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Stanleystadt, Kongo, 28 de enero, 12:30 horas
Allí donde fuera, por todas partes, Hochburg oía una sola y detestable palabra.
Estaba en boca de todos los ciudadanos, la repetían los soldados mientras se preparaban para el siguiente ataque de los belgas. Y lo peor: hasta sus generales la susurraban, los mismos generales que cuatro meses antes estaban dispuestos a conquistar Rodesia y después toda África del Sur.
Rendición.
—¡Oberstgruppenführer, ya vienen!
Hochburg levantó los binoculares y estudió la lejana orilla: era el barrio de Otraco, la parte menos desarrollada de Stanleystadt, con su podrida catedral. Él se encontraba en el muelle del otro lado del río Kongo, en uno de los emplazamientos ocultos entre las palmeras. En torno a él la ciudad estallaba y se estremecía. El tronar de la artillería no lo abandonaba desde que había escapado del infierno de su jardín. El efecto de los combates se dejaba ver en su uniforme, al que las numerosas manchas le daban el aspecto de una verdosa piel de tigre. A través del humo descubrió una docena de lanchas neumáticas abarrotadas de hombres, la misma mezcla de belgas y rostros negroides que ya había visto en la Schädelplatz. Los botes tenían las marcas rúnicas de las SS.
—Di la orden de que todo lo que hubiera al otro lado del río fuera destruido. Todo.
—Nos cogieron por sorpresa —dijo el Hauptsturmführer junto a él—. No tuvimos tiempo.
—Esos guerrilleros no tenían nada. Si consiguen derrotarnos, es porque nosotros les hemos proporcionado los medios.
El aire apestaba a petróleo y alquitrán. Hochburg se preguntó si los hombres de los botes podían olerlos. Casi habían cruzado el río y la perezosa corriente los acercaba a los restos del puente Giesler, que había sido el puente principal de la ciudad. Hochburg ordenó dinamitarlo la noche anterior; solo unos enormes pedazos de cemento asomaban en la superficie. Siempre había pensado que era demasiado pequeño; lo reconstruiría con seis carriles en lugar de cuatro.
—¿Ahora? —preguntó el Hauptsturmführer. Sostenía con firmeza una ametralladora MG48.
—¿Ves aquello? —respondió Hochburg, señalando los restos de un quiosco. Semanas antes vendía pretzels y galletas lebkuchen a los paseantes que circulaban por el muelle—. Allí están escondidos los ingenieros esperando mi señal. —Le mostró una pistola de bengalas—. Hasta entonces, nadie disparará un solo tiro.
—Pero si desembarcan…
—Pareces ansioso por matar, Hauptsturmführer; un cambio interesante… pero espera mi señal.
Sobre el muelle estalló un obús. Las hojas de las palmeras se agitaron sobre su cabeza.
Hochburg ya no necesitaba los prismáticos. Podía distinguir claramente las caras de los hombres que iban en los botes, sus ojos de salvaje, su frente de criminal. Los belgas de una cierta posición social y económica huyeron antes de la invasión alemana de 1944, así que las guerrillas estaban formadas en su mayoría por mineros y estibadores, hombres que no tuvieron más opción que quedarse y resistir ante los nazis. Convertidos en insurgentes, padecieron años de dura lucha en la selva, pero la experiencia los había convertido en guerreros tenaces. Esa fue la lección que Hochburg tuvo que aprender. Las guerrillas belgas eran fuertes, mientras que la nueva población alemana —con sus apartamentos y su aire acondicionado, sus frigoríficos y sus deslumbrantes Wolkswagen— se había vuelto complaciente.
El primero de los botes hinchables llegó a la orilla. Las botas militares pisaron el barro y resbalaron por lo que era una pendiente aceitosa.
Hochburg preparó su lanzabengalas. La cara de los belgas era una mezcla de alivio y sospecha por no encontrar oposición. Dejó que los insurgentes, con el pantalón empapado de barro, estuvieran a la mitad de la subida al muelle antes de disparar la bengala. A su señal, toda la ribera estalló en llamas. La ribera, las escaleras que conducían al muelle, incluso el mismo río con su flotante película de gasolina.
Hochburg contempló la escena hipnotizado, con la piel de su calva cabeza sudando por el calor. El fuego que se levantó sobre Stanleystadt tenía algo de brillante, sagrado. Mientras contemplaba cómo ardía todo, una idea se apoderó de la mente de Hochburg.
Ojalá tuviera los medios para incendiar toda la ciudad. Todo el Kongo.
El jeep de Hochburg recorrió las calles, con su chófer girando el volante sin cesar para evitar los cascotes amontonados. Apenas algunas ventanas habían sobrevivido en toda la ciudad. Hileras de destartaladas farolas flanqueaban los edificios y en ellas se enroscaban serpientes de guirnaldas, ahora cubiertas de polvo de ladrillo. La batalla de Stanleystadt había empezado con un bombardeo sorpresa la noche anterior, Nochebuena. O la Julfest, como los ideólogos del Partido Nazi insistían que se llamase.
Volvió al cuartel general de las SS situado en la Eiskeller Strasse, donde encontró a Zelman. A pesar del humo acre, los ojos de su ayudante se mantenían incólumes. A veces, Hochburg tenía ganas de chasquear los dedos ante ellos o encontrar a la esposa de Zelman, pegarle un tiro y obligarlo a él a mirar… Lo que fuera con tal de verlo parpadear.
—¿Siguen aquí mis generales? —preguntó Hochburg, entrando en el vestíbulo.
El retrato de Himmler pintado por Von Kursell dominaba la entrada: un lienzo al óleo de veintiocho metros cuadrados. Su rostro parecía torcido, acribillado por la metralla, como si sufriera de herpes. A pesar de que el Reichsführer estaba presente en todos los edificios públicos, Hochburg gobernaba el Kongo con muy poca interferencia de Germania. Mientras los barcos atiborrados de minerales, madera, algodón y plátanos fluyeran hacia el Reich, Hochburg seguiría administrando la colonia, aunque eso significara la guerra. Le había dicho a Himmler que extender las fronteras del Kongo hasta el sur de África era el derecho legítimo de Alemania, su destino.
—Los generales esperan en la sala de conferencias —respondió Zelman, ofreciéndole a Hochburg una toalla húmeda.
—¿Así que no ha habido una retirada estratégica hacia el búnker? —ironizó, secándose el cuello.
—Si se acuerda, Oberstgruppenführer, los encerró allí —replicó Zelman, esbozando una sonrisa.
El ascensor no funcionaba. Hochburg se dirigió a las escaleras, pasando entre soldados llenos de vendajes, tirados en los escalones. Zelman siguió informando:
—Los insurgentes han rodeado la ciudad. Todos los barrios informan de intensos bombardeos y todas las carreteras están bloqueadas.
—¿Y el resto?
—Elisabethstadt dice que el asedio empeora hora a hora. No resistirán mucho más.
—¿Y el Reichsführer? ¿Seguimos sin poder contactar con él?
—Hemos abierto una línea con Wewelsburg, pero las comunicaciones son difíciles. —Wewelsburg era el castillo de Himmler en Westfalia, el cuartel general espiritual de las SS—. Pero seguimos intentándolo.
—En cuanto se consiga contactar con su despacho, quiero que se me informe —ordenó Hochburg.
Siguió subiendo deprisa y Zelman luchaba por mantener su paso. De vez en cuando el edificio temblaba. Llegó al séptimo piso y entró en tromba en la sala de conferencias. Las cortinas estaban echadas, lo que dejaba la sala en penumbra. La mayoría de los generales, que murmuraban apiñados en torno a un mapa y negaban moviendo la cabeza, se irguieron al entrar Hochburg. En un rincón seguía estando un abeto decorativo que nadie se había molestado en retirar; bajo él, Fenris dormitaba con un ojo abierto.
—Espero que hayan aprovechado mi ausencia —dijo Hochburg a modo de saludo, ocupando su lugar en la cabecera de la mesa. Con un gesto invitó a los demás a sentarse—. ¿Cuáles son los planes para el contraataque?
Nadie contestó.
Hochburg estudió las caras que tenía frente a él. El aire acondicionado no funcionaba y vio el sudor que resbalaba por ellas y humedecía el cuello de los uniformes. En el exterior, se oía el incesante tronar de la artillería.
Finalmente, el general Ockener tomó la palabra en nombre del grupo. Tenía el bronceado rostro picado de viruela y lo enmarcaba una fina cabellera blanca.
—Hochburg, creemos que esto es inaceptable —respondió con el tono mesurado de un hombre que está deseando gritar—. Dejarnos aquí sin comida ni bebida, sin poder siquiera acceder a un baño…
Hochburg olió a orina.
—Parece que alguno de ustedes no es capaz de controlar sus funciones corporales.
—Nos encerró aquí —gritó una voz desde el extremo opuesto de la mesa—. Este edificio es el principal blanco de la ciudad; podrían habernos matado.
—Si no les hubiera encerrado, habrían huido. ¿Qué ejemplo habría sido?
—Informaré de esto al Führer.
—Entonces, infórmele también de esto —cortó Hochburg poniéndose en pie.
Abrió de golpe las cortinas de los ventanales y una luz deslumbrante inundó la sala. La ciudad estaba salpicada de muchas columnas de humo. Otraco estaba oscurecido tras una barrera de fuego naranja que seguía la ribera del río.
—¡Guardia! —llamó Hochburg. Apareció un centinela—. Ese Brigadeführer desea marcharse —señaló la punta de la mesa con el brazo extendido—. Escoltadlo hasta la calle.
—Soy un general de las Waffen SS. No acepto ser tratado como un…
—Puede salir por la puerta o por la ventana. A mí me da igual.
Cuando el general salió de la sala, Hochburg se dejó caer en su silla y la giró hacia Ockener.
—¿Qué decía, Herr general?
Ockener había sido condecorado por su participación en la batalla de Smolensk antes de acumular tumbas y medallas en las estepas rusas; más tarde lo trasladaron a África, donde se ganó un apodo, Der Schnittner, el Segador.
—Su fuego no durará eternamente, Oberstgruppenführer, pero los cañones enemigos sí pueden bombardear cualquier punto de la ciudad.
—¿Cómo han podido los restos del ejército belga rodear toda la ciudad?
—Porque se les han unido los Franceses Libres[3] y los negros que escaparon de la deportación. —Ockener jugueteaba con una bola de Navidad del abeto—. Y nosotros no tenemos suficientes soldados para contenerlos, ya que enviamos demasiados a Elisabethstad. Siguiendo sus órdenes.
Para aliviar el asedio de Elisabethstadt, Hochburg había trasladado varios contingentes del norte al sur del Kongo. Cuando se vio que eran insuficientes, añadió tropas de Kamerún, Aquatoriana y Madagaskar, hasta que los gobernadores de esas provincias se quejaron de que peligraba su propia seguridad. El Afrika Korps de Angola, cuyo oficial al mando había desaparecido misteriosamente y cuyos soldados sufrían un asedio propio, era incapaz de ofrecer ayuda.
Ockener dejó la bola sobre la mesa y miró a los demás generales. Hochburg vio que asentían tácitamente.
—La posición está clara —añadió Ockener—. No podemos seguir resistiendo.
Del exterior llegaba el tronar de la artillería alemana. A Hochburg le sonaba como el latido del corazón de un león moribundo: inconcebible, amortiguado, lleno de furia.
Se recostó en la silla y crujió el respaldo.
—Hubo un tiempo, no muy lejano, en que las Waffen SS eran temidas —suspiró—. Ahora solo dispongo de generales como ustedes.
—Deme un BK44 y un saco de granadas, y vaciaré esta ciudad. El problema no somos nosotros, sino las tropas.
—¿Cómo se atreve a decir eso sentado aquí? Son hombres blancos auténticos.
—La mitad de nuestros hombres son étnicos. El resto, los alemanes puros, no todos están dispuestos a pelear.
—Tonterías.
—Usted les prometió una victoria rápida.
—Y lo fue durante cuatro meses. ¿Me estás diciendo que su espíritu ha mermado?
—Son una generación de conquistadores. Nunca han pensado en desertar o en la posibilidad de la derrota.
—Combatimos todo un año hasta dominar África Central —replicó Hochburg.
—Fue una operación de limpieza en colonias cuyos amos europeos ya habían sido derrotados. También hace diez años de eso. Toda lucha seria tuvo lugar hace diez años.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que los étnicos están aquí porque su alternativa es criar rebaños de cabras en Ostland, en las tierras del este europeo. Los alemanes solo quieren una plantación, una esposa obediente y suficientes trabajadores como para no tener que mover el culo.
—En el este ocurre lo mismo —susurró alguien.
La Unión Soviética había sido derrotada en 1943, con Moscú arrasada hasta los cimientos y convertida en terreno agrícola. A pesar de eso, en la cambiante frontera este del Reich se libraba una guerra de guerrillas. Desde los Urales hasta Siberia se libraba un irresoluble conflicto que los rusos sabían que no podían ganar y del que los alemanes estaban más que hartos. Hochburg creía que África era distinta. En ella no se llevaba a cabo una batalla ideológica o política; el choque de razas era tan claro como el sol del mediodía o la muerte de la noche.
—Puede que algún día tengamos medios suficientes para librar una guerra sin hombres. Un ejército así sería eternamente victorioso —prosiguió Ockener—. Hasta entonces, la paz nos ha ablandado.
—Los británicos sí se han ablandado —dijo Hochburg—. Están atrapados en su debilidad imperial, pero nosotros no.
—¿Los mismos británicos cuyo asedio en Elisabethstadt somos incapaces de romper? ¿Los que están suministrando hombres y artillería a los belgas? Tienen la moral alta; los subestima.
—Parece que casi los admire, general.
—Además, está el problema de los civiles. Mientras usted estaba lejos, enfrascado en su aventura del río, los belgas se apoderaron de la planta de tratamiento del agua.
—Y mientras lo hacían, ustedes estaban aquí sin hacer nada. ¿O es que una simple puerta cerrada puede detener a la flor y nata de los mandos de las Waffen SS?
—El sistema de alcantarillado también ha sufrido daños. Dentro de pocos días se extenderá la disentería; después, llegarán el cólera y el tifus.
—¿Qué sugiere entonces, Herr general?
—La rendición —sugirió Ockener en voz baja.
—«Los que no quieren pelear en este mundo de infinita lucha no merecen vivir» —replicó Hochburg, citando el libro del Führer. La cita era bien conocida por toda la mesa.
—Entonces, un alto el fuego. Una tregua.
—No.
—Algún tipo de negociación por lo menos…
—No.
—Pues que un escuadrón de bombarderos Heinkel arrase la ciudad.
Hochburg estalló en carcajadas.
—Vaya, parece que aún hay esperanza… —Hizo girar la silla para contemplar la ciudad. El muro de fuego junto al río empezaba a apagarse—. Todos y cada uno de los soldados deben combatir. Calle por calle. Si les faltan agallas, serán fusilados en el acto. Hay que reafirmar la disciplina, castigar a los más cobardes, y el resto obedecerá. Si es necesario, empezaremos por los presentes en esta sala.
Los susurros recorrieron toda la mesa.
—No deseo que la población civil sufra, pero también tiene que ser movilizada —añadió Hochburg—. Dadle un fusil a cada hombre y a cada mujer. Recordadles a las mujeres de esta ciudad que los guerrilleros, en especial los negros, tienen necesidades muy básicas, necesidades que no han podido satisfacer en la jungla.
—¿Y los niños? —preguntó Ockener. Volvía a jugar con la bola de Navidad.
—Enséñenles lo que se puede hacer con las botellas de leche vacías y un poco de petróleo.
—Deberíamos permitir que los civiles se marchasen. Son ciudadanos alemanes.
—Con los que hemos sido demasiado indulgentes. La mayoría de ellos han vivido mejor que un europeo. En Germania disponen de cuarenta y cuatro metros cuadrados por habitante, aquí tenemos sesenta. Han disfrutado de la abundancia de la conquista, ahora es tiempo de resistir.
—Puede que no deseen morir por dieciséis metros de…
La puerta de la sala se abrió de improviso y entró Zelman.
—Tengo al teléfono a la oficina privada del Reichsführer.
—¡Esta ciudad resistirá! Eso es todo —dijo Hochburg acercando el teléfono de la mesa. Nadie se movió—. Hace unos minutos se quejaban de estar encerrados, ¿y ahora que pueden salir prefieren quedarse? Zelman, que les suministren comida y bebida, les esperan días muy largos.
En cuanto quedó solo, levantó el auricular del teléfono y se aclaró la garganta.
—Heinrich, soy Walter. ¿Cómo estás?
El aparato emitió crujidos y siseos.
—Soy Fegelein. —Hermann Fegelein era el jefe de personal de Himmler.
—Quiero hablar con el Reichsführer.
—Está ocupado en una comida.
—En una comida… ¿Es consciente que atacaron la Schädelplatz?
—Sí.
—¿Y que la hemos perdido?
—También lo sabe —reconoció Fegelein.
—¿Y no tiene nada que decir?
La línea chirrió. Seis mil quinientos kilómetros de estática.
—El Reichsführer siempre ha aprobado sus métodos, Hochburg. Su meticulosidad y su comprensión de los problemas «biológicos», pero su plaza pagana no es su única preocupación. Vuelve a estar preocupado por los judíos de Madagaskar. ¿Conoce el problema?
—A mí también me preocupa.
—Puede que nos enfrentemos con otra rebelión a gran escala en la isla. El pobre Globus intenta mantener el control y le acusa a usted de todo.
Globus. Odilo Globocnik, el gobernador de las SS en Madagaskar.
—¡Ese sátrapa borracho! —escupió Hochburg—. ¿Sigue quejándose de los hombres que le reclamé?
—Era una brigada completa. Dice que si no hubiera tenido que enviarlos al Kongo —para apoyarlo a usted, según le contó al Reichsführer—, los judíos seguirían en el lugar que les corresponde.
—Y como yo le dije a Heinrich, el Kongo envió el año pasado a Germania medio millón de toneladas de cobre. ¿Qué le ofrece Globus al Reich? ¿Puta carne enlatada?
—No comprende la sutileza de la situación, Oberstgruppenführer. Globus nos mantiene libres de judíos; eso vale por mil años de minerales.
—Me pregunto qué opinaría Germania si el Kongo estuviera gobernado por negros. —Intentó adoptar un tono más empático—. Necesito más hombres. Si no puede ser de África, envíenme una división del este.
—Dudo que ahora pudieran marcar la diferencia.
Los dedos de Hochburg se tensaron sobre el teléfono.
—¿Qué quiere decir?
—¿No se ha enterado?
—No.
—No se puede confiar en cosas como los teletipos —suspiró el jefe de personal mientras detallaba los acontecimientos.
Incluso a través de los miles de kilómetros de distancia, la voz de Fegelein traslucía satisfacción. Los celos y patéticas rivalidades dividían a las SS: entre Europa y África, o entre un gobernador y su vecino, todo animado por Himmler, que lo usaba para asegurar su posición.
Hochburg escuchó en silencio con un nudo en la garganta.
—Espero que el Reichsführer disfrute de su comida —dijo cuando la conversación llegó a su fin.
No podía soportar el oropel del comedor de Wewelsburg ni el labio colgante de Himmler cuando masticaba. Colgó el teléfono y se concentró en respirar con calma. Cerca de la base del edificio estalló un obús y los adornos del árbol de Navidad tintinearon, lo que despertó a Fenris.
Hochburg se levantó, cogió el teléfono con rabia y lo lanzó contra la ventana.
Rebotó en el cristal. Volvió a lanzarlo, esta vez con tanta ferocidad que agrietó el cristal. Fuera, el fuego del río se había reducido a meras nubecillas de humo.
—Vamos, perro —dijo, dirigiéndose a la salida.
El pasillo estaba vacío, a excepción de Zelman.
—Necesito un avión —ordenó Hochburg.
—Técnicamente, Stanleystadt es zona de exclusión aérea.
Hochburg se detuvo frente a la escalera y fulminó a su ayudante con una mirada que mantuvo hasta que Zelman se dio cuenta.
—Lo quiero listo para despegar en quince minutos.
—A la orden, Oberstgruppenführer. ¿Cuál será su destino?
—Elisabethstadt. Tengo que organizar un pelotón de fusilamiento.