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Hospital de Mandritsara, 21 de abril, 05:00 horas
La Browning cayó de las manos de Madeleine y rebotó en el suelo. La explosión del disparo retumbó en toda la sala y tardó en desaparecer, como si su dispersión fuera la de un gas. Hasta que no acabó la reverberación Burton no fue consciente del rumor exterior.
Contempló el rostro de Madeleine. Todos sus músculos estaban tensos, la luz de los ojos, congelada. Un segundo después, su expresión se relajó, la mandíbula cayó y la lengua apareció entre los labios. Le ofreció una breve sonrisa, como cuando volvían a Londres en tren. Cuando se acercaban a la ciudad, solían dejar un espacio vacío entre los dos, por si acaso los veía alguien conocido. Desde el extremo opuesto del asiento le dedicaba sonrisas burlonas. Burton tuvo un infinitesimal momento de esperanza, pensó que bajo el vestido llevaba una placa de acero que la había protegido de la bala.
Madeleine seguía sujeta por un Cranley inexpresivo. La soltó y ella se desplomó de lado. No tenía agujero de salida. Cranley, sin poder creerlo, le palpó el torso.
Burton vio que una mancha rojiza se extendía por el estómago de Madeleine. Se había disparado en el mismo punto en que la metralla hirió a Patrick en Dunquerque. Su amigo había maldecido y bramado, llegó a perder mucha sangre, pero Burton consiguió extraerle la metralla y coserle la herida en el sótano de un edificio bombardeado; y sobrevivió. Ahora estaban en un hospital, rodeados de salas con camas, quirófanos, instrumental, vendas y medicamentos.
El rugido exterior aumentó.
Burton miró la Browning, temblaba en el suelo avanzando a saltitos hacia él. Se lanzó a por ella antes de que Cranley pudiera hacerlo.
Las paredes empezaron a vibrar.
El esqueleto del rincón se desplomó hecho pedazos. Los microscopios y las centrifugadoras se estrellaron contra el suelo. El soldado que había estado vigilando a Burton miraba a su alrededor desconcertado. Tras él, a través de los cristales, Burton vio los árboles del patio doblarse y desaparecer. Un muro negro se alzó, tapó el ventanal y llenó todo el campo de visión.
El cristal estalló hacia dentro.
Burton se quedó sin respiración. De repente se encontró bajo el agua, aplastado por una fuerza capaz de romper los huesos. Junto a su cara había burbujas y en los oídos resonaba un ruido ensordecedor. Pasado un segundo, pudo volver a respirar. Inspiró desesperadamente.
Todo el hospital se sacudía. Se abrieron grietas en las paredes; el torrente rugía por toda la sala y el aire apestaba a salmuera. Burton iba zarandeado de un lado a otro, pero se negó a abandonar su pistola y se esforzó por guardársela en el cinturón. Un soldado chocó contra él y desapareció. Segundos más tarde vio a Madeleine semiinconsciente, sacudida por la riada como una muñeca rota. No supo cómo, pero logró atraparla pasando el brazo por el interior de las muñecas atadas.
Se desintegró una parte del muro, con lo que el agua descendió más de un metro y los arrastró de la sala al pasillo. Burton tuvo la sensación de estar corriendo en el vacío, pero sus pies tocaron suelo y logró erguirse. Se encontró con el agua hasta la cintura. Su brazo seguía reteniendo a Madeleine. No tenía tiempo de comprobar su estado, así que se la cargó al hombro e intentó avanzar.
El pasillo no tenía ventanas y el agua se precipitaba sobre ellos desde la sala en la que habían estado, como si alguien estuviera bombeándola desde allí. Un ruido terrible, como el crujido de una roca partiéndose, rasgó el aire. De momento las luces se mantenían encendidas. Burton temió que tuvieran que buscar una salida a oscuras. Vadeó hasta el final del pasillo, con el agua ascendiendo, hasta llegar a otro menos inundado. Pudo ver varias puertas en un lado, mientras que en el otro solo había ventanales. En el extremo opuesto un letrero indicaba una de las salidas de emergencia.
Burton cargó con Madeleine hacia aquella salida, ya que empezaba a crecer otro rumor amenazante.
Estaba a medio camino cuando las ventanas se oscurecieron y estallaron una tras otra, como si estuvieran conectadas. Burton recordó la ocasión en que Tünscher, borracho, fue a un acuario de Marsella y le dio por disparar contra uno de los tanques de agua.
Se aferró al cuerpo de Madeleine mientras los zarandeaba la fuerza de las aguas. Rodaron por el pasillo sin poder evitarlo, cruzaron descontroladamente la salida de emergencia, sumergidos un segundo y rozando el techo al siguiente.
Sumergidos. Techo. Sumergidos.
Una sensación de caída… y se encontraron en el suelo de otro pasillo, con el agua, inexplicablemente, a la altura de las rodillas.
Burton levantó a Madeleine. Tenía los ojos cerrados y el cuerpo flácido. Le puso dos dedos en el cuello y detectó un pulso débil. Puso su boca contra la de ella y sopló con toda la fuerza de sus pulmones. El pecho de la mujer se expandió y expulsó agua por la nariz. Repitió la operación, otro aliento vital.
Un nuevo rugido llenó el pasillo; primario, imparable.
El suelo tembló como si hubiera un terremoto. Burton aseguró la Browning y abrazó con fuerza a Madeleine.
La ola cayó sobre él como lo había hecho a bordo del Arca. Rodó bajo el agua con la boca y la nariz burbujeando. Esta vez no hubo recuerdos de Germania ni de helados, ni de Maddie abalanzándose sobre él en una cama ni de susurros sobre la vida que iban a compartir.
Iban más y más deprisa. El agua arrastraba objetos de toda clase; unos los rodeaban y otros chocaban con ellos. Burton intentó protegerse la cabeza como pudo. Cada vez que emergía momentáneamente, solo era consciente de las luces, de las paredes a su alrededor y de la incontenible fuerza de las aguas. Apretó a Madeleine contra él en un intento de presionarle el pecho y mantenerle abiertas las vías respiratorias. Pesaba como un cadáver. Volvieron a desaparecer bajo el agua.
Burton percibió unas nubes negras y humedad. Flotaban entre árboles. Se agarró a uno de ellos hundiendo los dedos en la corteza. El tronco se doblaba por la fuerza de la corriente. Si solo se tratase de él, si hubiera tenido dos manos para agarrarse, quizá lo habría conseguido.
Vio el hospital tras ellos. El agua corría a través del edificio y a su alrededor. Destrozaba puertas y ventanas, derribaba la estructura, arrancaba árboles como si fueran palillos de dientes. Las olas arrastraban un montón de restos flotantes. Burton vio movimiento sobre uno de los techos en forma de pagoda y creyó reconocer a Cranley; un enorme lagarto negro escabulléndose por las baldosas del edificio principal que, de momento, se mantenía firme gracias a los profundos cimientos y los sólidos muros. Más allá, la noche era negra. Todas las luces de la Reserva Sofía se habían apagado.
Los dedos de Burton resbalaron por la corteza del tronco… y se soltaron.
La corriente volvió a arrastrarlos. Todo lo que pudo hacer fue abrazar a Madeleine mientras rodaban, giraban y se sumergían en el agua.
Poco a poco la ferocidad de la riada empezó a remitir. Fueron a la deriva por la ladera de un valle. Los escombros los rodeaban: vigas de madera, pedazos de techo ondulado, troncos partidos…
Y cadáveres.
Cientos de cadáveres flotando boca abajo, muchos con la ropa destrozada. La piel desnuda parecía grotescamente blanca en la oscuridad.
Burton se sujetó a una viga de madera y la utilizó para mantenerse a flote. Madeleine escupió agua y se quejó. Él usó el brazo bueno para luchar contra las olas e intentar llegar a la orilla. Ante ellos, en la cima de la colina, seguía el Totenburg desde el que había espiado el hospital. Un potente foco lo iluminaba desde atrás y hacía de las torres de granito meras siluetas.
Se dirigió hacia ellas hasta llegar a una orilla llena de barro. Burton se arrastró fuera del agua y luego sacó a Madeleine. Un estallido de alegría explotó dentro de él cuando sintió que su corazón seguía latiendo.
—¿Maddie? Maddie, hemos conseguido salir vivos.
—Tengo frío —respondió Madeleine, abriendo los ojos, que habían perdido parte de su color.
Él le subió el vestido y examinó la herida. Era un círculo perfecto, limpio después de todo lo que habían pasado, pero volvía a sangrar. Presionó con los dedos alrededor del agujero para intentar averiguar a qué profundidad estaba la bala. Madeleine se había disparado desde tan cerca que no podía haber ganado mucha velocidad: así era, la bala estaba alojada cerca de la piel.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de alivio. Podía extraerla.
Sería algo atroz, pero si lo conseguía y detenía la hemorragia, la salvaría. Más cicatrices que poder comparar algún día. Se reafirmó imaginando el futuro. Estarían en la cama, de algodón cálido y seco, acariciándose mutuamente las heridas de guerra. Burton insistiría en que un agujero en el vientre era peor que perder una mano; y mucho más imprudente.
El agua seguía subiendo, las pantorrillas de Madeleine ya estaban sumergidas.
Burton contempló el Totenburg. La luz que emanaba de él tenía una cualidad serena, casi celestial. Era un buen lugar donde refugiarse. Después buscaría una torre de guardia, un puesto de avanzada, lo que fuera que pudiera tener suministros médicos para una primera cura de urgencia y poder llevarla a Antzu. Cuando Tünscher y él llegaron por primera vez a la ciudad, habían pasado por delante de un hospital. Burton deseó tener ahora a su amigo al lado, y no solo por su experiencia médica. Deseó que estuviera a salvo. Quizás había llegado a Nosy Be y estaba atendido por un montón de enfermeras, fumándose un Bayerweed.
—Maddie, voy a tener que moverte. Quiero llevarte hasta el Totenburg.
Ella asintió débilmente.
La cogió en brazos y ascendió fatigosamente por el barro, luchando por no resbalar. El agua parecía perseguirlo, ya que le lamía constantemente las botas. Hubo un momento en el que tropezó y Madeleine dejó escapar un grito de dolor. El rugido que llegaba hasta él se asemejaba al que hacían los grandes ríos africanos que conocía: el Niger y el Zambezi, y las cataratas del Kongo.
Cada paso le arrancaba a Madeleine una mueca de dolor. Él siguió pidiéndole perdón en susurros hasta que ella le puso un dedo en los labios. Seguía con las manos atadas.
Burton logró avanzar casi diez metros antes de tener que detenerse. La pendiente era demasiado empinada y los resbalones, constantes. Se quedaba sin fuerzas. La dejó en el suelo y se sentó junto a ella intentando recuperar el aliento.
—Vas a tener que subirte encima de mí —le dijo. La cima de la colina seguía emitiendo su luz.
—¿A caballito? ¿Como hacías con Eli en la granja?
—Como hacía con Eli.
—Prométeme que cuidarás de ella.
—Podemos conseguirlo, Madeleine. No puedes rendirte. Tendrás que luchar, pero podemos conseguirlo.
Su voz era débil.
—Jacoba tenía razón. No hay salida de esta isla.
—Podemos recurrir a la flota pesquera de Varavanga.
Ella guardó silencio varios segundos, con el rostro casi enterrado en el lodo, antes de hacer una pregunta.
—¿Qué le ha pasado al hospital? ¿Crees que los gemelos estaban…?
Burton negó con la cabeza.
—Ya no puede pasarles nada.
—Ojalá hubieras podido verlos. Ojalá hubiera podido pasarlos de mis brazos a los tuyos, aunque fuera una sola vez.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando estemos lejos. Ahora subamos, ya falta poco.
Al principio creyó que ella se negaba, que se había rendido y quería morir allí, hasta que comprendió que estaba reuniendo fuerzas. Rodó hasta situarse sobre él llorando. Cuando lo consiguió, se sujetó con las manos a sus hombros.
Burton siguió ascendiendo casi a cuatro patas. Se alejaban del agua, pero tenía la ropa empapada y pesaba demasiado. Cada vez que el muñón desaparecía en el fango, un ramalazo de dolor recorría todo su brazo. Avanzaban terriblemente lentos. El cieno era pastoso como cemento fresco.
De repente, el peso de Madeleine desapareció de su espalda.
Vio sus piernas desaparecer por la cima de la colina. Burton luchó por ir tras ella antes de que una mano enorme y brutal le empujara la cara contra el suelo.
—No te muevas —ordenó una voz familiar.
Burton estaba demasiado exhausto para pelear. Dejó escapar un suspiro que le vació los pulmones y se agarró al recién llegado. Había algo casi tranquilizador en su fuerza y su solidez. Miró al ojo negro clavado en él, tan negro como el verdugo del diablo.