43

Todo parecía oscurecerse. Los muros del callejón desaparecían a medida que el humo y la niebla aumentaban, tan espesos y opacos como la sangre. El crujido de la madera ardiendo devolvió a Burton a su infancia, cuando su hogar fue reducido a cenizas.

Aquel era el momento que esperaba desde hacía años. Acarició su Beretta, deseando que el tacto le resultara tan familiar como el de su Browning perdida. El zumbido de los mosquitos le pareció anormalmente ruidoso.

Hochburg.

Burton esperaba ver el odio reflejado en su único ojo negro, pero solo vio alivio y un placer victorioso. ¿Cómo lo había llamado Madeleine hacía tan solo unos meses? Un fantasma. Y le rogó que no lo resucitara. Si Burton la hubiera escuchado, ahora no estaría en aquella apestosa calle llena de barro, y su manga izquierda no terminaría en la muñeca. Patrick estaría vivo. Tünscher no estaría herido ni confiando en la promesa de unos diamantes inexistentes. Burton, Madeleine y su hijo estarían a salvo, puede que no en los campos de Suffolk como habían soñado, pero sí en algún lugar secreto lejos del alcance de Cranley.

Una segunda figura vestida de negro se unió a Hochburg, el nazi al que le faltaba media oreja y que lo había perseguido en Roscherhafen. Tras él aparecieron un puñado de jóvenes soldados rapados y armados de ametralladoras.

—No lo matéis ni le hagáis daño —dijo Hochburg—. Ese placer me lo reservo para mí.

Los dedos de Burton tocaron la Beretta.

Todo lo que tenía que hacer era desenfundar, apuntar al corazón de Hochburg y disparar. Pero ese viejo deseo había desaparecido… como su huerto de membrillos, talado, agotado por la rabia. Lo había consumido durante tanto tiempo, que ahora se sentía mareado y avergonzado. Era un ansia que nunca debió aceptar. Cada paso hacia Hochburg había sido un paso hacia el pasado, un paso que lo alejaba de Madeleine. Y ahora estaban tan cerca que podían respirar el mismo aire. Burton oyó a su padre en el púlpito, gritándoles a unos huérfanos temblorosos o indiferentes: «Abrazarlo es morir».

Burton huyó.

Tünscher se mantuvo cerca, presionándose el costado con la mano. Les llovió una ráfaga de balas. Burton oyó la voz de Hochburg —grave, tremenda—, que daba órdenes, y cogió un pasaje lateral para seguir avanzando por calles paralelas hasta que Tünscher le señaló un callejón diferente.

—Por aquí —indicó.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Burton, viendo que se dirigían hacia una pendiente.

—Si tu mujer está intentando escapar, la carretera que lleva a la puerta de Antzu está arriba.

—¿Y si no es eso lo que pretende?

—Entonces, quédate y registra todas las putas casas de la ciudad… pero no cuentes conmigo.

Se toparon con un callejón sin salida. Tünscher giró a la izquierda, por una callejuela llena de andamios. Era tan estrecha que chocaban con los soportes y hacían vibrar los tablones. Se los tragó otra nube de niebla roja. Burton vio tirado en el barro el bote del que surgía el humo rojo. El sonido de las botas, amplificado y distorsionado, parecía provenir de todas partes. En un momento estaba tras ellos y en el siguiente a un lado, como si los soldados corrieran por una calle paralela. Burton creyó oír la voz de Hochburg por encima de las pisadas, pero no estaba seguro de si era real o se la imaginaba, un recuerdo de la misión en el Kongo.

«Fe-fi-fo-fum, huelo la sangre de un inglés…».

Otro callejón sin salida, ese sin rutas alternativas.

—Atrás —gritó Tünscher.

Pero Burton se encontró con el camino bloqueado.

—¡Herr Oberst, ya lo tengo!

El nazi al que le faltaba media oreja estaba enmarcado por un andamio, con su BK44 apuntando al suelo como si quisiera volarse las espinillas y los pies.

—¡Oberstgruppenführer, venga, deprisa! —Su voz era chillona, histérica—. Las manos en la nuca, Cole. Tu amigo también.

Burton alzó los brazos lentamente. Tünscher no se movió.

—Quítate la gorra —ordenó el nazi.

—¿Qué?

—¡Hazlo! Quiero verte la cabeza.

Cuando Burton se negó, el nazi disparó contra el barro a pocos centímetros de sus pies. Él se quitó la gorra y la dejó caer. El nazi estudió su cráneo y en su cara apareció una expresión de disgusto.

Tünscher, cuyas manos seguían sobre el costado, dio un paso adelante hasta situarse junto a Burton. Estaba pálido y le costaba respirar, el sudor empapaba su labio superior. El nazi levantó el arma hasta apuntarle al pecho.

—Las órdenes del Oberstgruppenführer solo afectan a Cole.

—Podemos atacarle —dijo Tünscher tranquilamente.

Burton estudió la distancia entre ellos y el BK.

—Creía que hoy no querías morir.

—No disparará.

—¿Por qué no?

—Lo veo en sus ojos, como cuando firmé para ir a Rusia. Sabías quién iba a pasarse la guerra detrás de una mesa de despacho. Confía en mí.

—¡Silencio! —exigió el nazi—. Oberstgruppenführer! ¡Quien sea! ¡Rápido, ya los tengo!

Burton bajó la mano y el muñón.

Los tres permanecieron quietos unos momentos, observándose mutuamente. Los mosquitos zumbaban entre ellos.

—¿Qué crees que le pasó a su oreja? —preguntó Tünscher.

La humillación y la furia destellaron en el rostro del nazi mientras alzaba una mano para taparse la mutilada oreja. Tünscher aprovechó el momento para lanzarse hacia delante y empujar al nazi contra los puntales que sostenían el andamio. Estos se quebraron lanzando plataformas y botes de pintura en todas direcciones.

Jacoba evitó la puerta delantera de la mansión del gobernador y, siguiendo el muro del jardín, guio al grupo entre matorrales de aloes espinosos. Llegaron a una carretera que llevaba hacia el sur hasta Mazunka, serpenteando durante trescientos kilómetros a través de campos de cebollas. Se había levantado un viento que dispersaba la niebla. Más allá del muro, Madeleine podía ver prados vacíos que descendían hasta el río. Jacoba observaba el tejado de la casa, como buscando algo.

—Aquí. La curva del ciego —dijo por fin. Era una curva del muro que seguía el contorno natural del terreno. Aquel punto quedaba oculto de la villa y su única torre de guardia—. Los criados venían aquí para pasar comida a sus familias, normalmente en una cesta. Yo le mandaba remolachas y melocotones a mi hija.

Madeleine se había olvidado de la hija de Jacoba.

—¿La encontraste? —preguntó.

—La vi solo unos segundos. Después oí a Salois y fui a buscarte.

—Te lo agradezco. —Dio un cariñoso apretón a la mano de Jacoba—. ¿Vendrás conmigo?

—Te ayudaré con los caballos… —El miedo y la disculpa pugnaron en el rostro de Jacoba—. Pero después solo os retrasaría.

—No puedes quedarte aquí.

—No iré a Mandritsara, Antzu no es tan malo. Cuando todo se tranquilice, estaré bien. Esto es el paraíso comparado con el matadero, los cerdos y las polacas.

Jacoba le dedicó una trémula sonrisa, pero Madeleine sintió que se le rompía el corazón.

—Si no puedo llegar hasta el barco de Salois, volveré. Podemos vivir juntas en Boriziny.

—No volverás, chica.

Salois escaló el muro aprovechando los huecos en el mortero. Madeleine dudó si Jacoba y ella misma serían lo bastante fuertes para imitarlo. Cuando el valón llegó arriba, le preguntó a Madeleine si aún conservaba su cuchillo. Ella se lo pasó. Salois serró un agujero en la alambrada y se aplastó contra la piedra para pasar a través de él.

—Desde aquí puedo ver los establos. Parece que no hay nadie.

—Está demasiado alto para nosotras —advirtió Madeleine.

—Encontraré algo —dijo y desapareció al otro lado. Madeleine oyó el ruido de las botas al impactar contra el suelo —¡tump!— y sus pisadas alejándose rápidamente.

De la ciudad llegó el eco de unos disparos. Al otro lado de la casa verde resonaba una alarma.

—Suena en las barracas —dijo Abner—. Será mejor que tu amigo se dé prisa o nos pillarán.

Esperaron agachados junto al muro. Eran pasto de los mosquitos. Madeleine se frotó la cabeza, estaba cubierta de arañazos de las espinas de los aloes. Siempre que se hacía un corte en la granja, Burton se lo curaba con yodo.

Una soga rosa llena de hojas y espinas cayó junto a ella. Abner la recogió y tiró de ella para tensarla.

—Jacoba, tú primero.

—No —cortó Madeleine. Primero yo, después Jacoba y luego tú.

Le preocupaba que, si se quedaba sola con su hermano, este insistiría en que se quedase en Antzu, quizás hasta quisiera golpearla para que obedeciera.

Antes de que Abner pudiera discutir su decisión, agarró la soga y empezó a escalar, tensando al máximo los músculos que poco antes habían soportado el peso de sus gemelos. Al llegar arriba echó un vistazo a Antzu. Una neblina rojiza flotaba. Le hizo señas a Jacoba para que subiera. Contra el otro lado del muro se habían apilado árboles frutales y ella aprovechó las ramas para bajar hasta aterrizar en un sendero de grava. Jacoba no tardó en unirse a ella y después lo hizo Abner. Se quedaron de pie con la boca abierta por la incredulidad.

—Mered ha-Vanill comenzó por un puñado de arroz —explicó Abner—. Los nazis nos dijeron que no había bastante comida. He visto hombres, hombres maduros, soldados, asesinos, llorar como niños por un plato de sopa.

—Y esto es solo para la casa del gobernador —dijo Jacoba.

Estaban en el huerto de la cocina. Madeleine había planeado hacer uno tras la casa de la granja, pero una pequeñísima parte de la monstruosidad que tenían ante ellos. Se extendía por una serie de secciones cuadradas, dedicadas a hortalizas y frutas de toda especie imaginable. Había berenjenas, calabazas, maíz, matas de pimientos rojos, naranjas y chiles, melones y piñas. No solo había plantas tropicales, también europeas, modificadas por los agrónomos nazis para que pudieran crecer en aquel clima: apio, nabo, repollo. E invernaderos con la temperatura y la humedad controladas, estructuras de cristal para delicadezas como berzas y frutas del bosque.

—Cuando trabajaba aquí, los cubos de la basura rebosaban —siguió Jacoba—. Se tiraban platos enteros sin tocar. Los criados teníamos buena salud porque comíamos las sobras… hasta que Quorp lo prohibió.

A Abner se le escapó un sollozo como no le había salido desde que era pequeño, lo castigaban y le parecía una injusticia. Corrió hacia los cultivos, lanzando patadas y puñetazos contra las plantas, destrozándolas. Arrancó las varas que soportaban una mata de judías, tropezó con ella y se cayó, y fue aplastando calabacines y repollos hasta que llegó a un invernadero de arándanos y moras. Alzó una vara y se dispuso a golpear el invernadero.

Salois le sujetó el brazo antes de que la dejara caer.

—Los repollos no hacen ruido, el cristal sí.

Los jardines estaban desiertos, pero rodeados por la niebla. Seguía llegando ruido de disparos en la ciudad.

—Hemos de tener cuidado con los mozos de cuadra —advirtió Jacoba cuando se aproximaban a los establos. Pero el patio estaba vacío, a excepción de un helicóptero y su piloto. Mientras se acercaban, el piloto corrió hacia la casa atraído por la alarma. El fértil hedor del estiércol y del salvado prensado flotaba sobre los adoquines.

Buscar los arreos era demasiado arriesgado. Encontraron algunas bridas en el patio, pero solo dos sillas de montar. Jacoba les dijo que se las quedaran porque ella podía montar a pelo. Seleccionó los caballos y les palmeó la grupa para animarlos a salir de su pesebre. Se impulsó sobre el lomo de una yegua de color castaño y al instante pareció transformarse, llenarse de confianza, de elegancia, a pesar de no tener silla.

—¿Sabes montar? —le preguntó a Salois, que intentaba acomodarse sobre su caballo.

—He montado en camello.

La única persona que Madeleine conocía que hubiera montado en camello era Burton. Aseguró la cincha de su silla y montó en su caballo. Las lecciones de equitación habían sido un regalo —una expectativa— de Jared.

—¿Y yo? —preguntó Abner aún en tierra—. No sé cómo funciona esto.

Madeleine le ofreció la mano, pero él no la cogió.

—No es demasiado tarde para que te quedes.

En las nubes apareció una mancha negra. Se acercaba rápidamente. El ruido de los rotores inquietó a los caballos.

—No te he pedido que vengas conmigo.

Abner montó tras Madeleine y cerró los brazos alrededor de la cintura de su hermana. Ella miró los tatuajes de su brazo. Los tres caballos cruzaron el patio hacia la puerta de entrada. No había rastro de los guardias.

—Tenemos que llegar a la carretera del sur —le gritó Abner a Jacoba, que iba en cabeza.

Cuando cruzaban la puerta, Madeleine pensó que se había vuelto loca. Debía de ser el agotamiento y la falta de comida, sumados al estrés de los últimos días. O quizás el sabor de Hochburg, aún frío y dulce en su boca, estaba envenenando su mente, porque creyó oír la voz de Burton por segunda vez, tan clara y real como el canto de un pájaro.

—¡Madeleine!

Azuzó al caballo, pasando como un rayo junto a dos soldados de las SS cubiertos por toda una paleta de colores. Uno de ellos, al que le faltaba una mano, la señaló e intentó cortarle el paso. Creyó oír de nuevo el fantasmal grito de Burton.

—¡Madeleine! ¡Madeleine!

Ella miró hacia atrás y vio que el soldado movía los brazos frenéticamente y luego daba media vuelta y corría hacia los establos. Por encima de ellos, el helicóptero sobrevolaba la ciudad siguiendo la ruta de Mazunka.

—Ahora sí estamos acabados —gritó Jacoba.

El helicóptero giró y descendió para patrullar el cielo sobre Antzu. Flotó unos instantes sobre la llameante sinagoga y después descendió hacia la villa del gobernador.

Los caballos bordearon las murallas de la ciudad. Cuando cruzaron a toda velocidad la puerta sur, los guardias jupo que habían visto antes corrieron tras ellos lanzándoles piedras.

—Adelanta a los otros —le dijo Abner a Madeleine al oído.

Ella se inclinó sobre el caballo con una sensación de libertad como jamás había sentido montando. En cuanto superó a Jacoba y Salois, Abner le dijo que saliera de la carretera.

Su caballo trastabilló al pisar la hierba empapada, pero recuperó la estabilidad cuando los cascos encontraron tierra. Cargaron a través de la llanura hacia una cresta a varios kilómetros de distancia. El horizonte estaba teñido de violeta por el sol menguante. Galoparon hasta llegar a la cresta y descendieron por la ladera opuesta. Madeleine aflojó un poco el ritmo hasta un medio galope. Salois se situó a su lado.

—¿Es por aquí? —preguntó—. ¿Los explosivos?

Abner asintió.

—¿Estás seguro?

—Estoy contigo. Por Leni.

Cruzaron otra colina hasta llegar a un paisaje con una hierba tan alta que acariciaba el vientre de los caballos. Los animales se cansaban. Otra colina más y se encontraron frente al lecho pedregoso de un río casi seco, solo recorrido por un chorrito de agua.

—Es por la Reserva Sofía —explicó Abner—. En esta época del año tendría que ser un torrente, pero ellos controlan la reserva de agua.

Cuando llegaron, desmontaron y dejaron que los caballos bebieran. El sol se ponía. Madeleine sentía los muslos ardiendo y doloridos. Asoció la sensación a la de meterse en una bañera de agua demasiado caliente y pensó si alguna vez volvería a tomar un baño o si sería capaz de ello: la idea de concederse ese tipo de lujos le pareció hasta inmoral después de todo lo que había visto. En la lejanía se oyó el rumor de un trueno.

Abner ahuecó las dos manos para recoger un puñado de agua y se la echó por la cara y el cuello.

—Debiste quedarte en Antzu. Lo lamentarás —suspiró, lleno de una magnanimidad reticente—. Pero prometo ayudarte… no es que me hayas dejado mucha elección.

Madeleine no lo escuchaba.

Miraba el vacío paisaje que habían dejado atrás. A la luz del crepúsculo, Antzu era un distante punto de luz ardiente. Le temblaba la voz al preguntar:

—¿Dónde está Jacoba?