18
HOY HABLÉ con Marcelo Goya. Me dijo que la policía de la provincia encontró tres hombres que responden a la descripción de mi padre. Uno está muerto. Lo atropelló un camión en Azul; otro se cayó o lo tiraron del tren cerca de Pergamino y el tercero ha perdido la memoria. Andaba vagando por Playa Chica, en Mar del Plata. Todos tienen entre setenta y setenta y cinco años, un metro ochenta, cabello blanco y bigote. No han podido identificarlos pero solo uno me interesa: el que caminaba cerca del mar. Ahí, frente al casino, mi padre conoció a Laura y vuelve sobre sus pasos. Él haría una cosa así, buscaría un punto de referencia, un lugar sólido desde donde rebobinar la película. De una cabina llamé a la jefatura de Mar del Plata; me tuvieron veinte minutos hasta que tomó el teléfono un sargento primero. No se acordaba bien porque eran muchos los crotos que circulaban por la zona. Le pregunté si el hombre estaba recién operado de la barriga y me dijo que no sabía, que llamara al hospital antes de que lo mandaran a La Plata para identificarlo. Me dio el número y al cabo de insistir y de putear me atendió una voz de mujer.
—No damos información por teléfono —me dijo.
—Estoy lejos y ese hombre puede ser mi padre —insistí.
—El médico de guardia está atendiendo. Llame más tarde.
Y así estuve hasta la noche sin que nadie respondiera. Pasaron la llamada a la guardia, donde me cortaron sin atender. En terapia intensiva un enfermero me dijo que aguardara un minuto y me dejó colgado en la línea hasta que se cortó. Insistí. Atendió el mismo tipo, me ladró algo sobre una mujer que se le había muerto recién y de nuevo me dejó esperando. Varios minutos después alguien dijo «hola» y al escuchar mi voz colgó el tubo. Miré el mapa. Me encontraba a trescientos kilómetros de Mar del Plata y el Torino estaba bien de aceite, de frenos, ni siquiera necesitaba agua. Llené el tanque y tomé la ruta. Era medianoche y solo me cruzaba con camiones y alguno que otro ómnibus. Lloviznaba un poco pero el coche se agarraba al asfalto, corcoveaba sobre los pozos, corría con la furia de un tren en la noche. Casi no podía pensar, me representaba a mi padre en la escollera viviendo el instante en que todo se acaba y el rompecabezas se arma. Lo veía dándose vuelta a mirarme. Podía sentir su mano sobre mi cabeza.
Llegué de madrugada, sin haber comido, sin haber escrito una línea que me redimiera, algo que pudiera contar al enfrentarme con él. Nadie se cruzó en mi camino ni me preguntó nada. Fui directamente al piso de terapia intensiva y me puse un guardapolvo antes de entrar a ese campo de batallas perdidas. Al otro lado de la puerta un médico muy joven me hizo señas de que saliera, pero no le presté atención. Me fijé en las camas una por una hasta que encontré a un linyera al que sin duda habían confundido con mi padre. Era bastante parecido, pero nada más. Me sentí engañado, burlado. Hubiera querido que todo terminara allí, sin palabras. Iba a salir, pero el linyera me llamó y se alzó sobre un codo. Imploraba, necesitaba que alguien se sentara a su lado. Le apreté los dedos calientes y antes de que el médico viniera a echarme me hice un lugar a su lado. Ni siquiera tenía ropa; le habían puesto una sábana agujereada a modo de poncho. Tenía los ojos velados por las cataratas, o acaso era la penumbra que le daba un aire de espectro. «Cacho», me dijo, «¿quién ganó?». Tenía, como mi padre, el cabello blanco indomable y una frente altiva. «¿Quién ganó?», repitió y me tomó de un brazo. Pensé que el inconsciente me había jugado una mala pasada al conducirme ahí donde yo quería que la historia terminara mientras las cosas sucedían en otra parte, sin mí. «¿Quién ganó, Cachito?» insistió el viejo y sin mucha convicción le dije que nosotros. Suspiró aliviado y me miró en la oscuridad. «¿Te parece?», murmuró, «¿Así jodidos como estábamos?». «Igual», dije. «¡Me cago…! ¿Qué había en la caja?». No supe qué contestarle y me puse de cuclillas a escuchar su respiración ruidosa. «¿El trompo? ¿Viste el trompo?». Asentí y quise irme, pero me tenía agarrado del brazo. «Me quedan dos bolitas… ¿Y a vos?». «Una, me queda una sola», contesté. «Dale: perdido por perdido, jugala». No sabía lo que hacía: instintivamente busqué en el bolsillo y saqué una moneda. «Ahí va», dije y la tiré rodando por el pasillo. Al escuchar el ruido el médico encendió una linterna y siguió el recorrido de la moneda hasta que llegó a la puerta y se detuvo apoyada de canto. Sentí que el viejo me soltaba y se llevaba la mano a la frente: «¡Los cagaste, Cachito!», gritó, «¡El cometa es tuyo!». Oí que sollozaba: «¡El cometa es tuyo, tuyo!», decía. Lo estreché con fuerza mientras el médico se acercaba con una inyección y esperé a que se durmiera en mis brazos. Le apoyé la cabeza sobre la almohada y me precipité escaleras abajo. Al llegar a la calle todavía llevaba el gusto de su aliento en la boca, su mirada me seguía calle abajo hacia la costa donde despuntaba el amanecer.
Fui hasta la plaza y caminé por la vereda del casino. Ahí se habían encontrado Laura y Ernesto cincuenta años atrás; la única memoria que quedaba de ellos dormía confusa, incierta, en mi cabeza. Mi padre no había acudido a la cita con sus fantasmas, quizá ni siquiera le importaban; vivía un intenso presente que le permitía sobreponerse una y otra vez, afrontar la adversidad sin la hipoteca del pasado. Los fragmentos que la memoria selecciona no son otra cosa que retaguardias del presente, claves del deseo que no alcanzamos a descifrar. Me acosté entre unas piedras y me quedé dormido oyendo el choque de las olas por encima del zumbido. Al despertar vi a lo lejos un barco que se acercaba al puerto y me di cuenta de que nunca había navegado, que jamás conocería la esencia profunda de los relatos de Conrad. Me sentía cansado, con el cuerpo pegajoso y la mente confusa. No había nadie en la playa. Levanté dos piedras, las hice chocar junto a mi oreja y después me metí al mar en calzoncillos, gritando como un samurai. Sin proponérmelo empecé a nadar hacia la escollera, contento de estar ahí, inesperadamente inundado de optimismo, como si empezara a cambiar de piel. En una de esas el linyera tenía razón y al arrojar la moneda me había ganado un cometa.