. La otra ponía la cara en los primeros planos, pero de atrás y cada vez que se insinuaban curvas y pasiones, esa era Laura. No sé por qué, le creí enseguida. La otra, la famosa, era su esclava. «¿En qué se equivocó?», le pregunté. «Se quedó preñada de un loco que le prometió un castillo de cristal y abandonó la carrera».
El fotógrafo aquel se aferró a mí en el bar y me dio la lata hasta la madrugada hablándome de su amistad con el Zorzal. Ahora, me dijo, trabajaba en la obra más perfecta de su vida: la foto en la que Gardel dispara contra Le Pera y provoca el desastre de Medellín.
—No puede ser —le dije, ya cansado de escucharlo—. El rollo se hubiera quemado en el incendio.
—Qué va. Le Pera iba sacando las fotos del despegue. Con el choque la cámara saltó por la ventanilla y quedó tirada en la pista.
—¿Y qué gana con eso?
—Nada. Yo fotografío lo que la gente sueña.