16
Tana, Madagaskar, 17 de abril, 12:00 horas
Hochburg salió de la penumbra del palacio con envidia de Globocnik. Cruzó los brazos e inspiró profundamente el aire limpio del altiplano, como si pudiera absorber el paisaje en sus pulmones. En la distancia podía ver los arrozales cultivados por judíos y, entre ellos, el neblinoso anillo de las colinas que rodeaban Tana, el centro administrativo de Madagaskar. Parecía improbable pero allí fuera, en algún lugar, estaban los medios para conseguir su superarma. Una cálida brisa le lamió la cara.
—Magnífico —admitió ante el ayudante que esperaba junto a él.
—La mampostería se importó de la casa del gobernador en Lublin.
El hombre llevaba décadas al servicio de Globocnik y había adoptado el tono burlón de su jefe. Hochburg bajó la vista. Estaba de pie sobre unas lápidas grabadas con caracteres hebreos.
—Me refería al jardín —puntualizó Hochburg, dando unos pasos entre el caudal de brillantes flores, cuyos pétalos acarició con la palma de las manos. El ayudante lo siguió.
—¿Le gustaría beber algo, Oberstgruppenführer? El gobernador dispone de la mejor bodega del hemisferio sur.
—Con agua bastará.
—Tenemos unas cosechas particularmente buenas…
—Agua.
—Se la traeré. Y avisaré al gobernador de que está aquí.
Cuando se quedó solo, Hochburg volvió a llenar los pulmones de aire. Tras la fría lluvia de Europa le encantaba el aroma del aire tropical. Estaba de un humor alegre.
Al final de las escaleras se encontró con una terraza casi tan grande como la de Berghof. Un muro lo separaba del precipicio que caía vertical hasta la ciudad. Se apoyó de espaldas contra el muro y sintió su calor en los riñones. Contempló el palacio con su ojo bueno; el izquierdo seguía tapado por el vendaje. A pesar de las semanas de tratamiento en Germania, el cirujano había sido incapaz de garantizarle que recuperaría la visión.
La residencia del gobernador era un cubo de piedra impenetrable, con torretas en cada esquina y un techo piramidal. Lo construyó en la década de 1830 Ranavalona I, una sanguinaria reina nativa que gobernó la isla con mano férrea como no se había vuelto a ver hasta la llegada de las SS. Bouhler, el primer gobernador nazi, reformó y modernizó el edificio. Desde el nombramiento de Globocnik se había añadido una nueva fachada que él describía como de estilo neomesopotámico: austero, anguloso, peligrosamente moderno. En los cuatro lados había tramos de escalera rodeados por terrazas de jardines, a semejanza de un zigurat. La distribución de las plantas le habría parecido a Eleanor demasiado cuadriculada, pero Hochburg vio muchas de sus favoritas: hibiscos, rubiáceas, euforbias… Había rosas rojas y blancas, cascadas magenta de buganvillas locales. Si tuviera tiempo para crear un paraíso como ese…
El ayudante volvió con una malgache[5] que portaba una bandeja con una botella de agua Apollinaris. Típico de Globocnik. Solo a él se le ocurriría mandar a una indígena mientras lo hacía esperar. Enviarle una negra cuando el palacio debía hervir de sirvientas rubias era una provocación deliberada. Hochburg se aseguró de que sus dedos negroides no tocasen el vaso antes de servir el agua. El rostro tenía marcas de los estados de ánimo de Globocnik.
—He informado al gobernador de su presencia —le aseguró el ayudante—. Llegará enseguida.
—Quieres decir que está en la cama. O resacoso. Dile que no tengo todo el día.
Pasaron los minutos: cinco, diez, quince… Hochburg vio pasar una escuadrilla de Mes-362 en dirección a su base de Diego Suárez. Aunque la mayor parte de la isla era responsabilidad de Heydrich y de las SS, el sector norte quedaba bajo la jurisdicción de la Kriegsmarine, la Armada, que consideraba esa independencia sacrosanta. El ayudante apareció dos veces más para asegurarle que Globocnik no tardaría. Por fin, media hora después, apareció medio vestido por las escaleras.
El Oberstgruppenführer Odilo Globocnik, el gobernador de las SS de Madagaskar, comúnmente conocido como Globus.
Nacido en Austria, constructor de profesión, se unió al partido en 1930 y ascendió paso a paso hasta convertirse en el Gauleiter, o jefe político del partido en Viena. Tras eso, su suerte había girado como una veleta, según le dijeron a Hochburg. Seis meses después de conseguir el mejor trabajo de Viena, un escándalo de malversación de fondos lo obligó a dimitir. Se unió a las Waffen-SS como soldado, fue condecorado en la guerra contra Rusia y, posteriormente, se convirtió en jefe de policía de los territorios ocupados por Himmler. Tras la división de la Línea Barbarroja, Globus fue el encargado de reasignar los judíos soviéticos y pasó varios años evacuándolos más allá de los Urales hasta Siberia, antes de que una nueva acusación de corrupción lo apartara del cargo. Parecía que su carrera había terminado, hasta que Madagaskar salvó su reputación. Su máxima ambición era dejar la isla y convertirse en gobernador de Ostmark[6].
—Gobernador Globocnik —saludó Hochburg cuando su anfitrión llegó al pie de las escaleras—, me alegra que hayas decidido reunirte conmigo.
Se estrecharon las manos —sus palmas apenas se tocaron, un pesado reloj de oro tintineaba en la muñeca de Globus— y se evaluaron mutuamente.
Hochburg no lo había visto desde la Conferencia de Windhuk, la reunión de oficiales de las SS que decidió el destino de la población negra y su subsecuente reasignación. Con los años transcurridos desde entonces, la melena rubia de Globocnik empezaba a clarear. Su rostro parecía más abotargado, la piel alrededor de la nariz estaba quemada por el sol y surcada por una red de venitas, los párpados le colgaban fofos. Llevaba botas militares y pantalón ancho de color tostado, con los tirantes aleteando a los lados. La camiseta no conseguía contener su barriga y desprendía olor a cerveza.
—Nunca imaginé que compartíamos una pasión —dijo Hochburg admirando el jardín—. O que tuvieras tan buen gusto.
Globus no respondió.
—¿Lo diseñaste tú mismo?
—No. Algún puto judío.
—Me alegra ver que Madagaskar no ha atemperado tu encanto —comentó Hochburg, dejando que una sonrisa asomara a sus labios.
—Si por mí fuera, lo cubriría todo de cemento —replicó con su típico acento austríaco—, pero a mamá le gusta.
—¿Te visita muy a menudo tu madre?
—Vive en el palacio con mis hermanas. Le hacen compañía a mi esposa cuando estoy ocupado en las reservas, porque me encargo personalmente de supervisarlas. —Rebuscó en su bolsillo una cajita de píldoras—. Bien, ¿qué quieres?
En Windhuk, Hochburg había estado de acuerdo con trasladar a la población judía del África continental a Madagaskar. Cuando Globus no actuó recíprocamente con la población malgache y, en cambio, creó una reserva para ellos en el noreste de la isla, Hochburg enfureció. Solo más tarde se dio cuenta de que la mejor manera de tratar con Globus era la adulación burda y la amenaza implícita.
—Querido Globus, he venido a pedirte un favor —confesó Hochburg, imitando la expresión favorita del Reichsführer. Incluso se permitió que un leve tono burlón puntuara sus palabras—. De gobernador general a gobernador general.
De repente, la cara de Globocnik se amorató.
—Ya te envié una de mis mejores brigadas. No puedo cederte más hombres, me niego…
—No he venido por eso.
—Desde entonces he tenido que luchar por controlar la isla. Sigue llevándote a mis hombres y los judíos se descontrolarán. Y si eso pasa, me encargaré de decirle personalmente al Führer que fue culpa tuya.
—Cálmate, Obergruppenführer. Todos conocemos tus problemas con la seguridad y a quién culpas de ellos.
—Tendrías que estar en el Kongo recuperando Elisabethstadt, no sangrándome todavía más.
—No busco tus soldados —le tranquilizó Hochburg—. Ando tras un judío.
—¿Un judío?
Hochburg hizo un gesto, señalando hacia las tierras bajas con sus chabolas y sus campos de trabajo.
—Tienes varios millones.
—¿Qué pretendes? ¿Qué te dé permiso? Llévate los que quieras.
—Una oferta muy generosa, pero solo necesito uno.
Globus permaneció silencioso, como si sospechara que estaban tomándole el pelo. Desenroscó su frasco de pastillas y se tragó unas cuantas.
—Me han dicho que vienes directo de Germania. Es un largo camino para buscar a un solo judío. Debe de ser muy valioso.
—No es asunto tuyo.
—Mi isla, mis judíos.
—Este asunto atañe a la seguridad del Estado.
—Ya me lo dirá Heinrich —aseguró Globus, soltando un bufido.
—Él tampoco lo sabe. —Desapareció la soberbia de Globus. Aquello iba en contra del orden natural al que estaba acostumbrado—. Este judío en concreto podría estar en cualquier parte —siguió Hochburg—. Así que tengo que pedirte un segundo favor.
—Veamos —dijo Globus, picado en su curiosidad.
—Quisiera visitar el Arca. Con tu permiso, claro.
—¿Por qué no me pides permiso para follarte a mi hermana? —La sangre volvió a palpitar en sus mejillas—. No está permitido y lo sabes. Heydrich pactó toda esa mierda con los yanquis.
—Me ha parecido oírte decir que esta isla es tuya.
—Ni siquiera… —Globus se golpeó el pecho para enfatizar su argumento—. Ni siquiera yo he estado allí.
—No necesito una visita guiada.
—El Arca está podrida, se cae a pedazos. Podrías romperte el cuello. Además, los judíos tienen guardias allí, podrían cogerte como rehén. Es un riesgo para la seguridad.
—Entonces iré sin tu permiso.
Globocnik enrojeció de rabia. Su mal genio era legendario. En los Urales había empapado de sangre laderas enteras por el simple hecho de que le desagradaba una orden de Germania. Se acercó amenazante a Hochburg, que intentó alejarse de él dando un paso lateral como si estuviera bailando.
—Los judíos quieren destruir mi isla. Quieren destruirme a mí —escupió Globus, furioso. Su voz estaba llena de resentimiento—. De momento están divididos, desorganizados. Gracias a eso puedo controlarlos, a pesar de que me robes mis hombres. Pero dales una razón para unirse, profanar el Arca, por ejemplo, y todo lo que he conseguido hasta ahora se desmoronará. ¿Sabes en qué posición me dejaría eso?
—Te has enfrentado a situaciones peores en tu carrera, Herr gobernador. Tengo que encontrar a mi judío, así que iré al Arca.
—¡Te lo prohíbo! Quéjate a Heydrich, quéjate al propio Führer si te da la gana.
Globus se acercó otro paso, con los tirantes azotándole los muslos.
Hochburg sintió una punzada de excitación en el pecho. Contempló la ciudad con su único ojo sano. Tras la derrota francesa, el nombre se germanizó y pasó a ser Antananarivo; más tarde, Globus lo acortó oficialmente a Tana. Los rumores decían que seis sílabas eran demasiadas para que el gobernador supiera pronunciarlas. Mientras retrocedía hacia las escaleras, Hochburg volvió su atención a Globus; en la espalda, una mancha gris de sudor.
—¿Cómo van tus piaras de cerdos, Obergruppenführer? —preguntó en tono vacilante—. ¿Y tus fábricas de procesado? Mis tropas combaten mejor si tienen el estómago lleno con carne de cerdo de Madagaskar.
Esta vez Globus se detuvo. Pivotó sobre sí mismo con el cuerpo tenso. El cuello seguía palpitando, pero su expresión era cautelosa y apenas lograba ocultar el pánico en aquella cara hinchada. Bajó clavando las botas en los grabados judíos.
—¿Sabes cómo llaman los judíos a su nueva revuelta? —preguntó Globus—. La Revuelta de los Cerdos. Ayer se rebelaron en uno de los mataderos. Tuve que cerrarlo, fusilar a los cabecillas y llevar al resto a la Reserva Sofía. Los judíos creen que atacando nuestra industria podrán derrotarnos, pero no pienso tolerar sus amenazas. Ni las tuyas.
—Tengo dos ejércitos luchando en el Kongo. Eso son muchas latas de raciones para ellos. Muchos beneficios para ti.
—Nadie te ofrecerá mejor trato que yo —replicó Globus, llegando hasta la terraza.
—Es cierto. Pero el gobernador Backe de Kamerún siempre me comenta lo nutritivos que son sus ganados de montaña.
—¿Backe? ¿Ese escuálido chupapollas? Te cobrará el doble que yo.
—Tenemos un interés a largo plazo en lo que es el hambre y su utilización comercial. Estoy seguro de que podemos ponernos de acuerdo en el precio… aunque eso significará una pérdida sustancial de ingresos para esta isla. —Hochburg movió la cabeza, simulando una tristeza que no sentía—. Y cuando hay pérdidas, Germania envía a sus auditores. Claro que tú estás familiarizado con ellos. Revolotean sobre uno como las moscas sobre la mierda: Viena, los Urales. —Sonrió ampliamente—. Todos saben que aspiras a ser gobernador de Ostmark, ¿por qué arruinar tus posibilidades por un simple judío?
La mandíbula de Globus tembló.
Hochburg vio la mano del otro cerrándose en un puño. El metal de sus anillos de boda tintineó. Llevaba dos: uno de su propio matrimonio y otro del de su madre, fuente de muchos chismorreos. Apretó tanto los dedos que la carne sobresalió por los dos lados del metal, pero no se atrevió a lanzar un puñetazo. Todos los gobernadores de África tenían el título de Obergruppenführer excepto Hochburg. El arquitecto de la África nazi había sido ascendido al selecto rango de Oberstgruppenführer; y ese rango superaba al de Globocnik.
—Tenemos un archivero —dijo finalmente Globus con un tono de voz más controlado—. Simpatiza con los judíos y le permiten entrar en el Arca. Dame el nombre de tu judío y él se encargará de encontrarlo.
—Lo buscaré yo mismo. Esta tarde.
Globus estalló estupefacto.
—¿Quién es ese judío?
—Ya te he dicho que no es asunto tuyo. También necesitaré un helicóptero que me traslade hasta allí.
—No puedo darte un Valkiria. Los necesito todos por si los judíos se rebelan.
—Entiendo —aceptó Hochburg—. Necesitas cañones para enfrentarte a unos chicos con catapultas y piedras. Un Flettner me bastará.
Globus hacía girar sus dos anillos de boda una y otra vez, como si quisiera desenroscarse el dedo. Rotó los hombros, con lo que mandó una ola de grasa cuerpo abajo. Cuando habló, sus palabras crepitaban.
—Mi oficina se encargará de tu transporte. Después de eso, no quiero volver a verte nunca más. —Se alejó a zancadas—. Encuentra a tu precioso judío, Hochburg, y lárgate de mi puta isla.