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Nachtstadt, 20 de abril, 21:15 horas

Burton se abrió camino entre las piaras de cerdos. Los animales estaban inquietos por los disparos y los truenos. Un ondulante lago de carne rosada. Entre los disparos Burton oyó otro ruido, algo que no pudo identificar, pero que avivó recuerdos infantiles de cuando iba de caza por la selva esquivando tocones de árboles. Hochburg le había advertido que los evitase, que eran el producto de hombres malos. Talar árboles mataba el espíritu de la selva.

Apartando cerdos de su camino, Burton se acercó al lugar donde había visto al hermano de Madeleine por última vez. Mientras descendía la colina sintió remordimientos por Tünscher e iba lanzando miradas hacia el lugar donde lo dejó; ahora, entre las jaulas, era imposible distinguirlo. Empezó a revisar cada una de las pocilgas metiendo la cabeza en ellas. El amoníaco le aguijoneaba los ojos.

Creyó oír una voz tras él.

Burton intentó localizar el sonido. Se agachó bajo un tejado de chapa que resonaba por la lluvia y vio a Abner. Estaba de rodillas, rodeado de cajas abiertas, con una pieza de maquinaria en los brazos. Abner también vio a Burton, se fijó en su uniforme y arremetió contra él.

Cayeron al suelo aplastando varias cajas, rodando por la paja y el estiércol. Burton recibió un puñetazo en el ojo y otro en el esternón, que hizo que los ácidos del estómago le subieran hasta la garganta. Contraatacó con cautela y procuró no dejar inconsciente a Abner. Le incrustó el muñón en el cuello y desenfundó la Beretta.

—No voy a dispararte —dijo—. Me llamo Burton Cole y soy el… el… —No estaba seguro de cómo describirse a sí mismo. Amante le parecía inapropiado—. He venido a buscar a tu hermana.

Apartó la Beretta y la mantuvo desviada.

—¿Dónde está?

Abner se frotó la garganta y le lanzó una mirada furiosa. Quiso hablar, pero su voz parecía más bien un graznido a causa de la presión que Burton había hecho sobre su tráquea.

—Se supone que estás muerto.

—Me lo dicen mucho.

—Se ha ido con Salois a la estación de radio. —Le enseñó la pieza de equipo que aún sostenía—. Podían haber usado esto.

Era un teléfono de campaña con su transmisor, del tipo utilizado por el ejército británico.

—¿Por qué dejaste que fueran? Es demasiado peligroso.

—Intenté evitarlo, pero no quiso escucharme.

—Tenemos que salvarla.

Abner se ajustó las gafas y volvió a frotarse la garganta. Sacó el transmisor de la caja y empezó a llenar la mochila de dinamita. Burton cogió un puñado de cartuchos preguntándose de que servirían; sin un detonador, eran inútiles como un ladrillo.

—No hay tiempo para esto.

—Salois necesita la dinamita. Quiere atacar Diego Suárez para llamar la atención de los norteamericanos.

En cuanto Abner terminó, salieron al exterior bajo la lluvia. Era como vadear la corriente de un río. Los cerdos estaban más descontrolados todavía que antes y correteaban por el barro chocando unos con otros, gruñían, se contagiaban el pánico y embestían a Burton y a Abner, apartándolos constantemente de su objetivo, que era llegar a la verja. Más allá varias barracas estaban en llamas, pero no todos los edificios habían sido incendiados y el chaparrón era demasiado intenso para que el fuego se extendiera. Hacia el cielo se enroscaban las nubes de humo. Los trabajadores se habían encaramado a los tejados, unos cuantos armados con rifles, e instaban a los demás a rebelarse. Recordando lo que había pasado en el Arca, Burton se quitó la guerrera; quizá le fuera útil más tarde, pero en aquel momento podía ser un imán para las balas.

—Guarda esto en tu mochila —le dijo a Abner.

—No. ¿Por qué?

—Tú, hazlo.

Un rayo cruzó el cielo durante un segundo y lo siguió el retumbar de un trueno que reverberó a través del terreno. El pánico de los cerdos se intensificó. Cargaron a ciegas, empujando a Burton y a Abner hacia la puerta. Burton tenía la sensación de resbalar constantemente, de caer, de ahogarse bajo aquella marea de carne. Sus botas apenas rozaban el suelo.

Chocó contra la verja y la masa de cuerpos pálidos lo empujó contra ella en medio de un estruendo de chillidos y metal. La cara de Abner quedó aplastada contra los alambres. A través de ellos, Burton vio que los trabajadores atacaban las rejas de todo el complejo y tiraban abajo toda una parte; divisó más lejos la estación de radio y sus ventanas teñidas de rojo. Los soldados que había estado espiando antes estaban congregados alrededor de un depósito de agua y golpeaban sus soportes con hachas. El depósito se tambaleaba como un anciano al que le quitaran de improviso su bastón.

Y en la plataforma del depósito estaba Madeleine.

Una renovada determinación empujó a Burton. Sujetó a Abner por la ropa y tiró de él con todas sus fuerzas; la ropa se desgarró. Volvió a intentarlo con las cinchas de su mochila y esa vez lo consiguió. Abner trepó por la verja y asintió con la cabeza dándole las gracias.

Llegaron a la parte superior de la reja y se deslizaron entre el alambre de espino que la coronaba. Los cerdos siguieron con su ajetreo incontrolado golpeando contra la barrera, que empezó a vencerse por los golpes y la presión.

Burton y Abner saltaron al suelo y corrieron entre los graneros y las barracas. La verja cedió tras ellos.

Estampida.

El acordeón enmudeció por fin. Las dos alarmas seguían sonando aunque no sincronizadas; una llenaba los silencios de la otra. Como el llanto de un niño de pecho reclamando a su madre, pensó Madeleine.

Al principio se maravilló del autocontrol de Salois, pero no tardó en inquietarla. Estaba sentado contemplando a los soldados, mientras que ella se encogía con cada hachazo y luchaba por no gritar. Cada vez que el acero mordía la madera, la vibración se transmitía a través de la estructura. Todo el depósito temblaba.

—¿Cómo puedes estar tan calmado? —gritó.

Los soldados parecían ajenos a las alarmas y a las barracas ardiendo. Estaban demasiado borrachos para ser precisos y pocas veces los hachazos incidían en el mismo lugar que los anteriores. Uno de ellos se reía tanto que tuvo que retirarse a un lado a vomitar. El Untersturmführer se mantenía apartado del grupo, fulminándola con la mirada.

Salois le contestó como si estuviera sumido en sus pensamientos y solo la voz de la mujer lo hubiera despertado.

—Tu marido…

—Ya no es mi marido.

—Cranley me llamó «el judío invencible». Soy el huérfano de la muerte; ella no me quiere.

—Esta noche te equivocas.

—He estado a punto de morir en situaciones peores que esta. —Le dedicó una sonrisa—. Estoy destinado a vivir; ese es mi castigo.

Un crujido; el depósito empezó a inclinarse.

—¿Castigo por qué?

Se produjo una pausa en el chop chop chop de las hachas, seguida por gritos de júbilo, y el gruñido y la presión de la madera astillándose. Los soldados abandonaron su posición y se retiraron unos metros para ver caer el depósito. Se inclinó varios metros, Madeleine gritó, y de repente se detuvo. El espacio entre ese tanque y el de acero se había reducido, pero saltar seguía siendo demasiado arriesgado.

Madeleine y Salois se agarraron a la plataforma. Él la cogió de la mano y la animó a reptar hasta el lado opuesto para contrarrestar el peso. La forma en que lo hizo era extrañamente amable e hizo que ella pensara en las viejas parejas, en cómo sostendría su padre el brazo de su madre si su mundo no se hubiera desintegrado.

Los soldados volvieron a empuñar las hachas.

—Hice algo… —dijo Salois en voz baja. Buscó una palabra como si tuviera muchas donde escoger para expresar lo que pretendía decir—. Algo retorcido, algo malvado. La muerte sería demasiado amable para mí. Vivir es mi penitencia.

—¿Qué puedes haber hecho para…? —Madeleine se sorprendió de su propia rabia—. Con todo lo que hemos visto en esta isla, ¿qué puedes haber hecho para creer eso?

—He visto demasiado odio, Madeleine. No quiero el tuyo.

—No tengo mucho más que ofrecer.

Su respuesta fue tan débil, que tuvo que inclinarse hacia él para oírla.

—Maté a mi esposa… mejor dicho, a la mujer que iba a ser mi esposa.

—¿Por accidente? No puede ser nada peor que eso —dijo ella sin apartarse.

—En un ataque de ira. —Algo irremediable oscureció su expresión—. Por eso nunca pude abrazar a mi hijo. Estaba embarazada.

Era doloroso oír la enormidad de su desgracia, de la repugnancia hacia sí mismo; aun así, ella no retrocedió. Madeleine no alcanzaba a comprender la catástrofe en que se había convertido la vida de aquel hombre, pero instintivamente estaba dispuesta a perdonarlo. No podía explicar el motivo, era como si el Dios en el que ella no creía se lo hubiera susurrado al oído. En un mundo que negaba la redención, Reuben Salois estaba dispuesto a caminar solo y pagar sus deudas.

Les llegó un rugido desde el suelo. Ansioso y enloquecido. Los trabajadores se habían escapado de las barracas y cargaban contra los soldados con puños y planchas de madera.

—Esta es nuestra oportunidad —exclamó Salois deslizándose hacia la escalera. Empezó a descender y Madeleine lo siguió.

En medio de la pelea el Untersturmführer se apoderó de un hacha y volvió a la carga contra los pilares. Madeleine sentía cada golpe a través de los escalones. El depósito empezó a ceder y astillarse, y se inclinaba de nuevo. Cada vez caía más deprisa… hasta que se detuvo al chocar con el otro tanque de acero. Madeleine quedó colgando de la escalera con las piernas enredadas en el vestido.

Salois saltó al suelo. El Untersturmführer blandió su hacha contra él y la agitó cortando la lluvia y el aire. Salois dio un salto hacia atrás. Su oponente perdió el equilibrio y cayó al suelo. Él cerró el puño y empezó a descargar golpes contra la cara del Untersturmführer, peleando como si de verdad tuviera la convicción de que no podía morir.

Madeleine se soltó de la escalera y cayó pesadamente al suelo. Sintió las piedras que se le clavaban en las piernas y rodó por el resbaladizo barro. Un ruido llenó sus oídos, como el del matadero cuando llevaban los animales al sacrificio y uno de ellos luchaba por escapar.

Se puso en pie y la arrolló una estampida de cerdos.

Volaron cientos de ellos. Se vio golpeada y abrumada por un alud de pezuñas hasta que Salois tiró de ella y pudo levantarla. En una mano llevaba una ametralladora y con la otra la conminaba a que corriera. Se sentía demasiado aturdida y sin aliento para hacer otra cosa que no fuera obedecer. Entonces se dio cuenta de que estaban siguiendo las vías del ferrocarril y se adentraban en la oscuridad.

—¿Y Abner? —preguntó jadeante.

—Ya nos encontrará.

Corrió. Con la ropa empapada pero llena de energía. La noche le ofrecía la promesa de encontrar a sus gemelos.

«Madeleine… ¡Madeleine!». El grito que la perseguía desde Antzu levantó ecos en la lluvia. Ella se tapó los oídos. Salois giró en redondo y empuñó su arma.

Ella volvió a oír aquella voz: más cercana, más tensa, nada sobrenatural.

—¡Maddie, detente!

Ella titubeó, miró por encima de su hombro, incrédula, con una imposible y venenosa esperanza que no tenía cabida en la realidad.

Emergiendo de las luces de la granja, corría hacia ellos una solitaria figura, difícil de discernir por la lluvia y por los cerdos que la rodeaban. Su cuerpo parecía delgado y agotado, pero no podía verle la cara. Corría entre las vías; los raíles atrapaban la luz y brillaban como si fueran de platino.

Salois disparó y las balas rebotaron contra las vías, cerca de los pies de su perseguidor, y le lanzaron fragmentos de piedra.

Otro grito. La llamada de un legionario al aproximarse a un fuerte. Ella se detuvo de golpe, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Salois bajó su arma frunciendo el ceño, expectante.

Ami! Ami!

Burton parecía agotado, pero sonreía de alivio y de una euforia infantil que se le borró casi de inmediato.

Madeleine estaba perpleja.

Estupefacta.

Se alejó un paso de él con el cuerpo tenso, dispuesto a correr de nuevo. De cerca parecía todavía más exangüe que cuando pudo entreverla en Antzu. La luz de sus ojos era mortecina, las comisuras de la boca, agrietadas y ulceradas.

—Por favor, no corras —le rogó él.

Ella sacudió la cabeza incrédula. Los cerdos seguían pasando por ambos lados.

De niño, Burton se imaginaba el regreso de su madre y la alegría de volver a verla. La cogería de la mano y la arrastraría hasta el huerto de fresas que había cultivado, para que saborease los frutos aunque estuvieran blancos y duros como piedras. Pero si realmente hubiera emergido de la selva tras años de ausencia, muy posiblemente su reacción sería la misma que la de Madeleine al verlo a él.

Una fatiga aplastante se apoderó de Burton. Quería abrazar a Maddie y dormir hasta que se hicieran viejos. Pensó en Bel Abbés, el fuerte de la Legión Extranjera que había sido su hogar tantos años. Si volvías a él desde el oeste, lo primero que veías era la punta del Faîte du Pierre. Era precioso a la luz del amanecer: el aire fresco, la luz azafranada iluminando las almenas. Burton siempre evaluaba su cansancio en aquel punto. Entre él y una cama, una comida recién cocinada y el agua fresca había treinta kilómetros de desierto implacable.

Los ojos de Madeleine no cesaban de moverse. Tan pronto se fijaban en su cara como en su raído uniforme de las SS. Avanzó hacia él y lo tocó, vacilante al principio, trazando el contorno de su cabeza como si fuera ciega. Sus dedos palparon las cejas y se deslizaron por la mandíbula, le pellizcaron las mejillas y se hundieron en la carne, intentando convencerse de que él era real y no una alucinación. Burton la dejó hacer hasta que le hizo daño; entonces le apartó los dedos.

Las lágrimas manaban de los ojos de Maddie y recorrían sus mejillas.

—Jared me enseñó tu nombre en una lista de bajas. Juró que habías muerto.

—Mintió.

Una carcajada de alegría. Burton olió la sal de las lágrimas de ella. Madeleine alargó las manos buscando las suyas. Él dudó y le ofreció la derecha. No quería que viera el muñón… todavía no. Quería fingir que había vuelto completo.

En la vía resonaron otras pisadas y Abner llegó hasta ellos, manchado de barro hasta las cejas, con la mochila colgando pesadamente del hombro.

—Están enviando helicópteros —anunció, antes de dirigirse a Madeleine—. Lo encontré para ti en medio de los cerdos.

Burton creyó percibir una chispa de satisfacción en su tono. Salois se reunió con el grupo.

—¿Tienes el resto de los explosivos? —Abner asintió—. Entonces, andando.

Los focos hacían que la piel de Madeleine pareciera luminosa. Sus ojos habían perdido el miedo y brillaban maravillados. Burton deslizó sus dedos entre los de ella —más huesudos que nunca, más ásperos— y se alejaron de la luz, de nuevo hacia la oscuridad.

—Voy a llevarte a casa —susurró Burton.

—No. Vas a llevarme a Mandritsara.