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Nachtstadt, 20 de abril, 23:50 horas

El escenario estaba iluminado como si fuera el estadio de Núremberg y alfombrado de cerdos muertos. Cuando los judíos se dieron cuenta de que iban a ser derrotados, empezaron a matar a los animales: los apuñalaron, los golpearon con tablones, les cortaron la garganta… Algunos de los cadáveres tenían estrellas de David tatuadas en el costado.

—¡Putos salvajes! —escupió Globus.

Había estado caminando solo por Nachtstadt para inspeccionar la carnicería. Al principio lo acompañaban el comandante de la granja y sus oficiales; negaban servilmente con la cabeza y el aliento les apestaba a alcohol. Globus se cansó pronto de su presencia y los despidió. La mayoría eran chicos Vitamina B. Solía hacer favores a cierta gente de Germania asegurándose de que sus hijos recibían destinos cómodos. Esperaba que esa gente lo recordase si él volvía a Europa caído en desgracia. Había dejado de llover y en la granja reinaba el silencio. La superficie de los charcos se ondulaba de vez en cuando y de los tejados caían gotas con su típico tip tip tip.

No podía quitarse el sonido de la cabeza. Era su futuro —Ostmark, la mansión que había soñado construir— alejándose de él.

Allí donde miraba solo veía cerdos sacrificados. Globus había visto muchos animales tras una cacería para saber que solían yacer con los ojos y la boca abiertos. Pero todos, hasta el último de aquellos cerdos, parecían sonreír como si formaran parte de alguna broma macabra.

Y él era la víctima de esa broma.

El Reichsführer se sentiría deshecho, enfurecido por la pérdida de Nachtstadt. Los edificios quemados, las verjas derribadas, el hospital veterinario arrasado. Era una pequeña pero lucrativa parte de los negocios privados de Himmler y tenía un interés especial en aquella operación, ya que experimentaba con las últimas técnicas ganaderas. Los mejores especímenes eran enviados regularmente a su castillo de Wewelsburg para servirlos en algún banquete. «Me encanta asar cerdos judíos», solía decirles a sus invitados. Si Globus admitía lo ocurrido allí, sería como admitir que no era mejor que Bouhler, el primer gobernador de Madagaskar. Y todo el mundo sabía cómo terminó su carrera.

A Globocnik se le escapó un gemido, el mismo gemido que cuando su mujer sufrió un aborto y expulsó el hijo deforme que llevaba en sus entrañas. Ni siquiera los expertos de Mandritsara fueron capaces de salvar al bebé. No había compartido la noticia con Himmler la primera vez que este embarazó a su mujer.

Se detuvo frente a un montón de animales muertos, todos con la estrella judía grabada en la piel, lo que le hizo pensar en el grafiti pintado en la presa Sofía. Si lo que había pasado en Nachtstadt se repetía en las reservas, no tendría suficientes tropas para controlar la situación. La única oportunidad de acabar con un levantamiento masivo era abrir las compuertas de las presas. Pero ¿qué le había advertido repetidamente el Reichsführer? Las compuertas podían ser saboteadas.

La idea revoloteó en su cabeza como un mosquito.

Se abrió paso entre los cadáveres hasta la plaza principal. Todavía llevaba las espuelas, pero atoradas por el barro, silenciosas. Las mesas estaban cubiertas con cuencos de ensalada de patata y remolacha, flotando en agua de lluvia. Globus se apoderó de una de las botellas de vino y se dispuso a beber de ella, pero lo pensó mejor. La lanzó con violencia y el estallido del cristal fue su primer momento de placer desde que había estado en la mazmorra de Tana. La sensación de que Hochburg era responsable de todos sus males volvió a él. Hochburg, que le había privado de sus hombres; Hochburg, que había provocado los desastres del Arca y de Antzu; Hochburg, con sus judíos secretos y su miedo a Estados Unidos. Había tardado dos horas en llegar desde su palacio, volando en un Valkiria que lideraba una formación entera de helicópteros. Los pilotos se sintieron decepcionados al llegar y descubrir que el orden estaba restaurado. Habría dormido un rato durante el vuelo, pero el líquido de la inyección que acababan de ponerle seguía corriendo a través de sus venas y la radio escupía constantemente en sus oídos las noticias de nuevas atrocidades por toda la isla.

Globus recogió otra botella y bebió de ella. El frescor del alcohol mezclado con una pizca de agua de lluvia hizo que un escalofrío le recorriera todo el cuerpo. Había llegado el momento de retomar su carrera antes de que la población se desbocara o de que interviniera la Kriegsmarine. Perder el control de Madagaskar a manos de la Marina sería igual de humillante. Ya se había comprobado que la política de contención de Heydrich era un desastre. ¿A quién le importaba que los judíos pudieran desaparecer en una generación, si en aquel momento estaban arrastrando la isla hacia una catástrofe? El Reichsführer siempre lo había apoyado.

Solo él tenía la claridad de visión necesaria respecto a lo que se tenía que hacer con los judíos.

También valía la pena que se recordara a sí mismo los persistentes rumores sobre la mala salud del Führer. En los días posteriores a su muerte sería Himmler quien ascendería al trono, no Heydrich.

Globus estrelló la segunda botella, disfrutando del estallido del cristal, y se dirigió a la sala de radio. Había aplastado la Rebelión de la Vainilla en su momento y aplastaría la llamada Rebelión de los Cerdos. A medio camino se topó con el comandante de la granja.

Obergruppenführer, los cabecillas han sido ejecutados —informó—. Los demás están listos para ser transportados.

—He cambiado de idea. Fusiladlos.

—¿A todos?

Pensó en el consejo que le había dado Heinrich una vez: «Si estás falto de recursos, mi querido Globus, solo puedes apelar a la brutalidad».

—Sí, a todos. Necesitamos ser todavía más implacables que durante la primera rebelión. Ese fue mi error. La fuerza bruta acabará imponiéndose.

Globus subió la escalera hasta la estación de radio. Todo el interior estaba cubierto por una fina capa de polvo rojo. Contactó con Tana y transmitió sus órdenes: todos los permisos quedaban cancelados y los hombres debían presentarse en sus puestos de inmediato; todos los Valkirias tenían que reaprovisionarse de armas y combustible.

—Informad a los gobernadores regionales de que deben empezar a transportar judíos desde sus sectores hasta las reservas. Toda resistencia debe ser aniquilada.

—¿Esta noche, Obergruppenführer? —preguntó el operador.

—Esta noche. También quiero que todas las comunicaciones externas de la residencia del enviado de Estados Unidos sean bloqueadas. Que no se cuele ni un chirrido. —Globus no se dejaba intimidar por Nightingale y sus amenazas, pero tampoco quería oír las quejas de Washington; al menos hasta que hubiera restablecido el orden—. Después contactad con la presa Sofía, decidles que reúnan todo el TNT que puedan encontrar y que se preparen para mi llegada. Necesitaré todos los hombres posibles, así que ordenad a la guarnición de Mandritsara que se traslade a la presa.

Mientras el operador transmitía sus instrucciones, Globocnik miró los relojes que tenía encima. Eran cuatro: uno marcaba la hora local, otro la hora de Germania. Los dos restantes abarcaban el resto del imperio: Dakar, la ciudad más occidental del Reich, en Deutsch Westafrika, y Ufa, la más oriental, en los montes Urales.

En Madagaskar pasaba de la medianoche, así que oficialmente era su cumpleaños. Se permitió a sí mismo una invitación, un regalo para los invitados a su fiesta de parte de su ausente anfitrión. Globus sonrió y dio una última orden.

—Y colgad a los judíos de Hochburg.