26
Línea férrea Tana-Diego Suárez, 18 de abril, 17:00 horas
—¿Abner?
Cuando Madeleine se acercó a él, Abner se encontraba de pie, de espaldas a ella y sobre un montón de alemanes muertos. Otros Judíos de la Vainilla les robaban el pantalón a los cadáveres tras haber reunido todas las armas posibles.
Su hermano giró en redondo y le dedicó una mirada inquisitiva, filtrada a través de sus gafas, a la que siguió un amago de reconocimiento que terminó en desconcierto. De cerca se le veía más deteriorado: su piel era de un rojizo oscuro debido al sol y tenía las mejillas hundidas. El muchacho regordete de quince años atrás ya no existía. Su pelo largo, lacio y sin vida era ridículo: ella lo recordaba casi rapado en las sienes y la nuca. «Pareces uno de esos nazis», solía recriminarle su madre.
—¿Te conozco? —preguntó. El negro de su gabardina brillaba como las plumas de un pavo real.
—Soy Madeleine.
Su mirada siguió desconcertada.
—Madeleine Weiss —añadió ella, conteniendo un pinchazo de dolor que se convirtió en vergüenza—. ¡Dios Santo, soy tu hermana!
—Mi hermana vive en Inglaterra y está casada con un hombre importante.
—¿No recibiste mis cartas? Nunca recibí respuesta.
—Antes de la rebelión solíamos escribirnos mucho… —Se frotó la barbilla y observó a la mujer que tenía ante él—. ¿Leni?
Un día, cuando ella tenía doce o trece años, Abner volvió a casa tras una clase de lucha libre y empezó a llamarla Leni. No tardó en convencer a toda la familia —excepto a su padre— para que adoptaran ese nombre. Ella lo odiaba. Nadie había vuelto a llamarla así desde que huyó de Viena. Un inesperado sollozo pugnó por surgir de su garganta y tuvo que taparse la boca para ahogarlo.
—¿Leni? ¿Madeleine? —repitió incrédulo pero divertido—. No puede ser.
Su hermano la abrazó intensamente, con tanta fuerza que no pudo liberar los brazos para corresponderle. Era como estar inmovilizada por un esqueleto. Madeleine creyó que la había reconocido desde el primer momento y que había estado tomándole el pelo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, soltándola—. Tendrías que estar en Inglaterra, tan a salvo como el rey.
Se había enfurecido cuando ella huyó de Viena y él no pudo seguirla. La bombardeó a preguntas, lanzándole a la cara un aliento acorde a sus dientes podridos.
—El rey murió el año pasado, ahora tendremos una reina —aclaró ella, sintiendo que su cerebro estaba a punto de explotar. ¿Cómo podía explicarle todo lo que le había pasado?
Enterrada en la Ley de Evacuación de Eden que autorizaba el exilio de los judíos británicos, había una cláusula referente a los matrimonios mixtos. La solución más fácil era la anulación, lo que implicaba la deportación del cónyuge judío. Los que eligieran seguir casados tendrían que obtener una licencia para su consorte. Toda descendencia quedaba sujeta a una estricta directriz conyugal: ningún hijo de un judío podría casarse con otro judío ni podría tener hijos o nietos de judíos. Así, como establecían las Leyes de Núremberg, el problema dejaría de existir en apenas tres generaciones. Los abogados de Germania echaron humo, hasta que les dijeron que Hitler opinaba que debían «cerrar los ojos ante las pequeñas irregularidades». No estaba dispuesto a caer en la trampa de empezar una guerra por un puñado de irreverentes. Antes de que Lyall y Russell se llevasen a Madeleine hasta Tana, le hicieron firmar los papeles de divorcio que había preparado Cranley. Su firma anulaba toda protección legal.
—Me deportaron —confesó ella.
—¿Y tu marido? ¿Por qué no te mandó a Estados Unidos? Erais ricos.
Madeleine sacudió la cabeza sin responder.
—Al menos tendrían que haberte enviado al Sector Occidental…
—Lo hicieron. A Antzu.
—Entonces, ¿qué hacías en ese tren?
Todas sus preguntas sonaban como una acusación. Jacoba apareció junto a ella. Había estado admirando los caballos.
—Ya te lo dije, este es el tren de los Destinos. Os ha reunido a los dos.
—¿Quién es ella?
—Una amiga.
—Me voy a Antzu —sentenció Jacoba—. Vuelvo a la civilización.
—Bien. Puedes llevarte a Leni contigo. —Abner siempre había dado por hecho que le decía lo que tenía que hacer; era la tiranía del hermano pequeño—. Si camináis toda la noche, llegaréis allí mañana.
—No —cortó Madeleine.
—No me digas que piensas unirte a la rebelión, Leni —dijo su hermano, dejando escapar un bufido desdeñoso—. Nunca fuiste una buena luchadora.
Cuando se enfrentaban en casa, no importaba lo ferozmente que lo golpeara, Abner siempre terminaba indemne. En cambio, en cuanto ella recibía el más ligero golpecito su piel se tornaba de color malva.
—Quédate con tu amiga —concluyó Abner.
—No pienso ir a Antzu.
—Es el lugar más seguro de la isla…
—Ben Zeev no opina lo mismo.
—Solo es propaganda para que los polacos crean que podemos ser tan malos como ellos, para convencerlos de que se unan a la lucha. Los necesitamos. Pero tienes una oportunidad que ellos nunca tendrán. —Se quitó las gafas y la miró fijamente—. Sigo sin comprender por qué estabas en ese tren. Si no hubiéramos tendido la emboscada, habrías terminado en la reserva.
—Estuve en el hospital…
—¿Estás enferma?
—Me quitaron la ropa, la documentación, mi… me lo quitaron todo. Después no podía ni hablar.
El shock del nacimiento de sus hijos la había dejado muda. Cuando le dieron el alta seguía sin poder hablar. La llevaron al despacho de un Hauptsturmführer, que le exigió saber en qué sector vivía y dónde estaba su documentación. Su silencio imperturbable lo enfureció. La inclinó sobre la mesa de despacho y se aflojó la hebilla del cinturón. A ella no le importaba lo que pudiera hacerle. Contó seis azotes, pero ninguno logró que lanzase un simple murmullo. Toda sensación se había reducido a una sola imagen, la de Cranley mirando la sangre que manchaba su pañuelo mientras se la llevaban. Antes del séptimo latigazo el Hauptsturmführer estalló en lágrimas, balbuceando sobre la presión a la que estaba sometido, las cosas que lo obligaban a hacer y lo mucho que añoraba a su mujer y a sus hijos. Firmó un documento y se lo entregó a Madeleine. Un viaje en camión, otro en tren y al final, el matadero. Sobre los días anteriores, los de los análisis y las exploraciones, sobre sus llantos y sus pechos que no amamantaron, se negó a pensar.
—Quiero volver allí, a Mandritsara —dijo Madeleine con firmeza.
—Está en la Reserva Sofía —replicó su hermano—. Los nazis dicen que es «una instalación para tratamientos especiales». Acabo de recuperarte, Leni, no quiero perderte otra vez.
—Estaba embarazada. Me robaron mis hijos.
—Entonces, ya están muertos.
Lo dijo con tanta seguridad que sintió ganas de abofetearlo. Madeleine lo miró a los ojos negándose a creerlo y, por primera vez, comprendió que su hermano pequeño había visto demasiada muerte para que aquello pudiera conmoverlo.
—El doctor dijo que eran buenos especímenes. No los mataría.
—Lo siento, Madeleine. Allí llevaron hombres con la fu-fuerza de Sansón y nunca volvieron. —Su tono seguía siendo monocorde—. Cuentan historias de experimentos, inyectan la malaria, el tifus… Nos dan drogas como si fuésemos ratas de laboratorio.
Madeleine se tapó las orejas como si fuera una niña y aulló.
—¿Cómo puedes decirme eso?
—Para que no vayas allí. Para ahorrarte una agonía —respondió casi gritando—. Lo me-mejor que puedes pensar es que eran demasiado pequeños para saber lo que les estaba pasando.
—¡Abner!
El grito provenía del techo del tren. Uno de los Judíos de la Vainilla señalaba la cima del valle. Silueteados contra las nubes se veían en fila hombres con salacots y fusiles.
—La Jupo —maldijo su hermano entre dientes—. Tenemos que movernos.
—¿Qué?
—La policía.
—Pero son judíos…
—Sí.
—Entonces ¿por qué tenemos que irnos?
La Jüdische Polizei —la Jupo— había sido creada por las SS. Su misión era mantener el día a día del orden público y acosar a los resistentes.
—Quédate aquí, volveré lo antes posible —dijo Abner. Sonrió, mostrando de nuevo sus dientes podridos—. Me alegra haberte encontrado, Leni.
Cuando ya se había ido, Madeleine dio varios pasos mirando a la distancia. El sol se hundía tras las montañas. Jacoba la siguió y le tiró de la manga hasta que logró detenerla.
—Tu hermano tiene razón, solo intenta salvarte.
—Mis hijos están vivos, lo sé —aseguró, frotándose la nuca que a Burton tanto le gustaba mordisquear—. Y nadie va a impedir que vaya a buscarlos.
—Al menos, despídete de tu hermano. Yo nunca tuve esa oportunidad con mi hija. ¿Y si no vuelves a verlo?
Los Judíos de la Vainilla bullían a su alrededor preparándose para partir. A través del espacio entre los vagones, Madeleine vio una procesión guiada por hombres a caballo que se dirigían hacia Zimety; en la retaguardia, Danuta y unos cuantos niños los seguían sujetos a una cuerda para no perderse. Madeleine pensó en los noticieros cinematográficos que había visto sobre judíos soviéticos que llevaban a Siberia: hileras de cinco hombres que se prolongaban casi veinte kilómetros avanzando penosamente hacia el este. Halifax había dicho que ningún judío británico sufriría tal infortunio.
—Ben Zeev me envía a Antzu —dijo Abner cuando volvió. Llevaba un fusil, una mochila y varias botellas de agua. Se había recogido el pelo en una cola de caballo—. El Consejo Judío tiene que saber que están llevando a los nuestros a las reservas. No pueden seguir ignorándolo.
—Jacoba puede acompañarte —replicó Madeleine agriamente—. Está ansiosa por volver a trabajar en los establos.
—Leni, por favor, no hay tiempo para discusiones. Vamos a volar el tren, y eso atraerá a más policías.
—Pero son judíos, ¿qué importa?
—La última vez que nos topamos con ellos, el encuentro terminó en sangre. Los jupos quieren confiscarnos las armas y entregarnos a los nazis…
La locomotora explotó.
En la cima del valle la policía judía estalló en gritos. Se lanzaron masivamente por la ladera como si cargasen en una batalla antes de que los adelantaran los oficiales montados. Los caballos estaban desenfrenados y parecían hambrientos; el suelo retumbaba bajo sus pezuñas. Madeleine y Abner corrieron en dirección contraria; la hierba húmeda les azotaba las rodillas. Jacoba no podía mantener su ritmo y Madeleine frenó un poco su carrera para animarla.
No tardaron en encontrarse solos, en medio de un paisaje esmeralda y bajo las nubes amenazantes. El ambiente era caluroso y asfixiante. Aparte de la refrigeración de la sala del hospital, Madeleine no recordaba haber sentido frío desde su llegada a Madagaskar. Añoraba un tiempo más fresco como añoraba las largas caminatas que daban Burton y ella por la costa de Suffolk, con el mar desvaneciéndose bajo la niebla y sus pasos sobre los guijarros como único sonido audible. O cuando hacía excursiones con su padre los años en los que se iban de vacaciones los dos solos. Caminaban todo el día absorbiendo el aire de la montaña, y Madeleine disfrutaba del paisaje y de sus pensamientos, aunque no los expresara en voz alta. Abner se enfadaba porque no lo invitaban. Cuando volvían a casa, descubría que le faltaban botones a alguna de sus blusas o que su lata secreta de dulces estaba vacía.
Entre sus recuerdos se abrió paso una pregunta; la pregunta que debería haber hecho antes.
—Abner, ¿qué sabes de nuestros padres?
—¿Ahora piensas en ellos? —contraatacó él, mesándose la barba—. Papá se fue a América.
—¿Y os abandonó al resto?
—Solo es una expresión, una forma de hablar —aclaró con un bufido desdeñoso—. Murió durante la travesía. Sin enfermar, sin que tuvieran nada que ver los guardias. Una mañana despertó… y se rindió. Solo nos dedicó una mirada vacía y apenas un susurro. —Su dolor parecía reciente—. Tres días después lo lanzaron al mar en alguna parte de Südwest Afrika.
Ella sintió que Jacoba le cogía la mano y le agradeció la húmeda palma en contacto con la suya.
—¿Mamá?
—Sigue viva.
—¿Me ha perdonado?
—Nunca deja de hablar de ti: «Madeleine era tan buena hija, tan lista por marcharse a Inglaterra. Demos gracias porque uno de nosotros está a salvo».
—Cuando llegué a Antzu pasé semanas buscándola, buscándoos a todos. Llamé a todas las puertas de la ciudad.
—Aunque hubieras probado en el Arca, no nos hubieras encontrado. Después del primer levantamiento nos trasladamos a Zimety, era más seguro. Sigue allí con Leah. —La hermana mayor de Madeleine.
—¿Cómo están?
—Mamá ya es muy vieja y está enferma; tiene malaria. Leah se casó aquí, en Madagaskar. Fue un día muy feliz, si eras capaz de obviar la lluvia, los mosquitos… y los nazis. —Sonrió ante el recuerdo.
Madeleine pensó en su solitaria boda. Para evitar verse agobiada por los muchos invitados que podía aportar el novio, Jared organizó una ceremonia íntima, aunque siempre sospechó que fue para evitar tanto su propia vergüenza como la de ella.
—¿Y el pequeño Samuel?
—Se unió a los Vainillas como yo. Creció y se hizo todo un hombre. —La voz de Abner vaciló—. También se fue a América hace pocos meses. Fue uno de los primeros mártires de la nueva rebelión. Míralo tú misma.
Acabó de remangarse y le enseñó el antebrazo. En la muñeca tenía un número tatuado: 6112195. Más arriba había otros tatuajes toscamente entintados en la piel, ocho en total. Abner señaló el último, que todavía conservaba alguna costra.
—Ese es Samuel.
—No lo entiendo.
—Es una tradición entre los Vainillas. Cada vez que cae un camarada, uno de nosotros añade su número para que no sea olvidado. Somos monumentos andantes. Algún día podremos grabar todos los números en piedra.
—¿Quiénes son los otros?
—Hombres que combatieron por un futuro mejor —sentenció con un tono piadoso.
Madeleine contempló la lista de números en su brazo. Durante sus primeros meses en Londres, escribía a sus padres cada semana y recibía cortas contestaciones, pero llegó un momento en que las cartas de Viena dejaron de llegar. En los años siguientes intentó descubrir lo que les había pasado. No sabía dónde se encontraba su familia durante la Operación Barbarroja de Himmler, si los habían embarcado hacia Madagaskar o los mandaron a Siberia. Nadie de la Cruz Roja pudo ayudarla. Asuntos Exteriores la rechazó y las demás instituciones judías la trataron con una palpable indiferencia, antes de que el departamento encargado de los refugiados fuera transferido a la Oficina Colonial. Se abrió paso con ruegos y súplicas a través de muchos despachos oficiales, hasta que su tenacidad la llevó al despacho de Jared Cranley. Él fue muy atento e insistió en que tomase una taza de té y unas galletas mientras charlaban, sin prestar atención a su vestido raído. Por entonces su búsqueda era cotidiana y llenaba las solitarias horas cuando no estaba trabajando. Se había resignado a creer que su padre, su madre, sus hermanos y su hermana estaban muertos, si no quemados o enterrados, tan lejos de su alcance como su infancia. Madeleine los había llorado mucho tiempo, rezó kaddish durante once meses —por sí misma, no por Dios—; entonces cogió unas tijeras para cortarse el pelo.
Oyendo ahora su destino, sintió la tristeza superficial que suele sentirse ante la tragedia ajena, como si leyera las necrológicas de un periódico. Su corazón estaba tan lleno de dolor por Burton y los gemelos que no le quedaba espacio para más.
Dejó de caminar y tocó el brazo de su hermano.
—¿Qué número es el de papá?
—Murió antes de que nos tatuaran. Fue Globus el que ordenó marcarnos, una de sus innovaciones para controlar a la población. Yo llevo a papá aquí. —Abner se palmeó el pecho—. Cuando te fuiste, le rompiste el corazón.
—Tú rompiste el mío cuando decidiste quedarte. Podríamos haber ido a Nueva York. Todos. Como una familia.
—El mundo nos cerró sus puertas, ¿te acuerdas? —Su voz era dulce, traviesa—. Si llego a marcharme contigo, mamá nunca me lo hubiera perdonado. No vayas a Mandritsara, Leni.
—Yo no tengo número —dijo ella mostrándole la muñeca.
—¿Cómo?
Madeleine se encogió de hombros.
—No puedes detenerme. —Y se alejó un paso de él.
—¿Y qué piensas hacer después? ¿Nadar hasta Inglaterra? —dijo con el mismo tono burlón de su niñez, como si las privaciones de Madagaskar no hubieran cambiado nada.
—Calmaos —intervino Jacoba, intentando tranquilizarlos.
—¿Es que piensas nadar con ella?
—No. Pero deja que conserve la esperanza.
De repente, Madeleine deseó estar sola. La opresiva historia de su familia, suavizada en su memoria por el tiempo de separación, volvió a ella con toda su fuerza. La primera vez que llegó a Londres, a veces pensaba que no solo había huido de Hitler.
Abner bajó el arma. No le apuntó directamente a ella, pero sí permitió que el cañón flotara en su dirección. Madeleine lo ignoró, se orientó hacia el sol menguante y se alejó caminando. Como si alguien hubiera pulsado un interruptor, empezó a llover.
—¿Adónde vas? —preguntó Abner a su espalda. Como no respondió, le gritó—: ¡Niña estúpida! ¡Vas en dirección contraria!
—Mandritsara está al norte.
—No desde aquí. Pasasteis cerca hace veinte kilómetros. Ni siquiera sabes dónde estás, Leni.
Madeleine se detuvo. Tenía el pelo empapado pegado al cráneo. Giró en redondo intentando orientarse. Su hermano trotó hasta llegar a su lado.
—Hazle caso, por favor —le recomendó Jacoba.
—Perdóname, Madeleine. No sé por qué, pero me he portado como un idiota. Yendo sola no conseguirás llegar a Mandritsara. Igual podrías tumbarte aquí mismo y dejarte morir. Si quieres tener alguna oportunidad de salvar a tus hijos, ven conmigo a Antzu. —Su voz era persuasiva—. Hablaremos con el Consejo, intentaremos que nos cedan hombres y armas.
—¿Desde cuándo el Consejo ha hecho algo más que hablar?
—Conozco a uno de los ancianos. Él nos ayudará.
Ella no sabía si confiar en su hermano o no.
—Solo si me dejan ir contigo a Mandritsara. Hasta el mismísimo hospital. Son mis hijos.
—Ya te he dicho que no eres una luchadora.
—La vida cambia.
—Leni, vi lo que pasó con el soldado que estaba bajo el tren.
—¿Qué?
—No pudiste apretar el gatillo. A pesar de todo lo que te ha pasado, no tienes estómago para ello. —Había nostalgia en su expresión. Gratitud—. Ni odio suficiente.
—No necesito que me des lecciones sobre el odio. Pelearé. No tengo miedo.
Abner la miró a los ojos y se inclinó hacia ella; la lluvia le corría por la cara.
—Lo tendrás —susurró—. Lo tendrás.