VII

No se acababa el otoño ni empezaba el invierno; ese tiempo a destiempo que no era otoño ni invierno, pero que era mucho peor que cualquiera de los dos. Este prodigio de estación dura días, semanas, días que son largos como semanas, semanas que parecen más largas que los meses. Lluvia, barro y nieve que ya en el aire se convierte en lluvia y en cuanto cae al suelo se transforma en fango. Al alba, un sol pálido y débil tiñe el oriente de un rosado tenue, tras las nubes, para reaparecer sólo al final de la jornada gris por occidente como una luz amarillenta, antes de que el día plomizo se mude en negra obscuridad. Pero por la mañana, igual que por la noche, la humedad rezuma, tanto de la tierra como del cielo, salpica, serpentea, ciñe la ciudad y penetra en los objetos; invisible pero todopoderosa, cambia el color y la forma de las cosas, las costumbres de los animales, la conducta, los pensamientos y el ánimo de las personas. El viento, que se precipita unas dos veces al día desde la cuenca, no hace sino desplazar la humedad de su sitio, pero con el aguanieve y el tufo de los bosques empapados vuelve a traer nuevas masas de vapor; así, una humedad empuja y sustituye a otra; mejor dicho, la fría y punzante de las montañas expulsa a la rancia y saturada de la ciudad. A ambos lados del valle se entreabren aguazales, rebosan los manantiales y se desbordan los torrentes. Los exiguos arroyos, hasta entonces apenas visibles, se transforman en cascadas, braman y se desploman a lo largo de las márgenes, irrumpen en el bazar como un campesino ebrio y obnubilado. Entretanto, por el centro de la ciudad marcha y repica el Lasva, mudado, turbio y crecido. No hay ningún lugar para esconderse del estruendoso ruido de esas aguas ni protegerse del frío y la humedad que exhalan, porque penetran en las habitaciones y se adhieren a las sábanas. Las criaturas sólo pueden defenderse con su propio calor, incluso la piedra de la pared chorrea un sudor frío, la madera se vuelve resbaladiza y frágil. Ante esa invasión mortal de la humedad, todos se repliegan sobre sí mismos, toman la forma que les permite ofrecer la mejor resistencia; el animal se apoya en el animal, la semilla calla en la tierra y los árboles empapados y ateridos ocultan el aliento reprimido en la médula y en las raíces cálidas.

Los lugareños, habituados y curtidos, lo aguantan todo, se mantienen, se alimentan y caldean guiados por el instinto y la experiencia, cada uno según las posibilidades, costumbres y medios de su clase y posición social. Los ricos no salen de casa si no es por un caso de fuerza mayor, y pasan los días y duermen en habitaciones cálidas, se calientan las manos en los braserillos verdes de las estufas de barro y esperan, con una paciencia que siempre llega un día más tarde que el invierno y el temporal más largos. Ninguno teme perderse un acontecimiento relevante o que alguien se les anticipe y los sorprenda, porque todos viven respetando las mismas condiciones, el mismo ritmo y el mismo modo de vida. Tienen todo lo que necesitan al alcance de la mano y bajo llave, en la bodega, en el desván, en el granero o en la despensa, porque conocen su invierno y lo aguardan preparados.

Con los pobres sucede lo contrario; días semejantes los obligan a salir de casa, porque no tienen preparadas las conservas y encurtidos, y los que durante el verano no hacen caso de nadie ahora deben salir y trabajar, mendigar o pedir prestado, y llevar algo al hogar «inventándoselo» si es preciso. Los pobres, con la cabeza baja, la carne de gallina y los músculos agarrotados, recogen alimentos y leña, se tapan la espalda y la cabeza con un saco viejo a guisa de capucha, anudado bajo el mentón, se ciñen y se envuelven bien en los trapos hasta parecer deformes, se calzan con cuero, retales y corteza, se refugian bajo los tejadillos o los saledizos, evitan cautelosos los charcos, saltan los regatos diminutos, de piedra en piedra, y se sacuden los pies como los gatos, se soplan las manos o se las calientan entre sus propios muslos, con un castañeteo de dientes o tarareando, trabajan y sirven o mendigan, y sólo con pensar en la comida y la leña que esa salida les procurará, encuentran fuerzas para soportarlo todo.

Así, los travniqueses resisten ese clima duro al que están acostumbrados desde su nacimiento.

Pero otra suerte corren los extranjeros arrojados por el destino a ese valle angosto que en esa época del año es sombrío y donde «la humedad y las corrientes de aire campan a sus anchas como en el pasillo de una cárcel».

En el konak, en el que por lo general reinaba el ruido y la despreocupación como en un cuartel de caballería, entraba la humedad con el tedio como una enfermedad. Los mamelucos del visir, para los que era el primer invierno de su vida, temblaban, lívidos y estupefactos, y miraban en derredor con ojos tristes y enfermizos, igual que animales tropicales trasladados a un país nórdico. Muchos de ellos pasaban todo el día tumbados, arropados, la cabeza tapada con una manta, tosiendo y enfermos de nostalgia por su lejana y cálida tierra natal.

Los animales que el visir había traído a Travnik, los gatos de Angora, los papagayos y monos, no se movían ni gritaban ni divertían a su amo; afligidos y mudos, se retiraban a un rincón y aguardaban a que el sol los calentara y alegrara.

El teftedar[30] y el resto de los dignatarios no salían de sus aposentos, como si afuera las aguas lo inundaran todo. En sus habitaciones había grandes estufas de barro que se alimentaban desde el pasillo, y los sirvientes metían en ellas montones enteros de ramas de ojaranzo, que calentaban mucho y mantenían la llama toda la noche, de modo que a la mañana siguiente el fuego nuevo se encendía con las brasas del día anterior que aún ardían. En esas estancias, que jamás se enfriaban, era agradable oír al amanecer cómo fuera abrían la estufa, limpiaban la ceniza y colocaban más madera, astilla por astilla. Pero incluso aquí se colaba el desánimo, mucho antes de que anocheciera. Los hombres se defendían, inventaban juegos y pasatiempos, se visitaban, charlaban. Hasta el visir perdía su alegría natural y su dinamismo. Varias veces al día descendía al Diván en penumbras de la planta baja, de muros gruesos y escasas troneras, porque el Diván del piso superior, más aireado y luminoso, quedaba abandonado en la lucha contra el frío y no se caldeaba ni se abría durante el invierno. Allí invitaba a sus colaboradores más antiguos y cercanos para pasar el rato y charlar. Hablaba durante horas de cosas insignificantes para acallar sus recuerdos de Egipto, evitar pensar en el futuro y apaciguar su deseo de ver el mar, que lo torturaba incluso en sueños. Todos los días al menos diez veces, decía con ironía a cada uno de sus hombres:

—¡Hermoso país, amigo mío, noble tierra! ¿Qué pecado hemos cometido tú y yo para que el destino nos castigue de este modo?

Y cada uno de ellos le respondía con unas cuantas palabras rudas y descorteses sobre la región y el clima. «¡Es un país de perros!», decía el teftedar. «Es como para hacer llorar a los osos», se lamentaba el silahdar Junuz bey, paisano del visir. «Ahora veo que nos han enviado aquí para que perezcamos», afirmaba el hodja Ibrahim, amigo íntimo del visir, y en su cara amarillenta aparecían largas arrugas como si de verdad se preparara a morir.

Así competían en jeremiadas y aliviaban, al menos por un tiempo, el aburrimiento común. A través de todas estas conversaciones se oía el rumor del agua y el murmullo de la lluvia y se adivinaba el mar de humedad que desde hacía días asediaba el konak y aprovechaba cualquier orificio, cualquier grieta, para filtrarse.

Cuando llegaba Suleiman bajá Skopljak, el cehaja[31], que a pesar de la lluvia y del frío cabalgaba todos los días varias veces por la ciudad, ellos interrumpían la conversación y todos lo contemplaban pasmados.

Al hablar con el cehaja, un bosniaco simple y rudo, el visir se esforzaba por ser moderado y atento, pero le preguntaba bromeando:

—Hombre, por Dios, ¿suceden a menudo estas calamidades en tu ciudad?

Suleiman bajá respondía serio en su turco deficiente:

—No son calamidades, bajá, gracias a Dios; sólo ha empezado el invierno y lo ha hecho como es debido. Cuando es húmedo al principio y seco al final, se sabe que será un buen año. Y ya verás cuando empiece a nevar, el frío intenso arrecie y el sol brille, la nieve cruja bajo los pies y las centellas revoloteen ante los ojos. Es tan dulce y hermoso como Dios lo ha creado y como debe ser.

Al visir se le erizaba el vello al pensar en esos nuevos portentos que le prometía su lugarteniente pleno de entusiasmo, frotando sus manos secas enrojecidas y calentando sus polainas en la estufa.

—No seas así, honorable amigo, cede un poco, si es posible —bromeaba el visir.

—¡Ah, no! Es un don del cielo, y que así sea. No es bueno que el invierno no sea invierno —prosiguió el lugarteniente sin abandonar su tono serio, inasequible a las bromas sutiles de los osmanlíes e indiferente a su sensibilidad. Y se sentaba, erguido, impávido y terco, entre aquellos extranjeros frioleros y socarrones, que lo miraban con temor y curiosidad, como si él fuera quien dictara inexorablemente el tiempo y las estaciones.

Y cuando el cehaja se levantaba y se envolvía en su amplio manto rojo, para cabalgar bajo la lluvia helada por el camino embarrado hasta su mansión, ellos se miraban, sintiendo escalofríos y desesperación, y en cuanto la puerta se cerraba tras él, continuaban mofándose e injuriando a los bosniacos, a Bosnia y al cielo que la cubría, hasta que, después de tantas palabras atroces y tanta difamación, se sentían mucho mejor, al menos en apariencia.

En el consulado francés, la vida también se había vuelto más sigilosa y callada. La señora Daville se enfrentaba por primera vez al invierno de Travnik e inmediatamente aprovechaba el lado bueno de las cosas, recordaba todo para el futuro y para todo encontraba remedio y solución. Arrebujada en un chal de cachemir gris, vigilante y pertinaz, recorría de la mañana a la noche la enorme casona turca, daba órdenes y señalaba lo que debía hacerse; a duras penas se entendía con el servicio porque desconocía el idioma y porque nuestra gente no es precisamente muy mañosa, pero al final siempre lograba imponer su voluntad y conseguir más o menos lo que quería. Justo con este tiempo la casa revelaba sus defectos e imperfecciones. Había goteras en el techo, las tablas del suelo se hundían, las ventanas no cerraban bien, la cal se resquebrajaba, las estufas echaban humo. Pero la señora Daville siempre lograba arreglarlo, colocarlo y organizarlo todo; sus manos, secas y rojas por lo general, ahora estaban azuladas por el frío, no obstante, no paraban ni un solo momento en la lucha contra los desperfectos, las averías y el desorden.

En la planta baja, un poco húmeda, pero bien caldeada y luminosa, se sentaban Daville y el joven canciller. Hablaban de la guerra en España y de las autoridades francesas en Dalmacia, de los correos que no llegaban o llegaban intempestivamente, del Ministerio que no respondía a sus solicitudes y demandas, pero con mayor frecuencia hablaban del mal tiempo, de Bosnia y de los bosniacos. Departían sosegada y extensamente, como personas a la espera de que un criado trajera las velas o los llamara para cenar, hasta que la conversación derivaba imperceptiblemente a cuestiones genéricas y se convertía en una discusión y una disputa.

Era esa hora, entre dos luces, cuando todavía no se encienden las velas, pero no se ve lo suficiente para leer. No hacía mucho que des Fossés había vuelto de su paseo, porque, lloviera o nevara, él no dejaba de explorar los alrededores al menos una vez al día. Su rostro aún estaba enrojecido y húmedo por el viento y la lluvia, y el pelo corto, enmarañado y pegado a la cabeza. Daville apenas ocultaba su descontento a causa de esas salidas que consideraba nocivas para la salud y perjudiciales para el prestigio del consulado. Solía irritarlo ese joven activo y emprendedor, así como su curiosidad y su viveza de espíritu. Pero des Fossés, insensible a los reproches y totalmente ajeno a las opiniones del cónsul, hablaba con entusiasmo sobre los descubrimientos que hacía en el curso de sus paseos por Travnik y sus inmediaciones.

—¡Ah! —replicaba Daville haciendo un gesto con la mano—, Travnik y cien leguas a la redonda no son más que un desierto cenagoso, habitados por miserables de dos clases, torturadores y torturados, y nosotros no somos más que unos infelices que tenemos que vivir entre ellos.

Imperturbable, des Fossés razonaba que ese lugar, aunque muerto y alejado del mundo, no era un desierto, sino al contrario, variado, interesante desde cualquier punto de vista y elocuente a su manera; el pueblo, ciertamente, estaba dividido por la religión, era extremadamente supersticioso y se hallaba sometido a la peor administración de la tierra, de ahí su atraso y su desdicha, pero al mismo tiempo, poseía abundantes riquezas espirituales, cualidades específicas interesantes y costumbres insólitas; en cualquier caso, merecía la pena esforzarse y tratar de comprender las causas de esa infelicidad y de ese retraso. Y el hecho de que para el señor Daville, para el señor von Mitterer y el señor des Fossés, en tanto que extranjeros, la vida en Bosnia fuera difícil y desapacible, no probaba nada. No se pueden juzgar los valores y méritos de un país por cómo se siente en él un cónsul extranjero.

—Al revés —decía el joven—, creo que hay pocos lugares en el mundo que estén menos desiertos y sean menos monótonos. Basta con cavar un palmo en el suelo para encontrar tumbas y restos de tiempos pasados. Todos los campos aquí son un cementerio, un cementerio múltiple; una necrópolis sobre otra, tal como han ido naciendo y muriendo las diversas poblaciones en el curso de los siglos, época tras época, generación tras generación. Y los cementerios son una prueba de vida y no de desolación…

—Eh —el cónsul se defendía, como de una mosca invisible, de la forma de expresarse del joven, a la que no podía habituarse.

—No sólo cementerios, no sólo tumbas. Hoy, cuando cabalgaba por el camino de Kalibunar, he visto que en una zona, a causa de la lluvia, se había desprendido tierra a un lado por debajo de la carretera. A una profundidad de seis codos más o menos, podían verse, como estratos geológicos, los restos superpuestos de los caminos anteriores que han atravesado este valle. En el fondo había pesadas piedras, vestigios de la calzada romana, tres codos más arriba el rastro de un pavimento medieval, y por último la grava y el terraplén del actual camino turco que nosotros pisamos. Así, gracias a una sección fortuita, he podido contemplar dos mil años de la historia del hombre que abarcan tres épocas, cada una de las cuales ha enterrado a la anterior. ¡Ya ve usted!

—Ya veo. Si nos ponemos a considerar las cosas desde ese ángulo… —decía Daville, sólo por decir algo, porque más que escuchar al joven observaba el brillo helado de sus ojos castaños, como si quisiera averiguar qué había tras unos ojos capaces de mirar en derredor de esa forma.

El canciller proseguía con los restos de yacimientos neolíticos en la carretera que iba hacia el pueblo de Zabilje, donde, antes de que empezaran las lluvias, había encontrado láminas cortantes y azuelas de sílex que tal vez durante decenas de miles de años habían yacido allí en el barro. Las había visto en el campo de un tal Karahodzic, un viejo ágil y huraño que no quiso ni oír hablar de la posibilidad de excavar o investigar sus tierras, y que durante mucho tiempo siguió con una mirada enojada al extranjero y a su escolta, que se alejaban hacia Travnik.

Precisamente, en el camino de vuelta, el guardia le había contado la historia de esos Karahodzic.

Doscientos años atrás, en los tiempos de las grandes guerras, se habían marchado de esa región para instalarse en Eslavonia, en las inmediaciones de Pozega, donde les habían concedido vastas propiedades. Ciento veinte años después, cuando el imperio turco tuvo que retirarse de Eslavonia, ellos también tuvieron que abandonar sus hermosas posesiones y regresar a su heredad de Zabilje, pequeña y mezquina. Aún se custodiaba en su familia un caldero de cobre que habían traído, como prueba de las riquezas perdidas, cuando el viejo Karahodza los había vuelto a llevar a Bosnia humillados y resentidos. Además del caldero, Karahodza les había dejado en herencia un mandato: que jamás dejaran de tomar parte en las batallas en las que se combatiera a los germanos y que cada uno de ellos hiciera todo lo posible para que algún día se les devolviera el señorío que habían perdido en Eslavonia; y si, por desgracia, Dios permitía que los germanos cruzaran el río Sava, les hizo prometer que defenderían sus míseros campos de Zabilje mientras pudieran, y que cuando ya no pudieran más, huyeran sin someterse, aunque tuvieran que ir de un lugar a otro, a través de todos los territorios turcos, hasta las fronteras más lejanas del Imperio, hasta las regiones ignotas del fin del mundo.

Mientras hablaba, el guardia mostraba al joven, por encima del camino, junto a un huerto de ciruelos, un pequeño cementerio turco en el que destacaban dos altas estelas funerarias de piedra blanca. Eran las tumbas del viejo Karahodza y de su hijo, el abuelo y el padre del anciano que, furioso, todavía estaba junto a la cerca y movía los labios murmurando algún improperio y lanzando chispas por los ojos.

—Ya ve —decía des Fossés mirando el crepúsculo y la ventana empañada— no sé qué me resulta más interesante, si los restos de la edad de piedra, miles y miles de años anteriores a nuestra era, o aquel viejo que guarda el legado de sus ancestros y no consiente que nadie toque su campo.

—Ya veo, ya —replicaba Daville maquinalmente y con un aire ausente, asombrado por todo lo que el joven era capaz de percibir.

Paseando por la estancia al tiempo que conversaban, los dos hombres se detuvieron delante de la ventana.

Fuera, la noche empezaba a caer. Todavía no se habían encendido las luces en ninguna parte. Sólo al fondo del valle, justo a la orilla del agua, titilaba un débil resplandor en el mausoleo de Abdulah bajá. Era la vela que siempre estaba encendida en la tumba del bajá y cuya tenue llama se divisaba desde las ventanas del consulado, incluso cuando las otras luces de la ciudad aún no estaban encendidas o ya se habían apagado.

De pie, junto a la ventana, a la espera de que reinara la oscuridad más absoluta, el joven y el cónsul hablaban a menudo de esa «luz eterna» y del bajá, a cuya vela se habían habituado como algo permanente y familiar.

Des Fossés sabía también su historia.

Abdulah bajá era natural de aquella comarca. Siendo todavía joven se había hecho célebre y rico. Había visto mucho mundo como soldado y como valí, pero al poco de ser nombrado visir en Travnik, murió repentinamente en la flor de la vida y lo enterraron allí (se decía que había muerto envenenado). La gente lo recordaba como un visir indulgente y justo. Un cronista de la villa había escrito que «en los tiempos en que Abdulah bajá gobernaba, los pobres no habían sabido lo que era el mal». Antes de morir, había legado sus bienes a la tekke, el monasterio de derviches, y a otras instituciones de Travnik. Había dejado una importante suma de dinero para que se le erigiera un hermoso mausoleo de buena piedra, y ordenado que con los ingresos de sus campesinos y propiedades se mantuviera encendido noche y día un cirio más grueso de lo acostumbrado. Su tumba siempre estaba cubierta con un paño verde con la siguiente inscripción bordada: «¡Que el Altísimo ilumine su sepulcro!». El texto lo habían elegido los derviches instruidos, en agradecimiento a su benefactor.

Des Fossés había logrado enterarse de dónde estaba el testamento de este visir y lo consideraba un documento interesante, característico de aquella gente y de la región. Esa noche se lamentaba porque no le habían permitido verlo ni copiarlo.

La conversación se detuvo. Por un instante el silencio reinó en la habitación y procedente de la oscuridad, que invadía poco a poco el paisaje, se pudo oír la melodía arrastrada de una canción incomprensible, igual que un gemido emergiendo del fondo de las aguas. Un hombre caminaba y cantaba, interrumpía la canción y la retomaba después de unos cuantos pasos, y así la voz, según se alejaba, se hacía más débil.

Daville, impaciente, hizo sonar la campanilla y ordenó que trajeran las velas.

—¡Ay, esa música! ¡Dios mío, esa música! —se quejaba el cónsul, al que exasperaban las canciones bosniacas.

El que así entonaba era Musa, llamado el Cantor, que, como todas las noches, subía por la calle empinada, ya que vivía en una de esas casas perdidas en los jardines escarpados más arriba del consulado.

Des Fossés, que todo lo preguntaba y de todo se enteraba, también conocía la historia de ese borracho tarambana que todas las noches volvía a su casa por el mismo camino, dando tumbos y cantando, con voz ronca, fragmentos de su melodía arrastrada.

Antaño, en Travnik, vivía el viejo Krdzalija, un hombre de origen humilde y sin gran reputación, pero muy rico. Comerciaba con armas, y eso es una mercancía que se paga muy bien, porque el que necesita un arma no pregunta cuánto cuesta y paga cualquier precio sólo por tenerla en el momento y en el lugar preciso. El viejo Krdzalija tenía dos hijos. El mayor trabajaba con su padre, mientras que a Musa lo enviaron a estudiar a Sarajevo. Pero entonces sucedió que el viejo murió repentina e inesperadamente. Se acostó sano y lo encontraron muerto por la mañana. Musa dejó los estudios y regresó a Travnik. Al repartir la herencia resultó que el padre había dejado una cantidad de dinero increíblemente pequeña. Empezaron a propalarse todo tipo de rumores sobre la muerte del viejo Krdzalija. La gente no quería creer, y ciertamente era difícil creerlo, que no hubiera dejado dinero en efectivo; muchos sospecharon del hermano mayor e incitaron a Musa a reclamar su derecho. Por si fuera poco, el hermano mayor había intentado perjudicar y engañar al pequeño durante el reparto de la herencia. El primogénito, un tipo alto y apuesto, era uno de esos hombres fríos que, incluso cuando sonríen, sus ojos no cesan de arrojar oscuridad. Mientras se resolvía la sucesión y Musa vacilaba entre su innata despreocupación por el dinero y todo lo que con él estaba relacionado, y los consejos del vecindario, ocurrió algo mucho peor y mucho más terrible. Ambos hermanos se prendaron de la misma mujer, una jovencita de Vilic. Ambos pidieron su mano; se la concedieron al mayor. Entonces, Musa desapareció de Travnik. No volvió a hablarse del dudoso reparto de bienes ni de la muerte de Krdzalija. El hermano mayor se ocupaba de su negocio e incrementaba su fortuna. Al cabo de dos años regresó Musa, cambiado, con grandes bigotes, pálido y delgado, con la mirada insegura y pesada de los hombres que duermen poco y beben mucho. Se fue a vivir a la propiedad que le había correspondido, que no era pequeña, pero que estaba desatendida y mal administrada. Así, con los años, el joven gallardo, rico heredero, dueño de una hermosa voz y un oído perfecto, se convirtió en ese pobre escuálido que vivía de las canciones y sólo para la bebida, un juerguista taciturno e ingenuo al que perseguían los niños. Sólo su voz siguió siendo la misma durante mucho tiempo. No obstante, ya había empezado a deteriorarse, igual que su salud se había consumido y disipado sus bienes.

Un criado trajo los candelabros. Las sombras danzaron un momento por la habitación y luego se calmaron. Las ventanas se tiñeron de repente de oscuridad. La balada del Cantor se desvaneció por completo, y los ladridos de los perros que le respondían también enmudecieron. El silencio volvió a cubrirlo todo. El cónsul y el joven callaron, cada uno sumido en sus pensamientos, pero ambos deseaban en su fuero interno estar lejos de allí y tener otro interlocutor.

Des Fossés volvió a romper la tregua. Hablaba de Musa el Cantor y de la gente como él. Daville lo interrumpió afirmando que ese vecino estridente y ebrio no era ninguna excepción, sino el verdadero reflejo de un medio en el que la rakija, la ociosidad y la rudeza de toda suerte eran las características principales. Des Fossés discrepaba. Hombres así siempre los había habido en ámbitos semejantes, afirmaba, y tenía que haberlos. El mundo los contempla con miedo y pena, pero también con una especie de respeto religioso, más o menos como los antiguos griegos veneraban el enlision, es decir, el lugar donde golpeaba un rayo. Pero en modo alguno eran típicos de una sociedad. Al contrario, se los consideraba casos perdidos y excepcionales. La existencia de esas personas rechazadas y solitarias, abandonadas a sus pasiones, a su vergüenza y a una rápida decadencia, sólo demostraba hasta qué punto eran sólidos los lazos e implacables y severas las leyes de la sociedad, la religión y la familia en el sistema patriarcal. Y eso valía tanto para los turcos como para la gente de otras religiones. En esas sociedades todo está ligado, firmemente imbricado, se apoyan unos en otros y se controlan mutuamente. Cada individuo vigila al conjunto y el conjunto a cada individuo. La casa observa a la casa, la calle supervisa a la calle, porque todos son responsables de todos y todos están íntimamente ligados no sólo a sus parientes y familiares, sino también a sus vecinos, correligionarios y conciudadanos. Ahí residía la fuerza y la esclavitud de aquel mundo. La vida del individuo es sólo posible en ese marco, y la vida de la colectividad, en esas condiciones. El que se salta ese orden y sigue su fantasía y sus instintos es igual que un suicida, y se hunde más pronto o más tarde irresistible e inevitablemente. Ésa era la ley en aquel medio, ley mencionada ya en el Antiguo Testamento; la ley del mundo antiguo. Marco Aurelio escribió: «Aquel que elude cumplir los deberes impuestos por el orden social es igual que un proscrito». Musa había infringido esa ley, y tanto ésta como la sociedad perjudicada se vengaban y lo castigaban.

Una vez más, Daville observaba al joven sin escuchar lo que decía y pensaba: «Éste ha decidido hoy explicar y justificar todos los horrores y monstruosidades del país. Probablemente, en su libro sobre Bosnia ha llegado a este punto y ahora tiene la necesidad de darme a mí o al que se tercie una conferencia sobre el tema. A lo mejor se le acaba de ocurrir ahora mismo. Pero lo que estoy viendo en estos momentos, lo que tengo ante mis ojos, es la juventud. La ligereza, la autoconfianza, la fuerza de exposición y el firme convencimiento, eso es la juventud».

—Espero, querido amigo, que leeremos todo esto en su libro, pero ahora veamos qué pasa con la cena. —Daville atajó la exposición del joven y sus propios pensamientos.

Durante la cena, la conversación versaba sobre asuntos y acontecimientos cotidianos. La señora Daville participaba en ella con observaciones breves y serias. Sobre todo, se hablaba de cocina, se evocaban las comidas y los vinos de diferentes regiones de Francia, se comparaban con la forma turca de alimentarse, se quejaban porque no había verduras ni vinos ni especias francesas. Unos cuantos minutos después de las ocho, la señora Daville bostezaba leve y discretamente. Ésta era la señal para que recogieran la mesa, y poco después ella se retiraba y subía a la habitación de los niños. Una media hora más tarde, el cónsul y des Fossés se separaban. Él día llegaba a su fin. Comenzaba la cara nocturna de la vida en Travnik.

La señora Daville se sentaba al lado de la cama del más pequeño de sus hijos y tejía igual que había realizado el resto de las faenas durante el día, igual que había cenado, rápida, silenciosa y conscientemente, infatigable como una hormiga.

Él cónsul, de nuevo en su despacho, se sentaba a su pequeña mesa de escritorio. Ante él se hallaba el manuscrito de su epopeya sobre Alejandro Magno. Hacía años que Daville había empezado esa obra y trabajaba en ella; lo hacía despacio y de forma irregular, pero pensaba en ella todos los días varias veces, a propósito de cuanto veía, oía y vivía. Como ya hemos dicho anteriormente, esta epopeya se había convertido para él en una suerte de realidad diversa, más fácil y mejor, que él gobernaba a su voluntad, en la que no existían las dificultades ni la rebeldía, y en la que hallaba soluciones fáciles para todo lo que permanecía sin resolver en él y a su alrededor, y buscaba consuelo para todo lo que le resultaba difícil, y compensación para todo lo que la vida real ni le daba ni le permitía. Unas cuantas veces al día, Daville se escapaba a su «realidad de papel», se apoyaba en ella, en sí mismo, en alguna idea del poema, como un cojo en su bastón. Y al revés, escuchando nuevas sobre sucesos bélicos, observando alguna escena o haciendo algún trabajo, a menudo, en su imaginación los trasladaba a su epopeya. Al llevarlos unos miles de años atrás, todos los hechos dejaban de ser tan penosos y arduos, o al menos parecían más livianos y soportables. Naturalmente, eso no hacía que las cosas reales fueran más fáciles ni que el poema se acercara y asemejase más a una auténtica obra de arte. Pero mucha gente recurre, en su fuero interno, a una ilusión mucho más extraña y brumosa que una obra poética con su contenido arbitrario, métrica rígida y rimas estrictas.

También aquella noche, Daville se puso delante del voluminoso manuscrito de tapas verdes, igual que un hombre hace un gesto que ya se ha convertido en rutina. Pero desde que había llegado a Bosnia y se había involucrado en los asuntos consulares con los turcos, las horas nocturnas eran menos fecundas y menos satisfactorias. Las imágenes no acudían, los versos a duras penas entraban en la horma y salían de ella incompletos, las rimas no querían enlazar unas con otras como antaño, cuando despedían chispas, sino que permanecían inacabadas como un monstruo con una sola pierna. Con frecuencia, las cintas verdes que unían las tapas de cartón no se desataban y el manuscrito yacía allí como un fondo para los papeles minúsculos en los que el cónsul anotaba lo que debía hacer al día siguiente o lo que había dejado pendiente el día que finalizaba. En esos momentos, después de cenar, pasaba lista a todo lo que había hecho y dicho a lo largo del día y, en lugar de descansar y entretenerse, surgían nuevos desvelos y reaparecían antiguas preocupaciones. Las cartas que ese día habían salido para Split, Constantinopla o París se mostraban íntegras ante sus ojos, y tan repentina como implacablemente vislumbraba todo lo que había omitido o lo que era superfluo o inoportuno expresar. La sangre le latía en las sienes a causa de la excitación y el disgusto que sentía consigo mismo. Las conversaciones que ese día había mantenido con la gente emergían del recuerdo hasta en los detalles más nimios, y no sólo las conversaciones serias e importantes sobre trabajo, sino también las charlas irrelevantes. Veía claramente a su interlocutor, oía el tono de cada una de sus palabras, se veía también a sí mismo y percibía todos los defectos de lo que había dicho y la importancia de lo que, por razones incomprensibles, no había manifestado. De súbito, brotaban frases perfectas y recias que debía haber proferido o respondido en vez de las pálidas e impotentes palabras y respuestas que había dado. El cónsul se las decía a sí mismo ahora, y al mismo tiempo sentía que ya era tarde e inútil.

Con semejante estado de ánimo no se engendran poemas, y con tales ideas se duerme mal y se tienen sueños pesados, si es que uno logra conciliar el sueño.

Esa noche, en los oídos del cónsul volvió a resonar la reciente conversación con des Fossés. De pronto se daba cuenta de la dispersión inmadura de las historias sobre los estratos de varios siglos superpuestos bajo el camino, sobre los útiles del neolítico, sobre Karahodza y Musa el Cantor, sobre la familia y el orden social de Bosnia. Y a todas estas fantasías del joven que, tal como ahora lo veía no resistían la menor crítica, él, como si estuviera petrificado y hechizado, no respondía más que con unos débiles: «ya veo, ya veo, pero…». «¿Qué he visto? ¿Qué diablos he visto?», se preguntaba ahora. Se sentía ridículo y humillado, y al mismo tiempo furioso consigo mismo por haber prestado una atención inmerecida a esas conversaciones insignificantes. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía esa charla? ¿Y con quién hablaba? Ni con el visir ni con von Mitterer, sólo se había dedicado a parlotear con ese mocoso de cosas carentes de interés. No podía interrumpir el curso de sus pensamientos ni enfrentarse a ellos; y cuando ya creía que había logrado olvidar esas fruslerías, saltaba de repente de su silla y se plantaba en mitad de la habitación, con la mano extendida y diciéndose a sí mismo que debería haber contestado inmediatamente a sus disquisiciones, que las cosas son así y asá, y haberlo puesto en su sitio. Incluso en los asuntos más baladíes, hay que decir lo que se piensa con toda libertad y hasta el final, arrojar la opinión propia a la cara de la gente, y que sean ellos los que después se reconcoman, eso es, y no guardarla para sí y luego pelearse cuerpo a cuerpo con ella como con un vampiro. Sí, eso era lo que habría tenido que hacer y no había hecho, y lo que tampoco haría mañana ni pasado mañana, ni nunca, no ya de palique con ese niñato, ni siquiera en las conversaciones con personas serias; las cosas volverían a pasar por su mente por la noche, después de cenar y antes de dormir, cuando ya era demasiado tarde, cuando las palabras más banales y más corrientes llegan a ser enormes e indestructibles como los fantasmas.

Daville hablaba así consigo mismo, regresando al escritorio junto a la ventana, oculta tras las cortinas. Pero los pensamientos iban tras él; en vano los dispersaba, porque era incapaz de dedicarse a otra cosa.

—Hasta encuentra interesante esa horrible forma de cantar. Es capaz de defender algo semejante —se dolía el cónsul.

Impulsado por la necesidad malsana de discutir y ajustar cuentas con el joven, el cónsul se puso a escribir, veloz y de un solo trazo, en el papel blanco en el que deberían alinearse los versos sobre las hazañas de Alejandro Magno:

«He oído cantar a este pueblo y he podido advertir por mí mismo que incluso el canto presenta igual ferocidad y rabia enfermiza que cualquier otra función de su espíritu y de su cuerpo. He leído en un libro de viajes de un francés, que hace más de cien años recorrió estos parajes y escuchó a esta gente, que su canto semeja más el ladrido de un perro que música. Sin embargo, ya sea que este mundo ha cambiado para peor, ya que ese buen francés no llegara a conocer bien este país, yo creo que en el ladrido de los perros hay mucha menos maldad y tozudez que en las canciones de este pueblo cuando se embriaga o cuando, simplemente, se deja llevar por la furia. Los he visto poner los ojos en blanco cuando cantan, rechinar los dientes y golpear con el puño en la pared, bien porque estén borrachos de rakija o, sencillamente, impelidos por una necesidad interna de aullar, de perder el sentido y destruir. Asimismo, he llegado a la conclusión de que nada de eso tiene ninguna relación con la música ni con la canción, tal como se puede oír en otros pueblos, sino que se trata sólo de una forma de manifestar sus pasiones ocultas y sus pérfidas apetencias, a las que por lo demás, a pesar de su libertinaje, no pueden dar una expresión, porque la propia naturaleza no lo permite. He comentado este asunto con el cónsul general austríaco. Al margen de su rigidez militar, él también ha percibido todo el horror de esos gemidos y gritos que se oyen por las noches en los callejones y jardines, y por el día en alguna que otra taberna. “Das ist ein Urjammer” (es un lamento ancestral y primigenio), dijo él.

»Pero, en mi opinión, von Mitterer, como casi siempre, se engaña, sobrestimando este mundo, pues no es más que la rabia de los salvajes que han perdido la inocencia».

El estrecho folio estaba totalmente escrito. La última palabra apenas cabía en la esquina al final de la hoja. La presteza con la que escribía y la facilidad con la que encontraba las palabras y símiles le habían hecho entrar en calor, y ahora sentía una especie de alivio. Extenuado, envenenado por las tribulaciones, agobiado por las obligaciones que esa noche le parecía que iba más allá de sus fuerzas, con la mala digestión y el insomnio como única compañía, permanecía sentado, absorto e inmóvil ante su manuscrito, cuando la señora Daville llamó a la puerta.

Ella ya estaba preparada para acostarse. Bajo la cofia blanca, su rostro parecía más diminuto y afilado. Un poco antes había hecho la señal de la cruz sobre los niños dormidos y los había tapado con el edredón; luego, arrodillada, pronunció una antigua oración nocturna, rogando a Dios que le concediera reposo durante la noche y que le permitiera levantarse sana y salva de su lecho «igual que creía firmemente que se levantaría de su tumba el día del juicio final». Ahora, con una vela en la mano, asomaba la cabeza por la puerta entornada.

—Basta por hoy, Jean. Es hora de dormir.

Daville la tranquilizó con un gesto de la mano y una sonrisa y la envió a acostarse, pero él permaneció sobre su papel emborronado hasta que se le nublaron los ojos y las líneas empezaron a bailarle y todo se hizo más confuso y turbio como la imagen nocturna que se tiene de un mundo que de día parece claro y comprensible.

Entonces se levantó de la mesa, se acercó a la ventana y descorrió un poco la cortina para escrutar la oscuridad opaca, para ver si todavía había luz en el konak y en el consulado austríaco, los últimos rastros del mundo diurno. Pero en lugar de eso, en el cristal empañado vio su propia habitación iluminada y los vagos contornos de su rostro.

Cualquiera que a través de las sombras, henchidas de niebla y llovizna glacial, mirara en ese instante hacia el consulado francés y viera ese rayo de luz, nunca se imaginaría lo que torturaba e impedía dormir al mesurado y serio cónsul que durante el día no perdía ni un minuto en nada que no fuera real, útil y directamente relacionado con su trabajo.

Pero el cónsul no era el único que velaba en ese caserón. Justo encima de su habitación, en el primer piso, estaban iluminadas tres ventanas con cortinas de tela de Bosnia. Allí, sentado ante sus papeles, estaba des Fossés. Por otras razones y de un modo distinto, él también estaba despierto y pasaba la noche haciendo algo que no quería, ni le apetecía ni le gustaba. El joven no rememoraba las conversaciones de día; al contrario, al cabo de cinco minutos ya había olvidado al cónsul y su charla. No le angustiaba el cansancio ni la necesidad de calma, ni la inquietud por el mañana, pero era presa de una agitación febril, abrumado por los deseos de una juventud insatisfecha.

Así, en la noche afloraban recuerdos de mujeres, no evocaciones, sino verdaderas mujeres que, con la blancura de su piel y el brillo de su sonrisa, hendían, como un grito, la oscuridad y el silencio y caían en su habitación enorme. Aparecían los vastos planes, juveniles y audaces con los que había partido de París y que debían llevarlo lejos de aquel villorrio en el que se había estancado; se veía a sí mismo en alguna embajada o en los salones parisinos, allí donde debía estar y tal como deseaba llegar a ser.

De este modo, su imaginación jugaba todas las noches con sus sentidos y su ambición, para abandonarlo después y entregarlo al mortal silencio bosniaco; el aliento de dicho silencio lo atormentaba y corroía también ahora. Durante el día, en el trabajo, en los paseos, en las charlas podía sofocarlo y hacerlo callar, pero por la noche, tenía que luchar y esforzarse para lograrlo, cosa que era mucho más difícil, porque el silencio dominaba y borraba, apagaba y ahogaba esa vida apacible y aparente de la ciudad, cubría, envolvía e impregnaba todo lo vivo y lo muerto.

Desde el día en que, como ya hemos visto, había abandonado Split y, en la cumbre de Klis, se había dado la vuelta y contemplado por última vez los campos cultivados a sus pies y el mar a lo lejos, el joven, en realidad, no había dejado de estar en contacto con aquel silencio y en permanente lucha contra él.

Lo encontraba en todas partes. En la arquitectura de las casas, cuya cara principal daba siempre al patio, mientras que el reverso mudo miraba a la calle; en los trajes de los hombres y las mujeres; en sus miradas, que decían mucho, porque sus bocas estaban selladas. Incluso en una conversación, cuando por fin se atrevían a hablar, él distinguía mejor las pausas significativas que las propias palabras. Oía e intuía por el sentido cómo penetraba el silencio en cada frase entre palabra y palabra, entre letra y letra, igual que las aguas destructivas invadían un frágil bote. Apreciaba las vocales sin color y carentes de límite definido, que prestaban al lenguaje de los niños un tono cantarín indolente que se perdía en el silencio. Los mismos cantos que, de vez en cuando, llegaban de la calle o de algún patio, no eran más que un gemido prolongado, enterrado en su fuente y desembocadura por el silencio, que era la parte más sugestiva de la canción. Incluso ese poco de vida que había vislumbrado a la luz del sol y que de ningún modo se podía acallar ni ocultar —un detalle refinado o un leve rayo de belleza sensual—, suplicaba un refugio y discreción, y con el dedo en los labios huía hacia el anonimato y el silencio como si se escondiera en el primer portal. Todo, cualquier ser viviente y hasta las cosas, se estremecía ante un ruido, se ocultaba a las miradas y se moría de miedo si tenía que proferir una palabra o si lo llamaban por su verdadero nombre.

Al ver a esos hombres y mujeres, replegados en sí mismos, embozados en sus ropas y siempre mudos, sin una sonrisa ni un ademán, ansiaba más conocer sus temores y esperanzas que su vida real, silenciosa y mortecina hasta tal punto que de vida no tenía sino el nombre. A la postre, como pensaba en ello sin cesar, empezó a encontrar ejemplos para todo y una confirmación de sus ideas. En la brutalidad, no precisamente parva, de ese mundo y en sus ataques violentos, él reconocía el miedo de la verdadera expresión, una forma tosca y especial de silencio. Y todas sus reflexiones sobre aquella gente (¿de dónde proceden?, ¿cómo nacen?, ¿a qué aspiran?, ¿en qué creen?, ¿cómo aman y cómo odian?, ¿cómo envejecen y mueren?), apenas esbozadas y sin expresar, se perdían en la inacabada y sinuosa atmósfera de misterio que lo rodeaba por todas partes y anhelaba conquistarlo todo en él.

En efecto, el joven, atemorizado, empezaba a sentir con nitidez cómo el silencio también lo corroía y contaminaba, penetraba en sus poros, paralizaba poco a poco su espíritu y le helaba la sangre.

Las noches eran particularmente penosas.

A veces, era cierto, se oía un ruido, sordo e inesperado; un disparo al otro extremo de la ciudad, un chucho que ladraba a un transeúnte inusual o a su propio sueño. Resonaba un breve instante para hacer más grande el silencio que de inmediato lo envolvía todo, como las aguas profundas e infinitas. La ausencia de ruidos impedía conciliar el sueño tanto o más que una orgía de sonidos, y el hombre tenía que sentarse y sentir cómo amenazaba con roerlo, desmenuzarlo y borrarlo de las filas de los seres conscientes y vivos. Todas las noches, mientras estaba sentado junto a las velas que desaparecían rápidamente, le parecía oír al silencio que le decía con su lenguaje inarticulado:

—No podrás ir durante mucho tiempo tan erguido, mirar recto, seducir con la sonrisa, controlar tus pensamientos libremente y hablar en voz alta y con franqueza. No podrás resistir aquí, tal como eres. Te haré doblar la espalda, reprimiré tu sangre en torno a tu corazón, abatirás la mirada; haré de ti una planta amarga, en un lugar ventoso, en un suelo de roca. Y nunca jamás te reconocerán ni tu espejo francés ni los ojos de tu propia madre.

Pero no se lo decía de repente, provocador, sino en voz baja e implacable; y mientras así hablaba ya lo estaba obligando a doblegarse y a adaptarse, como una madrastra viste a su hijastro. Para él estaba claro que ese silencio, en realidad, era la muerte con otra forma, la muerte que deja al hombre la vida, como una concha, pero lo priva de la posibilidad de vivir.

Sin embargo, no iba a rendirse sin presentar resistencia, ni a morir sin defenderse, y mucho menos un hombre de su edad, con su educación y su temperamento. Su juventud y su naturaleza sana luchaban contra ese mal como contra un clima insalubre. Y si a veces sucedía que las fuerzas lo abandonaban por la noche y la razón lo traicionaba, la mañana lo salvaba, el sol lo animaba, el agua lo reconfortaba y el trabajo y la curiosidad intelectual lo mantenían en forma.

También esa noche intentó, y lo logró, sustraer sus pensamientos a la melancolía y al silencio, fijarlos y vincularlos con objetos de la realidad cotidiana, vivos, sonoros, visibles y palpables, para protegerse del silencio que todo lo aniquilaba y sepultaba y que quería introducirse en su conciencia igual que en su habitación. Rebuscó sus notas del día, las ordenó y empezó a elaborarlas. Su libro sobre Bosnia crecía lenta y trabajosamente, repleto de «realidad pura». Todos los datos estaban contrastados con pruebas, confirmados con números e ilustrados con ejemplos. Las páginas se iban ordenando sin elocuencia, con un estilo poco cuidado, sin consideraciones generales, despacio, compactas, homogéneas, frías y sencillas como un parapeto contra ese silencio oriental solapado y seductor que empañaba, reblandecía, embrollaba y frenaba las cosas, les daba ambigüedad, varios sentidos e incoherencia hasta arrastrarlas a algún lugar fuera del alcance de nuestros ojos y de nuestro entendimiento, a una nada sorda, dejándonos ciegos, mudos e impotentes, enterrados vivos y alejados de todo el mundo en el propio mundo.

Pero cuando arregló y copió lo que había anotado aquel día, volvió a encontrarse de frente con el silencio de la noche que avanzaba con lentitud. Así, él también estaba sentado con las manos cruzadas sobre el manuscrito, sumido en cavilaciones «irreales», hasta que a él también se le nubló la vista a causa del cansancio y las letras grandes de su prosa sobria empezaron a danzar delante de sus ojos como pequeños fantasmas y espíritus.

—¡Travnik! ¡Travnik! —repetía esta palabra a media voz, para sí mismo, como el nombre de una enfermedad misteriosa, como una fórmula mágica difícil de recordar y que se olvida con facilidad. Y cuanto más la repetía, más asombrosa la encontraba: dos vocales oscuras entre consonantes sordas. Esa fórmula abarcaba ahora para él más de lo que jamás llegó a imaginar que el mundo podía contener. No era el nombre, áspero y frío, de una villa perdida, no, eso no era Travnik, en aquellos momentos, para él, era París y Jerusalén, la capital del mundo y el centro de la vida. El hombre sueña desde la infancia con ciudades grandes y escenarios famosos, pero para preservar su personalidad y alcanzar todo lo que ésta oculta instintivamente en su interior, tiene que luchar en batallas reales y decisivas allí donde el destino lo arroja, sólo Dios sabe en qué lugar angosto, un espacio anónimo, sin brillo ni belleza, sin testigos ni jueces.

El joven se levantó de forma inconsciente, se acercó a la ventana, levantó un extremo de la cortina y escudriñó la oscuridad sin saber lo que buscaba en esa noche sin ruidos ni luces.

A esas horas, las sombras, cargadas de una humedad que podía ser de lluvia o nieve, no permitían vislumbrar el débil resplandor en las ventanas altas del consulado austríaco. Pero las velas también estaban encendidas en aquella mansión e igualmente a su luz, hombres sentados se inclinaban sobre sus papeles y se dejaban llevar por sus pensamientos.

El despacho del cónsul era una habitación alargada e incómoda, oscura y sin aire, porque las ventanas daban al huerto escarpado. El cónsul general von Mitterer hacía horas que estaba allí sentado con la mesa abarrotada de planos y manuales militares.

Se había olvidado del fuego de la estufa, su larga pipa apagada reposaba en la mesa; la estancia se enfriaba rápidamente. El cónsul se había echado el capote del uniforme sobre los hombros y escribía, rellenaba incansable hoja tras hoja del papel oficial color crema. Cuando terminaba un folio se calentaba la mano derecha, helada y entumecida, a la llama viva de las velas, y empezaba un folio nuevo, lo alisaba con la palma de la mano, trazaba la primera línea y lo llenaba de inmediato con la letra grande e impecable que tienen todos los oficiales y suboficiales del ejército imperial y real.

Esa noche, después de cenar, como tantas veces a lo largo del día, la señora von Mitterer, entre llantos, amenazas y súplicas, le había pedido al coronel que escribiera a Viena y solicitara el traslado de aquella tierra terrible y salvaje. Igual que todas las noches, el coronel consoló a su mujer, explicándole que pedir un traslado y huir de las dificultades no era tan fácil ni sencillo como ella creía, que eso significaría el fin de su carrera de un modo no muy honorable precisamente. Ana María lo cubrió de reproches sin escuchar ninguno de sus argumentos y a través de las lágrimas lo amenazaba con coger a «su hija» y abandonar Travnik, Bosnia y a él mismo. A la postre, para tranquilizarla, el cónsul le prometió, como tantas otras veces, que esa misma noche escribiría la solicitud y, como tantas otras veces, no cumplió la promesa, porque no le resultaba fácil dar semejante paso. Dejó a su mujer y a su hija en el comedor, encendió una pipa y se retiró a su despacho, pero no para escribir la petición de traslado, pues era muy difícil tomar esa decisión, sino para continuar con el trabajo que le procuraba tanta satisfacción y ocupaba regularmente sus veladas.

Hacía ya diez noches que von Mitterer trabajaba en un largo informe, destinado a las autoridades militares de Viena, describiendo los alrededores de Travnik desde el punto de vista militar. Con múltiples dibujos y esquemas, números y datos útiles, había llegado ya a la posición catorce, a tener en cuenta por un hipotético ejército que penetrara en el valle del Lasva en dirección a Travnik, que sin duda alguna opondría resistencia. Ya en la introducción de esa enorme obra, había escrito que había emprendido el trabajo porque podría ser de gran utilidad para el mando supremo, pero también para «acortar las largas noches de la vida monótona a la que un extranjero está condenado en Travnik».

En efecto, la noche pasaba, aunque lentamente, mientras von Mitterer escribía sin pausa. Reseñaba hasta los más mínimos detalles de la fortaleza de Travnik, su origen, lo que la gente pensaba y decía de ella, su capacidad real, la importancia de su posición, el grosor de sus muros, el número de cañones, la cantidad de munición, la posibilidad de abastecimiento de agua y comida. La pluma crujía, las velas crepitaban, los renglones se alineaban, las letras regulares, las cifras exactas, los datos claros, las páginas se ordenaban una tras otra y la pila aumentaba.

Aquí transcurrían las mejores horas de von Mitterer; era su lugar preferido. Junto a las velas, sobre los papeles escritos, rodeado de silencio, se sentía como en una fortaleza inexpugnable, resguardado y protegido, lejos de todas las dudas y ambigüedades, con una misión clara ante sí. Desde su caligrafía y la forma de expresarse hasta la idea que exponía, así como los sentimientos que lo guiaban, todo lo unía al gran ejército imperial y real, a algo firme, duradero y seguro sobre lo que un hombre podía apoyarse y donde podía perderse, olvidar sus titubeos y sus preocupaciones personales. Sabía y sentía que no estaba solo ni en manos del azar. Por encima de él había una larga serie de oficiales superiores y de suboficiales por debajo. Eso lo confortaba y respaldaba. Todo estaba vinculado y regido por innumerables reglas, tradiciones y costumbres, todo era común y todo estaba previsto, inmutable y más duradero que un hombre.

En semejante noche y en semejante lugar, donde cada uno se refugiaba en su propia ilusión, no había mayor felicidad ni olvido más hermoso. Y von Mitterer escribía línea tras línea, pliego tras pliego, su gran informe sobre posiciones estratégicas de Travnik y sus aledaños, que jamás leería nadie y que permanecería, guardado en el archivo polvoriento con la firma indolente de alguien, en la «carpeta» intacta, nunca visto y nunca leído, y perduraría tanto como el mundo y los manuscritos y papeles en él.

Von Mitterer escribía. La noche huía muy deprisa, o al menos eso parecía. El pesado capote militar le calentaba la espalda, la mente despierta pero absorta en algo que no dolía y sí sosegaba, que ayudaba a que las horas nocturnas pasaran veloces y que traía la fatiga, además de un grato sentimiento del deber cumplido y las ganas inestimables de dormir.

El coronel escribía y no se cansaba, ni se le nublaba la vista ni le bailaban las letras; al contrario, tenía la impresión de que entre las líneas rectas asomaban otras: una multitud de hombres alineados hasta el infinito, bien equipados y con los claros uniformes imperiales. Al escribir, experimentaba una sensación de solemnidad y calma, como si trabajara en presencia de todas las fuerzas armadas, desde el comandante supremo hasta el último recluta de Eslavonia. Y cuando se detenía, se quedaba un buen rato observando su manuscrito, sin leerlo, pero examinándolo, perdiéndose en él y olvidando la noche de Travnik, a sí mismo y a los suyos.

Unos pasos menudos pero enérgicos procedentes del largo pasillo, que se avecinaban como los truenos en la distancia, sacaron al coronel de su agradable duermevela. De repente, la puerta se abrió bruscamente. La señora von Mitterer irrumpió en la habitación sembrando la confusión y el bullicio. De inmediato, la estancia se llenó del hálito de la tormenta y el aire, con infinidad de palabras inconexas e iracundas, que la mujer esparció desde el umbral y que se mezclaron con el golpeteo de sus tacones en el suelo desnudo. Según se iba aproximando ella, von Mitterer se levantaba, y cuando llegó a la mesa, él ya estaba en posición de firmes. Sus buenos momentos solemnes se desvanecieron sin dejar rastro. Todas las cosas palidecieron y se oscurecieron y todo perdió sentido, valor y significado. El manuscrito ante él se transformó en un montoncito irrisorio de papeles. El ejército entero retrocedió en desorden y se desvaneció en una nubécula rojiza y plateada. Volvió a molestarle el dolor en el hígado del que se había olvidado.

Ante él se hallaba Ana María y lo contemplaba con esa ciega mirada furiosa que temblaba levemente, igual que temblaba todo lo demás en su cara: los párpados, los labios, la barbilla. Manchas rojas afloraban en sus mejillas y bajo la garganta. Llevaba una bata de fina lana blanca, abierta en el pecho y ceñida a la cintura con un cinturón de seda color cereza, una toquilla pequeña y ligera de cachemir blanco colgaba de sus hombros y se cruzaba sobre los senos sujeta con un broche enorme de amatistas engastado en oro. Se recogía el cabello en lo alto de la cabeza con una cinta ancha de muselina, de la que asomaban rizos castaños y mechones de pelo estudiadamente desordenados.

—Jozef, ¡por amor de Dios!…

El principio siempre era así. Eran las palabras introductorias a la embestida rabiosa y al taconeo colérico por la casa, a las frases duras e indignas sin coherencia ni lógica, a las afirmaciones sin fundamento, al llanto sin motivos, a la pelea extenuante sin final.

El coronel seguía en posición de firmes, como un cadete atrapado, porque sabía que cualquier movimiento y cualquier palabra provocarían una explosión y atizarían aún más su cólera.

—Jozef, ¡por amor de Dios! —repitió la mujer, ya ahogada por el llanto.

Bastaba un gesto débil y bien intencionado de la mano del coronel para que la tormenta se desencadenara sobre él, sobre los objetos, en los manuscritos de la mesa, y hendiera el aire en el que flotaba el aroma de la pipa apagada. Ella gritó. Las mangas amplias de la bata blanca relampaguearon por la habitación haciendo que la llama de las velas se oscilara a un lado y a otro; su brazo bello y firme resplandecía a intervalos, desnudo hasta el hombro. La toquilla vaporosa se balanceaba sobre ella y el broche de amatistas iba de un extremo a otro. Los mechones de pelo se escapaban del lazo y se rizaban sobre la frente como electrizados.

La mujer derramaba palabras, a veces sofocadas e ininteligibles, a veces a voz en grito, deformadas por las lágrimas y la saliva. El coronel no las escuchaba porque se las sabía de memoria, sólo esperaba el momento en el que empezaría a bajar el tono y a mostrar cansancio, pues eso significaba que se acercaba el final de la escena, ya que nadie era capaz de repetir semejante retahíla de palabras, ni siquiera la señora von Mitterer hasta la siguiente ocasión.

Pero ahora la tormenta estaba en pleno apogeo.

Sabía, decía ella, que él tampoco escribiría esa noche la solicitud de traslado, aunque se lo había prometido justo durante la cena, se lo había prometido por decimoquinta vez. Por eso había venido a ver a ese monstruo, cuya sangre era más fría que la de cualquier verdugo, que era más despiadado que un turco, a verlo sentado con su pipa apestosa escribiendo tonterías que nadie leía (¡y mejor que no las leyeran!), sólo para satisfacer su loca ambición, la ambición de un hombre incapaz que no sabe apoyar ni proteger a su familia, a su mujer y a su hija, que estaban al borde de la muerte, que desfallecían, que, que…

Todo lo que debía venir después se perdía en un llanto ruidoso y el golpeteo rápido y pérfido de sus dos puños diminutos pero fuertes contra la mesa y los papeles en desorden.

El coronel hizo un gesto para rodearle suavemente los hombros con el brazo, pero enseguida se dio cuenta de que era demasiado pronto y de que la nube aún no había descargado.

—Déjame, carcelero, torturador sin corazón, fiera sin alma y sin conciencia. ¡Animal, animal!

Un nuevo torrente de palabras se desbordó, luego brotaron las lágrimas gruesas y abundantes, después el temblor de la voz y, por fin, de modo gradual, el apaciguamiento. La mujer aún gemía, pero permitió que el coronel la abrazara y la llevara al sillón de piel. Se dejó caer con un suspiro.

—Jozef… ¡Por amor de Dios!

Ésa era la señal que anunciaba el final de la crisis y que su esposa estaba dispuesta a aceptar cualquier explicación sin objeciones. El coronel le acariciaba el cabello y le aseguraba que de inmediato se sentaría a escribir la solicitud, con determinación y sin vacilaciones, que copiaría la carta y mañana mismo la enviaría. Hablaba con ternura, prometía, tranquilizaba, temiendo más palabras y más lloros. Pero Ana María tenía sueño y estaba cansada, triste, muda e impotente. Dejó que el coronel la llevara al dormitorio, le enjugara las últimas lágrimas de los ojos y la acostara, la tapara y le susurrara palabras bellas y dulces carentes de significado.

Cuando regresó a su habitación y depositó el candelabro en la mesa, le recorrió un escalofrío y sintió un malestar y el dolor, más fuerte aún, en el lado derecho debajo de las costillas. Lo más difícil de esas escenas para el coronel eran precisamente aquellos instantes, cuando todo pasaba, cuando lograba sosegar a su esposa y cuando por fin se quedaba a solas, siempre con la rotunda certeza de que así no se podía vivir.

El coronel volvió a echarse el capote sobre los hombros, pesado pero frío, como si fuera ajeno y desconocido, se sentó a la mesa, cogió una hoja limpia y empezó, ahora sí, a redactar la solicitud de traslado.

De nuevo escribía el coronel a la luz de las velas encendidas y sin despabilar. Citaba sus anteriores méritos en el servicio, destacaba su disposición a seguir dando lo mejor de sí mismo, pero rogaba que se le trasladara de su actual cargo. Argumentaba las razones, manifestaba y explicaba que en Travnik, en las actuales circunstancias, podía vivir y trabajar sólo «una persona sin familia». Las letras regulares se alineaban, pero heladas y sombrías como los eslabones de una cadena. No quedaba ni rastro del esplendor previo ni de la sensación de fuerza y comunión con la totalidad. Abatido, escribía su debilidad y su vergüenza, sometido a una presión imperiosa que nadie conocía ni veía.

La solicitud estaba lista. El coronel había decidido enviarla sin dilación a la mañana siguiente y ahora la leía por segunda vez, como una condena. Leía, pero su mente se alejaba sin cesar de ese texto lastimero y retornaba al pasado.

Se veía a sí mismo, un teniente de cabellos oscuros y cara pálida, sentado, enjabonado delante del barbero de oficiales, mientras éste le cortaba el espeso pelo y le pegaba la coletilla reglamentaria de la que tan orgulloso se sentía; le rasuraba la cabeza entera hasta el cuero cabelludo y lo preparaba para que, transformado en un «mozo serbio», explorara las ciudades turcas, los pueblos y los monasterios serbios. Veía los contratiempos y las penas, recordaba los temores y las andanzas. Veía su regreso a la guarnición de Zemun, después de una misión coronada con éxito, y oía los saludos de sus compañeros y las palabras cálidas de sus superiores.

Veía la noche taciturna y lluviosa cuando en una balsa, con dos soldados, atravesó el Sava y llegó hasta el pie de Kalemegdan, a la puerta misma, para recoger de su confidente las improntas de cera de las llaves de todas las puertas de la fortaleza de Belgrado. Se veía entregando dichas llaves a su mayor, colmado de felicidad, aunque tiritaba de fiebre y agotamiento.

Se veía en el carruaje del correo, de camino hacia Viena como un «hombre de éxito» que se había ganado una recompensa. Él mismo llevaba la carta del comandante en la que se hablaba de él con los mayores elogios, como de un joven oficial tan lúcido como intrépido.

Se veía a sí mismo…

Afuera, en el pasillo, se oyó un golpe ligero. El coronel se estremeció asustado al pensar que volverían a escucharse los pasos tormentosos de su mujer. Aguzó el oído. Reinaba el silencio. Le había engañado un rumor insignificante. Pero las escenas revividas poco antes se habían dispersado y no querían retornar. Ante él estaban los renglones de su manuscrito, empero permanecían exangües e indescifrables a su vista cansada. ¿Dónde se había perdido aquel joven oficial que viajaba a Viena? ¿Dónde estaban la libertad y la osadía de la juventud?

El coronel se levantó con un movimiento brusco, como un hombre que en un impulso busca la salvación, se acercó a la ventana, corrió levemente una de las cortinas verdes, pero allí, a dos dedos de su frente, se alzaba la noche, como un muro de hielo y oscuridad. Von Mitterer se erguía ante él, como un condenado, sin atreverse a darse la vuelta y regresar a las líneas negras de su solicitud en la mesa.

Así, de pie y pensando en el traslado, no podía presentir, por suerte, cuántas noches de otoño e invierno pasaría aún allí, aplastado entre el muro sombrío y su escritorio, aguardando en vano la respuesta a su petición, petición que descansaría en Geheime Hofund Staatskanzelei, en el archivo, igual que su extenso informe sobre las posiciones estratégicas alrededor de Travnik, pero en otra sección. Porque la solicitud llegaría pronto y con exactitud a Viena, al funcionario correspondiente, un Sectionschef, canoso y fatigado. Éste leería el documento una mañana de invierno, en una oficina de techo alto, luminosa y caldeada con vistas a la iglesia de los frailes menores, y con un lápiz rojo subrayaría irónicamente la frase en la que von Mitterer sugería que su puesto fuera ocupado por ein familienloses individuum (Un hombre sin familia a su cargo), en tanto que en el reverso escribiría que el cónsul debería tener paciencia.

Porque el Sectionschef era un soltero refinado, un melómano mimado y esteta, que desde su elevada posición segura y despreocupada ni sabía ni imaginaba los tormentos que padecía el cónsul, ni lo que eran Travnik o Ana María von Mitterer, ni cuáles podían llegar a ser las tribulaciones y necesidades humanas. Ni en su última hora, en la agonía de la muerte, estaría el Sectionschef ante el muro frente al que se hallaba esa noche el coronel von Mitterer.