14
Roscherhafen, DOA, 17 de abril, 10:30 horas
Tünscher llegaba tarde. Tünscher siempre llegaba tarde.
Habían acordado encontrarse aquella mañana a las diez, a la hora de la lluvia, cuando había poca gente por allí. Burton no se molestó en llegar hasta pasada media hora de lo acordado y aun así se encontró con una mesa vacía. El lugar de reunión era el Café Polar, saturado de banderitas para celebrar el Führertag, el cumpleaños de Hitler, cuyo clímax llegaría tres días después. Burton se sentó frente al recinto de icebergs de cemento, donde los pingüinos se apiñaban bajo una intensa lluvia. Repiqueteaba en un techado de hojas de platanero que había sobre su cabeza. Estaba en el zoo del Tiergarten de Roscherhafen, diseñado por la familia Hagengeck. El mayor del mundo, como proclamaba una multitud de carteles a todo lo largo y ancho del recinto: noventa hectáreas, un acuario de doce millones de litros de agua, más de diez mil animales y setecientas especies diferentes de todo el mundo.
A pesar de su tortuoso viaje hasta la Deutsch Ostafrika —la DOA—, Burton se sentía tranquilo y con energía. Era como si Maddie hubiera vuelto de entre los muertos. La idea le golpeaba constantemente el cerebro, avivaba su esperanza y le abría nuevos senderos de luz. Estaba más cerca de ella de lo que había estado en meses y creía que ella también debía de sentirlo. Burton la imaginó acunando a su hijo, con los dedos traslúcidos del pequeño bebé agarrando los suyos, mientras le susurraba que pronto estarían juntos los tres. Había descartado la pretensión de Cranley de ser el padre, porque eso revelaba su verdadera naturaleza maliciosa y vengativa. De momento, Burton no quería pensar en lo que le esperaba. Había escapado de Inglaterra como primer paso de su vuelta a la África nazi y, de algún modo, lograría ponerlos a salvo. El odiado aire de los trópicos, demasiado húmedo y denso para sus pulmones, bullía de posibilidades. Todo lo que deseaban Madeleine y él podía llegar a cumplirse, aunque jamás volvieran a pisar la granja. Durante su viaje a Germania, cuando decidieron vivir juntos, ya hablaron de marcharse al extranjero. Los membrillos no solo crecían en Suffolk.
Burton aplacó el tic nervioso de su pierna y le pidió una bebida a la camarera, que llevaba el tradicional vestido bávaro. No tenían zumo de mango, así que escogió una Reich-Kola. Patrick le contó en cierta ocasión una anécdota de la Guerra Civil española: tuvo que esperar más de dos días a que Tünscher apareciera; cuando finalmente lo hizo, llegó acompañado de una puta fugitiva y un puñado de cuadros de Miró robados.
Por delante de él pasó una familia: padre, madre y cuatro hijos, a cuál más rubio, con impermeable KdF lila y azul, y exhibiendo una sonrisa a pesar de tener las sandalias y los calcetines empapados. La hija más joven debía de tener la misma edad que Alice. La niña intentó encaramarse al muro del recinto de los pingüinos, gritando algo con un acento campestre. Como en respuesta, los animales se deslizaron al agua; la niña aplaudió entusiasmada. Burton sintió un repentino e injusto reproche.
No podía llevarse a Alice con él a África y tampoco tenía ganas de involucrar todavía más a su tía, así que caminó junto a ella a través de la niebla de Hampstead Heath hasta la iluminada sombra de la casa de Cranley. La dejó frente al muro trasero, con el abrigo torcido allí donde intentase abotonarlo con el muñón. De entre la niebla les llegó el rugido de las mangueras de los bomberos y los gritos de una mujer: «¡Alice! ¡Alice!».
—Traeré a mamá a casa —prometió.
—A la granja, no. La granja no me gusta.
—¿Porque te lo ha dicho tu padre?
—Mamá dijo que no se lo contara a nadie —aseguró Alice con vehemencia—. Lo juré.
Tres días después, reservó pasaje en un Comet con destino a Johannesburgo. Descubrió que Heathrow bullía de policías de paisano; también el aeropuerto de Northolt y los muelles de Southampton; de todas partes se escabulló sin ser descubierto. Al final, desesperado, se decidió por la primera escalera de embarque que vio sin vigilancia. Era un barco mercante que iba a Nueva Zelanda. Esperaba encontrar otro barco con mejor destino en alguna de las escalas y pasar a él. Como no tuvo suerte, desembarcó en Panamá y cogió un vapor con el que cruzó de nuevo el Atlántico hasta Ciudad del Cabo; después otro a Durban y siguió por tierra hasta Mozambique.
Burton terminó su kola y pidió otra. Era más oscura que su equivalente norteamericana, tenía más sirope y sabor a vainilla. En la distancia y distorsionado por la lluvia, oyó el chunda-chunda de una banda de música y los gritos procedentes de una montaña rusa.
Lo vio acercarse paseando bajo el aguacero, pero perfectamente seco gracias a un enorme paraguas negro. Destacaba por su traje amarillo a rayas. Parecía que los años no habían pasado por él. Estaba más delgado y sus hombros seguían pareciendo demasiado anchos para el resto de su cuerpo. El pelo rubio, muy corto, contrastaba con su bronceado, pero los rasgos eran tan socarrones como siempre. ¿Cómo solía describirlo Patrick…? Sí, decía que tenía una cara fronteriza. A su lado iba un chico con uniforme de jungvolk: pantalón negro corto y camisa caqui, con una manga más oscura, allí donde el paraguas no lo tapaba. A Burton no se le había ocurrido que pudiera tener familia.
Los dos llegaron al café. Tünscher cerró el paraguas y le ofreció la mano a Burton. Este la estrechó con fuerza —cada uno intentaba aplastar los nudillos del otro— y sintió un baño de confianza al ver a su viejo camarada, como si lo ocurrido en Madagaskar no hubiera sido más complicado que asaltar un campamento tuareg. Visto de cerca, tenía un ojo morado e hinchado y las pupilas reflejaban una mirada vacía.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Burton.
—Estaba aburrido y me metí en una pelea.
—¿Es tu hijo?
—¡Joder, no! Es el hijo de mi hermana. Suelo traerlo a las citas de negocios, aporta un aire de… inocencia, en caso de que alguien nos espíe. Y presumo que esta es una cita de negocios, ¿no? —Hablaba con una lentitud insolente, aprendida de las palizas nocturnas de los suboficiales durante los primeros días en la Legión—. Tu telegrama era intrigante.
Tüncher le hizo una seña a la camarera, le dio un buen repaso a su amplio escote y pidió un aguardiente de cereza para él y una Reich-Kola para su sobrino.
—¿Cómo sabías que vivía aquí? —preguntó cuando les sirvieron las bebidas.
—Patrick.
—Hace años que no lo veo.
Se habían enfadado en España y nunca volvieron a hablarse. Burton no tenía ni idea del motivo.
—Te siguió la pista. Dijo que algún día volverías.
—¿Y cómo está ese viejo cabrón yanqui?
—¿No te enteraste? Lo retransmitieron a toda África.
—No escucho la radio. Demasiadas buenas noticias, demasiadas victorias y todo eso. Me deprime.
—Patrick ha muerto.
Una pausa.
—¿Cuándo?
—El año pasado, en Angola. Estábamos juntos en un trabajo.
Tünscher rebuscó en el bolsillo (bajo la chaqueta llevaba una chaquetilla de lana) y sacó un paquete de cigarrillos.
—Siempre pensé que algún día ajustaríamos cuentas. —Su expresión seguía inescrutable—. Los muertos son más felices muertos.
—Tenía una hija en Estados Unidos.
—No lo sabía. —Tünscher se fijó por primera vez en la manga vacía de Burton. La señaló—. ¿Tu contribución al frente angoleño?
—Un accidente de pesca —replicó Burton—. ¿Y tú, Tünsch?
—El cuerpo sigue de una pieza, pero el corazón y la cabeza han sufrido demasiado. Me uní a las SS. —Sonrió, una hilera de dientes amarillos, y estudió la reacción de Burton antes de convertir la sonrisa en una carcajada—. Calma, comandante, no soy un camisa negra. Solo me uní por la posibilidad de pelear. Una brigada Waffen.
—¿Estuviste en Dunquerque?
—No, en el este. Me quedé allí tras la Operación Barbarroja. Pasé los últimos tres años entre los Urales y Siberia.
—¿Cómo era aquello?
—Enorme, demasiado para poder controlarlo. Frío. Desolado.
—Me refería a la guerra.
Tünscher se hundió en su asiento y se pensó la respuesta.
—Como pasar un buen rato con una chica cuando atracas en un puerto.
—¿Qué?
—Que acabas jodido, hagas lo que hagas. Los soviéticos están derrotados, pero no lo saben. Después están los judíos del este… —Le dio una calada al cigarrillo—. Tenía que largarme de allí a un lugar más cálido y civilizado, así que pensé en volver a casa.
Como Burton, Tünscher había crecido en África.
—¿Y ahora?
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—Solo me pongo al día con un viejo amigo.
—Trabajo para la Sección IX-C, el Departamento de Turismo. Las SS lo absorbieron hace varios años. Llevo hasta el Serengueti a los jefes del partido que buscan caza mayor. Les encanta que los acompañen viejos soldados, creen que tenemos un aire heroico.
—¿Y el resto del tiempo?
—Creo que estás aquí por eso —dijo Tünscher. El niño terminó su kola, sorbiendo ruidosamente por la pajita—. La Sección paga una miseria, pero DOA es un buen lugar para hacerse rico.
—Contrabandeando.
—Alcohol y cigarrillos, sobre todo. Nunca chicas, ese no es mi negocio.
—¿Viajas a Madagaskar?
—De vez en cuando, Nosy Be es una buena escapada. —Nosy Be era un islote situado en la costa noroeste de Madagaskar que las SS utilizaban como escapada cuando no podían viajar a Europa. Era famoso por sus bares y sus burdeles—. No les importa cerrar los ojos para mantener contenta a la guarnición.
Burton miró alrededor. Extrajo una cajita del bolsillo de su chaqueta, la dejó sobre la mesa y la empujó hacia Tünscher. Él la recogió rápidamente y la abrió en su regazo: el fulgor que surgió de ella le hizo entrecerrar los ojos.
—Cinco quilates —aclaró Burton. Dentro de la caja había un diamante de la bolsa que escondió en la granja—. Necesito tu ayuda, Tünscher.
—Depende. Cinco quilates no compran mucho en esta parte del mundo.
—Tengo más.
Había dejado de llover y el café estaba llenándose. Tünscher terminó su aguardiente y le hizo un gesto de «levántate» a su sobrino antes de girarse hacia Burton.
—Conozco un lugar mejor para hablar en privado.
Caminaron a paso enérgico por el Tiergarten, y pasaron por delante del recinto de los elefantes y las hileras rosadas de flamencos. La última vez que Burton había estado en un zoo fue con Madeleine, cuando el terreno estaba sembrado de narcisos. En el cercado de los grandes felinos, una pancarta mostraba uno de los fantásticos retratos de Lazinger: Hitler, con ropa de safari, apoyaba orgulloso un pie sobre la cabeza de un león muerto con evidentes rasgos semíticos.
Mientras que el Kongo era un tesoro de riquezas minerales, la Deutsch Südwest Afrika funcionaba como centro administrativo del continente y Muspel escondía campos de arena azotada por el viento y bases militares. La DOA luchó inicialmente por encontrar una identidad más allá de la producción del sisal y de la pesca. Tiempo atrás había sido una colonia alemana entregada a los británicos tras el Tratado de Versalles y no volvió a manos alemanas hasta la Conferencia de Casablanca. De modo que Germania estaba entusiasmada por convertirla en un ejemplo de lo que el nacionalsocialismo podía conseguir. Fue el KdF quien la transformó.
El KdF, siglas de Kraft durch Freude, «poder a través de la alegría», era la organización de los nazis dedicada al ocio. Uno de sus objetivos era conseguir que los viajes resultaran asequibles hasta para las familias menos favorecidas de los obreros de las fábricas… siempre que estuvieran afiliados al partido. Ofrecía vacaciones subvencionadas y en 1937 ya se había convertido en el mayor operador turístico del mundo. Había excursiones por los Alpes, un enorme centro turístico en el Báltico y, lo más solicitado, una flota de doce cruceros de lujo que transportaban pasajeros a los fiordos noruegos, el Mediterráneo y el norte de África. A medida que el Reich se fue expandiendo por debajo del ecuador, pudo ofrecer posibilidades más exóticas: era uno de los inalienables derechos de conquista. Hitler lo aprobaba: «Todo obrero tendrá sus vacaciones… y todo el mundo podrá disfrutar de un crucero una o dos veces a lo largo de su vida».
Robert Ley, fundador del KdF y más tarde gobernador de la DOA, propuso primero desarrollar la colonia como destino turístico. Sus infinitas playas de arena blanca y su herencia alemana hacían de ella una elección obvia. Cinco años después de 1945, la capital, Roscherhafen —antes Dar es-Salaam— fue transformada en un resplandeciente centro turístico, capaz de acoger a medio millón de visitantes al año de todas las ciudades y guarniciones del África alemana. Una nueva generación de enormes cruceros aportó trescientos mil nuevos invitados de la madre patria.
A medida que el número de turistas se incrementaba, también lo hacía la necesidad de mantenerlos ocupados. Como los safaris estaban reservados a los oficiales de alto rango, tenían que crearse diversiones más simples para las masas. En el sur de la ciudad, el KdF construyó su primer parque «educativo y recreativo», un complejo colosal que albergaba un zoo, un jardín botánico, un museo militar para conmemorar la campaña de África Oriental durante la Gran Guerra y un parque de atracciones que ofrecía durante todo el año el mismo bullicio de la Oktoberfest, pero bajo el achicharrante cielo africano. Los británicos y sus decadentes ciudades costeras y sus campamentos de vacaciones solo podían contemplar tanta magnificencia con envidia.
Tünscher los guio por el parque de atracciones. El aire olía a adoquines húmedos y a grasa de motor. Les llegaban gritos alegres del tobogán de agua y el tren de la bruja, y el rechinante tintineo de la música de los tiovivos. Si la multitud era consciente de que se estaba librando una guerra en el Kongo, no lo demostraba. En el centro del parque se encontraba la Roscherhafen Riesenrad, una noria monumental. Como sucedía con todo, era la mayor del mundo y se elevaba hasta los cien metros. Tünscher compró un paquete de entradas para asegurarse de tener una cabina reservada para ellos solos.
—Nunca me he sentido cómodo en una de esas cosas —dijo, envolviendo la lámpara que iluminaba la cabina con un pañuelo cuando empezaron a moverse—. Micrófonos —explicó—. Ahora podemos hablar.
—¿Y el chico? —preguntó Burton.
Tünscher se inclinó hacia su sobrino y cantó con la melodía del Horst Wessel, el himno nazi:
Cuando Der Führer dice que somos la raza suprema
nosotros cuac cuac cuac en la cara de Der Führer.
Cuando Goebbels dice que el mundo y el espacio son nuestros
nosotros cuac cuac cuac en la cara del doctor.
El texto era de un dibujo del pato Donald, una letra prohibida en todo el mundo de habla germana. Si te oían cantar aquello, podías pasarte cinco años en un campo de concentración. El chico les ofreció una sonrisa inexpresiva.
Tünscher le alborotó el pelo amigablemente.
—Sordo como una tapia.
—Entonces, ese uniforme de jungvolk… Creía que antes de admitirte te hacían una revisión médica completa.
—Suspendió. Cabrones. Yo le compré el uniforme y nunca he visto a un niño más feliz. Solo se lo pone cuando salimos juntos.
La cabina estaba ascendiendo. El parque parecía un cráter escarlata gracias a los banderines del Führertag. Al este podían ver la playa y las azuladas olas de lo que, para Burton, seguía siendo el océano Índico. Estaba ansioso por empezar la negociación con Tünscher, pero tenía que ser cauto. Recordaba lo mucho que le gustaba a su amigo darle a la lengua y su expediente de guerra no ayudaba.
—La noria tarda cuatro minutos y cuarenta y un segundos en dar una vuelta completa —dijo Tünscher mirando su reloj—. Será mejor que te des prisa.
—Necesito ir a Madagaskar. Encontrar a alguien.
—A un judío, supongo.
—¿A quién si no?
—En la isla hay varias brigadas de las SS. Quizá querías salvar a un miembro de la Schutzstaffel de sí mismo.
—A un judío.
—¿Pagan bien?
—Nada.
—¿Estás seguro? Circulan historias sobre que hay tesoros ocultos en la isla. Reservas de oro traídas de Europa.
—Esto lo pago de mi bolsillo.
—¿A qué ciudad pretendes ir?
—No lo sé.
—¿A qué sector?
Burton negó con la cabeza.
—Llevarte a la isla podría resultar bastante fácil… si el precio es adecuado. Pero sin una dirección, olvídalo.
—Tiene que haber alguna forma.
—Ayudaría mucho si supiera a quién estás buscando.
Burton habría preferido no contarle nada, pero las verdades que le ocultó a Patrick y sus consecuencias seguían quemándole por dentro. Le habló de Madeleine tan rápidamente y con tan poca emoción como le fue posible; después, esperó el desprecio de Tünscher. En Bel Abbés, si un compañero legionario recibía una carta perfumada o admitía haberse enamorado de una de las prostitutas de Madame Maxine, se convertía en el centro de las burlas y el desprecio de los demás. Y Tünscher era el primero en apuntarse.
Pero todo lo que hizo fue mirar por la ventanilla y asentir. El viento producía un silbido metálico cuando pasaba por los radios de la noria al llegar a su cénit.
—Puede que haya una forma de saber cuál es su paradero, pero nunca la he probado. Tendré que preguntar.
—Necesito ir esta noche.
Tünscher soltó una carcajada. A su lado, el sobrino lo miró con una sonrisa idiota.
—El bebé debió nacer en febrero —dijo Burton—. Yo tardé semanas en poder llegar hasta aquí y entretanto ha podido pasar cualquier cosa. Pueden estar enfermos, pueden estar pasando hambre… Cada día cuenta.
Esa idea lo había estado carcomiendo desde que dejó Inglaterra.
—Al menos espera a que termine el Führertag.
—¿Y si se mueren la noche anterior? ¿Y si hubiera podido estar allí con ellos?
Tünscher se dio unos golpecitos en el pecho.
—No tendría que beber aguardiente, me provoca indigestión. ¿Cuántos diamantes tienes?
—Quédate el que te he dado como pago a cuenta —ofreció Burton—. Ayúdame a encontrar a Maddie y al niño, sácanos de la isla y te daré cuatro más.
—¿Cómo sé que no son falsos?
—No lo sabes.
—Lo haré por diez más.
—Cinco. Es mi última oferta.
El rostro de Tünscher se oscureció como si estuviera pensando en abofetearlo.
—No juego; esto me ha costado demasiado. —Se abrigó con la chaqueta como si de repente sintiera frío. Su expresión se suavizó y encendió un cigarrillo—. A nadie le importa que contrabandees con un poco de brandi, comandante, pero con los judíos es distinto. Diez diamantes. Tengo deudas que saldar en el este.
—¿No te basta con el brandi?
—No. —Miró la muñeca de Burton—. Por aquí hay pocos accidentes de pesca, ¿sabes?
—Puedo llegar a seis.
—Nueve.
—Siete. Necesitaremos dinero para vivir y lo único que tengo son esas piedras.
—No te servirán de nada si no sales de la isla. Ocho.
Burton se pellizcó el labio superior fingiendo indecisión mientras sopesaba cuál de los dos tenía una posición más fuerte. Le estaba mintiendo, ya que lo cierto era que no le quedaban más diamantes. Había gastado el penúltimo para llegar a DOA.
—Siete —terminó por ofrecer.
La noria estaba terminando la vuelta. Burton olió a pretzels y salchichas a través de la ventanilla.
—Tienes suerte de que me aburra tanto —confesó Tünscher, guardando el reloj—. Me siento aburrido y destrozado. Acabas de comprar lo mejorcito de la Sección IX.
—Necesitaré un arma. Una pistola.
—¿Qué le ha pasado a tu Browning?
—La perdí.
—No habrá problema.
Tünscher recuperó su pañuelo. Salieron de la cabina y se mezclaron con la multitud.
—Dame veinticuatro horas y veré lo que puedo conseguir. No te prometo nada y… —se palmeó el bolsillo—, me quedaré con el diamante pase lo que pase. ¿Dónde puedo localizarte?
—Playa Msasani —replicó Burton, dándole el nombre de su hotel.
—Tú y diez mil personas más.
Tünscher le dio un suave codazo a su sobrino, se señaló la boca y formó la palabra wurst? sin emitir sonido. Recibió un excitado asentimiento como respuesta y le indicó por señas que ellos tomarían un camino distinto. El chico giró solemnemente hacia Burton e hizo el saludo nazi. Era como si todo el parque de atracciones estuviera mirándolos. Burton le devolvió el saludo alzando levemente su brazo bueno.
—Estaré en contacto —prometió Tünscher.
—¡Espera! —gritó Burton, yendo tras él. Se fijó por primera vez en los pies de Tünscher: el dobladillo del pantalón estaba deshilachado y terminaba en unas botas de paracaidista—. ¿Puedo confiar en ti?
Su antiguo camarada sonrió, mostrando sus dientes amarillentos.
—No. Pero puedes confiar en esos diamantes.