22
—¿Qué está haciendo?
Había pánico en la voz del Oberbootsman. Los otros soldados se dispersaron rápidamente.
En Roscherhafen, mientras Kepplar veía cómo Cole desaparecía entre la procesión escarlata, se sintió incapaz de desenfundar su Walther P38. Para él, la violencia era un asunto técnico que encontraba impropio, algo que ordenar, no que practicar. Las expectativas de Hochburg, con su desagradable inmediatez, hacían que se sintiera incómodo. Aun así, si hubiera aprendido a dominar su aprensión, no estaría en aquel barco. No habría malgastado siete meses en Deutsch Ostafrika.
Kepplar se llevó el Panzerfaust al hombro, apuntó a la cubierta y disparó. Todo su cuerpo retrocedió ante el impacto. El cohete centelleó a través de las viejas maderas —un relámpago de fuego y serrín—, y sacudió todo el barco. Las esquirlas de madera azotaron el aire. Kepplar se vio impulsado hacia atrás con los pulmones llenos de humo. Se sentía orgulloso, Hochburg habría hecho lo mismo. A la vez sintió un asomo de rechazo por estar cumpliendo los deseos de otro.
—¡Burton Cole! —gritó cuando pudo ponerse en pie de nuevo. Sus palabras parecían retumbar, como si estuviera hablando dentro de una enorme campana—. Ríndete y perdonaré a la tripulación.
Un chasquido recorrió toda la longitud del barco, que sufrió una sacudida y se escoró.
—¡Brigadeführer, tenemos que volver a nuestra nave!
—No hasta que Cole aparezca.
El hombre rubio se había puesto en pie, tenía el cabello lleno de astillas.
—No está a bordo.
—¿Dónde está?
—No tengo ni idea de quién estás hablando —contestó furioso—. Ninguno de nosotros la tiene.
Kepplar lo estudió, repentinamente inseguro. Pero fue su negativa la que le hizo cambiar de opinión: demasiado controlado.
—¡Cole! —volvió a gritar—. Muéstrate y salva a tus compañeros.
Miró la entrada de la bodega esperando que apareciera.
Otra sacudida, seguida de varias más, como si una columna vertebral se estuviera rompiendo vértebra a vértebra. Una ola de espuma mezclada con petróleo inundó la cubierta.
—Nos lo llevamos —dijo Kepplar.
Recogió el Panzerfaust del suelo, y el loro verde y negro con su vientre de monedas. Arrestaron al rubio con ellos a punta de pistola y con las manos en la cabeza. Un segundo después, apartaron la pasarela de una patada.
—Separad treinta metros la patrullera del dau —ordenó Kepplar dirigiéndose al puente. Miró cómo la distancia se agrandaba poco a poco.
El velero estaba escorándose, hundiéndose y expulsando humo por popa. El valón corrió hacia la bodega y la tripulación nativa se dispersó, gritando y lamentándose, antes de abandonar el barco.
Sobre la inclinada cubierta se materializó un hombre, desapareció en la bodega y volvió a aparecer acompañado de varios hombres más. Vestían trajes de combate y empuñaban carabinas. Kepplar se inclinó sobre la barandilla para ver si alguno de ellos era Cole. Creyó oír el fantasma de una voz surgiendo del agrietado casco… «Vas a morir». El valón se unió a los otros discutiendo con uno de los hindúes que le lanzó un saco.
El segundo anillo de minas se acercaba.
La ametralladora principal de la patrullera rotó hacia el velero y un instante después se oyó el repiqueteo de los casquillos cayendo sobre cubierta. Los dos barcos se intercambiaron disparos.
—¡Alto el fuego! —gritó Kepplar a sus soldados. Planeaba arrebatarle el premio de Hochburg a las olas—. Quiero a Cole vivo.
—Idiota —escupió su prisionero rubio—. No está a bordo.
—Mientes. Sacrificaste el barco para salvarlo.
—Míralo. Se va a hundir por nada. —A pesar de seguir con las manos en la cabeza y tener un fusil contra las costillas, no hizo ningún esfuerzo por ocultar su desdén.
Kepplar se sintió irritado por la impenetrable seguridad que demostraba. Decidió llevárselo a Lava Bucht; allí tenían especialistas en interrogatorios que habían perfeccionado sus habilidades durante la anterior rebelión. Sería interesante comprobar los límites de la arrogancia de aquel hombre. Se acercó a él hasta que sus cuerpos casi se tocaron, haciendo crujir el cuero de sus botas y de su cinturón como era costumbre en Hochburg.
—Conoces a Cole —dijo—. Crees que puedes esconderlo, pero se te nota a la legua. ¿Dónde está?
—Lo último que oí de él es que viajaba en un barco hacia Panamá. Te has equivocado de océano.
—Ayer estaba en Roscherhafen.
Los papeles se habían invertido. El hombre rubio estudió sus rasgos para intentar descubrir si decía la verdad. Nada en su aplomo lo desmentía. Kepplar decidió seguir presionando.
—Estoy seguro de que se dirige hacia esta isla. En tu barco o en el siguiente. Dime en cuál y perdonaré a los otros…
Alguien lanzó un grito de alarma y se oyeron descargas de los BK44. Los soldados estaban disparando contra toda la cubierta del dau. Kepplar estiró el cuello para ver lo que ocurría.
—¡He dicho alto el fuego!
El rubio movió las manos. Con una, rígida como una espada, golpeó el cuello del nazi y lo derribó al suelo; la otra buscó en su propia espalda, sacó la pistola y apuntó con ella entre los ojos del guardia. Disparó sin dudarlo.
Kepplar pensó que aquellos rápidos movimientos eran los de un hombre familiarizado con la violencia, no los de un contrabandista. Aún de rodillas, lo miró con envidia.
Salois oyó gritos distorsionados bajo él y el golpear de puños contra la madera. La bodega olía a tablones embreados y clavo. Era lóbrega y estaba llena de cajas.
—¿Cómo los liberamos? —le preguntó a Xegoe. Salois había arrastrado al capitán con él.
Xegoe apartó las cajas que tenía ante él para revelar una trampilla. Levantó una tabla junto a ella y buscó una palanca en el agujero. La accionó dos veces.
—Está kaput —dijo. Sus enormes ojos brillaban de miedo.
Salois ocupó su lugar y también intentó accionar la palanca. Era tan pesada y blanda como un brazo roto. Buscó frenéticamente cualquier herramienta que le permitiera abrir la trampilla hasta que encontró un arpón. La tripulación solía usarlos para alancear las lampugas que quedaban atrapadas en las redes. Hundió la punta del arpón entre la escotilla y las tablas y dejó caer todo su peso sobre él. Se abrió un hueco por el que, instantáneamente, asomaron unos dedos.
—Xegoe, necesito tu ayuda.
Pero el capitán había huido.
Salois volvió a hacer fuerza, hombros y caderas rígidos por el esfuerzo. El cierre de la trampilla se rompió. En el compartimento secreto estaban Denny y el cabo Grace con el agua a la altura del pecho. Salois los ayudó a salir antes de dirigirse al siguiente montón de cajas. Denny lo contempló trabajar un instante, antes de salir de la bodega.
—¡Denny! ¡Cobarde! —gritó el valón.
Grace se peleó con la palanca chorreando sudor. Negaba con la cabeza, mientras Salois clavaba el arpón entre las tablas de madera. La trampilla se elevó unos cuantos centímetros —oyeron chapoteos y gritos frenéticos— y volvió a cerrarse. Otro tirón, pero el acero del arpón se doblaba.
—¡Apártate!
Apenas tuvo tiempo de moverse cuando un hacha se clavó en el suelo. Denny la sacó, descargó otro golpe y logró abrir un agujero. Salois metió la mano y levantó la tapa. Abajo, las barbillas de los ocupantes del escondite apenas sobresalían del agua burbujeante.
Salois cogió el hacha de manos del sargento.
—Recoge tanta comida y equipo como puedas y asegúrate de llevar los explosivos para Diego Suárez. Después busca una manera de salir del barco.
Quedaban dos compartimentos más. Liberaron a los hombres del primero antes de que Salois les ordenara a todos, excepto a Grace, que subieran a cubierta para ayudar a Denny. Los golpes bajo sus pies se volvían más fuertes, más desesperados y frenéticos, reverberando a través de todo el andamiaje y las paredes del velero. A Salois le dio la impresión de que estaba dentro del ventrículo de un enorme corazón de madera.
El agua del mar empezó a surgir de las escotillas que intentaban abrir. Los puñetazos disminuyeron.
—¡No vais a morir! —gritó Salois, luchando por hacer palanca con el arpón.
Los hombres atrapados eran Perabo y McCullogh, parte del equipo de Diego Suárez. Ambos habían estado en Dunquerque, eran soldados profesionales que conocían la vergüenza de verse obligados a cultivar patatas en los campos enemigos antes de poder volver a casa. La noche anterior, McCullogh le había dicho que después de terminar la misión de Diego, después de recuperar toda África, sería mejor para todos que los judíos siguieran en Madagaskar. «No bajo el control de los krauts, claro, pero es mejor que no volváis a vuestras casas».
La escotilla tembló y se partió. El océano ascendió hasta las rodillas de Salois, que siguió luchando por levantar la trampilla. Cuando el arpón cedió, se acuclilló hasta que el agua le llegó al pecho e intentó meter los dedos en la grieta de la madera. Los puñetazos de los atrapados eran cada vez más débiles y terminaron por cesar. El cabo Grace lo miró con una incredulidad infantil.
Salieron tambaleantes de la bodega y se encontraron con una cubierta inundada por agua de color rojo oscuro. Salois pensó que le habían cortado la garganta a alguien. El velero se hundía irremediablemente; su mástil principal había caído y las velas chasqueaban y se rasgaban. Los alemanes contemplaban indiferentes el espectáculo desde su patrullera. Salois se abrió camino entre el humo hasta llegar junto a Denny.
—¿El bote salvavidas? —preguntó. El aire estaba impregnado de olor a alcohol y salmuera.
—Se lo llevaron esos negratas —y señaló el mar con el brazo extendido. La tripulación del dau se alejaba del S-Boot a bordo de un bote medio vacío—. Usaremos los barriles. Nos apoyaremos en ellos para nadar hasta la orilla.
El resto de los hombres ya estaba vaciando los barriles.
—Está demasiado lejos.
—Entonces, ríndete. O ahógate.
Salois miró hacia tierra. Estaba por lo menos a dos kilómetros. Pero, por primera vez, la orilla se distinguía claramente, formaba una fina línea de arena blanca y un manto oscuro de selva.
—Que todo el mundo se concentre en estribor —ordenó—. Allí estaremos más protegidos.
Un silbido.
Xegoe estaba de pie en un bote, con una bolsa de piel de cerdo llena de Reichmarks de oro colgando del cuello. Se la había dado Cranley como pago por el viaje a Madagaskar.
—¡Tú has provocado esto! —le gritó a Salois—. ¡Has sido tú, demonio!
Le lanzó un saco y saltó por la borda, nadando para reunirse con el resto de su tripulación. Salois recogió el saco, que emitió un ruido tintineante, y miró en su interior. El saco contenía tres cohetes. Sus hombres estaban haciendo rodar los barriles vacíos hacia estribor. Fue hacia ellos, examinando los restos que flotaban en cubierta en busca de algo útil.
El dau pasó a través del segundo anillo de minas, rozando una de ellas.
La ametralladora principal de la patrullera cobró vida. Salois se tiró al suelo al oír volar por encima de su cabeza las balas que destrozaron el bote salvavidas. Xegoe estaba a medio camino del bote, una chillona cabeza marrón en el océano. Dos de los marineros buscaron una posición a cubierto y devolvieron el fuego. Los BK44 de los alemanes respondieron en el acto.
—¡Alto el fuego! Quiero a Cole vivo.
Salois encontró el Panzerfaust. Lo sacudió para eliminar toda el agua posible, lo cargó con uno de los cohetes y se arrodilló, enfocando el S-Boot con la mirilla. Los alemanes lo vieron y lanzaron un grito de alarma. Los proyectiles surcaron el aire. El valón intentó tranquilizarse, aislarse de los ruidos que lo rodeaban: los disparos de los fusiles, los impactos en la madera del velero, los gritos de Xegoe… Buscó a Cranley en el barco alemán, pensando en la hija de la que le había hablado, una niña mimada sin madre, tan afortunada como malditos eran los huérfanos de Madagaskar. Como no lo encontró, apretó el gatillo.
La cubierta de mando explotó en pedazos.
Salois volvió a cargar su arma sin esperar a ver los resultados y apuntó a la ametralladora principal. El cohete acertó de pleno —un estallido ensordecedor— y lanzó por los aires hombres y munición. Salois sonrió satisfecho mientras cargaba su lanzacohetes por tercera vez.
Reinó el silencio, el inmenso silencio del océano, solo roto por el crepitar de las llamas y los gritos de los alemanes que intentaban apagar el fuego. De la patrullera se elevaban dos columnas de humo negro. Seguía pudiendo navegar, pero estaba ligeramente escorada. De momento, las olas la alejaban del dau.
Entre los barcos emergió del mar una cabeza, aspirando aire a bocanadas. Salois bajó el lanzacohetes. Era Cranley.
—¡Comandante! —Al otro lado de la cubierta, Denny había reunido a los supervivientes en torno al bote de Xegoe. Lanzó al agua un barril vacío—. ¡Nos vemos en la orilla!
—Tened cuidado con los tiburones —advirtió Salois antes de centrar su atención en Cranley. Se alejaba de la patrullera nadando en un perfecto estilo crawl. El Brigadeführer de una sola oreja se puso un chaleco salvavidas y se zambulló tras él.
Se aproximaba el último anillo de minas. El dau derivaba hacia ellas y ya estaba lo bastante cerca como para que Salois pudiera distinguir los nódulos de detonación. Lanzó el barril por la borda y se preparó para saltar al agua.
En la Legión solían decir: «Pierde el arma, pierde la cabeza, pero nunca pierdas las botas». Era una máxima aplicable en el desierto, no en el mar. De todas formas se las quitó, ató los cordones entre sí y se las colgó al cuello, y caminó descalzo hasta el borde de la cubierta. Nunca había sido buen nadador.
La mina más cercana se alzó del agua como la joroba de una ballena negra.