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Vía férrea Tana-Diego Suárez, Madagaskar, 18 de abril, 14:30 horas

No fueron los nazis quienes frustraron los planes de Madeleine, sino los propios judíos.

Estaba encorvada sobre las tablas del suelo, serrándolas tan silenciosamente como le era posible. El brazo le dolía a causa del esfuerzo. Una grasienta lona separaba el retrete, un simple agujero en un rincón del vagón donde poder acuclillarse, del resto de los pasajeros. El tren avanzaba a un ritmo tan firme como relajante; como mecidos en una cuna, según Madeleine.

Apartó esa imagen de su cabeza y se concentró en serrar la madera. Desde que dejó el hospital, su mente había estado ocupada en actividades mundanas, lo que la había mantenido anestesiada, nebulosa. En el matadero al que la enviaron, rodeada de judías polacas con su actitud de gueto y su cháchara incomprensible, se había dedicado a trabajar doce horas al día como si estuviera en trance, mezclando paladas de sal y especias para hacer salmuera, y escaldando cerdos abiertos en canal para eliminarles el vello. En aquel estado la dominaba una idea: escapar. Estaba familiarizada con ella: escapar de Viena, escapar de Cranley, escapar de aquella isla.

Después de dar a luz a Alice, su cuerpo tardó meses en recuperarse, por no hablar de la depresión posparto, pero en aquella planta de salazones, Madeleine se curó tan deprisa como los piojos proliferaban en su cabeza. La habían rapado un mes antes y el pelo ya volvía a crecerle en mechones negros que le picaban a causa de los insectos. A medida que recuperaba fuerzas, la fueron trasladando del control de las latas a trabajos más extenuantes, cambiando constantemente de turno hasta que llegó a familiarizarse con la distribución de la fábrica. Todas las secciones en las que trabajó estaban aisladas por puertas y verjas, tuvieran las ventanas enrejadas o no. Incluso, buscando siempre una grieta en la seguridad que le permitiera escapar, estudió las pausas que se tomaban los guardias para fumar un cigarrillo. Varias veces estuvo convencida de haber visto a Burton —unos hombros similares, un andar parecido— y, por un instante, su mente ofuscada luchó por comprender el motivo de que se hubiera unido a las SS.

Al final fue asignada a der Müllschlucker, una serie de canales en la parte trasera del complejo, por los que se vertían los desperdicios a un lago apestoso. Su grupo de trabajo tenía que mantener los desagües sin atascos a base de retirar del agua los restos del procesado industrial de carne. En la orilla opuesta del lago había una verja de alambre de espino y una torre de guardia vacía. El ambiente era abrasador.

—He estado observándote —le dijo una mujer durante la pausa de mediodía: diez minutos de descanso, una taza de agua y peleas por unos plátanos verdes—. Crees que puedes nadar hasta la orilla opuesta y escapar. Total, solo son unos doscientos metros.

Habló en alemán con un tono entre burlón y resentido. Madeleine tenía la boca y la nariz tapadas con un pañuelo. Se lo bajó para responder.

—¿Lo ha intentado alguien? —Las palabras le salieron entrecortadas. Era la primera vez que hablaba en voz alta desde hacía semanas. Sentía la garganta cerrada, agrietada.

—¡Vaya, eres alemana! Lo siento.

—Austríaca.

—Pensaba que eras una de esas campesinas polacas. No las soporto, son bastas y ordinarias. Y encima los nazis dicen que todas somos iguales. —Su tono había cambiado, era más amable. Como la mayoría de la gente ávida de conversación, estaba deseando charlar—. ¿Cómo llegaste aquí?

—No importa.

—Yo tampoco tendría que estar en el Sector Este. Mi familia y yo somos berlineses desde hace generaciones. ¿Dónde vivías en Austria? A mí me encanta Viena, sentarme en el Burggarten, tomar un café vienés… Yo era profesora; de lengua y de equitación. —La broma siguiente fue automática—: ¡Podría haberle enseñado a hablar a un caballo! Y ahora estoy en este pozo. Seguro que hasta Jehová puede olerlo. Me metí en un lío con el Departamento de Trabajo y perdí mis papeles. Eso fue hace un año, un año hablando yidis. Habría olvidado mi lengua materna de no ser por los guardias, los únicos con los que puedo conversar. Sigo diciéndoles que soy una judía alemana y que no debería estar con estos animales…

Madeleine no la escuchaba.

—¿Ha escapado alguien?

—Varias. Hasta yo lo he pensado, escapar y volver a Antzu. Mi hija está allí.

—¿Por qué no lo has hecho?

—¿Nadar en eso? —señaló la capa de excrementos y vísceras que flotaban sobre el lago e hizo el gesto de vomitar—. Respirar aquí ya es bastante malo. Y si consigues cruzar la alambrada, te esperan varios kilómetros de tierra yerma sin alimentos ni agua. La última vez que alguien intentó escapar ni siquiera se tomaron la molestia de mandar patrullas en su busca. Se limitaron a recoger sus huesos y colgarlos en la entrada para que todas los viéramos.

—Al menos murió libre —dijo Madeleine.

—¿Libre? —repitió la otra, estallando en carcajadas—. No, gracias, yo seguiré el conducto reglamentario. Mandé una solicitud al Arca. Cuando lleguen mis documentos, me mandarán a casa. Solía ayudar al veterinario en los establos del gobernador Quorp… —Se quedó callada, contemplando a Madeleine a través de la niebla. Apretó los labios; tenía pupas a causa del sol—. Pero ya veo que tú estás buscando que te cuelguen.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Madeleine.

—Jacoba.

Las dos mujeres volvieron a colocarse el pañuelo sobre la boca y reanudaron el trabajo, aunque Madeleine no podía apartar los ojos de la orilla opuesta del lago y mantenía alerta todos los sentidos. En los días siguientes estudió la rutina de los guardias con mayor atención y robó comida de la línea de producción: orejas de cerdo para los perros de los guardias, patas que podía ocultar durante la jornada y tuétano que sorbió a escondidas. Lo tenía todo preparado. Por primera vez en muchos meses despertó con un poco de esperanza. Se escondería en el bajante de la basura durante el Führertag y huiría esa misma noche, cuando los nazis estuvieran llenándose las venas de alcohol entre brindis y brindis a Hitler. Entonces, las otras estropearon su plan.

Madeleine sudaba bajo la lóbrega luz del retrete del tren. Llevaba el uniforme de la fábrica, una especie de pijama gris amarillento, y calzaba las botas que le había robado a una de las trabajadoras polacas. Resultaban demasiado grandes para ella y no tenía calcetines, pero eran lo bastante resistentes como para que le durasen bastantes kilómetros. Estaba serrando las planchas de madera empapadas de orina que rodeaban el agujero. Si podía arrancar un par, podría hacer palanca en las otras y deslizarse bajo el vagón.

El primer listón casi había cedido cuando alguien intentó abrir la cortina. Madeleine maldijo a Jacoba, que se suponía que estaba vigilando, y sujetó con fuerza la lona.

—¿Vas a tardar mucho más?

—¡Estoy cagando! —replicó, sorprendida por su propia ferocidad.

—No eres la única. —Por debajo de la cortina vio un par de pies con unas retorcidas uñas negras.

—Dame un par de minutos.

Movió el brazo vigorosamente. Aspiró el apestoso aire e ignoró las manchitas que le nublaban los ojos. Lo último que había comido era un cuenco de sopa tan aguada que hasta pudo contar los granos de arroz, los veintitrés, y eso había sido hacía horas. El cuchillo que había robado de la fábrica siguió mordiendo la madera. El filo de sierra que tenía era adecuado para cortar carne de cerdo, pero no una madera de siete centímetros de espesor. La palma de la mano le ardía. Al otro lado de la cortina oyó un desesperado pataleo.

Cuando juzgó que ya había cortado lo suficiente el listón, liberó la hoja y tiró de él. Tras el primer tirón cedió fácilmente. Una plancha más y sería libre. La quitó, y miró ansiosamente el agujero y lo que dejaba al descubierto: el traqueteo de las traviesas, el olor de las piedras húmedas… y el acero.

La madera se le cayó de las manos y rebotó en el asqueroso suelo. El fondo del vagón estaba reforzado con hileras de barras de acero. Ni siquiera un niño podría deslizarse entre ellas. Algo se quebró dentro de ella y la invadió un profundo desaliento, el mismo que había sentido dos noches atrás en el matadero.

Madeleine nunca supo si fue algo espontáneo o planeado. En las barracas no se oían susurros una vez se apagaron las luces, a pesar de que circulaban rumores de un nuevo levantamiento en la isla. La primera sensación de que su fuga podía peligrar la tuvo al oír las alarmas. De alguna parte de la fábrica llegó el ruido de varios disparos aislados; más tarde, fueron gritos y descargas de armas automáticas. Un grupo de soldados llegó a los vertederos y ordenó a las trabajadoras que marcharan hacia la plaza. Madeleine maldijo a quien fuera responsable de aquel sinsentido porque, a partir de ese momento, los guardias estrecharían la vigilancia.

Permanecieron toda la noche en la plaza bajo una lluvia torrencial. Al amanecer oyeron varias descargas en rápida sucesión y llegó un helicóptero. Madeleine y los cientos de trabajadoras siguieron sentadas a la intemperie una noche más, bajo el aguacero y las estrellas. A la mañana siguiente, antes de que el sol despuntara, las llevaron a los corrales donde desembarcaban los cerdos y los bueyes. Las estaba esperando un tren de ganado vacío.

Madeleine volvió a colocar los listones. Esperaba que los guardias fueran demasiado remilgados para revisar los retretes. Si no, acusaría a una de las polacas. Le sorprendía la facilidad con la que ahora podía echarles la culpa a los demás. Cada vez que se sentía culpable, pensaba en Burton animándola: la supervivencia tiene sus propias reglas.

—Date prisa —rogó la voz al otro lado de la cortina.

Madeleine se bajó el pantalón y se ató el cuchillo a la parte interna del muslo. Había corrido un riesgo grande subiendo el cuchillo al tren y no quería desprenderse de él. Algunos guardias sentían repulsión por cachear judías, pero otros las manoseaban con una dedicación y un entusiasmo que el Reichsführer no elogiaría. Se ató el pantalón y abrió la cortina. Fuera esperaba un anciano agarrándose el vientre. Le recordó a uno de los colegas de la clínica de su padre, aunque más andrajoso y escuálido.

—Lo siento —susurró, dejándolo pasar antes de reunirse con Jacoba.

El ambiente en el vagón de ganado estaba cargado por los estornudos y las toses, consecuencia de haber pasado dos noches bajo la lluvia. Jacoba se había repantigado bajo una de las altas ventanas enrejadas, que ofrecían una escasa ventilación y una pálida luz. Se abanicaba con un gran sombrero rojo y exhibía su habitual expresión de repugnancia. Odiaba estar tan cerca de tantos cuerpos.

—Has tardado mucho. ¿Otro cólico?

—No estaba usando el retrete.

—¿Recuerdas los cuartos de baño? —suspiró Jacoba—. Me refiero a los de verdad, los que tienen una taza para ti sola y una bañera en la que puedes sumergirte hasta el cuello… ¡en agua caliente!

Se movió para hacerle sitio a Madeleine, pero ella no se sentó. Se quedó de pie y miró por la ventana. A través de los barrotes vio un valle coronado por colinas y hierba alta hasta las rodillas. Varias horas antes habían cruzado Tana y había vislumbrado el palacio del gobernador, blanco como un terrón de azúcar, en la cúspide de la colina más alta. Después, había contado mentalmente los kilómetros hasta que supuso que debían de estar en la región de Mandritsara. Fue entonces cuando corrió al retrete con el cuchillo rozándole los muslos.

Mandritsara, su constante y doloroso vacío. Mandritsara, el hospital donde le robaron a sus hijos.

Madeleine agarró los barrotes y tiró de ellos con las lágrimas quemándole los ojos. Desde lo alto le llegó una voz:

Was machst du da, Jüdin?

Se abrió una trampilla en el techo que dejó entrar la llovizna. Bloqueando la visión del cielo estaba un guardia con un poncho caqui jaspeado. Cada vagón llevaba un soldado en el techo, además de un contingente de tropas en la parte trasera del convoy. Madeleine había visto aquel vagón al subir al tren: amplias ventanas, asientos acolchados, cestas de fruta y una cantina humeante. El olor del café y la leche caliente le torturó el estómago.

El guardia del techo agitó el cañón de su fusil.

Abstand halten.

Madeleine quería que disparara, deseaba abrazar la misma oscuridad que había devorado a Burton. Entonces oyó el llanto de sus bebés alejándose por el pasillo de un hospital y soltó los barrotes. Dio un paso atrás, alzó las manos para demostrar que estaban vacías y se dejó caer en el suelo.

—Parece que te ha dado una calentura —comentó Jacoba, abanicándola con el sombrero.

Una bocanada de aire fétido le refrescó la cara. Pensó en lo tonta que había sido esperando la fiesta del Führertag para escapar.

—Tenía que haber huido en cuanto estuve preparada —soltó amargamente—. Ahora sería libre.

—Me alegra que no lo hicieras. Imagínate estar sola en este apestoso tren.

Madeleine contempló a la mujer. No tenía ni idea de la edad de Jacoba, pero parecía demasiado vieja para poder concebir. Tenía el mentón de una bruja, afilado por la delgadez extrema, y la voz ronca por el tabaco, aunque no debía de haber fumado en años. Los cigarrillos les estaban prohibidos a los judíos: los nazis no querían que se disfrutara su efecto relajante.

—Nos dirigimos al norte y eso significa la Reserva Sofía —siguió Jacoba—. Dicen que es bastante llevadera si bajas la cabeza y obedeces. Podemos vivir juntas, cuidarnos mutuamente —abrió los brazos como intentando abarcar todo el vagón—, porque ninguna de estas polacas lo hará.

—Voy a escaparme.

—No de esa reserva. Por eso nos mandan allí.

—¿Y tu hija? ¿No quieres volver a Antzu?

—A esta línea de ferrocarril la llaman «el tren de los destinos», porque decide dónde acabarás, quién vive y quién muere, y qué futuro te espera. —Jacoba se limpió la nariz con la sucia manga—. Quizá no está en mi destino volver a ver a mi hija.

—A los nazis les encanta el destino, a mí, no. No pienso rendirme.

—Te engañas a ti misma. Aunque logres huir, seguirás estando en Madagaskar. Cuanto antes lo aceptes, Madeleine, cuanto antes lo aceptemos todas, más fácil será nuestra vida. No hay forma de salir de esta isla.

Tras eso, Madeleine no quiso seguir hablando. Aunque Jacoba intentó evocar Berlín y los pasteles de manzana que solía cocinar, Madeleine la ignoró. Ni siquiera rompió su silencio cuando mencionó a su marido, que había sido entrenador ecuestre y murió en 1932, ahorrándose este futuro.

Contempló el techo de acero. Su mente derivaba constantemente hacia sus hijos, pero sin atreverse a imaginar lo que podía haberles pasado. Pensó en Alice y se avergonzó al comprender que los gemelos eran más importantes para ella que su primera hija. Eran el relicario de todo lo que había atesorado con Burton. Ellos. Odiaba pensar en sus hijos como gemidos y bultos de carne recién nacida sin nombre. Nunca antes había pensado hasta qué punto unas cuantas letras pueden sustanciar el alma.

Durante su última mañana juntos, antes de que Burton se fuera a África, habían hablado del nombre de su futuro hijo. Ante su sorpresa, Madeleine durmió profundamente y no se despertó hasta que Burton se levantó de la cama. Ella sintió que estaba contemplando el amanecer.

—¿Burton? —llamó.

—Duerme.

Se puso el camisón y lo siguió por las escaleras hasta la fría cocina. En Hampstead era el dominio de los sirvientes, una estancia que visitaba escasamente. Sabía que, muy pronto, todas sus mañanas empezarían allí y aquel pensamiento era humilde y limpio. Burton preparó el desayuno para los dos: tostadas y mantequilla, mermelada de membrillo de la despensa y café negro del Kamerún. Madeleine lo aprobó todo, excepto el café. El alemán era mucho mejor, la única buena contribución nazi al mundo. La única vez que bebió Kaffee aus Deutsch-Afrika fue en la granja.

Burton la miraba fijamente.

—¿Seguro que estás de acuerdo con tener el niño? —preguntó ella.

Él asintió con la cabeza.

Vio brillar sus ojos, dubitativos pero felices. Durante el embarazo de Alice, su excitación había sido cautelosa. Esta vez llevar al hijo de Burton era todo alegría y canciones.

—¿Cómo lo llamaremos?

—Depende de si es niño o niña.

—Niña —dijo rápidamente Maddie—. Quiero otra niña.

Burton hizo una pausa y luego se rio como disculpándose.

—No lo sé. ¿Cuál te gusta a ti?

—Me gusta Calliope, la musa de la poesía. Significa «cara bonita».

—¿Y si hereda mi físico?

—O Josephine. O quizá podríamos llamarla como tu madre —dijo ella—. O como tu padre, si es niño.

—No —negó Burton con rotundidad.

—¿Qué tal Jane? —Sabía lo mucho que a él le gustaban las películas de Tarzán—. O… o… —No se le ocurrió otro nombre.

Burton le ofreció su mano a través de la mesa y ella la tomó y entrelazó sus dedos. La cocina se fue iluminando a medida que el sol de agosto iba entrando por las ventanas. Burton no tardó en levantarse y subir las escaleras. Madeleine oyó crujir las tablas del suelo, el correr del agua en el cuarto de baño, el reloj del vestíbulo dando las seis de la mañana. Fueron diez minutos que nunca podría congelar en el tiempo. Sonidos ordinarios, pero que aquella mañana hicieron que el corazón se le encogiera.

Después otro ruido; poco familiar.

¡Plum!

Madeleine corrió al vestíbulo. A través de la ventana vio que se aproximaba un coche, negro como una carroza fúnebre.

—Mi transporte —dijo Burton tras ella—. Vamos a recoger a Patrick. Él me guardará las espaldas y se asegurará de que vuelva a casa.

Ella lo abrazó con todas sus fuerzas, hasta que se dio cuenta de que estaba haciéndole daño.

—Calliope es un nombre precioso —susurró Burton.

Él se había lavado los dientes y cuando ella saboreó brevemente su boca, la menta ardió en su lengua. En su pecho volvieron a acumularse todas las razones contra el viaje al Kongo y pugnaban por salir. No importaba la verdad sobre lo que le sucedió a su madre ni su venganza.

—¡Mamá!

Alice estaba entre sus piernas, abrigándose con el camisón. El rostro de su hija reflejaba sueño.

—Elli y Cally. El cielo nos proteja —dijo Burton, siguiendo con la broma. Le apretó cariñosamente la mano y se encaminó hacia la puerta—. Volveré dentro de dieciocho días, te lo prometo.

Tras aquello, los recuerdos de Madeleine se volvían borrosos. Sus palabras de despedida se perdían en un laberinto y ni siquiera podía acordarse de su última imagen. Todo lo que recordaba era contemplar una calle vacía durante lo que le parecieron horas, intentando convencerse a sí misma de que Burton estaría a salvo, pero deseando que cambiara de opinión, que en cualquier momento el coche negro volviera a aparecer y le devolviera su amor. La luz del sol dejó de calentarla. Alice le dijo que no llorase. Allí de pie, no pudo comprender su necesidad de volver a África para perseguir fantasmas. Tan inconsolable venganza era un misterio para ella.

Pero ahora comprendía por qué quería asistir al último aliento de Hochburg.

En el tren, Madeleine apretó las piernas y sintió el duro contacto del cuchillo. A pesar de la advertencia de Jacoba, estaba dispuesta a encontrar la forma de llegar a Mandritsara; y luego escapar de aquella maldita isla. Entonces, un día, volvería a enfrentarse cuchillo en mano con Jared Cranley. Y se lo enterraría entre las costillas.