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Antzu, 20 de abril, 15:30 horas
—¿Libélula?… ¿Me recibes, Libélula? Cambio.
Libélula, la contraseña de Cranley. La había elegido lanzando una de sus risas huecas. Salois habló con la boca pegada al micrófono, sosteniéndolo con una mano y moviendo el dial de la radio con la otra para encontrar la frecuencia exacta. Estaba convencido de que Cranley había conseguido llegar hasta la orilla y estaría dirigiéndose a la estación de radar de Mazunka. Salois iba a continuar hacia Diego Suárez mientras pudiera. Se habían perdido demasiadas vidas para abandonar la misión. Sintió el cansado palpitar de haber engañado otra vez a la muerte, la sensación de ser de algún modo inferior a los demás que habían muerto en la playa. Por eso, y por el orgullo que le quedaba, no quería que Rolland informase de que habían fallado. La culpa recaería inevitablemente en él, en el judío.
—¿Libélula? ¿Cranley?
Solo obtuvo el crujido de la estática como respuesta.
Las telecomunicaciones estaban prohibidas para los judíos en toda la isla. La sala de radio donde se encontraba estaba oculta en una minúscula bodega en los cimientos de la sinagoga y solo se podía acceder a ella tras bajar tres tramos de escaleras ocultos por una trampilla. No tenía ventilación y la única luz era la de una vela. Siguió luchando con la estática cuando se abrió la puerta.
—¿Has terminado? —preguntó el rabino—. Alguien más espera.
Salois giró la rueda de la frecuencia para que nadie más viese la que había estado probando y recogió su mochila. La noche anterior había vuelto a la playa y había salvado todo lo que pudo encontrar: media docena de granadas, detonadores, bengalas de humo, verdes para que los bombarderos supieran que las defensas antiaéreas habían sido destruidas y rojas para abortar el ataque. Toda la comida se había perdido. Había devorado dos cuencos de sopa de arroz y boniato que le había dado el rabino, pero seguía hambriento.
No tenía explosivos.
Subieron las escaleras. El dobladillo del pantalón del rabino, que iba delante de él, dejaba al descubierto sus talones huesudos. Arriba les esperaba un hombre con gafas y casi calvo, muy moreno. El rabino le indicó que podía bajar, antes de guiar a Salois por un laberinto de pasillos sombríos. Este pudo vislumbrar aulas vacías y unas pocas ventanas, pero con la visión bloqueada por montones de tierra y basura. Contra algunas de las paredes se apilaban sacos de arroz marcados con la enseña COMITÉ DE DISTRIBUCIÓN COLECTIVA; en algunos puntos tenían que aplastarse contra ellos para seguir adelante.
—¿Es cierto lo de los sacos? —preguntó Salois.
Conocía al rabino desde hacía tiempo. Era famoso por su caridad y su dedicación al baile. No había participado en la mered, «rebelión», pero tampoco se avergonzaba de ella.
—Por la isla circulan demasiados rumores —respondió.
Durante la rebelión, los nazis incautaron toda la comida enviada desde Estados Unidos. Se decía que les devolverían el arroz pero saco a saco, uno por cada diez Judíos de la Vainilla que el Consejo delatase. Los veinticuatro miembros del Judenrat, el Consejo Judío, no se consideraban a sí mismos colaboracionistas. Sumisos tras años de vivir al borde del precipicio, aceptaron su suerte en Madagaskar, creyendo que era más sabio obedecer a los nazis y construir la mejor sociedad posible, que enrolarse en una resistencia fútil y sin esperanza. Salois sabía que ir a Antzu y pedir ayuda al Consejo era correr un riesgo, pero los Vainillas no tenían un mando central y no tenía tiempo de vagar por la selva a ver si se encontraba con una banda de combatientes. No se le ocurrió otra alternativa. Un miembro del Consejo, Zuckerman, a quien el valón había conocido de pasada cuando trabajó en Diego Suárez, tenía una vena más militante y quizá podría convencerlo para que lo ayudase.
El rabino llegó hasta una pesada puerta de madera y le ofreció a Salois una kipá, como ya hizo la primera vez que llegó. Pero esta vez fue inflexible.
—Si quieres ver al Consejo, tienes que ponértela.
Del otro lado de la puerta les llegaban voces airadas. Salois se colocó la kipá en la coronilla. La sintió tan poco familiar como si fuera un casco alemán. El rabino lo condujo a través de la puerta hasta una sala que resonaba como un almacén. El aire era un tormento: caluroso, turbulento y harinoso.
La inquietud se adueñó de Salois. El santuario estaba en sombras, a excepción de la ner tamid, la «luz eterna», cuyo brillo era pálido. Por encima de la estancia, a nivel de calle, había una galería donde se les permitía a las mujeres sentarse y rezar. Era la segunda vez que pisaba un lugar similar. La primera fue en Amberes, el día que huyó de la ciudad con las manos todavía ensangrentadas. Entonces se dio cuenta de que, si se marchaba, dejaría atrás algo más que su crimen, que renunciaría a su vida, a los lazos con la familia y los amigos, y a todo lo que le era habitual, incluso a su nombre. No habría vuelta atrás. Invocó a Dios y le juró que si le enviaba una señal, se quedaría y afrontaría el castigo que le correspondiera. Siguió allí hasta el anochecer.
La sinagoga de Antzu era la única de la isla, una concesión del gobernador Bouhler con el tácito consentimiento de Heydrich. Tras el programa de limpieza étnica autorizado por los nazis, era la única sinagoga al este de Nueva York. Como los materiales de construcción estaban restringidos —los nazis temían que el hierro y el cemento se utilizaran para la defensa militar— había sido construida con madera, excepto la chimenea de ladrillos, como las sinagogas de los poblados. Lo llamaron el estilo malgache. Se permitió que entraran en la ciudad trabajadores del Sector Oriental para construirla. La tradición talmúdica dictaba que la sinagoga debía ser la estructura más alta de la ciudad, a lo que Bouhler se negó, hasta que el Consejo sugirió una solución. Los ingenieros de las SS abrieron un profundo agujero en el terreno y la sinagoga se construyó sobre esa base, así era el edificio más alto de la ciudad, aunque la villa del gobernador estuviera situada en un terreno más elevado.
El Consejo estaba reunido en torno a siete mesas formando un octógono, cuyo lado vacío servía como abertura para entrar y salir de la figura geométrica. Todos los miembros eran ancianos y vestían trajes que tenían más de diez años, pero lavados y planchados, por lo que su aspecto era bastante aparente. Llevaban la camisa abotonada hasta la garganta, sin cuello, y se habían remangado para poder trabajar con comodidad. En la muñeca no se veía ningún tatuaje; a los pertenecientes al Consejo se les perdonaba esa indignidad. Frente a ellos había tinas de sal y de harina de arroz; la masa subía bajo los paños.
—¿Qué están haciendo? —le susurró Salois al rabino.
—Al Consejo le está prohibido reunirse durante el Führertag, así que están haciendo pan. Si se presenta una patrulla, simplemente están preparando comida para los necesitados.
—¿Aquí pueden entrar patrullas?
—Estamos en la estación del monzón, pero eso no significa que hoy tenga que llover.
Salois buscó con la mirada a Zuckerman entre los ancianos, pero no lo encontró. En las sombras, tras la mesa, dos panaderos cuidaban de un horno. Se amontonaban un montón de barras de pan, barras de forma irregular, producto de manos no profesionales.
—Ese es Wischblatt; ha dirigido el Consejo este pasado año —dijo el rabino, señalando al hombre sentado a la cabecera del octógono. Tenía el aspecto de un abogado de provincias, con la piel manchada de harina y la cabeza lisa como una piedra, salvo una pequeña franja de pelo sobre las orejas—. Debes esperar a que te llame.
Los miembros del Consejo intercambiaban acalorados comentarios en alemán, el idioma oficial del Judenrat. Su ira no se dirigía contra sus interlocutores, ni siquiera contra los nazis, sino en otra dirección. Algunos de los rostros estaban surcados de lágrimas. Al principio, Salois luchó por comprender el hilo de las discusiones. Parecía que durante la noche había sucedido algo muy especial: la nueva rebelión era contagiosa y el deber del Consejo era apaciguarla y dejarle claro a Globus que la condenaban. Salois se acordó de Rolland, Turneiro y Cranley. «Otra vez me veo ante hombres que hablan demasiado», pensó. Pero, de repente, comprendió de qué estaban hablando y sintió un estallido de dolor y de rabia.
Se liberó de la mano del rabino que pretendía sujetarlo y se metió entre las mesas. Tuvo la impresión de que se enfrentaba a un tribunal.
—¿El Arca ha sido destruida?
—Ardió esta misma mañana —respondió alguien del Consejo—. Nuestros archivos han quedado reducidos a cenizas.
Wischblatt le hizo callar.
—Rabino, ¿quién es este extranjero que has traído hasta nosotros?
—Soy el comandante Reuben Salois. Luché en el Benelux y con las brigadas Vohemar durante Mered ha-Vanill. He venido a ver a Zuckerman.
Soltó la mochila a sus pies, con el consiguiente tintineo de las granadas, y miró alrededor de las mesas en su busca.
—Cuando la rebelión fracasó, los supervivientes de las Vohemar fueron enviados a Steinbock para que trabajasen en las minas. —La voz de Wischblatt sonó melodiosa, autoritaria, con un toque de rencor que no podía disimular—. Estamos mejor sin ellos; querían conducirnos a los hornos.
—Nunca llegamos a las minas. Los nazis nos hicieron cavar nuestras propias tumbas y ejecutaron hasta el último hombre.
Wischblatt lo evaluó enarcando una ceja.
—Entonces, tenemos ante nosotros a un fantasma.
—El destino me salvó y escapé de África. Ahora estoy buscando a Zuckerman.
—¿Zuckerman? Mmm, ¿cuál es la expresión?… Se fue a América.
Muerto, dedujo Salois. Claro que estaba muerto. Todo el mundo estaba muerto. A todo el mundo se le concedía la liberación de la muerte, menos a él. Lo atravesó una fugaz desesperación y luego lo inflamó el odio. Los nazis habían destruido sus archivos y ahora le tocaría a la población. Tenía que continuar con Cranley o sin él, aunque fuera sin esperanza de tener éxito. Si el Arca era un símbolo, también lo era Diego Suárez.
Salois volvió a estudiar los rostros del Consejo. ¿Podría persuadir a uno de ellos? Le deprimía depender de aquellos hombres.
—No tenía planeado rogarles que…
Wischblatt lo interrumpió.
—Este Consejo propugna la detención de los Judíos de la Vainilla, en realidad la de todos los grupos de resistencia, tanto por su propio bien como por el nuestro. —Le hizo un gesto a un hombre de enmarañado cabello negro y mandíbula de buey—. Yaudin es nuestro jefe de policía. Es hora de que sus guardias te saquen de aquí.
Dos jupos dieron un paso al frente.
Yaudin alzó una mano para detenerlos. En uno de los dedos llevaba un anillo de boda, una rareza entre los isleños. Hacía tiempo que la mayoría de ellos habían sido robados o intercambiados. El policía parecía irritado por las órdenes de Wischblatt.
—Yo era amigo de Zuckerman —le dijo a Salois—. Y Zuckerman habría dicho que este es un hombre valiente que pudo escapar para siempre, pero que eligió regresar. Cualquier otro día habría estado de acuerdo con Herr Wischblatt. —Su acento era de los barrios bajos berlineses—. ¿Por qué has vuelto?
—Para destruir Diego Suárez.
Una ola de rabia seguida de risas incrédulas recorrió a la mayoría de los presentes. Salois explicó el plan de Cranley, pero solo les contó aquello que necesitaban saber, esperando que su franqueza los persuadiera.
—Estás loco —dijo Wischblatt temblando—. Las represalias…
—… harán que los norteamericanos declaren la guerra.
—Una bendición para Inglaterra y su decadente imperio. Tus jefes nos mirarán arder desde el otro lado del Atlántico con prismáticos.
—Con los norteamericanos en África tendremos una oportunidad.
—¿Qué oportunidad? Estarán en el lado que no tienen que estar del canal de Mozambique. Los Vainillas nunca podréis derrotar a las SS.
—Eso es verdad. Pero hay un límite a la sangre que puede derramar Globus antes de que se vean obligados a intervenir.
—¿Como hicieron durante la primera rebelión?
—Es la única manera.
La puerta crujió al abrirse y entró el hombre con gafas, el que había estado esperando para utilizar la radio.
—La única manera de sobrevivir es cooperar con nuestros gobernantes —prosiguió Wischblatt, lleno de razón y de halagos—. Este Consejo lo ha demostrado. Mientras que vosotros, los Vainillas, sois cazados como perros, nosotros hemos creado una comunidad próspera. Pero si atacas Diego Suárez no distinguirán unos de otros. Serás responsable de la muerte de todo hombre, mujer y niño de esta isla.
—Ya están muertos. Los nazis ven este lugar como nuestra tumba y están dispuestos a llenarla; deprisa o despacio, da igual. El Arca es una prueba de ello.
—No en el Sector Occidental. No en Antzu. Mira todo lo que hemos conseguido. —Gesticuló, señalando la luz eterna—. Aquí vivimos como queremos. Cualquier judío puede caminar por las calles sin temor.
—Tus calles están vacías.
—¿Y dónde estarás tú cuando Globocnik se vengue? —preguntó Wischblatt—. ¿En Palestina? ¿En Estados Unidos quizá? Los británicos no abandonan a sus soldados ni se arriesgan a que los capturen. Seguro que han planeado una ruta de escape.
—Nos recogerá un bote en Kap Ost dentro de cinco días.
Kap Ost, el punto más oriental de Madagaskar. Podía verse desde las rutas entre Asia y el sur de África.
—¿Lo ves? —exclamó Wischblatt, contento por demostrar que tenía razón. Entonces, se dirigió al Consejo—: Primero provoca al ejecutor y después nos abandona para que suframos las consecuencias.
—No. —A pesar del elaborado plan de Rolland para extraer al comando, Salois nunca había pensado irse con él—. Yo me quedaré y lucharé.
—Entonces, morirás —sentenció Wischblatt, antes de añadir—: Al menos no eres hipócrita. Yaudin, no queremos seguir escuchando sus palabras.
El policía contemplaba a Salois con la duda reflejada en los ojos.
—No entiendo una cosa. ¿Por qué arriesgarse a venir aquí? ¿Por qué nos cuentas todo eso?
Desde que había salido de Amberes, Salois recelaba de los policías sin importar cuál fuera su uniforme, pero podía ver la vacilación en la expresión de Yaulin.
—Para intentar convenceros —respondió—. Para suplicaros. Necesito hombres y explosivos.
—Entonces, Dios nos sonríe —dijo Wischblatt—. No hay explosivos en Antzu.
—Algo debéis de tener.
—Tu viaje ha sido en vano, comandante Salois —sentenció Wischblatt con un enfático y satisfecho movimiento de la cabeza.
—Sé dónde encontrar explosivos.
Salois y los miembros del Consejo miraron al hombre con gafas. El valón se fijó en que las mangas de su camisa no dejaban ver más allá de las muñecas.
—Rabino, ¿quiénes son estos vagabundos que nos has traído hoy?
—Me llamo Abner Weiss y ya hablé una vez ante el Consejo. Ben Zeev me manda con noticias. Han ocurrido más cosas además del incendio del Arca. Los nazis están cerrando las fábricas y las granjas, y están enviando a todo el mundo a las reservas.
Wischblatt pidió silencio.
—Solo a los que se han unido a vuestra Rebelión de los Cerdos. Yaudin, insisto en que arrestes a esos hombres. Tenemos asuntos más importantes que discutir.
El jefe de policía seguía indeciso.
Otro de los miembros del Consejo tomó la palabra, señalando a Salois.
—¿Cómo sabemos que es judío? Esta mañana destruyen el Arca y el mismo día aparece un extraño prometiéndonos la salvación si ayudamos a su revuelta. Si dice la verdad sobre las reservas, puede que lo haya enviado Globus, que sea un agente provocador.
Un murmullo de aprobación recorrió la mesa.
—¿Puedes probar quién eres? —preguntó Yaudin.
—¿Que si tengo alguna documentación? No.
—¿Y cómo podemos confiar en tu historia?
Salois miró primero a los ojos de Yaudin y después a los de todos los miembros del Consejo uno tras otro, terminando con Wischblatt. Avanzó hasta el centro del octógono y se desabrochó los puños de su caftán, lleno de manchas de sal y de sangre. Hizo lo mismo con los botones del pecho y se lo quitó por encima de la cabeza. La prenda cayó al suelo.
Salois alzó los brazos con las palmas hacia arriba y, lentamente, empezó a girar sobre sí mismo para que todos los reunidos pudieran ver su torso desnudo.
El carbón del horno crepitaba. Los dos panaderos habían dejado de trabajar y miraban embobados a Salois con la boca abierta por el horror. Wischblatt contempló al hombre hasta que, como el resto del Consejo, tuvo que taparse los ojos.
—¿Queréis verme las piernas? ¿Las plantas de los pies? —preguntó Salois retador. Su voz era fúnebre, salvaje. Empezó a desabrocharse el cinturón.
—Ya basta —dijo Yaudin—. Te pido disculpas, comandante. Todo el Consejo te las pide. Y compartimos tu dolor.
—Solo quiero vuestra ayuda.
La noche de las ejecuciones, antes de lanzarse al canal de Mozambique, Salois había gateado entre la multitud de cadáveres leyendo sus antebrazos a la luz de la luna, memorizando todos los números que fue capaz. Parecía que tantas almas le dieran a su mente una capacidad sobrenatural. Más tarde, cuando su cuerpo se curaba y engordaba en el monasterio de Inhambane, le pidió a uno de los jesuitas una aguja y un tintero. Pasó días recitando todos los dígitos que recordaba, tatuando su piel hasta que todo espacio libre adoptó un color índigo.
Abner recogió el caftán del suelo y se lo tendió a Salois, que volvió a cubrirse el cuerpo. Cuando lo exponía se sentía desdichado, como si fuera el culpable de la historia que narraba su piel.
—¿Qué tipo de explosivos? —preguntó, abrochándose los botones.
—Dinamita, sobre todo. Los británicos la metieron de contrabando en los suministros que nos enviaron.
—¿Dónde?
—No lo hagas —pidió Wischblatt—. ¿Crees que nos gustan los nazis? Los odiamos tanto como tú.
—No es cierto —negó Salois—. Solo buscáis mantener vuestra posición. Ignoráis a vuestros compañeros a cambio de una cabaña en Boriziny y un saco extra de arroz.
Las mejillas de Wischblatt enrojecieron.
—Es una posición inteligente. Sin el Arca, tenemos que ser más cautos que nunca.
—Sin el Arca, nadie nos salvará de Globus… excepto Estados Unidos.
Salois despreciaba al Consejo por su falta de valor, pero comprendía que quisiera preservar la fragilidad —la ilusión— del mundo que habían creado tras los muros de Antzu. Un lugar donde los niños podían jugar sin miedo a ser alcanzados por un disparo y donde sus padres morían tranquilamente en sus camas; donde podías pasear con tu esposa, aunque fuera soportando el hedor de las cloacas a cielo abierto. Quizá por eso sentía tanto resentimiento, porque tenían familia que proteger.
—Hay una granja de cerdos en Nachtstadt, a unos treinta kilómetros al este —informó Abner—. Enterramos los suministros entre los gallineros.
—¿Me ayudarás? —Salois estudió los ojos del muchacho y vio demasiadas emociones para poder descifrarlas. Esperanza, excitación, alivio. ¿Frustración y culpabilidad entre ellas?
Abner sacudió la cabeza.
—Puedo decirte cómo llegar hasta allí y dónde buscar los explosivos, pero tengo que quedarme en Antzu.
—Eres uno de los nuestros —dijo Salois, señalando las mangas de Abner.
—Desde los primeros días de la mered.
—Entonces, tienes que venir conmigo.
—Hace veinticuatro horas te hubiera seguido sin dudarlo, pero las cosas han cambiado. Acabo de encontrar a mi hermana tras años de estar separados. Tengo que cuidar de mi familia.
—Si es necesario, puedo encargarme de Diego Suárez yo solo, pero necesito que me lleves hasta la dinamita.
El rostro de Abner reflejaba su angustia.
—Puedo enviar un mensaje a Ben Zeev. Él aportará todo un ejército.
—¿Cuánto tardaría?
—Dos o tres días.
Salois se acercó al joven para que el Consejo no pudiera oírlos con la esperanza de ganarse así su confianza.
—Hay un tren capaz de llevarme hasta el corazón de la base. Sin guardias ni controles, los británicos lo han preparado. Pero necesito estar allí esta noche.
Abner dio un paso atrás.
—¿Tienes una hermana? —preguntó—. ¿Una madre?
—No.
—¿Una esposa?
—No tengo a nadie.
—Si tuvieras a alguien, quizá me comprenderías.
Salois apartó a Abner y se dirigió a Yaudin.
—Dame dos de tus guardas.
—No sé. Mis hombres solo protegen la ciudad. Ninguno quiere ser un héroe.
—Madagaskar no hace héroes. —Probó con el rabino—. ¿Y tú?
—Yo blando la sabiduría de Dios, no su espada.
Salois no pudo ocultar su disgusto.
—¿Ninguno de vosotros me ayudará? ¿Ningún compañero judío? —Silencio. Levantó la vista hacia el cielo y lanzó un pequeño pero despectivo suspiro—. Entonces, merecéis vuestro destino.