II
El séquito del cónsul se alojó en la posada, y el cónsul y el señor Pouqueville en la casa de Josif Baruh, el judío más rico y respetable de Travnik, porque la mansión que se estaba restaurando para el consulado francés no estaría acabada hasta dos semanas más tarde. Así, en la pequeña pero bonita casa de Josif Baruh, amaneció, el primer día del Bayram[7] del ramadán, un huésped insólito. Toda la planta baja se puso a su disposición y a la del señor Pouqueville. La habitación de Daville, una estancia grande, se encontraba en la esquina; dos ventanas daban al río y las otras dos, con enrejado de madera, al desierto y helado jardín, cubierto con una capa de escarcha que no se fundía en todo el día.
Del piso superior provenía un ruido constante, las carreras y gritos de los numerosos hijos de Baruh y la voz severa de la madre, que trataba de tranquilizarlos infructuosamente con amenazas e imprecaciones. Desde la ciudad llegaba el fragor de los cañones y las detonaciones de los fusiles de los niños. La música gitana desgarraba los oídos; dos tambores resonaban de forma monótona, y sobre este fondo lóbrego una zurla[8] emitía y entretejía melodías desconocidas con cambios e interrupciones inesperadas. Era uno de esos raros días al año en los que Travnik salía de su silencio.
Como no habría sido conveniente que el cónsul saliera antes de visitar oficialmente al visir, Daville pasó los tres días del Bayram en esa gran habitación, con el mismo riachuelo y el mismo jardín congelado ante sus ojos, pero con los oídos llenos de los ruidos desusados procedentes de la casa y de la ciudad. La comida judía, grasienta y copiosa, mezcla de cocina española y oriental, impregnaba el ambiente de intensos olores a aceite de oliva, caramelo, cebolla y especias fuertes.
Daville se entretenía conversando con su compatriota Pouqueville, dando instrucciones e informándose sobre el ceremonial que debería seguir durante la primera audiencia, el viernes, inmediatamente después del tercer día del Bayram. Del konak había recibido como presente dos velas grandes, una okka[9] de almendras y otra de pasas.
El médico e intérprete del visir hacía de enlace entre el konak y el nuevo cónsul. Se llamaba Cesar d’Avenat, pero para los osmanlíes y la gente de la ciudad era simplemente Davna. Había llevado ese nombre durante la segunda mitad de su vida. En realidad, era originario del Piamonte, aunque nacido en Saboya, y naturalizado francés. Cuando era joven, lo enviaron a estudiar medicina a Montpellier. En esa época aún se llamaba Cesare Davenato. Fue entonces cuando adoptó su nombre actual y tomó la nacionalidad francesa. Desde allí, de forma aún no esclarecida e inexplicablemente, apareció en Constantinopla, donde entró al servicio del gran almirante Kuçuk Husein, como cirujano y ayudante médico. Después pasó al servicio de Mehmed bajá, cuando éste fue designado visir de Egipto, desde donde se lo llevó a Travnik como médico, intérprete y hombre capaz de enfrentarse a cualquier eventualidad y útil en todas las circunstancias.
Era alto, robusto y de largas piernas, de piel oscura y cabellos negros, empolvados y hábilmente peinados con una coleta. Las huellas escasas, pero profundas, de la viruela marcaban su cara, ancha y rasurada, de boca grande y sensual y ojos brillantes. Siempre iba vestido con esmero y según la antigua moda francesa.
D’Avenat hacía gala de una sincera buena voluntad en el trabajo y se esforzaba por ser realmente útil a su insigne compatriota.
Todo esto era nuevo y sorprendente para Daville y llenaba su tiempo, aunque no sus pensamientos, que, sobre todo durante las lentas horas nocturnas, saltaban a gran velocidad, fulgurante y arbitrariamente, del presente al pasado o trataban de adivinar los perfiles del futuro.
Las noches eran agotadoras y parecían interminables.
Le costaba habituarse al desacostumbrado lecho a ras de suelo, que le producía mareos, y al olor de la lana de los colchones recientemente vareados. Se despertaba a menudo, porque lo embargaba el calor sofocante que desprendían esos colchones y los edredones, sufriendo ardores causados por la especiada cocina oriental, que no es fácil de comer y mucho menos de digerir. Se levantaba en la oscuridad y bebía el agua helada y cortante que le hendía el esófago y le enfriaba dolorosamente el estómago.
Durante el día, mientras conversaba con Pouqueville o con d’Avenat, era un hombre enérgico y tranquilo, con un nombre, un título y un rango concretos; con un objetivo claro y misiones definidas, por las cuales había venido a esa remota provincia turca, igual que habría ido a cualquier otro lugar del mundo. Pero, por la noche, recuperaba su yo y lo que había sido antaño o lo que debería ser en el futuro. Y ese hombre que yacía en la oscuridad de las largas noches de febrero era para él mismo un extraño, un ser múltiple y, por momentos, un completo desconocido.
Al alba, cuando lo despertaban los tambores del Bayram y la zurla, o las carreras de los niños en el piso de arriba, Daville necesitaba un tiempo para despabilarse y recordar dónde se hallaba. Durante unos prolongados minutos dudaba entre la realidad y el sueño, porque los sueños estaban más relacionados con la realidad de su vida anterior, mientras que la actual le parecía más bien una pesadilla en la que un hombre era trasladado repentinamente a un país raro, lejano, donde se enfrentaba a una situación extraordinaria.
Así, ese despertar semejaba la continuación de los sueños nocturnos desde los que pasaba lenta y penosamente a la realidad insólita de la vida consular en la distante ciudad turca de Travnik.
Por si fuera poco, a esta mezcla de impresiones nuevas y desusadas venían a añadirse sin remedio los recuerdos, que se entrelazaban con los deberes y preocupaciones del presente. Los acontecimientos de su vida desfilaban rápida y desordenadamente y aparecían bajo una nueva luz y con proporciones fuera de lo común.
Tras él quedaba una vida colmada y turbulenta.
Jean Baptiste Etienne Daville estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta; era alto, rubio, de porte erguido y mirada limpia. Contaba diecisiete años cuando abandonó su ciudad natal en la costa norte de Francia y llegó a París, como tantos otros antes que él, en busca de un medio de ganarse la vida y conseguir la fama. Después de los primeros intentos y experiencias, se vio arrastrado rápidamente por la Revolución, como millones de compatriotas, y ésta se convirtió en su destino personal. Un cuaderno de versos y dos o tres comienzos audaces de dramas históricos y sociales se quedaron en el cajón; también dejó su modesto puesto de escribiente. Jean Daville se hizo periodista. Publicaba, ciertamente, versos y reseñas literarias; no obstante, su trabajo principal era la Asamblea Constituyente. Ponía toda su juventud y todo el entusiasmo de que era capaz en los voluminosos informes de la Asamblea. Pero el rodillo de la Revolución lo trituraba todo, haciendo que las cosas cambiaran y desaparecieran a gran velocidad y sin dejar huellas. Como suele suceder en los sueños, la gente pasaba apresurada y directamente de un cargo a otro, de un honor a otro, de la vergüenza a la muerte, de la miseria a la gloria, sólo que unos iban en una dirección y otros en la opuesta.
En esos tiempos excepcionales y en circunstancias de las que hablaremos más adelante, Daville fue sucesivamente periodista, soldado, voluntario en la guerra de España, funcionario del improvisado ministerio de Asuntos Exteriores, enviado en misión oficial a Alemania, luego a Italia, ante la República Cisalpina, y la Orden de Malta. Después, otra vez periodista y cronista literario del Le Moniteur de París, y por fin, cónsul general en Travnik, con la misión de abrir el consulado, crear y fomentar las relaciones comerciales con esas regiones de Turquía, ayudar a las autoridades francesas de ocupación en Dalmacia y seguir los movimientos populares en Serbia y en Bosnia.
Así se presentaría la vida del huésped de los Baruh si tuviera que describirse con unas cuantas frases para un breve curriculum vitae.
Sin embargo, con estas extrañas perspectivas y con los tres días de inesperada reclusión, Daville debía a menudo esforzarse él mismo para recordar con exactitud quién era y de dónde venía, todo aquello que había sido a lo largo de su vida, por qué había llegado allí y por qué durante todo el día recorría a grandes pasos aquel kilim rojo bosniaco.
Pues mientras el hombre vive en su ambiente natural y en circunstancias normales, estos datos de su curriculum vitae representan para él periodos importantes y giros significativos de su vida. Pero en cuanto la casualidad, el trabajo o la enfermedad lo apartan y aíslan, esos detalles empiezan de repente a desvaírse y borrarse, a secarse y descomponerse a una velocidad increíble, como una máscara inerte de papel y barniz que se ha utilizado una sola vez. Y debajo de ellos comienza a aflorar nuestra otra vida, conocida únicamente por nosotros, es decir, la «verdadera historia» de nuestro espíritu y nuestro cuerpo, que no está anotada en ningún lugar, que ni siquiera nadie presiente, que tiene muy poca relación con nuestros éxitos sociales, pero que para nosotros y para nuestra última desdicha o felicidad es la única importante y la única real.
Perdido en esta región salvaje, durante la noche interminable, cuando todos los ruidos se acallaban, Daville evocaba su vida pasada como una larga serie de empresas audaces y contratiempos sólo por él conocidos, de luchas, de actos heroicos, fortuna, éxitos, rupturas, calamidades, contradicciones, sacrificios inútiles y compromisos vanos.
En la oscuridad y silencio de esta ciudad, que todavía no había visto como es debido, pero en la que, sin duda alguna, lo esperaban preocupaciones y dificultades, parecía imposible arreglar y enmendar nada en el mundo. Daville tenía la impresión por momentos de que para vivir se necesitaban muchos esfuerzos, y para cada uno de estos esfuerzos, un valor desproporcionado. La negrura que reinaba le producía la sensación de que ningún desvelo tenía final. El hombre, para no detenerse y caer en la desesperación se engaña a sí mismo, oculta los trabajos inacabados con otros distintos, que tampoco terminará, y en las nuevas empresas y nuevos empeños busca más fuerzas y más valor. De esta suerte, se estafa a sí mismo y con el tiempo acaba convirtiéndose en deudor de su propia persona y de todo lo que lo rodea.
Sin embargo, según se aproximaba el día de la primera audiencia, esos recuerdos y reflexiones cedían lugar a las impresiones nuevas y a preocupaciones y trabajos provisionales, pero muy reales. Daville se centró. Las emociones y remembranzas se replegaron a la retaguardia de la conciencia; desde allí resurgirían a menudo, enlazándose de modo extraño e inesperado con los hechos cotidianos o con los acontecimientos inauditos de la nueva vida en Travnik.
Por fin pasaron esos tres largos días y sus tres extrañas noches. (Con una especie de presentimiento que, por lo general, no engaña a las personas atormentadas, Daville pensó aquella mañana: «Puede ser que éstos hayan sido los mejores días y los más tranquilos que el destino me haya deparado en este valle angosto»).
Así que esa mañana, ya muy temprano, oyó el piafar y los relinchos de los caballos bajo la ventana. Embutido en su traje de ceremonia, el cónsul esperaba al comandante de los mamelucos, al que acompañaba d’Avenat. Todo transcurrió según se había previsto y convenido con anterioridad. Allí estaban doce mamelucos del visir pertenecientes al destacamento que Mehmed bajá se había traído de Egipto como escolta personal y de la que estaba particularmente orgulloso. Sus turbantes de tela preciosa —hilo de oro alternando con hilo de seda—, enrollados con suma habilidad alrededor de la cabeza, sus alfanjes, que pendían pintorescos sobre los flancos de los corceles, y sus amplias vestimentas color cereza atraían todas las miradas. Los caballos para Daville y su séquito estaban cubiertos de la cabeza a la cola con jireles. Las órdenes estaban bien dadas y la formación era perfecta. Daville se esforzó por montar de la manera más natural posible sobre su caballo negro, un animal tranquilo y algo viejo, con amplias ancas. El cónsul vestía el uniforme de gala. Llevaba el capote azul marino abierto para que se vieran los botones dorados, los bordados de plata y las medallas que colgaban de su pecho. Tenía un aspecto magnífico con su porte erguido y su hermosa cabeza varonil.
Hasta el momento en que desembocaron en la calle principal, todo iba bien y el cónsul podía estar en verdad satisfecho. Pero en el momento en que alcanzaron las primeras casas turcas, se oyó una serie de exclamaciones sospechosas y un golpeteo de puertas de patios y celosías. Ya en el primer zaguán, una niña entreabrió un batiente y profiriendo unas palabras ininteligibles se puso a escupir a la calle, como si alejara un maleficio. Así, de una en una, se abrieron todas las puertas y celosías, y rostros llenos de odio y exaltación fanática asomaban por un instante. Mujeres veladas escupían y ahuyentaban la mala suerte, mientras que los niños mascullaban insultos, acompañados de ademanes obscenos y amenazas explícitas, dándose palmadas en el trasero o haciendo el gesto de cortarse el cuello.
Como la calle era estrecha y las galerías de las casas sobresalían a ambos lados, la comitiva cabalgaba entre dos filas de injurias y bravatas. Al principio, el cónsul, sorprendido, aminoró el paso, pero d’Avenat aproximó su caballo al del dignatario y, sin alterarse, con el semblante impasible, lo exhortó susurrando:
—Le ruego, Excelencia, que siga cabalgando tranquilamente y no preste atención a nada de esto. Es un pueblo bárbaro, una chusma vulgar; odian todo lo extranjero y éste es el recibimiento que brindan a cualquiera. Lo mejor es hacer caso omiso. Eso es lo que hace el visir. Es su modo zafio de hacer las cosas. Le suplico, Excelencia, que continúe el camino.
Confuso y contrariado, aunque intentando ocultar su turbación, el cónsul prosiguió, viendo, en efecto, que los hombres del visir hacían caso omiso; no obstante, sentía que la sangre se le subía a la cabeza. Los pensamientos afluían veloces a su mente, se entrecruzaban y se atropellaban. La primera idea que se le ocurrió fue la de si, como representante del gran Napoleón, debía soportar aquello o bien regresar inmediatamente a casa y organizar un escándalo. No podía decidirse, porque temía menoscabar el prestigio de Francia tanto como provocar, con su precipitación, un conflicto que arruinara su relación con el visir y los turcos ya el primer día. Incapaz de encontrar una respuesta o tomar una decisión, se sentía humillado y enojado consigo mismo. Además, le resultaba repugnante y terrible el levantino[10], d’Avenat, que a su espalda no cesaba de repetir:
—Le ruego, Excelencia, que cabalgue y no preste atención. Éstas son las tradiciones y costumbres bárbaras de los bosniacos. Continúe tranquilamente.
Vacilando en su fuero interno y sin hallar solución alguna, Daville sentía que le ardía la cara y que, a pesar del frío, el sudor le bañaba las axilas. El cuchicheo insistente de d’Avenat le resultaba desagradable, le parecía miserable e inmundo. En él intuía lo que debía de ser la vida de un occidental que ha elegido habitar en Oriente y unir indisolublemente su destino a esta parte del mundo.
Sin embargo, desde las ventanas de las últimas casas, cabezas de mujeres invisibles escupían sobre caballos y jinetes. El cónsul se detuvo una vez más por un instante y una vez más emprendió el camino, cediendo a las súplicas de d’Avenat e impelido por el trote sereno de la escolta. Entretanto, se acabaron las casas y entraron en el bazar, con sus tiendas bajas. En los umbrales, los mercaderes turcos o sus clientes fumaban o negociaban. Fue igual que pasar de una habitación muy caldeada a otra absolutamente helada. De repente, desaparecieron las miradas hurañas, los gestos que indicaban cómo se decapita a un infiel o los escupitajos supersticiosos de las mujeres. En lugar de eso, se sucedían a ambos lados de la calle caras impasibles, feroces. Daville los vislumbraba como a través de un molesto velo tembloroso que cubría sus ojos. Nadie dejó de trabajar ni de fumar, nadie alzó la vista para dignarse mirar una escena tan inusual y una escolta tan solemne. Algunos tenderos volvieron la cabeza, fingiendo que buscaban un artículo en los anaqueles. Sólo los orientales pueden odiar y despreciar hasta ese punto y mostrar de modo tan manifiesto su odio y su desprecio.
D’Avenat guardó silencio y de nuevo situó su caballo a la distancia prescrita, pero para Daville, aquel increíble desdén mudo del bazar no era menos doloroso ni ultrajante que la animadversión estrepitosa de los recientes insultos. Por fin torcieron a la derecha y ante sus ojos se irguieron las altas y largas murallas y la blanca construcción del konak, un edificio grande y armonioso con una hilera de ventanas de cristal. La visión resultó ser un alivio.
Ese camino angustioso que ahora quedaba tras él permanecería durante mucho tiempo en la memoria de Daville, imborrable como los sueños malignos y relevantes. A lo largo de los años, realizaría cientos de veces ese mismo recorrido, en condiciones similares. Porque cada vez que había una audiencia, y las había frecuentemente, sobre todo en los tiempos turbulentos, había que cabalgar a través del arrabal y del bazar. Había que mantenerse erguido sobre el caballo, no mirar ni a izquierda ni a derecha, ni muy alto ni a las orejas del caballo, ni distraído ni preocupado, ni sonriente ni ceñudo, sino serio y comedido, y sobre todo sereno, más o menos con ese aire afectado con el que los caudillos militares en los retratos, dejando al margen la batalla, miran hacia algún punto a lo lejos entre el camino y la línea del horizonte, desde donde deberían llegar refuerzos seguros y bien calculados. Todavía durante mucho tiempo, los niños turcos, desde las puertas, escupirían a las patas de los caballos imperceptible y rápidamente, como si espantaran los malos agüeros, igual que habían visto hacer a los mayores. Los tenderos turcos volverían la espalda simulando buscar algo en los anaqueles. Lo saludarían sólo los pocos judíos que anduvieran por allí y no hubiesen podido de ningún modo evitar el encuentro. No le quedó más remedio que pasar así un número infinito de veces, tranquilo y digno, temblando en su fuero interno a causa del odio y la indiferencia malévola con la que lo rociaban desde todos los lados, o por el temor a que sucediera algún contratiempo imprevisto en cualquier momento, asqueado por ese trabajo y esa vida y disimulando con un esfuerzo convulso su angustia y su repugnancia.
Incluso más tarde, cuando con los años y los cambios la gente se acostumbrara a la presencia de los extranjeros y cuando Daville conociera mejor a muchos de ellos, esa primera comitiva solemne perduraría en su conciencia como una línea negra, pero incandescente y dolorosa, que el olvido borra y atenúa lentamente.
El cortejo oficial cruzó con estruendo el puente de madera y alcanzó la gran puerta. De repente, entre el estrépito de cerrojos y las carreras de los mozos, ambas hojas se abrieron de par en par.
Delante del cónsul se hallaba el teatro en el que durante casi ocho años interpretaría diversas escenas de un mismo papel difícil e ingrato.
Esa puerta, de una amplitud desproporcionada, se abriría aún muchas veces ante él, apareciéndosele siempre en ese instante como una boca fea y gigantesca de la que rezumaba, exhalando su hedor, todo lo que en el inmenso konak habitaba, crecía, se consumía, se evaporaba o enfermaba. Él sabía que la ciudad y sus alrededores, que debían alimentar al visir y a todos los suyos, introducían cada día en el konak unas setecientas cincuenta okka de comestibles variados, y que todo eso se distribuía, robaba o comía. Sabía que, además del visir y sus familiares, allí vivían once dignatarios, treinta y dos guardias y otros tantos o más haraganes y gorrones turcos o jornaleros y empleados cristianos, a los que había que añadir un número indefinido de caballos, vacas, perros, gatos, aves y monos. Pero, sobre todo, lo que más se sentía era el pesado y molesto olor de la mantequilla y del sebo que produce náuseas a quien no está habituado. Ese olor solapado acompañaba al cónsul después de cada audiencia durante todo el día, y le bastaba pensar en él para que le acometieran arcadas y ganas de vomitar. Tenía la sensación de que todo el konak estaba impregnado de ese hedor, igual que una iglesia lo está de incienso, y que había penetrado no sólo en las personas y en las ropas, sino también en los objetos y en las paredes.
Ahora, esa puerta desconocida se abría por vez primera ante él.
El destacamento de mamelucos se dispersó y desmontó, mientras que Daville, con un reducido séquito, cabalgó hasta el primer patio, un recinto estrecho que estaba en penumbras porque el piso superior en voladizo le daba sombra. Justo detrás estaba el verdadero patio descubierto, con un pozo, hierba y flores por los rincones. Al fondo, un elevado muro macizo cercaba los jardines del visir.
Aún confuso por lo que había vivido al pasar por la ciudad, Daville se sintió más desconcertado si cabe por la amabilidad inquietante y la atención solemne con que fue recibido en el konak por una multitud de cortesanos y dignatarios. A su alrededor había un hervidero de gente corriendo con una prisa y diligencia desconocidas en el protocolo occidental. El primero en saludar al cónsul fue el teftedar, el encargado de las finanzas. (El segundo en la jerarquía después del visir, el cehaja Suleiman bajá Skopljak, no estaba en Travnik). Luego lo siguieron el silahdar[11], el armero mayor, el cohadar, el jefe del guardarropas del konak, el haznadar[12], el tesorero, el muhurdar[13], el canciller del sello, y tras ellos se amontonaba y se abría paso a codazos un tropel de funcionarios y títulos desconocidos. Unos, con la cabeza inclinada, farfullaban palabras de bienvenida ininteligibles, otros abrían los brazos, y toda la masa se movía hacia la sala en la que se celebraba el Diván. D’Avenat, alto y moreno, se deslizaba esquivando a la muchedumbre y desembarazándose con arrogancia de los que obstaculizaban el camino, dando órdenes y disponiendo en voz más alta y estridente de lo que exigía la necesidad. Daville, perplejo, pero digno y tranquilo en apariencia, se sentía como esos santos de los cuadros católicos a los que una bulliciosa cohorte de ángeles conducen hacia el cielo. Y, ciertamente, ese gentío lo transportó por unas amplias escaleras que llevaban desde el patio al Diván.
El Diván era una sala vasta y umbría en la planta baja. En el suelo, algunos kilims. A lo largo de los muros, canapés forrados de paño color cereza. En una esquina, cerca de la ventana, unos cojines para el visir y su huésped. En la pared, un único cuadro, la tura del sultán: su monograma trazado en letras de oro sobre fondo verde. Debajo, un sable, dos pistolas y un caftán púrpura, los regalos de Selim III a su favorito Husref Mehmed bajá.
Encima de esta sala, en la primera planta, había otra exactamente igual, más modestamente amueblada pero más luminosa. Allí, el visir reunía el Diván sólo durante el verano. Dos de las paredes del aposento estaban ocupadas por ventanas; unas daban a los jardines y a los cotos escarpados y las otras al Lasva y al bazar al otro lado del puente. Éstas eran las «ventanas de cristal» de las que tanto se hablaba y tanto se celebraban en las canciones populares, y que realmente no tenían parangón en toda Bosnia; Mehmed bajá las había adquirido en Austria, pagándolas de su peculio, y había hecho venir especialmente a un artesano, un alemán, para que las cortara a medida. Sentado en los cojines, el invitado podía ver a través de las ventanas la galería abierta, y bajo su tejado, en una viga de abeto, un nido de golondrinas del que se escapaban unos gorjeos y algunas briznas de paja, y contemplar a la prudente avecilla que rauda iba y venía volando.
Siempre era agradable sentarse junto a esos ventanales. Nunca faltaba la luz ni el verdor o las flores, una leve brisa y el rumor del agua, los trinos de los pájaros, la calma para reposar y el silencio para reflexionar o llegar a un acuerdo. Allí se habían tomado o aprobado numerosas decisiones graves y terribles, pero de algún modo, todas las cosas, cuando se debatían en esa sala, parecían más fáciles, claras y humanas que en el Diván de la planta baja.
Éstos serían los dos únicos aposentos del konak que Daville conocería durante su estancia en Travnik y el escenario de muchos de sus pesares y satisfacciones, de sus éxitos y derrotas. Aquí, en el curso de los años, llegaría a entender no sólo a los turcos, con sus fuerzas extraordinarias y sus debilidades infinitas, sino también a comprenderse a sí mismo, a descubrir la medida y los límites de su poder, a la gente en general, la vida y el mundo y las relaciones humanas.
La primera audiencia se celebró, como siempre en invierno, en el Diván de la planta baja. El tufo indicaba que la estancia había sido abierta y caldeada por primera vez aquel invierno para esa ocasión.
En cuanto el cónsul pisó el umbral, en el lado opuesto del Diván se abrió otra puerta en la que apareció el visir con un traje resplandeciente, acompañado de cortesanos que llevaban la cabeza ligeramente inclinada y los brazos cruzados sobre el pecho en señal de sumisión.
Esto había sido una enorme concesión protocolaria que Daville había obtenido durante las conversaciones mantenidas los últimos tres días por mediación de d’Avenat, y con la que pensaba aderezar muy especialmente su primer informe al ministro. Porque los turcos exigían que el visir aguardara al cónsul sentado en los cojines igual que recibía a los demás visitantes. El cónsul, sin embargo, reclamó que el visir se pusiera de pie ante él y que así lo saludara. Apeló a la fuerza de Francia y a la gloria militar de su soberano. Los turcos, a su tradición y a la grandeza de su imperio. A la postre, acordaron que tanto el cónsul como el visir entraran en la sala al mismo tiempo, se encontraran en el centro y que desde allí el visir llevaría al cónsul hacia el estrado, junto a la ventana, en donde estarían dispuestos los cojines en los que ambos deberían sentarse a la vez.
Así sucedió. El visir, que cojeaba de la pierna derecha (por eso el pueblo lo llamaba el bajá paticojo), caminaba resuelta y rápidamente como suelen hacerlo precisamente las personas cojas. Se acercó al cónsul y con suma cordialidad lo invitó a sentarse. Entre ellos, pero un escalón más bajo, estaba sentado el intérprete d’Avenat. Se había acurrucado, las manos cruzadas en el regazo, la mirada baja, deseoso de hacerse más pequeño e insignificante de lo que era, y tener así sólo el espíritu y aliento necesarios para que los dos dignatarios pudieran comunicarse sus pensamientos y mensajes. El resto de los personajes se había desvanecido sin hacer ruido. Únicamente quedaron los criados, situados a corta distancia los unos de los otros para pasarse de mano en mano el servicio. Durante el tiempo que duró la conversación, que fue una hora entera, los mozos, como sombras silenciosas, hicieron circular y sirvieron al cónsul y al visir todo lo que el ceremonial exigía.
Primero llegaron los chibuquíes encendidos, luego el café y los sorbetes[14]. Después uno de los sirvientes, arrastrándose de rodillas, llevó un perfume intenso en un recipiente poco profundo y lo pasó bajo la barba del visir y bajo el bigote del cónsul, como si los sahumara. Y otra vez café y nuevos chibuquíes. Todo esto servido durante la conversación, con el mayor cuidado, de modo imperceptible, rápido y diligente.
El visir, cosa curiosa en un oriental, era muy vivaz, amable y abierto. Aunque le habían hablado con anterioridad de esas características del Mehmed bajá y sabía que no debía tomárselo todo en serio, las atenciones y la amabilidad complacieron a Daville, después de las inesperadas humillaciones que había sufrido al atravesar la ciudad. La sangre que se le había subido a la cabeza empezó a circular con normalidad. Las palabras del visir, el aroma del café y de las pipas, todo lo deleitaba y apaciguaba, aunque no podía borrar las penosas impresiones. El visir no dejó de destacar en la conversación la barbarie del país, la zafiedad y el atraso del pueblo. La naturaleza es cruel, los hombres imposibles. ¿Qué podía esperarse de las mujeres y los niños, criaturas a las que Dios no había dotado de juicio, en una tierra en la que hasta los hombres son impetuosos e incultos? Todo lo que esa gente hace o dice no tiene importancia ni alcance, ni puede influir en los asuntos de las personas serias e instruidas. Ladran luego andamos, terminó el visir, que evidentemente estaba informado de lo que había ocurrido mientras el cónsul recorría la ciudad y ahora intentaba suavizar el episodio y restarle gravedad. E inmediatamente después de esas menudencias desagradables, volvió a tratar la grandeza excepcional de las victorias de Napoleón y el sentido y trascendencia de todo lo que los dos imperios, el turco y el francés, podían lograr en el marco de una estrecha y razonable cooperación.
Esas palabras, pronunciadas en un tono sincero y sosegado, regocijaron a Daville, porque eran una excusa indirecta por las injurias sufridas y porque a sus ojos reducían la magnitud de la humillación que había padecido. Una vez calmado y de mejor talante, contemplaba con atención al visir y recordaba lo que d’Avenat le había contado de él.
Husref Mehmed bajá, llamado el Paticojo, era georgiano. Siendo niño lo habían llevado como esclavo a Constantinopla, donde sirvió al gran Kuçuk Husein bajá. Allí, se fijó en él Selim III antes de subir al trono. Valiente, perspicaz, astuto, elocuente, absolutamente leal a sus superiores, este georgiano fue nombrado visir de Egipto a los treinta y un años. El asunto, en verdad, no acabó bien, porque la gran insurrección de los mamelucos expulsó a Mehmed bajá de Egipto, pero no cayó del todo en desgracia. Después de una breve estancia en Salónica, fue nombrado visir de Bosnia. La sanción era en proporción leve, y Mehmed bajá la hizo aún más ligera fingiendo cautamente ante el mundo que no la sentía como un castigo. De Egipto se trajo un destacamento de treinta mamelucos fieles, con los que le gustaba realizar maniobras en la campiña de Travnik. Vestidos con suntuosidad y bien alimentados, los mamelucos provocaban la curiosidad y realzaban el prestigio del bajá ante la gente. Los turcos bosniacos los miraban con odio, no exento de cierto temor, y con una admiración secreta.
Pero más admiración que los propios mamelucos provocaba la cuadra del visir, jamás vista antes en Bosnia, ni por el número ni por el valor de los caballos.
El visir era joven y parecía aún más joven de lo que era. De estatura por debajo de la media, añadía con su porte y, sobre todo, con su sonrisa un palmo más a su talla, al menos a los ojos de los que lo contemplaban. Cojeaba de la pierna derecha, pero ocultaba este defecto tanto como era posible con el corte de sus vestidos y con movimientos rápidos hábilmente encadenados. Cuando tenía que permanecer de pie, sabía adoptar una posición que hacía imperceptible su tara, y cuando debía moverse, lo hacía con presteza, brío y a impulsos. Esto le confería un singular aspecto de frescura y juventud. Nada se percibía en él de esa dignidad imperturbable de los otomanos, sobre la que Daville tanto había leído y oído hablar. Los colores y la confección de su traje eran sencillos, pero elegidos a todas luces con cuidado. Hay cierta clase de personas que saben dotar de lustre y distinción a la ropa y joyas que llevan. Su cara, tan curtida como la de los marinos, con una barba corta y negra y los ojos, ligeramente rasgados, oscuros y brillantes, era franca y sonriente. Era uno de esos hombres que bajo una sonrisa permanente ocultan su verdadero talante, y con la locuacidad sus pensamientos o la ausencia de ellos. Con cada cosa que decía, parecía que sabía del tema mucho más de lo que daba a entender. Cada una de sus amabilidades, de sus gentilezas y favores semejaban ser sólo una introducción, la primera parte de lo que cabía esperar de él. Por muy informado y prevenido que se estuviera de antemano, nadie podía librarse de la impresión de tener ante sí a un hombre noble y juicioso que no sólo promete hacer una buena obra, sino que además la hace, donde sea y cuando pueda; al mismo tiempo no se podía ser lo suficientemente perspicaz como para penetrar y determinar los límites de sus promesas y la medida real de sus buenas acciones.
Tanto el visir como el cónsul sabían cuál era la debilidad secreta o el tema preferido del interlocutor y guiaron la conversación hacia aquellos asuntos. El visir volvía sin cesar a la excepcional grandeza de la personalidad de Napoleón y a sus victorias, mientras que el cónsul, que por d’Avenat se había enterado de la pasión del visir por el mar y la navegación, planteaba cuestiones relacionadas con el arte de navegar y la guerra naval. En verdad el visir amaba vehementemente el mar y la vida en él. Aparte del dolor encubierto causado por su derrota en Egipto, por lo que más sufría era por estar lejos del mar y encerrado en aquel paisaje montañoso, frío y salvaje. En lo más recóndito de su ser, albergaba el deseo de suceder algún día a su gran señor, Kuçuk Husein bajá, y como almirante, continuar sus planes e ideas para engrandecer la marina de guerra turca.
Después de una charla de hora y media, el cónsul y el visir se separaron como buenos conocidos, convencidos cada uno por igual de que podría obtener mucho del otro, y cada uno satisfecho con el interlocutor y consigo mismo.
En el momento de partir, el bullicio y el escándalo fueron aún mayores. Trajeron unas pellizas, sin duda alguna muy costosas, de piel de marta para el cónsul y de paño y zorro para su séquito. Alguien recitaba en voz alta una oración y pedía una bendición para el invitado del sultán, mientras el resto respondía a coro. Altos funcionarios llevaron a Daville al centro del patio interior, hasta el apeadero. Todos iban con los brazos extendidos como si lo transportaran. Daville montó en su caballo. Sobre el capote le colocaron la pelliza de marta del visir. Fuera esperaban ya los mamelucos sobre sus cabalgaduras. La comitiva partió por el mismo camino por el que había venido.
Aun con los pesados ropajes que llevaba, Daville sintió un escalofrío sólo de pensar que tenía que volver a cabalgar entre los puestos deslucidos y las celosías torcidas seguido de las injurias y el desdén del gentío. Todo indicaba que sus primeros pasos en Travnik debían ir acompañados por las sorpresas, incluso aunque fueran buenas. Lo cierto es que los turcos de las tiendas permanecían ceñudos e impasibles y bajaban la vista deliberadamente, pero esta vez, de las casas no surgieron ni insultos ni amenazas. Con los pelos de punta, Daville tenía la sensación de que tras las celosías de madera lo observaban múltiples ojos fisgones y hostiles, pero sin voces ni gestos. De algún modo, le pareció que el manto del visir lo protegía del populacho, por eso se lo ciñó más fuerte con un gesto involuntario, se irguió en la silla y con la cabeza alta llegó a lomos del caballo al patio vallado de Baruh.
Cuando finalmente se quedó solo en la habitación caldeada, Daville se sentó en el duro banco, se desabrochó el uniforme y suspiró profundamente. Estaba excitado, aunque destrozado y exhausto. Se sentía vacío, torpe y confuso, como si lo hubieran arrojado desde gran altura a aquel duro banco y aún no hubiera vuelto en sí ni pudiera discernir dónde estaba ni cómo había llegado allí. Por fin estaba libre, pero no sabía qué hacer con el tiempo que le quedaba. Pensó en descansar y dormir, mas sus ojos tropezaron con la pelliza colgada que poco antes le había regalado el visir, e inmediatamente le sobrevino, como algo doloroso e inesperado, la idea de que debía escribir el informe para el ministro en París y el embajador en Constantinopla. Es decir, había que revivirlo todo una vez más y describirlo de forma que no perjudicara demasiado su prestigio ni se alejara demasiado de la verdad. Esta misión se alzaba delante de él como una montaña insalvable que no tenía más remedio que franquear. El cónsul se tapó los ojos con la mano derecha. Aún suspiró profundamente varias veces y exhalando el aire, profirió a media voz:
—¡Ay Dios mío, Dios mío!
Y se quedó tumbado en el duro banco. Éste fue su descanso y su sueño.