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Nachtstadt, 21 de abril, 00:40 horas
Las esperanzas de Kepplar disminuían con cada puñetazo. Apoyó su oreja ilesa contra la puerta de la celda para oír mejor. Los mozos de cuadra eran vigorosos y despiadados, pero a cada golpe, a cada puñetazo, a cada esforzado gruñido de dolor le seguía el silencio. Tenía que llevar el interrogatorio personalmente. Hochburg le había ofrecido todo lo que quisiera si lograba quebrar la voluntad del prisionero. Su jefe exigía un espectáculo sangriento, así que Kepplar se frotó los nudillos preparándose para lo peor.
Las pertenencias del prisionero estaban amontonadas en el suelo. Las registró: un uniforme manchado con la misma pintura que el suyo, una Luger oficial de las fuerzas del este, un paquete de Bayerweed con un solo cigarrillo… Uno de los mozos le había arrancado un guardapelo del cuello. Kepplar lo abrió y encontró la foto de una chica de rasgos eslavos.
Un golpe en la puerta hizo que Kepplar se sobresaltase.
Decidió dar a los mozos un par de minutos más. Fue a la siguiente celda y se encerró en ella, contento de que nadie pudiera verlo. Temblaba a causa de la adrenalina, intentando controlar un ansia desesperada por defecar. «Creía en mi misión, comprendía el valor del castigo físico. ¿Qué me pasa?», pensó Kepplar.
En la academia de Viena era un defensor entusiasta de la disciplina. En cada promoción de cadetes había un Versager que estropeaba la imagen del resto. Cuando las luces se apagaban, era el momento en que los demás le enseñaban una lección. Kepplar estaba entre los primeros en meter una pastilla de jabón dentro de un calcetín para propinarle una buena paliza. Si pudiera recuperar aquel entusiasmo…
La celda era pequeña y oscura, apenas podía albergar a un hombre. Las paredes estaban llenas de manchas marrones, aunque era imposible saber si eran de excrementos o de sangre seca. El único mobiliario era un catre de madera y, a pesar del reciente aguacero, la atmósfera resultaba opresiva.
Kepplar se sintió enfebrecido por la tarea que le esperaba.
Se desnudó de cintura para arriba, concentrándose en los ruidos que le llegaban de la puerta más cercana: la percusión amortiguada de puñetazos y patadas, los gemidos y la respiración entrecortadas; y, mezclado con todo ello, ocasionales y despectivos bufidos como si los golpes no significasen nada. Eso era lo que más temía.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por una intensa salva de disparos. Estaban fusilando a los trabajadores.
Kepplar había perseguido a Cole desde Antzu, con los mozos de cuadra rastreando las huellas de los caballos que los llevaron hasta su compañero, el que se había atrevido a burlarse de su oreja. Estaba herido y dispuesto a entregarse voluntariamente hasta que descubrió que no eran una patrulla normal. Los mozos pensaron en llevarlo a Nachtstadt para interrogarlo, ya que allí tenían celdas de castigo. Esperaron hasta que se marchó Globus para trasladarlo.
Necesitaba calmar los nervios y recogió el paquete de Bayerweed. Su padre le enseñó a fumar cuando era adolescente, pero él dejó de hacerlo cuando el Führer habló contra ese vicio: «Fumar es la cólera del hombre rojo contra el hombre blanco». Dio una profunda calada al cigarrillo… y le entró una tos incontenible. Apagó la colilla. Sintió un extraño hormigueo en la cabeza y las extremidades, y un creciente agotamiento, no por lo ocurrido en los últimos días sino en los últimos meses. Había gastado una enorme cantidad de energía en pos de un único e insignificante hombre, por no mencionar los recursos y las vidas de muchos otros. Las razones estaban como aquella celda, envueltas en sombras. Kepplar consideraba que habría valido la pena si su detención significase algún avance importante en la guerra del Kongo.
—Espero que valga la pena —dijo en voz alta, como si Hochburg estuviera a su lado en aquel pozo. Dejó que su desilusión inundase la celda.
No podía seguir esperando.
Se puso en pie y se vistió; alisó los pliegues de su uniforme hasta dejarlos impecables, se abrochó metódicamente cada botón y cada hebilla, consciente de que estaba retrasando el momento. La pintura de su guerrera se había secado y se había cuarteado con los movimientos. Reasumió su posición ante la puerta. El prisionero intentaba decir algo … soy… oficial de las SS…, pero cada palabra era respondida con un golpe. Kepplar dejó la academia con el mismo fervor que demostraban aquellos chicos, pero lo había perdido en algún momento de su estancia en África. Como oficial joven en Muspel estuvo expuesto a un mantra que no se encontraba en los libros de texto ni se pronunciaba en las clases orales: «Hoy día, para ser un técnico tienes que ser un asesino».
Entró en la celda. La atmósfera estaba saturada de sudor y esfuerzo. Había escupitajos sanguinolentos salpicando el suelo de cemento. Kepplar esperó que el moratón en su nuez de Adán no fuera visible.
—Basta —dijo tranquilamente.
Los mozos se apartaron del prisionero. Estaba desnudo y enroscado en forma de signo de interrogación, con las manos protegiendo el escroto y con el tobillo izquierdo esposado a la pared. Cuando se dio cuenta de que los golpes habían terminado, intentó arrodillarse con tanta lentitud como esfuerzo. En lugar de debilitarlo, la paliza había reafirmado su tozudez. Temblaba, pero no de miedo ni de dolor. La sangre le manaba de la nariz, y tenía el labio partido y el cuerpo surcado por docenas de verdugones, que tardarían pocos días en ennegrecerse hasta parecer las manchas de un guepardo. Kepplar no tenía estómago para algo tan grosero. Prefería lo que Hochburg llamaba «las referencias»: dedos de las manos y de los pies, ojos y orejas, riñones y genitales.
—Así que tú eres el capullo que está al mando —dijo el prisionero.
—Unas palabras muy valientes para un hombre en tu posición. Soy el Brigadeführer Derbus Kepplar. ¿Y tú?
—Soy el Obersturmführer Tünscher, Sección IX-C, Roscherhafen. Antes de eso serví tres años bajo el mando del Standartenführer Kanvinsky. Puedes leer mi hoja de servicios.
Los mozos intercambiaron miradas de admiración, una actitud respetuosa que nunca habían tenido ante Kepplar. La fama de Kanvinsky era grande. Se trataba de un coronel renegado, que fue uno de los ayudantes de Globocnik en Siberia, el único en ser reclamado a Germania por la crueldad extrema de sus métodos.
—Tu hoja de servicios es irrelevante. Quiero saber dónde está Burton Cole.
La expresión de Tünscher se agrió, pero no dijo nada.
Kepplar se quitó la guerrera, se la pasó a uno de los mozos y se subió las mangas de la camisa con una actitud que se entendiera como el preludio de la violencia. Se arrepintió de no llevar guantes, una barrera de cuero entre la carne del prisionero y la suya.
—Me destrozaste el uniforme. En Antzu —dijo como amenaza.
Tünscher lo estudió atentamente y, al darse cuenta de que le faltaba media oreja, se dio cuenta de quién se trataba. ¿Se lo imaginaba o veía una sonrisa de suficiencia asomar en su castigado rostro? Kepplar convirtió sus manos en puños y buscó algo en lo que descargar su furia. Recordó a Madeleine besando a Hochburg y su desaliento, su disgusto, ante el espectáculo. Cambió esa imagen por la de Hochburg riéndose en la Schäderplatz y el olor de las brasas, tan vívida como el día en que sucedió. Aquello tenía que hacerlo explotar, pero solo consiguió que se sintiera consumido por la humillación. El papeleo. ¿De verdad toda su vida se había reducido a eso?
Tünscher lo evaluó con la misma expresión con la que lo había hecho en Antzu, como si supiera lo que pasaba por su mente.
—Hace media vida que conozco a Burton. Nos formamos juntos, combatimos juntos, compartimos el mismo esprit. No puedo traicionarlo… pero hay otra manera.
—¿Otra manera?
—Te resultará más fácil.
Bajo las costillas de Tünscher se veía una herida de metralla que goteaba sangre. Si Hochburg estuviera allí, metería la mano en aquel agujero y la retorcería, un método simple y efectivo para que el Obersturmführer hablase. Todo lo que tenía que hacer Kepplar era imitarlo y meter los dedos en la herida.
De repente, se dio cuenta de su error. Tendría que haber apaleado la cara del prisionero en cuanto entró en la celda. Se lo estaba pensando demasiado y eso, no importaba lo furioso, avergonzado o azuzado que se sintiera, lo llevaba a la inacción.
—Dejadnos —ordenó a los mozos de cuadra.
No se movieron.
—Marchaos. Habéis hecho un buen trabajo, es hora de descansar. —Comprendió que había aflojado los puños y los ocultó a la espalda—. Quiero hablar con el Obersturmführer Tünscher a solas.
Kepplar esperó a que el ruido de las pisadas se desvaneciera antes de dar vueltas en torno a su prisionero. Tenía los hombros casi tan anchos como los de Hochburg y un cráneo de categoría Uno o Dos. Su desnudez no parecía perturbarlo.
Tünscher lo olisqueó.
—¿Tienes algún Bayerweed?
—Me he fumado el último que te quedaba.
—Lástima.
Del exterior llegó otra andanada de disparos.
—Me hablabas de Cole —dijo Kepplar. La fatiga le pesaba sobre los hombros y eso que el interrogatorio ni siquiera había empezado.
—Servimos juntos en la Legión Extranjera; nos unía un código. —Soltó un bufido de desprecio—. Como el que nos une a ti y a mí.
—A nosotros no nos une nada.
—Ambos juramos lo mismo ante el Führer.
—Continúa.
—Puedes… puedes comprar mi honor —sugirió Tünscher.
—¿Sabes dónde está Cole?
—Sé hacia dónde se dirige. Burton me prometió mucho dinero por traerlo a Madagaskar, diamantes por valor de miles de marcos. Me mintió.
—¿Pretendes venderme la información?
—Quiero salir vivo de esta isla.
—¿Y si me parece que tu propuesta es denigrante?
—Entonces será una noche muy larga.
Por el cuerpo de Kepplar fluyó un torrente de intolerable emoción: gratitud hacia Tünscher porque le permitiría encontrar a Cole sin mancharse las manos de sangre, vergüenza por sentir esa gratitud e ira contra Hochburg por haberlo colocado en aquella situación.
—Digamos que te compro la información. ¿Cómo puedo saber que es cierta?
—¿Cómo podrías estar seguro de que lo es, si me la sacaras a golpes? En el este, durante los interrogatorios, vi a partisanos diciendo cualquier cosa para conseguir que pararan. No te imaginas el tiempo que perdimos con unas confesiones de mierda.
Las palabras de Tünscher tenían lógica, pero Kepplar se resistía a aceptarlas, consciente de lo mucho que le apetecía hacerlo. Podían estar torturándolo días enteros antes de que les entregase a Cole… o podía conocer el paradero en aquel instante. Recordó el Kongo, cuando capturaron a uno de los compañeros asesinos de Cole y lo golpearon hasta que sus dientes se esparcieron por el suelo… No había confesado nada y Kepplar había perdido un tiempo precioso. De haber conseguido que hablase, podría haber apresado a Cole y no le habría fallado a Hochburg.
La mente de Kepplar volvió al loro embalsamado que había confiscado en el velero y su relleno de monedas de oro. Lo había dejado en Lava Bucht para que estuviera a salvo, pero fuera tenía helicópteros a su servicio.
—El muy cabrón me engañó —dijo Tünscher—. Necesitaba ese dinero más que nada.
—¿Por qué?
—Deudas.
—¿Qué clase de deudas?
A pesar de la cadena que le aprisionaba el tobillo y su maltrecho cuerpo, la réplica fue insolente.
—Eso es asunto mío.
—Si esperas que pague, necesitas convencerme.
Tünscher bajó la cabeza, con la sangre todavía goteándole de la nariz. Habló rápidamente, en susurros. El estómago de Kepplar se revolvió de desprecio. La explicación le pareció sacada de una de esas novelas que tanto disfrutaba su enjoyada mujer: relatos de la vida en la frontera oriental tan nauseabundos, tan sentimentales, que solo podían ser ciertos.
Tünscher sintió su desdén.
—Esta isla es muy grande —dijo, intentando endurecer el tono—. Nunca encontrarás a Burton sin mí. Puede que esta sea tu única oportunidad.
—Me lo pensaré —replicó Kepplar, que salió de la celda.