VIII

El año 1808 no cumplió ninguna de las vagas promesas que durante el hermoso otoño anterior Daville había presentido mientras cabalgaba más arriba de Kupilo. En verdad, nada puede engañarnos tanto como nuestro propio sentimiento de calma y agradable satisfacción ante el curso de los acontecimientos. También Daville se había dejado embaucar.

Nada más empezar el año, Daville sufrió el golpe más duro de cuantos podía llegar a recibir durante su ingrato cometido en Travnik, pues sucedió aquello que, a pesar de toda la información de que disponía, no había podido prever. D’Avenat se enteró, a través de fuentes fiables, que Mehmed bajá había sido destituido. El firman de su cese aún no había llegado, pero el visir, en secreto, se estaba preparando para partir con todas sus pertenencias y toda su gente.

Mehmed bajá no deseaba aguardar en Travnik el firman, explicaba d’Avenat, y con una buena excusa abandonaría antes la ciudad para no regresar más a ella. Porque el visir sabía bien lo que sucedía en las ciudades turcas el día que llegaba el heraldo con el firman anunciando la destitución de un mandatario y el nombramiento de otro nuevo. Ya se podía imaginar al emisario insolente y bien pagado, que vivía de noticias semejantes y de la curiosidad malsana de los vecinos y del pueblo llano; vivía de ellos y por ellos. Lo veía y oía irrumpir en la ciudad, montando su caballo a todo galope, haciendo restallar su látigo y gritando a voz en cuello el nombre del visir destituido y el del recién nombrado.

—Destituido Mehmed bajá, ¡destituido! Nombrado Suleiman bajá, ¡nombrado!

El gentío lo miraba con curiosidad y asombro, discutía la decisión imperial, se alegraba, se entusiasmaba, se rebelaba. Lo más frecuente era que insultara al que partía y elogiara al que debía llegar.

Ése era el momento en que se arrojaba a la muchedumbre ociosa y vulgar el nombre del bajá destituido, como carroña a los perros hambrientos, para que lo mancillaran sin sufrir castigo por ello, bromearan chabacanamente y fanfarronearan, jugando a los héroes sin correr el menor riesgo. Los hombres humildes, que no podían alzar la cabeza cuando pasaba el bajá, de improviso aparecían como vengadores lenguaraces, pese a que el bajá en cuestión jamás les hubiera causado daño personalmente y ni siquiera supiera de su existencia. A menudo, en esas ocasiones, podía verse y oírse a un estudiante de teología frustrado o a un comerciante arruinado que, ante una rakija y con voz chillona, dictaba su juicio contra el visir caído en desgracia, como si él mismo lo hubiera abatido en una lucha cuerpo a cuerpo, y se jactaba:

—¡Me alegro más de haber vivido esto que si me hubieran regalado media Bosnia!

Mehmed bajá sabía que las cosas eran así desde siempre y en todos los lugares, que el vulgo anónimo se eleva sobre los cadáveres de los poderosos que han caído luchando entre sí. Por eso era comprensible que deseara, en este caso, evitarlo.

Daville solicitó inmediatamente una audiencia. En ese Diván, el visir le reconoció, en la mayor confianza, que, en efecto, abandonaría Travnik con el pretexto de ir a supervisar los preparativos de la campaña contra Serbia, que se realizaría en primavera, y que no regresaría. De los hechos narrados por el visir, podía deducirse que sus amigos de Constantinopla le habían informado de que allí reinaba el caos absoluto y se estaba llevando a cabo un combate soterrado entre los grupos y personajes que en mayo del año anterior habían depuesto al sultán Selim. En lo único en que todos estaban de acuerdo era en perseguir a cualquiera que hubiera demostrado, incluso de modo somero, que aprobaba las reformas y los planes del sultán derrocado. En semejantes circunstancias, las quejas de los beyes bosniacos en su contra, como amigo de los franceses y hombre del régimen de Selim, hallaron buena acogida. Él sabía que ya lo habían destituido. Esperaba que sus amigos hubieran logrado al menos que no lo enviaran al exilio, y que le concedieran otro bajalato, lejos de Constantinopla. Fuese como fuese, quería marcharse de Travnik enseguida, antes de que llegara el firman, y con la mayor discreción, para no dar oportunidad a sus enemigos bosniacos de vengarse de él y regocijarse con su derrota. Y de paso, en Sjenica o en Prijepolje, aguardaría el firman sobre su nuevo destino.

Todo eso le dijo Mehmed bajá a Daville con aquel tono oriental indefinido, que, incluso en las cosas más seguras, no excluye la duda ni la posibilidad de un cambio o una sorpresa. De la cara del visir no había desaparecido la sonrisa, o mejor dicho, el hilo de dientes blancos y regulares que a cada instante brillaba entre la barba y los bigotes espesos, negros y cuidados, porque, a decir verdad, ni el cónsul ni el visir tenían muchas ganas de reírse.

Daville miraba al visir, escuchaba al intérprete y, haciendo gala de una gentileza absurda, asentía con la cabeza. Lo cierto es que estaba desolado con las noticias del visir. La contracción fría y dolorosa en las entrañas, unas veces más fuerte, otras más débil, que siempre lo acompañaba durante sus visitas al konak y en cada conversación con los turcos, lo atravesaba ahora violentamente, por la mitad, como una parálisis cortante, y le cortaba las ideas y el habla.

En el alejamiento de ese visir de Bosnia, Daville veía su propia desgracia y el fracaso manifiesto del gobierno francés. Al escuchar a Mehmed bajá hablar con afectada tranquilidad sobre su marcha, se sentía engañado, incomprendido y abandonado en esa tierra helada, entre personas falsas, malvadas e inexplicables de las que nunca se sabía qué pensaban ni cuáles eran sus sentimientos, entre las que permanencia podía significar partida, entre las que una sonrisa no es una sonrisa, ni un «sí» es un «sí», igual que un «no» no es del todo «no». Alcanzó a componer unas cuantas frases y decir al visir cuánto iba a lamentar su marcha, expresar su esperanza de que tal vez el asunto acabara resolviéndose bien y reiterarle su amistad inmutable y la estima de su gobierno. Salió del konak con la sensación de que el futuro se presentaba muy negro.

Con esta disposición de ánimo, Daville se acordó de golpe del kapidzibasa, que había logrado olvidar. La muerte de ese desdichado, que no había provocado remordimientos de conciencia en nadie, ahora, cuando se revelaba inútil, empezó de nuevo a inquietarle.

A principios del nuevo año, el visir, con la mayor discreción, envió fuera los objetos de valor y poco después él mismo abandonó Travnik con sus mamelucos. El rumor jocoso y vengativo que empezó a propalarse entre los turcos travniqueses ya no podía afectarle. El único que conocía la fecha de su marcha y que acudió a despedirle fue Daville.

El adiós entre el visir y el cónsul fue cálido. Un soleado día de enero, Daville cabalgó con d’Avenat cuatro millas fuera de Travnik. Delante de un aislado cafetín al borde del camino, bajo una marquesina que se inclinaba por el peso de la nieve, el visir y el cónsul intercambiaron las últimas palabras y saludos calurosos.

Mehmed bajá se frotaba las manos heladas y se esforzaba por conservar la sonrisa.

—Transmita mis saludos al general Marmont —dijo con su característica voz afectuosa que se parecía a la sinceridad como una gota de agua a otra y que hasta al interlocutor más desconfiado le resultaba convincente y tranquilizadora—, le ruego que le diga, tanto a él como a todos aquellos que sea preciso, que continúo siendo amigo de su noble país y un sincero admirador del gran Napoleón, sea cual sea el lugar que el destino me haya deparado y al que las circunstancias me lleven.

—No dejaré de hacerlo, no, no lo olvidaré —respondió Daville sinceramente conmovido.

—Y a usted, querido amigo, le deseo salud y felicidad y éxito, y lamento no poder estar a su lado en las dificultades que encontrará siempre al tratar con este pueblo bosniaco inculto y bárbaro. He recomendado sus asuntos a Suleiman bajá, que me sustituirá temporalmente. Puede contar con él. Es rudo y simple, como todos los bosniacos, pero un hombre de honor en el que se puede confiar. Una vez más le digo que sólo me da pena marcharme por usted. Pero así debe ser. Si hubiera querido ser un sanguinario y un tirano, habría podido quedarme en este puesto y someter definitivamente a estos beyes pretenciosos y descerebrados, pero ni soy así ni deseo serlo. Por eso me voy.

Tiritando de frío, pálido y verdoso, enfundado en su abrigo negro que rozaba el suelo, d’Avenat traducía, rápida y mecánicamente, como un hombre que ya se sabía todo eso de memoria.

Daville tenía la certeza de que lo que el visir le decía ni era ni podía ser la verdad absoluta y exacta, pero cada palabra le emocionaba. Toda despedida provoca en nosotros una doble ilusión.

La persona de la que nos despedimos, de un modo más o menos definitivo, nos parece en ese momento más merecedora y digna de nuestra atención, y nosotros nos sentimos mucho más dispuestos a brindar una amistad más generosa y altruista de lo que en realidad somos capaces.

Luego, el visir montó en su enorme alazán, disimulando con movimientos raudos y enérgicos su cojera. Su numerosa escolta lo siguió. Y cuando los dos grupos, el grande del visir y el pequeño de Daville, se habían alejado poco más de media milla, uno de los mamelucos se apartó y, como una flecha, corrió y alcanzó al cónsul y a su escolta, que se detuvieron. Allí frenó al caballo brioso y en voz alta pronunció las siguientes palabras: «Mi afortunado señor Husref Mehmed bajá presenta respetos una vez más al estimado representante del gran emperador francés y sus mejores deseos, con la esperanza de que acompañen cada uno de sus pasos».

Sorprendido y un poco desconcertado, Daville se quitó ceremoniosamente el sombrero, y el jinete, con la misma velocidad, se apresuró a reunirse con la escolta del visir que cabalgaba por la llanura nevada. En las relaciones con los orientales se dan siempre esos detalles que nos sorprenden agradablemente y nos confunden, aunque sepamos que no son tanto señal de atención ni de respeto como parte integrante de un ceremonial rico y arcaico.

Por detrás, los mamelucos arrebujados en sus mantos parecían mujeres. Las pezuñas de los caballos alzaban un polvo níveo que se transformaba en una nube blanca y púrpura al sol invernal. Cuanto más se alejaba, más diminuto parecía el tropel de jinetes y más grande la nube de nieve vaporosa que acabó tragándose la columna.

Daville regresaba por el camino helado que a duras penas se distinguía en la blancura nevada del terreno. Los tejados de las escasas alquerías, los cercados y bosquecillos de los lados no se adivinaban bajo la nieve más que por una fina línea negra sobre el fondo blanco. Las sombras amarillas y granas se tornaban azules y grises. El cielo se oscurecía. La tarde soleada se convertía rápidamente en un crepúsculo invernal.

Los caballos avanzaban con pasos bruscos y cortos; tras sus pezuñas revoloteaban mechones de crin helados.

Daville cabalgaba con la sensación de que volvía de un funeral.

Pensaba en el visir del que acababa de despedirse, pero como en algo irrecuperable, perdido hacía mucho tiempo. Recordaba detalles de muchas conversaciones mantenidas con él. Le parecía ver su sonrisa, la máscara luminosa que todo el día danzaba entre la boca y los ojos y que probablemente se apagaba sólo cuando dormía.

Se acordaba de la forma en que el visir había asegurado, hasta el último momento, que amaba a Francia y apreciaba a los franceses. Y ahora, a la luz de esa separación, evaluaba su sinceridad. Creía ver sus motivos puros y alejados de las lisonjas profesionales acostumbradas. Creía entender, a grandes rasgos, cómo y por qué a los extranjeros les gustaba Francia, el modo de vida y de pensar francés. Les gustaba por la ley de la contradicción; les gustaba por todo aquello que no podían encontrar en su propio país y que provocaba una necesidad acuciante en su espíritu; la amaban con razón, como una imagen de la belleza universal y de la vida armoniosa y sensata, que ninguna desventura momentánea podía cambiar o desfigurar, y que después de cada inundación, de cada eclipse, se volvía a mostrar al mundo como una fuerza indestructible y una alegría eterna; les gustaba incluso cuando la conocían sólo superficialmente, un poco o incluso nada. Y muchos la amarían, siempre, a menudo por las razones y motivos más contradictorios, porque los hombres nunca dejarán de perseguir y desear algo más y mejor de lo que el destino les concede. Y he aquí que él mismo estaba pensando ahora en Francia no como en su tierra natal, que conocía bien y sobradamente, en la que había visto el bien y el mal, sino en Francia como un lejano y fabuloso país de armonía y perfección, sobre el que siempre se fantasea en medio de la brutalidad y la barbarie. Mientras existiera Europa, existiría Francia, y nunca podría desaparecer, salvo en el caso de que toda Europa se convirtiera en una Francia (es decir, en el caso de la armonía y perfección ilustrada). Pero eso era imposible. Las personas eran demasiado diferentes, ajenas y distantes unas de otras.

Daville recordó entonces, de repente, una historia con el visir ocurrida el verano anterior. Avispado y curioso, Mehmed bajá siempre se interesaba por la vida en Francia y un día le comentó que había oído hablar mucho del teatro francés y que le gustaría escuchar al menos algo de lo que se representaba en Francia, ya que no podía ver una verdadera función teatral.

Entusiasmado con ese deseo, Daville llegó al día siguiente con el segundo tomo de las obras de Racine bajo el brazo, dispuesto a leerle al visir unas cuantas escenas de Bayaceto. Una vez que se sirvió el café con los chibuquíes, todos los sirvientes se retiraron, excepto d’Avenat que debía traducir. El cónsul explicó al visir, lo mejor que pudo, lo que era el teatro, el aspecto que tenía y cuál era la misión y el sentido del arte escénico. Luego empezó a leer la escena en la que Bayaceto confiaba a Amurat el cuidado de la sultana Roxana. El visir frunció el ceño pero siguió escuchando la árida traducción de d’Avenat y la patética lectura del cónsul. Mas cuando llegó a las explicaciones entre la sultana y el gran visir, Mehmed bajá interrumpió la narración y se echó a reír de buena gana haciendo un gesto con la mano.

—Ése no tiene idea de lo que está diciendo —dijo el visir severo y burlón al mismo tiempo—, desde que el mundo es mundo no ha ocurrido ni ocurrirá que el gran visir irrumpa en el harén y hable con las sultanas.

Luego se estuvo riendo un buen rato con una risa franca y ruidosa, sin ocultar que estaba desilusionado y que no entendía ni el sentido ni el valor de semejante entretenimiento intelectual, y lo decía abiertamente, casi con rudeza, con la desconsideración de un hombre de otra civilización.

En vano Daville, presa de una incómoda turbación, trataba de explicarle el significado de la tragedia y el sentido de la poesía. El visir, implacable, lo rechazaba con un gesto de la mano.

—Nosotros también, nosotros también tenemos muchos derviches y santones que declaman versos rimbombantes; les damos una limosna, pero jamás se nos ocurriría igualarlos con los hombres honorables de prestigio. No, no lo entiendo.

Daville guardó entonces el recuerdo de ese hecho como algo ofensivo y desagradable, como uno de sus fracasos ocultos. Ahora, sin embargo, lo veía con más calma y tolerancia, igual que contempla un hombre las situaciones ridículas de su infancia a causa de las cuales se afligía demasiado y sin razón. Y le sorprendía que, entre todos los acontecimientos relevantes y asuntos importantes que había vivido con Mehmed bajá, en esos momentos sólo se acordara de tales minucias.

Mientras regresaba por el camino blanco a la ciudad nevada, después de la despedida del visir, todo en general le parecía comprensible, justificado y en su sitio. Los malentendidos son naturales y los reveses inevitables. Incluso esa dolorosa partida de Mehmed bajá ahora dolía de otra forma. La pérdida se alzaba ante él con todo su peso. Lo embargaba el miedo a nuevas desgracias y fracasos. Pero todo eso hoy aparecía como algo amortiguado y lejano, como una parte ineludible de la vida en la que, según cálculos ininteligibles, se pierde y se gana al mismo tiempo.

Sumido en esos pensamientos que a él mismo le parecían nuevos e insólitos, pero al menos por unos segundos, reconfortantes, llegó rápidamente a la ciudad antes de que cayera la noche.

La partida de Husref Mehmed bajá fue la señal de la revuelta para los turcos de Travnik. Nadie dudaba ya de que el visir había escapado astuta y sigilosamente a la cólera de la chusma. También se supo que el cónsul francés lo había acompañado, lo que no hacía más que agravar el resentimiento.

Entonces pudo verse lo que significaba y cómo podía ser una revuelta en el bazar turco de las ciudades bosniacas.

La gente, durante unos años, trabaja y calla, se aburre, malvive, comercia y calcula, compara un año con otro, y entre tanto sigue todo lo que sucede, se informa, «compra» las noticias y los rumores, los transmite susurrando de tienda en tienda, evitando extraer conclusiones y expresar la opinión propia. Así, lenta e imperceptiblemente, se crea y se moldea un único espíritu en el bazar. Primero es una disposición de ánimo general e imprecisa, que se exterioriza sólo con gestos breves y maldiciones y se sabe bien a quién van dirigidos; luego, gradualmente, se convierte en un parecer que no se oculta; y finalmente se consolida como una convicción firme y definida sobre la que ya no es necesario hablar y que sólo se manifiesta en los actos.

El bazar, ligado y absorbido por ese pensamiento, empieza a murmurar, se prepara, espera, igual que las abejas aguardan la hora del enjambre. Es imposible comprender la lógica de esas rebeliones urbanas, ciegas, rabiosas y habitualmente estériles, pero tienen su razón de ser, como también tienen su técnica invisible, basada en la tradición y en el instinto. Sólo se ve cómo estallan, se enconan y se extinguen.

Un buen día, un día que amanece y empieza como tantos otros, el silencio largo y somnoliento de la ciudad se quiebra, cesa el estrépito de los postigos, el eco ronco de puertas y trancas en los puestos. De repente, los comerciantes saltan de los lugares en los que han permanecido sentados durante años, inmóviles, tranquilos, ordenados, limpios, las piernas cruzadas, ufanos de ser serviciales, con sus calzones de paño fino, chalecos de trencilla y caftanes de rayas y colores claros. Ese gesto ritual y el ruido ensordecedor de puertas y postigos bastaba para que el rumor se propalara por toda la ciudad y sus aledaños a la velocidad del rayo:

—El bazar ha cerrado.

Son palabras fatídicas y graves; todo el mundo sabe lo que significan.

Las mujeres y los niños bajaban a los sótanos. Los ciudadanos notables se encerraban en sus casas, dispuestos a defenderlas y a morir en el umbral. De los cafés y de los arrabales afluía el pueblo llano turco, aquellos que no tenían nada que perder y que sólo podían ganar algo con motines y cambios. (Porque aquí, como en todas las revoluciones y levantamientos de la tierra, unos son los que los inician y dirigen y otros los que los llevan a cabo y ejecutan). Al frente de la masa surgían, no se sabe de dónde, uno o dos cabecillas. Solían ser hombres alborotadores, violentos, insatisfechos, frustrados y estrafalarios que hasta el momento nadie conocía, que pasaban desapercibidos y que, cuando la revuelta se sofocaba, volvían a perderse en su pobreza anónima en el alfoz escarpado del que habían venido o se quedaban para languidecer en una mazmorra.

Eso duraba un día, dos o cinco, según las épocas y los lugares, hasta que se acababa rompiendo, quemando y derramando sangre, o bien hasta que la revuelta moría o decaía por sí misma.

Las tiendas se abrían entonces una tras otra, la muchedumbre se retiraba, y los comerciantes, con aire avergonzado y resacoso, serios y pálidos, continuaban su trabajo y su vida de siempre.

Ésta sería la descripción de un ejemplo típico del nacimiento, desarrollo y desenlace de una revolución en nuestras ciudades.

Y eso fue lo que aconteció esta vez. Los comerciantes del bazar de Travnik, como en todos los dominios de los beyes bosniacos, habían seguido durante años los intentos de Selim III de reorganizar el imperio turco partiendo de bases nuevas, según las exigencias y las necesidades de la vida moderna europea. Ninguno ocultaba su desconfianza y su odio hacia los esfuerzos del sultán y lo expresaban a menudo en las peticiones indirectas que hacían llegar a Constantinopla, así como en sus relaciones con el representante del sultán, el visir de Travnik. Para ellos estaba claro que las reformas sólo estaban destinadas a servir a los extranjeros, para socavar y destruir el imperio desde dentro, y que en último extremo significaban para el mundo musulmán, y por lo tanto para cada uno de ellos personalmente, la pérdida de su fe, de sus propiedades, de su familia y de la vida en este mundo, y la maldición para la eternidad. En cuanto se supo que el visir se había ido, supuestamente, al Drina para examinar la situación y las posiciones, se extendió el silencio sospechoso que precedía al estallido de la cólera popular y empezaron las murmuraciones y las miradas cómplices incomprensibles para otros. La revuelta estaba preparada y esperaba su hora. Como siempre, el motivo de la explosión fue un incidente banal y secundario.

Cesar d’Avenat tenía a su servicio, como criado y hombre de confianza, a un tal Mehmed, apodado el Bigotes, un herzegovino fornido y gallardo. Los turcos detestaban a todos los que trabajaban en los consulados extranjeros, y a este Mehmed en especial. Durante el invierno, el mozo había contraído matrimonio con una turca hermosa y joven que había venido de Belgrado a visitar a sus parientes de Travnik. La mujer había estado casada en Belgrado con un tal Bekri Mustafá que regentaba un café en una quinta en el barrio de Dorcol. Cuatro testigos, todos turcos de Travnik, confirmaron bajo juramento que Bekri Mustafá había fallecido por beber demasiado y que la mujer era libre, en virtud de lo cual el cadí la entregó en matrimonio a Mehmed.

Poco después de la partida del visir, sucedió que Bekri Mustafá se presentó de improviso en Travnik, ciertamente borracho como una cuba, pero vivo, y buscó a su esposa. El cadí primero rechazó recibirlo en ese estado de embriaguez y sin documentos. El cafetero explicó que había invertido once días de viaje desde Belgrado hasta Travnik, en medio de ventiscas y de un frío terrible, y que debido a ello había tenido que beber tanta rakija que ahora no lograba recuperar la sobriedad. Él sólo reclamaba su derecho: recuperar a su mujer, a la que otro había desposado con engaños.

El bazar intervino. Todos sintieron que ésta era la mejor oportunidad de fastidiar al odiado guardia Mehmed y a su señor d’Avenat, a los cónsules en general y a los consulados. Todos consideraron que era su deber ayudar a un musulmán honrado en la defensa de sus derechos, y más contra esos extranjeros y sus criados. Así, Bekri Mustafá, que había llegado en pleno invierno sin abrigo ni buen calzado, en mangas de camisa, como quien dice, y se había calentado sólo con rakija y alimentado sólo con cebolla, ahora, de repente, estaba cubierto de ropa cálida, bien comido y bien bebido, mimado por todo el bazar. Alguien le regaló incluso una capa con cuello de zorro deshilachado, que él llevaba con mucha dignidad. Aquejado de un fuerte hipo y guiñando los ojos, iba de tienda en tienda, respaldado por la solicitud general y la caridad, como una bandera, reclamando más fuerte y más alto que nunca su derecho. Seguía ebrio, era cierto, pero no necesitaba estar sobrio para defender sus derechos, porque el bazar había tomado el asunto en sus manos.

Cuando el cadí rechazó con firmeza devolver la mujer a un borracho, basándose únicamente en su palabra, el bazar estalló. La revuelta, que se esperaba hacía tanto tiempo, encontró por fin un pretexto y pudo explotar y seguir su curso sin impedimentos, pese a que el invierno no era la época más adecuada para cosas semejantes, que por lo general suelen suceder en verano o en otoño.

Ningún extranjero era capaz de imaginarse cómo era y hasta dónde podía llegar ese ataque de locura colectiva que de vez en cuando se apodera de los habitantes de todas las ciudades perdidas y estranguladas entre altas montañas. Incluso para el mismo d’Avenat, que no conocía Bosnia tan bien como Oriente, aquello era nuevo y le provocaba honda inquietud por momentos. En cuanto a Daville, se encerró con su familia en el consulado, aguardando lo peor.

Ese día de invierno, una hora antes del mediodía, el bazar cerró sus puertas, como a una señal secreta e invisible. Empezó el estrépito de postigos, cancelas y trancas y se propagó como el fragor y el polvo de las tormentas de verano con granizo y truenos, como si rodaran avalanchas de piedras desde todos los lados a lo largo de las pendientes de Travnik, causando un gran estruendo y amenazando con sepultar la ciudad y todo lo que allí vivía.

En el silencio que siguió, resonaron algunos tiros y gritos salvajes, y luego, primero como un murmullo y después como un clamor apagado, el pueblo comenzó a amontonarse, hombres, adolescentes y chiquillos. Cuando la muchedumbre se convirtió en dos o tres centenares de gargantas, se dirigió hacia el consulado francés, mostrando una vacilación inicial que enseguida se transformó en paso rápido y decidido. Blandían garrotes y agitaban los brazos. Abucheaban sobre todo al cadí que había casado a la mujer de Bekri Mustafá, y que además tenía fama de ser partidario de las reformas de Selim y hombre del visir.

Un tipo de largos bigotes, un absoluto desconocido, gritaba que a causa de personas así los verdaderos creyentes ya no osaban levantar la cabeza y sus hijos morían de hambre; lanzaba insultos groseros al odiado Mehmed, que servía a los infieles y comía carne de cerdo, y afirmaba que era preciso arrestarlo de inmediato y arrojarlo a una mazmorra junto con el cadí, que robaba sus mujeres a los verdaderos turcos y las casaba con otros por dinero, y que, en realidad, ni siquiera era cadí, sino un zaino, peor que cualquier pope. Un hombre pequeño de cara amarillenta, por lo demás un alfayate de la ciudad baja modesto y temeroso, al que nadie, ni siquiera en su propia casa, jamás había oído una palabra más alta que otra, después de escuchar atentamente al orador de los bigotes, cerró los ojos de repente, echó la cabeza hacia atrás y con una fuerza inesperada prorrumpió en un grito salvaje y ronco, como si quisiera vengarse de su largo silencio:

—¡Ese cadí que parece un pope, a la fortaleza de Vranduk! Esto alentó a la multitud, que se dedicó a insultar y a increpar al cadí, al visir, a los consulados y, sobre todo, a Mehmed el Bigotes. Los jóvenes tímidos ensayaban para sí mismos y susurraban como si estuvieran repasando la lección y luego tomaban carrerilla, alzaban la cabeza excitados, como si se dispusieran a cantar, y exclamaban las palabras que habían meditado tanto. A continuación, rojos por la vergüenza y la turbación, escuchaban el eco más o menos fuerte de su grito en medio de los murmullos de aprobación de la masa. Así se animaban y azuzaban unos a otros, y los embargaba el sentimiento exaltado de ser libres, de gritar y hacer, en los límites de la revuelta, cada uno lo que quería y de dar rienda suelta a sus aflicciones y pesares.

Suleiman bajá Skopljak, que sustituía al visir y sabía bien lo que significaba y cómo transcurría una revuelta en Travnik, pero no olvidaba sus responsabilidades hacia el consulado, hizo lo que era más inteligente en semejante situación. Ordenó arrestar a Mehmed y lo encerró en la fortaleza.

La turba hacinada delante del consulado estaba irritada porque el edificio estaba rodeado por un gran patio amurallado y un vasto jardín, de modo que no se podía llegar a la casa ni siquiera tirando piedras. Justo cuando el gentío se preguntaba qué hacer, alguien gritó que llevaban a Mehmed por las calles laterales. Todos se precipitaron hacia la cuesta y llegaron corriendo al puente de delante de la fortaleza. El mozo ya estaba dentro y tras él se había cerrado la inmensa puerta de hierro. La confusión aumentó. La mayoría de la gente, cantando, emprendió el camino de vuelta a la ciudad, otros permanecieron ante el foso, mirando las ventanas de la torre que guardaba la entrada, esperando algo y chillando, sugiriendo los peores castigos y tormentos para el pobre detenido.

Desierto, como barrido por una tempestad, el bazar se llenó de las murmuraciones y gritos de la chusma ociosa a la que la detención de Mehmed sólo había satisfecho a medias. De repente, se hizo el silencio, se miraban e interpelaban unos a otros. Las cabezas se volvían curiosas hacia todos los lados. La masa estaba en ese punto de aburrimiento y cansancio en el que estaba dispuesta a aceptar cualquier iniciativa o distracción, ya fuera cruel y sangrienta, ya inofensiva y chistosa. Finalmente, las miradas convergieron en la calle empinada que descendía desde el consulado francés hasta el mercado.

Por esa calle, sorteando los corrillos, armado y con aspecto solemne, apareció d’Avenat a lomos de su gran yegua árabe torda. El asombro los cogió desprevenidos en el lugar donde se hallaban y todos clavaron la vista fijamente en el jinete que cabalgaba sereno y despreocupado como si llevara tras él un regimiento de caballería. Si uno solo de los presentes hubiera gritado algo, todos los demás se le habrían unido, y en el tumulto y en el desorden las piedras habrían volado por los aires. El pueblo se habría tragado al caballo y al jinete como si fueran agua. Sin embargo, antes de unirse a los gritos y gestos de la multitud, todos deseaban ver qué quería y adónde se dirigía ese intérprete audaz. Así que nadie chilló y la gente permaneció a la expectativa, sin voluntad común ni objetivo concreto. D’Avenat, por el contrario, clamaba fuerte e insolentemente, como sólo un levantino puede hacerlo, inclinándose ya a la izquierda ya a la derecha igual que si arreara un rebaño de reses. Estaba mortalmente pálido. Sus ojos ardían y su boca se tensaba de una oreja a otra.

—Ni se os ocurra tocar el consulado imperial de Francia —bramaba mirando directamente a los ojos de los que estaban más cerca, y continuaba—: ¿Es que estáis contra nosotros, os alzáis contra vuestros mejores amigos? Sólo un imbécil, al que la rakija bosniaca le ha sorbido el cerebro, os ha podido convencer de algo así. ¿Acaso no sabéis que el nuevo sultán y el emperador francés son los mejores amigos y que ya se ha ordenado en Estambul que se respete y proteja al cónsul francés como a un invitado del Estado?

Alguien profirió unas cuantas palabras ininteligibles y a media voz, pero la masa no reaccionó, y d’Avenat lo aprovechó para volverse hacia el lado de donde procedía la voz solitaria y dirigirse sólo a ella, como si el resto estuviera de su parte y él hablara en su nombre:

—¿Qué pasa? ¿Quieres sembrar la duda y estropear lo que los soberanos han decidido y acordado? Pues bien, que se sepa quién empuja a los hombres de paz hacia la desgracia. Porque sabéis que el sultán no lo tolerará, y que toda Bosnia arderá en llamas si le ocurriese algo a nuestro consulado, ni siquiera se salvarán los niños en su cuna.

De nuevo se dejaron oír algunas voces, pero tenues y aisladas. La muchedumbre se apartaba al paso del jinete, que aparentaba tanta calma como si fuera incapaz de imaginarse que algo pudiera ocurrirle, y atravesó el bazar, gritando enojado que iba a ver a Suleiman bajá y a preguntarle quién era aquí el amo, y que, después de eso, les garantizaba que muchos lamentarían haberse dejado llevar por las cabezas huecas en contra de las más altas autoridades. Y d’Avenat desapareció al otro lado del puente. El surco que se había abierto a sus espaldas se cerró, pero el gentío se sentía vencido, sometido, al menos por un momento. Todos se preguntaban por qué habían permitido que el infiel cabalgara entre ellos con tanta libertad e insolencia, en lugar de haberlo aplastado como a una pulga. Pero ya era tarde. Habían dejado pasar la ocasión. El arrebato inicial se había perdido, el pueblo estaba desconcertado y carente de guía. Había que empezar desde cero.

D’Avenat se valió de la confusión y pusilanimidad momentánea de la turba para regresar al consulado con la misma audacia y la misma calma. Ahora no gritaba, sólo miraba desafiante a su alrededor y sacudía la cabeza amenazante y con aires de importancia, como un hombre que ha arreglado las cosas en el konak y que sabe exactamente lo que les aguardaba.

En realidad, la tentativa de d’Avenat de hablar también con Suleiman bajá en un tono más tajante y altanero no tuvo éxito. El cehaja no se dejó impresionar ni asustar por las amenazas del intérprete ni por la revuelta de los travniqueses. Igual que en su momento había defendido delante del visir el invierno de Travnik y alegado que no era ninguna desgracia, sino un don del cielo y una necesidad, habló ahora del motín. No era nada grave, mandaba él decir a Daville, el pueblo se había alzado, el populacho, los pobres. Acaecía de vez en cuando. Gritarían, alborotarían y se apaciguarían, y el griterío todavía no había matado a nadie. A ninguno se le ocurriría tocar el consulado. Y en cuanto al asunto de Mehmed, el mozo, eso pertenecía a la ley islámica; se examinaría, y si era culpable recibiría su castigo y debería devolver a la mujer; si era inocente no le ocurriría nada. El resto quedaba como siempre, en orden y en su sitio.

Eso fue lo que hizo decir Suleiman bajá a Daville, hablando despacio en su turco limitado, con acento rudo y numerosos provincialismos incomprensibles. No quiso debatir con d’Avenat en persona, pese a todos los esfuerzos que hizo él para obligarlo. Lo despidió como a un criado turco, diciéndole:

—Ea, recuerda bien lo que acabo de explicarte y tradúceselo con exactitud al honorable cónsul.

Pero los disturbios fueron en aumento. De poco sirvieron la insolencia de d’Avenat y la forma tan turca que tenía Suleiman bajá de minimizar y adornar todo sin hacer nada.

Al atardecer de ese mismo día, una multitud, más grande y más desenfrenada, bajó de los arrabales y se dispersó por la ciudad en medio de los alaridos de los jóvenes. Durante la noche, se acercaron al consulado personas sospechosas. Los perros ladraron y los criados del cónsul montaron guardia. A la mañana siguiente encontraron cáñamo y alquitrán destinados a prender fuego al edificio.

Un día después, d’Avenat, con la misma osadía, solicitó y obtuvo que le permitieran visitar al joven preso en la fortaleza. Lo encontró encadenado en una celda oscura, que llamaban «el pozo», a la que bajaban a los condenados a muerte. El muchacho, ciertamente, estaba más muerto que vivo, porque el alcaide, al no saber la verdadera razón del arresto, ordenó que se le dieran cien bastonazos en las plantas de los pies, por si acaso. D’Avenat no consiguió liberar al infeliz muchacho, pero encontró una forma de sobornar al carcelero para hacer más fácil su estancia en prisión.

Para mayor desgracia de Daville, dos oficiales franceses, de viaje a Constantinopla, se habían detenido allí precisamente esos días. Pues aunque la misión de estos oficiales hacía ya tiempo que no sólo era inútil, sino también perjudicial, aunque Daville durante meses había suplicado que no los enviaran o al menos no a través de Bosnia, donde provocaban el odio y la desconfianza del pueblo, aún sucedía que dos o tres oficiales emprendían el camino en virtud de una orden ya anticuada.

La revuelta había confinado tanto a los militares como a los demás en el edificio del consulado. Pero ellos, imprudentes, arrogantes e impacientes, intentaron el primer día montar a caballo por los alrededores de la ciudad, a pesar de la rebelión.

En cuanto se alejaron del consulado y llegaron a los arrabales, las bolas de nieve empezaron a volar a sus espaldas. La chiquillería corría tras los jinetes bombardeándolos cada vez con más intensidad. Muchachos de mejillas sonrosadas y mirada salvaje surgían de todas las puertas, clamando y azuzándose unos a otros:

—¡La cruz, ahí está la cruz! ¡Atizadles!

—Golpead a los infieles.

—Redímete, cruz de madera.

Los oficiales veían cómo corrían a la fuente y mojaban las bolas de nieve en el agua para que fueran más pesadas. Estaban en apuros porque no querían picar espuelas y huir, ni luchar contra ellos ni soportar tranquilamente sus travesuras brutales. Así que volvieron al consulado humillados y furiosos.

Y mientras desde el bazar llegaban los chillidos de la turba, el mayor de zapadores, encerrado en el consulado, escribía su informe al Alto Mando de Split.

«Menos mal —escribía el oficial— que había nieve, de lo contrario, estos bárbaros nos habrían tirado piedras y barro. Me hervía la sangre de vergüenza y de cólera, y cuando la ridícula situación se me hizo intolerable, me lancé con un bastón contra la chiquillería, que por un instante se dispersó, pero enseguida volvió a amontonarse, a gritar aún más fuerte y a acosarnos. A duras penas logramos alcanzar la ciudad. Y encima el trujamán del consulado me aseguraba que era una suerte que mi bastón no hubiera herido a ningún niño, porque los mayores, que no son mucho mejores e instigan a esos niños revoltosos, nos lo habrían hecho pagar con la vida».

Daville se esforzaba por explicar la situación a los oficiales, pero se reconcomía por dentro a causa de la ignominia que suponía para él que los franceses hubieran sido testigos de su impotencia y la humillación en la que vivía.

Al tercer día, el bazar abrió sus puertas. Uno a uno, llegaron los comerciantes, quitaron los postigos, se sentaron en sus puestos y empezaron su trabajo. Todos tenían un aspecto tenso y serio, un poco avergonzados y pálidos, como después de una juerga.

Era la señal de que las cosas se aplacaban. Todavía bajaban los gandules y la muchachería, callejeaban por la ciudad soplándose las manos heladas. De tanto en tanto, alguno gritaba algo contra cualquiera, pero el alarido quedaba sin eco. Nadie salía aún del consulado, salvo d’Avenat y los criados que no tenían más remedio, y que eran seguidos de amenazas, bolas de nieve y algún que otro disparo. Pero la revuelta se aproximaba a su fin natural. Al cónsul francés se le había hecho saber lo que pensaba la gente de él y de su estancia en Travnik. El odiado servidor de d’Avenat fue castigado. Le arrebataron a la mujer, pero no se la devolvieron a Bekri Mustafá, sino que la enviaron con su familia, y el propio Bekri Mustafá, de súbito, dejó de ser importante para el bazar. Nadie lo miraba. Los hombres, como si acabaran de recobrarse de una borrachera, se preguntaban quién era ese vagabundo beodo y qué hacía ahí. Nadie lo llamaba para que se acercara al puesto y se calentara en el brasero. Anduvo aún unos cuantos días dando tumbos, vendiendo a cambio de rakija trozo por trozo del atuendo que la multitud le había regalado en los primeros momentos de exaltación, y por fin desapareció de Travnik para siempre.

Así terminó la revuelta. Pero las dificultades contra las que el consulado tuvo que luchar no disminuyeron, sino que, al contrario, aumentaron y se multiplicaron. Daville se topaba con ellas a cada paso.

Al cabo de un tiempo, Mehmed el Bigotes fue liberado y salió de la cárcel pero destrozado a causa de los golpes y amargado por la pérdida de su mujer. Ciertamente, Suleiman bajá, ante las duras protestas de Daville, ordenó al alcaide que fuera a presentar sus excusas al cónsul por el arresto del mozo y por los insultos ofensivos lanzados contra los franceses y la agresión al consulado, pero éste, un viejo arrogante y testarudo, declaró con firmeza que antes dimitiría de su cargo y daría su cabeza que ir a pedir perdón al cónsul infiel. Y nadie le hizo cambiar de opinión.

El ejemplo de Mehmed el Bigotes asustó también al resto de los criados del consulado francés. En la calle se encontraban con miradas llenas de odio. Los tenderos se negaban a venderles nada. Husein, un guardia albanés orgulloso de su posición, caminaba por el bazar lívido de ira, se detenía ante una tienda y a cualquier cosa que pedía, un turco desde dentro respondía, ceñudo, que no había. La mercancía buscada a menudo colgaba al alcance de la mano y cuando el guardia se lo señalaba, el vendedor contestaba impasible que estaba vendida o montaba en cólera:

—Si yo digo que no hay, es que no hay; para ti, no hay. Las cosas se adquirían a hurtadillas de los católicos y judíos. Daville sentía que el odio contra él y el consulado crecía de día en día. Le parecía ver cómo ese odio acabaría arrancándolo, sin más, de Travnik. Le quitaba el sueño, frenaba su voluntad y abortaba toda decisión. También los criados se sentían impotentes, acosados e insuficientemente protegidos de la animadversión general. Sólo el sentimiento innato de vergüenza y lealtad a sus buenos señores les impedía abandonar el detestado trabajo en el consulado. Únicamente d’Avenat permanecía imperturbable y hacía gala de una audacia temeraria. El odio que se condensaba alrededor del solitario consulado en Travnik a él no le afectaba ni asustaba. Él seguía mostrándose impasible, fiel a sus principios: es necesario adular consecuentemente y sin recato a unos cuantos poderosos que están arriba, mientras que al resto del mundo basta con mostrarle fuerza y desdén, porque los turcos sólo temen y rehúyen al que es más fuerte que ellos. Esa vida inhumana convenía por completo a sus opiniones y costumbres.