30
—Tenemos que irnos… ¡ya! —gritó Tünscher con urgencia.
—Nos habremos saltado la ficha. Seguro que tú te has saltado la ficha.
—Revisé todos los archivadores.
—Los Bayers te han trastocado el cerebro. Hay que volver a empezar; y esta vez ten más cuidado.
Burton abrió el cajón más cercano y buscó entre las fichas las que fueran nuevas. No encontró ninguna, cogió un fajo y lo lanzó por los aires frustrado. Los papeles revolotearon en torno a él como alas de murciélago.
Del fondo del pasillo les llegó el sonido de un portazo. Pinzel y sus hombres empezaban a registrar las cabinas.
—Puede que aún no hayan traído su ficha —siseó Tünscher—. O quizá se traspapeló.
—Vete si quieres, yo me quedo.
—No pienso irme sin mis diamantes.
Burton sintió el impulso de contarle la verdad.
El camarote osciló. Un chirrido reverberó en los mamparos, como si el casco estuviera arañando las rocas del fondo. Burton luchó por mantener el equilibrio.
—Se está moviendo el barco.
—Imposible.
—Sturmbannführer! Ya te dije que los judíos se habían sublevado. Ríndete y podremos ponernos a salvo.
Pinzel se encontraba a solo cuatro o cinco camarotes de distancia.
—Dentro de treinta segundos estarás mordiendo un BK —advirtió Tünscher—. Entonces todo se habrá acabado de verdad para Madeleine.
—Si me voy, nunca descubriré dónde está.
—Ya encontraremos otra manera. —El rostro de Tünscher estaba iluminado por el ojo de buey: un óvalo azul pálido, ojos agitados. Sincero.
El golpetazo de otra puerta al ser abierta violentamente.
Burton apretó un puñado de fichas contra su pecho. ¿Podría haberse equivocado Alice? ¿Habrían podido Cranley y su ama de llaves hacer que la niña oyese una mentira? ¿Habrían tramado un plan para enviarlo a Madagaskar, lo más lejos posible de donde fuera que estuviese realmente Madeleine? Burton dejó caer las fichas al suelo y empuñó la Beretta. Tünscher sostenía una granada en la mano, tiró de la anilla y la lanzó a través de la puerta.
Globocnik había deseado hacer aquello desde que era niño, era como tirar del mantel de una mesa preparada para cenar. Era uno de los trucos favoritos del Führer en Berghof, aunque solo a él le estaba permitido intentarlo. Globus sujetó con fuerza la rueda del timón y la giró hacia un lado hasta que ya no pudo más y se bloqueó. El horizonte comenzó a cambiar. El temblor de los motores sacudió el suelo.
Situó un guardia en la puerta del puente y guio a Gretta y a Romy por la escalera en espiral. Las chicas no necesitaron que las animara. Dejó otro guardia apostado en el último escalón.
—¿Lo veis? —les dijo a las chicas cuando llegaron a la plataforma de observación—. Hay suficiente espacio para un helicóptero.
Romy estaba temblando y el maquillaje le corría por las mejillas. Puede que, a fin de cuentas, no tuviera ganas de follársela.
De la popa del barco salía una gran humareda. Al otro lado de la bahía, la base de las SS estaba en alerta, Globus oyó aullar las alarmas y vio figuras corriendo hacia los Valkirias. Los judíos seguían escalando los flancos del crucero, pero en aquel momento no importaban nada. Que ardieran los archivos, qué más daba. El primer helicóptero se elevó hacia los cielos.
Inhaló profundamente el fuerte aroma del Ostafrikanischer Ozean y experimentó una rara sensación de satisfacción. Su padre siempre había sido una constante fuente de humillación para él. Incluso su apellido, Globocnik, tenía un vergonzoso acento eslavo. Globus había pensado cambiárselo y, sin embargo, en aquel momento deseó tenerlo a su lado para que viera el mundo que él regía.
Apuntó al cielo con su pistola y disparó tres bengalas en rápida sucesión. Toda la bahía quedó bañada por una luz de color rojo sangre.
El Gustloff tiró de su ancla y derivó hacia la cadena de minas marinas que rodeaba el casco.
Burton se lanzó al suelo al oír la ráfaga de un BK44. Tünscher lo imitó, y ambos reptaron hasta refugiarse en el camarote más cercano, mientras las balas rebotaban en las paredes. Sintieron una violenta sacudida y el crucero volvió a traquetear.
Tünscher contó extrañado los segundos de silencio.
—Están recargando —susurró, poniéndose en pie.
Corrieron por la cenagosa oscuridad, solo iluminada por los fragmentos llameantes de la granada. En el extremo más alejado del pasillo se encontraba la escalera trasera del barco. Si conseguían llegar hasta ella…
El estallido de la granada fue tan fuerte que Burton la sintió como una presión física. Parecía que los oídos iban a explotar con un quejido ensordecedor. La explosión recorrió el pasillo, seguida de un regusto a fuego invisible. Burton cayó a tierra y su mentón impactó contra las tablas del suelo. Tuvo la sensación de que el pasillo se deformaba, se desplazaba y giraba. La oscuridad le presionó los ojos, más que la penumbra propia del crucero, con una calidez aterciopelada que fluía a través de él…
Un instante después un chillido agudo que se escabullía. Unas garras pequeñas le arañaron los párpados. Burton se sentó, mareado por un movimiento brusco, y se arrancó la rata de la cara. A su alrededor corrían cientos de ellas, huyendo de una lengua de agua. Se puso en pie. Apenas unos segundos y tenía las botas sumergidas.
—No podemos hundirnos, la bahía no es lo bastante profunda —tosió Tünscher. Por el techo circulaba una capa de humo.
—¿Qué nos decía Patrick? Que puedes ahogarte en un palmo de agua, incluso en el desierto.
El pasillo estaba inclinado y el sonido del acero deformándose levantaba ecos por toda su longitud. Chapotearon hacia la escalera con el agua burbujeando alrededor de sus espinillas como un pestilente manantial. No tardó en llegarles hasta las rodillas; y después, a las caderas. Burton llegó hasta la escotilla que daba a las escaleras y tiró de ella para abrirla… No se movió.
Tünscher lo empujó para apartarlo.
—No puedes hacerlo con una sola mano —dijo tirando de la puerta una vez, dos, tres, con la boca deformada por el esfuerzo. Se negó a rendirse y se arrodilló con el agua por el pecho para examinar la cerradura.
—Olvídalo —dijo Burton—. Las ratas han sido más inteligentes.
Empezó a alejarse de las escaleras. Un cable eléctrico que se había partido y desprendido del muro lanzaba chispas amenazantes. A la luz intermitente de esas chispas pudo ver la silueta de tres figuras con el agua por el pecho.
—El gobernador Globus os quiere vivos —dijo Pinzel ondeando su arma—. Pero también puedo decirle que os ahogasteis.
Repentinamente, Tünscher agarró el cogote de Burton y lo empujó contra los nazis. Burton se retorció en el aire. Pudo ver las escaleras y la puerta por la que habían entrado. Por ella se colaban chorros de espuma resiguiendo su marco. Un río de agua tan letal como una bala brotaba de un mamparo desgarrado. El impulso de Tünscher le hizo chocar contra el pecho de uno de los hombres de Pinzel.
La presión del agua reventó la puerta.
Burton cayó de espaldas y rodó en una explosión de burbujas que le taparon la nariz y la boca. Se sintió ingrávido, como si estuviera cayendo interminablemente, como aquella vez en Germania.
Madeleine lo empujó haciendo que cayera sobre la cama. Los botones de su vestido habían saltado y la ropa interior estaba por el suelo. Ella parecía ebria. Recordaba vívidamente los colores de la habitación del hotel, el mobiliario de un borgoña oscuro y, a través de la ventana, el cobre iridiscente del domo del Gran Auditorio dominando la ciudad. Rebotó en el colchón y la sensación de ingravidez persistió, como si nunca fuera a terminar. Madeleine se sentó a horcajadas sobre él y lo sujetó por las muñecas. Lo obligó, con poca oposición por su parte, a colocar los brazos por encima de la cabeza, y acercó tanto el rostro al suyo que hasta pudo saborear en su aliento el helado de cerezas, pistachos y leche que había comido poco antes.
—Prométeme una última cosa —dijo ella. Poco antes, esa misma tarde, se habían prometido mutuamente compartir el futuro.
—Lo que sea.
—Que viviremos juntos, que envejeceremos juntos, pero que no nos casaremos.
Matrimonio, un país indeseado. Nunca se había imaginado compartiendo votos con Madeleine, pero sus palabras despertaron algunas viejas vulnerabilidades. ¿Había querido casarse con Cranley, pero no con él?
—Pero…
Presionó un dedo contra sus labios y le mostró la marca que había dejado en él su anillo de casada. Cuando estaban juntos, siempre se lo quitaba. La piel estaba dura y encogida.
—Nunca más quiero volver a llevar otro anillo.
La corriente disminuyó y Burton luchó por abrirse paso a través de la espuma. Tünscher llegó a la escalera y alargó el brazo para ayudar a su amigo. Cruzaron el marco donde había estado la puerta. Burton estiró el cuello para ver un cuadrado de intensa luz en el techo mientras el agua se colaba por todas partes.
Tünscher tomó la iniciativa y subió los escalones de dos en dos.
—Hacia arriba. Podemos salir de aquí —gritó.
El barco seguía retorciéndose y deshaciéndose a su alrededor. Se oía el sonido del metal desgarrándose y la escalera se torcía hacia la izquierda. Burton siguió subiendo por ella, usando su única mano para estabilizarse. Resbaló en el metal de las escaleras.
—Stormbannführer!
Pinzel apareció bajo ellos y les apuntó con su BK44. Burton se pegó a la pared como si intentara fundirse con ella, pero Tünscher reaccionó lanzando su última granada sin detenerse.
Saltó un chorro de espuma y humo.
La escalera siguió girando. Burton tuvo la sensación de trepar por el interior de un tronco que estaba cayendo tras ser talado. No tardaron en trepar y reptar al mismo tiempo. Un rótulo marcado A-C les indicó que se encontraban en la cubierta por la que habían accedido al crucero.
—Dos más —anunció Tünscher jadeando.
Burton se detuvo cuando ya era capaz de notar una brisa de aire fresco. Se le había ocurrido una idea ilógica, improbable… pero posible. ¿Cómo no lo había pensado antes?
—Voy a volver —le gritó a Tünscher, retrocediendo por el camino que habían tomado.
—Me tomas el pelo.
Burton lo ignoró y accedió a la cubierta de paseo a través de una puerta doble. Estaba llena de humo y del olor a hojas de árbol quemadas. La mayoría de los archivadores habían caído como fichas de dominó. Gateó entre ellos, perseguido por los gritos de Tünscher. La puerta por la que habían entrado estaba bloqueada y se oían golpes al otro lado de ella. Burton siguió su búsqueda hasta alcanzar los archivadores que indicaban COL. Empezó a revisarlos.
—Necesito que me ayudes —dijo cuando Tünscher llegó junto a él.
—¡Mira fuera!
El crucero había roto los anclajes e iba a la deriva. A través de los ojos de buey se veía la base de las SS: un helicóptero Valkiria estaba despegando de ella y la bahía se veía salpicada de aerodeslizadores.
—Si quieres tus diamantes, ayúdame.
Enderezaron juntos el archivador. Burton abrió los cajones y buscó entre un montón de fichas amarronadas. Nada. Levantaron otro y en el segundo cajón encontró un puñado de fichas de color marfil. Sintió una renovada energía. Extrajo una de las fichas.
Tünscher leyó por encima de su hombro.
—Madeleine Rachel Cole.
—Nacida en diciembre de 1915 —terminó Burton. Miró la foto. Los ojos de la mujer parecían sin vida, como los de su padre cuando desapareció su madre.
Tünscher le arrancó la ficha de sus manos.
—Aquí dice que está en la Sección Oeste, en Antzu. Eso está a unos cincuenta kilómetros. Podrías ir y volver en un par de días… si es que conseguimos salir de aquí.
Burton recuperó la ficha y se la guardó dentro del uniforme. Treparon por encima de los demás archivadores y se dirigieron hacia popa. El humo se aclaró un poco. La mente de Burton estaba centrada en Madeleine, en su amabilidad, en su vitalidad, en su ocasional seriedad, en lo bien que le sentaba el azul que iluminaba su rostro y sus ojos, en esa mezcla de timidez y descaro cuando cerraba la puerta del dormitorio, en la sensación de pertenencia que le transmitía. Reprimió las ganas de soltar una carcajada y se lanzó hacia la puerta que daba a la cubierta principal.
A pesar del manto de nubes, ya se atisbaba el amanecer en el horizonte. Le cegaron las luces de un helicóptero. A medida que este se acercaba al Arca, los rotores impulsaban el aire en su dirección y lo ahogaban con el hedor de cientos de cuerpos que no habían visto el jabón en años. Sudor acre y cabello aceitado, ropa lavada en aguas cenagosas, un olor inhumano, salvaje y furioso.
Se encontraban a veinte metros de la borda, pero la cubierta estaba llena de judíos vestidos con gabardinas negras.
Burton retrocedió un paso y chocó con Tünscher.
—También los tenemos detrás —susurró.
Los judíos se fijaron en su uniforme. Se acercaron a ellos lentamente hasta que el que estaba más cerca quedó a tres palmos de distancia. Burton mantuvo su expresión neutra, sin atreverse a mirarlos a los ojos.
Una mano lo agarró por el cuello de la chaqueta, y le arrancó la calavera y la palmera de la solapa. Las sostuvo en alto para que todo el mundo las viera antes de aplastarlas en su puño. Se le echaron encima más manos, lo abofetearon, le dieron puñetazos. Burton se vio derribado por un aluvión de puños y pies descalzos manchados de barro.