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Hospital de Mandritsara, 21 de abril, 04:45 horas
—Es importante que veas esto —dijo Cranley.
Hablaba de forma fría, desapasionada, pero sus ojos brillaban llenos de malicia. Iba vestido con un traje de faena oscuro y blandía una pistola con la empuñadura de marfil tallado. Madeleine reconoció el arma de Burton, y recordó las veces que le había reñido por no ocultarla cuando Alice visitaba la granja.
Burton estaba de rodillas ante su marido, con el cuello dolorido por el golpe y la nuca llena de sangre apelmazada. Un soldado situado tras él lo vigilaba y otro sujetaba a Madeleine. Tenía las muñecas atadas y se le estaban entumeciendo los dedos. Los soldados también habían intentado atar las de Burton, pero se rindieron al ver que le faltaba una mano.
—¿Estás mirando? —preguntó Cranley.
Su voz transmitía una mezcla de emociones: autocontrol forzado, rabia, necesidad de alardear. Madeleine se fijó en lo cuidadosamente peinado que llevaba el pelo. Agitaba la pistola frente a la cara de Burton.
El golpe lo pilló por sorpresa. Burton cayó al suelo murmurando amenazas y dejó una brillante mancha de sangre allí donde su cara chocó contra el suelo. El soldado tiró de él para ponerlo arrodillado. En la mejilla de Burton apareció un tajo. Madeleine lo había visto machacarse el pulgar con la maquinaria de la granja, pero nunca sangrar. Un escalofrío le atenazó el estómago.
Cranley se guardó la pistola en la cintura, antes de lanzar un puñetazo contra la nariz de Burton. Y luego otro. Y otro más. Los nudillos se le empaparon de sangre.
Madeleine luchó por liberarse del soldado que la retenía dando codazos y patadas, pero las manos del hombre parecían ganchos de carnicero. Abner se mantenía apartado, silencioso y avergonzado, esquivando en todo momento las miradas de su hermana.
Cranley paseó orgulloso frente a Burton.
—Vamos por el segundo botón —dijo.
Burton se había abrochado la guerrera por el frío del hospital, y el segundo botón le quedaba a la altura de la base de la garganta. El puñetazo de Cranley fue preciso y los nudillos clavaron el botón en su esófago. Burton cayó al suelo tosiendo y ahogándose.
Madeleine no pudo soportarlo más, bajó la cabeza y cerró los ojos.
—Te he dicho que mires.
Ella no tenía suficiente pelo como para que el guardia pudiera tirar de él, así que la sujetó por las orejas para hacerle levantar la cabeza; sus dedos buscaron las pestañas de la mujer para que abriera los párpados. Cranley llenó su campo de visión. Tenía una expresión concentrada, casi suplicante, que asoció con el dormitorio durante los primeros meses de su matrimonio.
Por primera vez reparó en el aspecto correoso de su piel a causa de las quemaduras. Le sentaba bien, parecía completar su rostro.
—Sigue mirando —le ordenó—. No tienes mucho más que hacer.
Se alejó de ella y propinó un último puñetazo al esternón de Burton. A Madeleine se le escapó un grito de horror. Burton gruñó y se quejó como si le hubiera roto el hueso. Esta vez el soldado no se molestó en levantarlo.
Cranley se inclinó sobre él y le clavó una jeringuilla. Madeleine volvió a forcejear con el soldado que la inmovilizaba.
—¿Qué le estás haciendo?
—Es un nuevo tipo de epinefrina desarrollada por los alemanes. Mientras os esperaba, encontré algunos viales en el dispensario. Tienen la selección de drogas más extraordinaria que he visto en mi vida. La utilizan en los interrogatorios para levantar al prisionero y poder hacerle más preguntas. No hay honor en torturar a un hombre inconsciente. —Retiró la aguja—. En unos cuantos minutos, estará con los ojos como platos.
Habían apartado todo el mobiliario de la sala, excepto una larga mesa que seguía en el centro. Cranley se apoyó en ella, un gesto que le había visto muchas veces a lo largo de los años. Contra las paredes podían verse mesitas con microscopios, una unidad refrigerada llena de viales y varias centrifugadoras. También había montones de grapadoras e instrumentos ortopédicos que parecían retorcidos huesos negros y varias baterías de productos químicos. En un rincón había un esqueleto de tamaño natural al que habían puesto de cara a la pared, como si no quisieran que viera lo que allí iba a suceder.
Madeleine se enfrentó a su hermano. Tenía las mejillas coloradas como si alguien lo hubiera abofeteado.
—¿Tú has hecho esto? ¿Tú los has traído hasta nosotros?
Cranley respondió por él.
—Mis agentes han estado enviando suministros a los Vainillas desde hace años. Tardamos un poco, pero al final pudimos rastrearlo hasta aquí.
—Tu marido quiere ayudarte, Leni.
—Niño idiota —replicó ella.
—Él es nuestra única oportunidad.
—Estúpido de los cojones niño idiota.
—Salvó a mamá y a Leah.
Eso le recordó algo.
—Dijiste que estaban en Zimety.
—No podía decirte la verdad. Están en Sudáfrica, esperándonos. El coronel Cranley lo arregló todo.
Madeleine estaba mareada.
El coronel Cranley, agentes, Sudáfrica… «¿Quién es realmente el hombre con el que me casé?». —Madeleine intentó ordenar sus pensamientos.
—Miente.
—Los vi partir.
—Pero no los viste llegar. No se puede sacar a la gente de esta isla.
—En realidad, sí se puede —intervino Cranley—. Hemos estado haciéndolo desde que cayó en poder de los nazis. Nosotros, el CONE, incluso los norteamericanos. Las SS tienen un programa secreto de intercambio de rehenes.
—¿Por qué?
—Escarba en la mierda y siempre encontrarás algunas joyas. Los judíos que no creían que a ellos fueran a embarcarlos o que pensaban que podían comenzar una nueva vida. Llegaron con muchas posesiones valiosas. ¿Te acuerdas del Renoir que vimos?
Fue durante una visita a la National Gallery. Alice estaba entusiasmada primero y aburrida después, y Jared extrañamente animado. Ella se preguntó el motivo, ya que a ninguno de los dos les interesaba mucho el arte. Hicieron cola para echarle un vistazo a la nueva exposición, cuya procedencia era un misterio. Después tomaron un café en Fortnum’s. Durante toda la tarde Madeleine había fingido ser feliz, hasta que su eterna sonrisa hizo que le dolieran los músculos de la cara. Ansiaba el día en que Burton y ella pudieran pasear juntos como una familia.
Cranley continuó, jactándose de sus palabras.
—Lo compramos para el país y le ofrecimos a sus anteriores propietarios un billete de salida. Ahora viven en Brasil. Hice lo mismo con tu madre y tu hermana. —Su sonrisa era escalofriante—. Recompensamos espléndidamente al gobernador Globocnik, para él solo significó unos cuantos judíos menos de los que preocuparse.
Madeleine centró su atención en Abner.
—No entiendes lo que has hecho.
—Mamá estaba enferma y Leah no podía ocuparse de ella —replicó, ansioso por que le creyera—. Papá y Samuel se habían ido a América…
—Déjate de estúpidos eufemismos.
—Hice todo lo que pude.
—¿Por quién? —exigió Madeleine.
—Por la familia.
—¿Y Burton?
—Burton no es asunto mío —aseguró Abner, incómodo.
—Después de todo lo que te conté.
—No lo conozco.
—Es el hombre que amo. Mira lo que le están haciendo. Van a matarlo.
—El coronel Cranley nunca me dijo lo que pensaban hacer con él. Se supone que no debería estar aquí.
—¿Y yo? ¿Cómo encajo yo en todo esto?
—Tú vas a volver a Inglaterra. Volverás a tu antigua vida.
Ella no pudo evitar reírse, pero Cranley lo confirmó asintiendo.
—Voy a llevarte a casa, Madeleine.
Otra risotada, mezcla de incredulidad y desprecio… hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio. Cranley le hizo un gesto al soldado que se encontraba tras Burton.
—La epinefrina ya debe de haber hecho efecto. Levántalo.
El soldado puso a Burton de rodillas y lo sacudió para que espabilara. Él parpadeó y abrió los ojos, las pupilas artificialmente grandes y alertas, la sanguinolenta saliva colgándole de la barbilla. Madeleine quería limpiarle la cara, salvarlo de Cranley, pero el soldado tras ella la retenía implacable.
Burton contempló a Cranley. La barbilla le colgaba floja y habló como si se hubiera mordido la lengua.
—Esta vez… te… mataré…
—Muy divertido. Pero antes de que lo hagas, es importante que sepas que voy a llevarme a Madeleine a Londres. Esa fue siempre mi intención. Como ya te dije durante nuestra última charla, no creo en los castigos rápidos. ¿Y qué es lo único peor que Madagaskar? El lujo del hogar, el tener que pasar el resto de su vida como mi fiel esposa, dócil y agradecida.
—Vuelves a mentir —dijo Madeleine. Le daba asco—. No serás capaz de soportarlo.
—Lo soporté seis meses sin que sospecharas lo más mínimo.
—Por eso no… —Burton escupió sangre—… no está tatuada.
—Exacto. Me aseguré de que no lo hicieran. No podría reisentarte en nuestra sociedad con un número tatuado como brazalete. También te conseguí una casa en Boriziny Strasse. Me costó una fortuna en sobornos.
—¿Pretendes que te esté agradecida?
—La próxima vez te abandonaré en una pocilga.
Madeleine se frotó las muñecas, las sentía indignas. Le hubiera gustado tenerlas tan púrpuras como las de Salois.
—Mi plan original era dejarte aquí un año, quizá dos —siguió Cranley—. Por eso escogí Boriziny; allí podía tenerte controlada. Al final me habrías suplicado que te llevara a casa, lo que fuera con tal de salir de la isla. Eso me gustaba: que estuvieras tan desesperada como para desear tu propio castigo. Pero tuve que venir antes de lo previsto por culpa de tu amante.
—Nunca volveré. —Pensó en Salois y su tormento diario—. Antes prefiero morir.
—¿Prefieres morir que ver a Alice, que vivir como un ser humano?
—Nunca volveré —volvió a decir, como si repitiéndolo pudiera convencerlo.
—Por eso trasladé a tu familia. Ahora viven en una preciosa casita del valle de Natal —le dedicó una sonrisa indulgente—. Si te niegas a venir conmigo, las devolveré a Madagaskar. Tu madre está enferma, Madeleine, no creo que pueda sobrevivir al viaje. Nada quebranta más el espíritu que la pérdida de la esperanza.
—Tienes que ir con él —insistió Abner. Su expresión era la de un loco deseoso de que su hermana aceptase la propuesta—. No es tan malo como este lugar, Leni, y podrás volver a ver a tu hija.
—Has perdido la cabeza.
—Piensa en los demás por una vez, no sabes lo duro que fue para tu familia. Ya lo fue cuando nos abandonaste, no queremos sufrir más. Esta vez tienes que hacer lo que debes.
Madeleine captó el fervor en su voz, y el lamento, y el resentimiento que había estado cociéndose a fuego lento desde el día en que ella se marchó de Viena y él quedó atrás, como la sopa de remolacha que su madre solía cocinar y dejaba en el fuego hasta que abrasaba. Su deseo de salvar a la familia, de salvarse él también, lo había convencido de que lo que hacía era justo. Lo odiaba, pero tampoco podía condenarlo del todo. Quizás Abner creía que hacía lo que pensaba que era mejor para ella.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —se quejó Madeleine.
—Si hubieras pasado diez miserables años aquí, si supieras que la rebelión está condenada y no te quedara ni un átomo de esperanza, si Samuel hubiera muerto en tus brazos, habrías hecho lo mismo.
—Pudiste avisarme.
—Te conozco demasiado, Leni, habrías desaparecido… y ya nos lo pusiste bastante difícil sin hacerlo. Para empezar, no habrías vuelto a Antzu; y después, preferiste seguir a Salois. Si te hubieras quedado un par de horas más en Boriziny, todo se habría solucionado.
—Parece que tenías un plan perfecto.
—No gracias a ti. Fue pura suerte que encontrase una radio en las pocilgas. Gracias a ella pude avisar a tu marido de que veníamos a Mandritsara.
—No es mi marido.
—He tenido que hacer un gran esfuerzo para encontrarme contigo, Madeleine —intervino Cranley—. Podría haber enviado a cualquiera de mis agentes, pero preferí venir en persona. Vas a volver conmigo.
Pero había un temblor en su voz que ella no conocía; su jactancia ocultaba algo. Madeleine volvió a frotarse las inmaculadas muñecas.
—¿Y Salois?
—Tu hermano no contaba con su intervención.
—Cree que estáis en Mazunka.
Cranley se irguió desafiante.
—Si mi presencia ayudó para que aceptase la misión, tanto mejor.
—Él cree en ti.
—Un engaño necesario. Por el bien de todos es esencial que llegue a Diego Suárez.
—Para forzar a Estados Unidos a declarar la guerra —explicó Abner, como si creyera que eso demostraba la benevolencia de su marido.
—No —corrigió Cranley—. Precisamente para que no lo haga.
Abner habló con cautela. Madeleine pensó que él se daba cuenta de que había cometido un error, involuntario, que podía costarle su viaje hacia la libertad.
—Pero… yo ayudé a que Salois consiguiera explosivos —dijo él. Una justificación que sonaba a disculpa—. Yo…, los Vainillas, quiero decir, creemos que es imposible vencer sin la implicación de los norteamericanos.
—Y yo os estoy agradecido por ello —sonrió Cranley.
—Pero… podrá atacar Diego Suárez.
—Y quiero que lo haga. Lo que no quiero es que tenga éxito.
Burton tosió y expulsó otro pegote de sangre.
—Me parece una repetición de la jugada del Kongo.
—Es parte de la misma operación, sí, parte de un plan más amplio que nos asegurará la estabilidad a todos. Globocnik no es distinto de Hochburg, ambos son saqueadores desconectados de la verdadera realpolitik. Antes del presidente Taft todo eso importaba poco, pero aceptó el dinero de los judíos para llegar a la Casa Blanca y ahora sus financieros tienen los ojos puestos en Madagaskar. Es solo cuestión de tiempo que Globus los provoque. —Se dirigió a Madeleine—. Envié a Salois para detener al gobernador.
En casa, Jared era discreto con sus tareas ministeriales, los viajes a capitales extranjeras y las visitas a Downing Street. Ahora, los nombres y los detalles fueron encajando como un rompecabezas. De repente lo comprendió todo y sintió repulsión hacia su exmarido.
«Quería impresionarme», pensó. Por eso había venido a Madagaskar, por eso llevaba uniforme y empuñaba una pistola. Bajo su engreída confianza sentía miedo. O desconcierto, como mínimo. Ella había elegido a un vulgar soldado —un hombre surgido del desierto y las privaciones, un hombre que ni siquiera podía ofrecerle un cuarto de baño decente— antes que a él. El sistema de valores de él no podía comprenderlo ni admitirlo; quería demostrarle su poder, no solo sobre Burton, sino sobre el mundo. Si conseguía convencerla de que era capaz de controlarlo todo, ella no tendría más remedio que someterse a su voluntad.
Cranley clavó los ojos en los de Madeleine.
—Salois atacará la base de Diego Suárez. Y si a ese ataque se le suma una nueva rebelión, quedará demostrado que Globus ha perdido definitivamente el control de la situación. Es el hombre de Himmler, y Himmler odia hasta el más leve indicio de fracaso. Globus será llamado a Germania o no tendrá más remedio que pegarse un tiro por la humillación de su descalabro. Pase lo que pase, la amenaza contra los judíos quedará eliminada y eso tranquilizará a Washington.
Madeleine le devolvió la mirada con desprecio.
—¿Así de simple?
—El gobernador Bouhler fue destituido por menos que eso.
—Puede que coloquen a alguien peor que Globus en su lugar.
—No solo a Londres le gustaría librarse de Globus, hay más interesados. Mis contrapartidas en Germania han filtrado que, pase lo que pase con el gobernador, la Armada se hará cargo temporalmente de la isla y reprimirá la rebelión. Son marinos, no carniceros de la Schutzstaffel. Después, la isla formará parte de las obligaciones de Heydrich. Y él ya tiene un sucesor designado, Herr Bischof. Un contable. Se suele confiar en los auditores para calmar cualquier situación.
—Pero los bombarderos… —dijo Abner.
—¡No hay bombarderos, nunca los hubo! Salois destruirá las defensas antiaéreas, pero nada más. El daño será mínimo, la flota del África Oriental seguirá indemne… ¿y a quién culparán? A un judío, un judío vengativo con el cuerpo completamente tatuado, muestra inequívoca de su locura. Es decir, un asunto de seguridad interna. Otra prueba de la inutilidad de Globus.
—¿Vas a sacrificar a Reuben?
—En un altar ya muy abarrotado de mártires.
—Es un buen hombre —dijo Madeleine.
—Que asesinó a su mujer embarazada, seguro que no te lo dijo. —Como ella no respondió, Cranley añadió—: En este mundo hay muchos hombres buenos. ¿Qué diferencia hay entre que haya uno más o uno menos?
—Así que nunca tuvo ni la más mínima posibilidad.
—Ninguno la tuvisteis.