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O. A. O., 18 de abril, 14:30 horas

Los alemanes le habían cambiado el nombre en 1943. Ya no era el océano Índico, sino el Ostafrikanischer Ozean, el O. A. O., tal como mostraban los mapas nazis. Salois había navegado antes por aquellas volubles aguas de color azul celeste. La primera vez, por su deportación, fue como cruzar la laguna Estigia.

La Conferencia de Wannsee calificó los puertos de Trieste en Italia y Gorenhafen en el Báltico como «principales cauces para la expulsión». Cuando no lograron cumplir con la cuota establecida, añadieron Marsella en Francia y Salónika en Grecia, y más tarde Constanza, para que se ocupasen de los judíos rumanos y búlgaros. Se creó una flota especial compuesta por las naves de la línea regular Hamburgo-Estados Unidos, complementada con los viejos cruceros del KdF: ciento veinte barcos en total. La ruta inicial a Madagaskar circundaba el cabo de Buena Esperanza; pero tras la Conferencia de Casablanca, Inglaterra abrió el canal de Suez, con lo que se redujo el viaje a treinta días. Cruzaban el mar Rojo convoyes de barcos, que luego seguían la costa africana hasta los puertos de distribución de Diego Suárez, Mazunka y Salzig, un viaje de casi diez mil kilómetros. Se dirigían hacia el ecuador con la línea de flotación casi por debajo del nivel del agua y volvían vacíos.

Cuando Salois fue capturado en Dunquerque, pasó el verano como prisionero de guerra antes de que lo identificaran como judío —un compañero belga lo delató a cambio de un puñado de cigarrillos— y lo llevaran al campo de trabajo de Breendonk. Finalmente lo mandaron a Madagaskar en diciembre de 1942, durante las primeras semanas de la estación del monzón, con el mar tan agitado que hasta la sangre se teñía de amarillo. Pero tuvo suerte. Le asignaron un camarote en la parte superior del barco, compartiendo dieciséis metros cuadrados con otros tantos deportados. Otros miles iban apiñados en las bodegas, cuyos suelos terminaron cubiertos de vómito. Cualquier plan que pudieran tener para amotinarse se frustró en cuanto subieron a bordo, ya que el capitán les informó de que el casco estaba minado. Al menor problema hundiría el barco. Las cubiertas estaban patrulladas por kapos, criminales judíos que las SS utilizaban para mantener el orden. Iban armados con látigos y eran famosos por su brutalidad.

Para conseguir los objetivos establecidos en Wannsee, tenían que mandar cada mes treinta y cinco mil judíos. Inicialmente, hombres en edad de trabajar, llamados pioneros, para construir las nuevas ciudades y las bases militares de Madagaskar; después mujeres, niños y ancianos. Miles de ellos no llegaron: murieron por asfixia o de disentería a causa de las efervescentes letrinas, o porque su ánimo no pudo resistir el interminable bamboleo del viaje. Los barcos se detenían cincuenta kilómetros antes de su llegada a puerto para arrojar los cadáveres al mar. Se le permitía a un rabino decir unas palabras; después, el splash, splash, splash de los cadáveres contra las olas. Se rumoreaba que los tiburones de aquellas aguas estaban demasiado gordos para nadar.

La embarcación que llevaba a Salois, Cranley y el resto del equipo había zarpado de Mombasa tres días antes. Era un dau desvencijado, muy compartimentado para ocultar contrabando, y navegaba entre aguaceros y viento cálido alternativamente. En aquel momento, el sol luchaba con las nubes. Salois se había instalado en la popa, a la sombra, con las piernas cruzadas. Habían comido al mediodía, pero sus tripas reclamaban más alimento. Llenó un cuenco con arroz sobrante, ocra y restos de pescado, y lo mezcló todo con una oleosa salsa roja. Cranley y los marineros estaban en la proa usando por turno un par de prismáticos. Parecían expectantes, nerviosos. Cranley se separó de los demás y se dirigió hacia Salois. Aunque apenas había olas, se tambaleaba a cada paso.

—Nos acercamos al primer anillo —anunció. Tenía la cara demacrada a pesar de las quemaduras.

«Los anillos de Madagaskar son una maravilla de la ingeniería náutica», según los describió una vez el gobernador Bouhler. Una triple cadena de minas marinas situadas a cinco kilómetros de la orilla y que circundaban la isla para impedir que los barcos pudieran acercarse a ella. Las minas estaban separadas veinte metros unas de otras y, mientras el mar estuviera en calma, el velero era lo bastante pequeño como para poder deslizarse entre ellas.

—¿Puede ver tierra? —preguntó Salois.

—En el horizonte. Véalo usted mismo.

—Entonces, llegaremos pronto. —Y volvió a concentrarse en la comida.

Cranley se unió a él en la sombra, imitando su posición. Vestía ropa de camuflaje y había insistido en que todo el mundo hiciera lo mismo, a pesar de la opinión en contra de Salois. El plan era pasar a través de los anillos y llegar al primer punto de la costa noroeste al atardecer; allí desembarcarían Salois y sus hombres. Después, el dau se dirigiría hacia el sur para dejar al equipo de Cranley en los manglares que rodeaban Mazunka. Aunque fuera más seguro hacerlo al anochecer, Cranley estaba ansioso por entrar en combate. Eso probaba algo.

Cranley observó cómo Salois se atiborraba.

—No sé cómo puede estar comiendo —comentó.

—Será porque nunca ha pasado hambre —replicó el judío sin alzar los ojos.

—He tenido mis épocas frugales. Cuando estaba en España combatiendo al lado de los nacionales, hubo días que solo teníamos patatas para comer. —Pensó en sus propias palabras—. Tiene razón, nunca he pasado hambre.

—Yo me he peleado con un hombre por la piel de una naranja y he roído huesos que los perros ya habían desechado. —Reunió los últimos granos de arroz en un puñadito—. Esa clase de hambre nunca te abandona.

Cuando acabó, se limpió los labios con la manga y estudió al hombre que tenía enfrente. En el poco tiempo compartido, Cranley no le había explicado el motivo de sus quemaduras. El fuego le había perdonado la mayor parte del pelo, excepto las cejas, que ya no tenía. La parte izquierda de la cara estaba chamuscada, la piel tensa, sin poros, opaca; si el sol calentaba demasiado se embadurnaba de crema. A pesar de estar desfigurado, seguía siendo guapo. Su mandíbula era poderosa, con una inmaculada falta de papada bajo el hueso. Era afable al dirigirse a los hombres, no obstante inquietaba a Salois.

—Sigo sin comprender por qué viene con nosotros —dijo.

—¿Esto no le convence? —Cranley se alisó el camuflaje.

—Rolland es militar, Turneiro tiene sus aviones, pero usted…

El motor escupió una nube de humo espeso y se paró. Los indios y los árabes que formaban la tripulación empezaron a plegar las velas.

—El año pasado planeé una operación para frenar a los nazis… —confesó Cranley.

—¿Cómo esta?

—Queríamos salvar a África de sí misma. Si no controlas tus colonias, un día tus colonias te controlarán a ti. —Algo violento oscureció su mirada—. Casi fue un desastre. No puedo dejar que pase lo mismo en Madagaskar.

—Pero los judíos no le importan…

—Mi departamento ha estado enviando suministros a los Judíos de la Vainilla desde hace años. Armas, medicinas… No apruebo lo que le ha pasado a su gente ni que los mandaran a los trópicos.

—Inglaterra podría haberlo impedido.

—O el CONE[8], o Estados Unidos —replicó Cranley impaciente—. Y en ese caso, hasta el último de vosotros habría sido enviado a Siberia. Quizá prefiere el frío.

—Madagaskar no es mejor.

—El pasado no puede cambiarse —sentenció con voz más calmada—. Diego Suárez es ahora la clave de África. Nuestro error fue no involucrar a Estados Unidos en la Conferencia de Casablanca. Me duele tener que admitirlo, pero necesitamos que ese país intervenga para rediseñar el mundo. Inglaterra ya no es la potencia que fue.

—Durante la mered rezamos porque los estadounidenses se unieran a la lucha; o que frenasen a Globus. Con cada nueva atrocidad estábamos seguros de que lo harían, pero solo obtuvimos su silencio.

—Porque no comprendéis su política. Los estadounidenses solo apoyan a los ganadores. Por eso tenemos que presionar al Kongo, para que puedan entrar por el oeste.

—Rolland y usted no son diferentes. Podrán decir lo que quieran, pero la verdad es que no pelean por África. Solo pretenden que Inglaterra vuelva a ser importante. Esa es la verdadera razón de que estén aquí.

—Piense lo que quiera. Estoy en este barco porque le tengo miedo al futuro. ¿Qué padre no lo tiene?

Salois se sorprendió, le pareció una justificación muy improbable.

—¿Tiene hijos?

—Una hija.

—¿De qué edad?

—Este año cumplirá siete. Es una niña muy inteligente, tendré que vigilarla de cerca cuando sea mayor. —Su voz era tierna, pero llena de orgullo—. Ya habla francés y alemán, y es capaz de interpretar a Schubert al piano. Hace unos meses creí que me la habían arrebatado, lo peor que me podía imaginar.

—¿Qué pasó?

—Me di cuenta por primera vez de lo que es el odio; sentí ganas de matar. Creía que ya lo conocía, pero aquellos momentos me mostraron que no. Cuando yo muera, mi hija seguirá siendo rica y mimada, pero quiero dejarle algo más: una nación, una patria de la que pueda sentirse orgullosa, Reuben, no una reliquia de lo que una vez llegó a ser un imperio.

Era la primera vez que mencionaba a Salois por su nombre y lo había hecho con una pizca de ironía.

—Usted es un idealista —comentó el judío.

—Nada de eso. Soy egoísta. La semilla de todo idealismo.

—¿Y su esposa?

—Muerta.

Lo dijo súbitamente, como si esa palabra con su rotundidad, su trasfondo de dolor, rabia y anhelo no tuviera importancia.

—Yo también estuve casado —dijo Salois—. O iba a estarlo.

—¿En Madagaskar?

—No, cuando estaba en la universidad. Se llamaba Frieda y estaba embarazada. Ahora el niño sería ya adulto. —Pero no tenía nada con lo que demostrar que su vida anterior había existido. Ni siquiera los recuerdos lo convencían ya.

—¿Por qué se marchó para unirse a la Legión Extranjera?

—Ya ha visto mi orden de arresto. No tenía elección: África o el verdugo.

—Solo era joven —contestó Cranley—. Para ser estudiante universitario debía de descender de una familia bastante respetable.

—Una familia judía.

—Lo que significa una familia rica. Pudo haber comprado una salida.

—Tenía un temperamento odioso. Era arrogante y violento. —El desierto lo había curado de esas tres cosas—. No merecía ninguna indulgencia.

—Entonces, debió entregarse.

Salois pensó en el documento que Cranley le había enseñado en Sudán.

—Si me hubiera negado a acompañarlos, ¿habría utilizado realmente esa orden contra mí? ¿Me hubiera devuelto a Bélgica?

Cranley le dedicó una de sus frías sonrisas.

—Por supuesto.

—¡Coronel Cranley! ¡Comandante!

Era el sargento Denny desde la proa, con unos binoculares. Tenía el pelo oscuro, la mandíbula como de ídolo de una matinée y orejas de coliflor. Había participado como boxeador en los Juegos Olímpicos de Núremberg de 1946. Les hacía señas para que se acercasen urgentemente.

Salois y Cranley corrieron hacia proa. Por estribor pasaba a la deriva, sobresaliendo del agua, la enorme esfera de una mina marina. Quinientos metros más allá se encontraban los dos anillos interiores de minas y varios kilómetros más adelante se veía el oscuro muro de la selva que llegaba casi hasta la orilla. Sobre ellos, las nubes se espesaban. Salois pensaba que sentiría un cúmulo de emociones al volver a ver la isla: terror, desafío, vergüenza, posiblemente una fría esperanza… pero únicamente notó cierta opresión en el pecho. Solo era un conjunto de rocas, las mismas rocas que su pueblo había visto un millar de años atrás. Cuando los burócratas presentaron al Consejo de la Nueva Europa el plan de Hitler para Madagaskar, invocaron abundantes pruebas antropológicas que, supuestamente, demostraban que los primeros habitantes eran judíos.

—Será mejor que vean esto —dijo Denny, pasándoles los prismáticos.

Salois miró. Al principio solo vio un borrón azulado y lana blanca. Bajó los prismáticos para rastrear el mar y los ajustó hasta que el horizonte se convirtió en una línea nítida. Súbitamente, el visor se llenó de gris y de una ondeante bandera roja, blanca y negra. Era una de las embarcaciones que patrullaban la costa de Madagaskar para asegurarse de que ningún judío escapase. Salois le pasó los prismáticos a Cranley.

—Es una S-Boot, una lancha torpedera.

En su proa podía verse un ariete muy capaz de convertir el dau en astillas.

Tras ellos sintieron los pasos de unos pies desnudos y el olor de un sudor acre. Era Xegoe, el capitán de la embarcación. Iba vestido con un sarong blanco y una boina negra.

—Ordenan que nos detengamos.

—¿Podríamos dejarlos atrás? —preguntó Salois.

Xegoe había tratado a Salois con una especie de reverencia supersticiosa desde el momento en que embarcaron; se negaba a mirarlo a los ojos y susurraba que olía a muerte. El capitán no le respondió a él, sino que lo hizo mirando a Cranley.

—Imposible. Pero ya nos hemos encontrado con muchos alemanes bum-bum antes —sonrió, enseñando unos dientes blanquísimos—. Les encantará vuestro oro.

Denny agarró su rifle.

—Podemos manejar esto.

—Es una patrulla de rutina —aclaró Cranley—. Los dejaremos subir a bordo, les pagaremos y nos dejarán seguir nuestro camino. La misión no está en peligro.

—Sargento, lleve a los hombres a la bodega —ordenó Salois—. Escondan el equipamiento y luego escóndanse ustedes.

—¿Y si registran el barco?

—Que nadie haga nada, a menos que lo ordenemos el coronel o yo.

—Les enseñaré los escondrijos para el contrabando —aseguró Xegoe. Parecía más excitado que preocupado—. No los encontrarán.

—Necesitamos el loro —pidió Cranley, quitándose la chaqueta de camuflaje—. Será mejor que nos libremos de esta ropa.

—Se lo dije —dijo Salois.

Sus ropas de marinero estaban en la cabina que compartían. Se cambiaron en aquel espacio estrecho y sórdido. Cranley reveló un montón de quemaduras en el cuerpo. Antes, Salois se había desvestido en privado. Dudó antes de quitarse la camisa y el pantalón, y deseaba que la cabina fuese más oscura. Cranley vio su torso desnudo por primera vez, así como sus brazos y sus piernas. Se quedó mudo, después emitió un chasquido con la garganta al tragar saliva.

—Dios Santo…

Salois lo ignoró y se vistió con el caftán borgoña que había llevado desde que dejaron Mombasa y que le daba un auténtico aspecto de pirata. Se bajó las mangas y lo abotonó hasta la garganta, volviendo a ocultar su cuerpo.