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La época de los cónsules supuso un revuelo y no poco ajetreo para la ciudad del visir; en relación directa o indirecta con ellos, a unos les fue bien y progresaron, a otros les fue mal y se arruinaron, muchos los recordarían por lo bueno y muchos por lo malo.
Pero ¿por qué los criados de los beyes molieron a palos a Salko Maluhija, hijo de una viuda pobre y aprendiz de barbero? ¿Por qué siempre recordaría la época de los cónsules por esta desgracia, él, que no era funcionario imperial ni bey, ni si contaba entre los notables ni los ulemas ni los comerciantes del bazar?
En su caso entraba en juego una de esas fuerzas animales que circulan por nuestro interior y alrededor nuestro, que nos elevan, nos empujan hacia delante, nos detienen o nos abaten. Esa fuerza que nosotros, con una expresión abreviada, llamamos amor, impulsó a Salko, el aprendiz de barbero, a deslizarse y desgarrarse la ropa entre la maleza de la valla de los Hafizadic, y a trepar a un árbol para poder ver, al menos con los ojos, a Ágata, la hija del cónsul austríaco.
Como todos los enamorados verdaderos, Salko no hablaba de su amor ni lo mostraba, pero había encontrado un modo de satisfacerlo hasta cierto punto.
En el tiempo que le quedaba libre a la hora de comer, se introducía sin ser visto en los establos de la posada y desde ahí, por una abertura a través de la cual se arrojaba el estiércol, llegaba a un matorral desde el que podía observar el jardín del cónsul y en él, a su hija, que casi siempre estaba allí, y hacia la que lo atraía algo mayor y más intenso que toda la fuerza de la que disponía su enclenque cuerpo de aprendiz.
Entre la valla y el patio del consulado, había un huerto de ciruelos, estrecho y abandonado, propiedad de los beyes Hafizadic, que no impedía divisar con claridad el jardín, arreglado a la manera europea. Las sendas estaban bien trazadas y se habían aplanado las toperas. En el centro, se alzaban los arriates redondos o con forma de estrella, plantados de flores y rodeados de bastones coronados por bolas de cristal rojo o azul.
El terreno, anegadizo y soleado, favorecía que todo lo que allí se plantaba creciera rápidamente y bien, y abundaban las flores y los frutos.
Desde su escondrijo, Salko, el aprendiz de barbero, contemplaba a la hija del señor von Mitterer. En realidad, la veía en la ciudad, cuando pasaba con su padre. Pero eso ocurría en contadas ocasiones y de forma tan veloz, que no sabía en qué fijarse antes, si en el uniforme del cónsul, en el carruaje amarillo y barnizado o en la señorita que, siempre crispada, llevaba enrollada alrededor de las piernas una manta de viaje con una corona roja y un monograma bordados. Nunca había logrado distinguir el color de los ojos de esa muchacha distante, a la que ahora podía observar de cerca, y que sin imaginarse que alguien la estuviera viendo, se paseaba sola por el jardín, delante de la galería de la planta baja, que habían reformado y encristalado aquella primavera.
Oculto a las miradas, Salko, agachado, con la boca entreabierta, reteniendo el aliento, espiaba a través de la cerca. Y la joven, convencida de estar absolutamente sola, daba vueltas entre las flores, examinaba la corteza de los árboles, saltaba de un extremo a otro de la vereda; luego se detenía y miraba ya al cielo ya a sus manos. (También los cachorros se paran en mitad del juego, sin saber qué hacer con su propio cuerpo). Después volvía a pasear de un lado a otro, balanceando los brazos y dando palmadas; una palmada delante y otra detrás. Y en las bolas centelleantes y multicolores de los arriates, su imagen y su vestido claro se reflejaban graciosamente junto al cielo y el follaje.
Salko olvidaba completamente la realidad y perdía la noción del tiempo, del lugar y de las proporciones de su propio cuerpo. Sólo cuando se levantaba para irse, sentía hasta qué punto se le habían entumecido las piernas dobladas y cómo le dolían los dedos de las manos y las uñas, llenas de tierra y de costras. Más tarde, ya en la barbería, donde a menudo recibía buenos palos a causa de su retraso, su corazón latía agitada y desagradablemente. Pero al día siguiente, esperaba con impaciencia el final de su frugal almuerzo para deslizarse a hurtadillas, a través del establo de la posada, hasta la valla de los Hafizadic, temblando de antemano, tanto por el miedo a que lo sorprendieran, como por la alegría que lo aguardaba.
Un día —era una tarde despejada y tranquila, después de una mañana lluviosa—, la muchacha no estaba en el jardín. Los arriates estaban mojados y los senderos aplastados por el aguacero. Las bolas de cristal, lavadas por la lluvia, relucían al sol y reflejaban alegremente las escasas y blancas nubes. Al ver que ella no estaba, impulsado por el deseo y la ansiedad, Salko se encaramó primero a la valla y luego a un viejo ciruelo, que crecía junto a ella, sitiado por frondosos saúcos; desde allí echó un vistazo a través de las ramas.
Las ventanas de la galería estaban abiertas de par en par y el sol y el cielo claro refulgían en los cristales, haciendo que el interior del mirador pareciera más umbrío. Salko distinguía todo a la perfección. El kilim rojo en el suelo y los cuadros incomprensibles en las paredes. La hija del cónsul estaba sentada en una silla pequeña y muy bajita. Tenía en su regazo un libro enorme, pero levantaba los ojos de él a cada instante y los dejaba vagar por la galería y las ventanas. Esa nueva situación, en la que nunca antes la había visto, lo enardeció aún más. Cuanto más se cernían las sombras sobre ella y cuánto más lejos estaba, tanto más anhelaba contemplarla. Temía resbalarse o quebrar una rama. Desfallecía de placer al verla inmóvil en la penumbra, que tornaba su cara más alargada y más pálida, y en su fuero interno no cesaba de pensar que aún tenía que ocurrir algo, algo más excitante e insólito, porque insólito era todo en ese día lluvioso. Trataba de convencerse a sí mismo de que no iba a pasar nada, pues ¿qué podía suceder? Sin embargo, ocurrió lo que menos esperaba.
¡Ea! Ella posaba las palmas de las manos sobre el libro abierto. Salko se quedó sin aliento y sin ideas. —Sí, algo iba a pasar—. En efecto, la muchacha, con lentitud e indecisión, se levantó, juntó las manos, luego las separó dejando sólo las puntas de los dedos unidas. Se miró las uñas —¡iba a ocurrir!—; de repente, despegó también los dedos, como si interrumpiera algo fino e invisible; dirigió la vista al suelo, separó ligeramente los brazos del cuerpo y empezó a bailar despacio en medio del kilim rojo.
Con la cabeza levemente inclinada, como si aguzara el oído, los ojos bajos, contemplaba la punta de sus zapatos. En el rostro imperturbable, arrobado, las luces y sombras del día lluvioso se iban alternando según ella se movía.
Y Salko, viendo que, como él había presentido, estaba pasando algo insólito, olvidó por completo quién era y dónde se hallaba, se trasladó de la rama principal a las ramas más delgadas, trepó muy por encima de la valla, y cada vez que ella avanzaba una pierna en un paso de baile, él estiraba la cabeza más y más. Pegó la cara al follaje y a la corteza fresca. Todo su ser temblaba y desfallecía. Era difícil experimentar tal deleite en semejante posición. La joven seguía danzando. Cuando repitió la misma figura por segunda o tercera vez, un escalofrío de dulzura lo recorrió por entero, como si estuviera viendo algo muy querido y familiar.
De súbito, el árbol crujió. La rama sobre la que estaba se partió, y él sintió que caía a través de las hojas de saúco y que las ramas lo laceraban y arañaban; se golpeó dos veces, una en la espalda y otra en la cabeza.
Al final, fue a dar con sus huesos al jardín de los Hafizadic. Primero se precipitó sobre la empalizada y luego al suelo, entre unas tablas mohosas y carcomidas que tapaban una alcantarilla. Las tablas podridas cedieron bajo el peso y él se hundió hasta las rodillas en el barro y en el lodo.
Cuando alzó la cara magullada y manchada de cieno y abrió los ojos, distinguió inclinada sobre él a una criada de la cocina de los Hafizadic, una vieja apergaminada y de rostro surcado de arrugas como el de su madre.
—¿Es que quieres matarte, infeliz? Pero ¿qué asunto te trae por las alcantarillas?
Salko miraba a todos lados, buscando al menos un rayo de la belleza que lo había iluminado pocos instantes antes cuando se encontraba allá arriba. Oía a la vieja, sin entender lo que decía, igual que, con los ojos abiertos de par en par, veía a los criados de Hafizadic que venían corriendo desde el otro extremo del huerto blandiendo garrotes en las manos, pero no lograba recuperar la conciencia ni comprender lo que había sucedido ni lo que querían de él esas personas.
La muchacha menuda, triste y solitaria continuaba con su paseo y sus juegos inocentes en el jardín y en la galería, sin tener ni idea de lo que había ocurrido por su culpa en el huerto vecino, como tampoco había imaginado nunca que alguien la observaba.
Luego de la paliza que recibió en la propiedad Hafizadic, y de la bofetada que le dieron por llegar tarde a la barbería, Salko también se quedó sin cena por la noche. Era el castigo que siempre le imponía su madre, una mujer pálida y prematuramente envejecida, a la que la miseria había hecho severa y mordaz. Después de eso, el crío no volvió a colarse en un jardín ajeno ni a trepar a las vallas ni a los árboles para ver lo que no debía.
Se quedaba en la barbería y, más demacrado y triste, se imaginaba a la maravillosa joven extranjera. La contemplaba bailar ahora ante él al ritmo que su deseo y su imaginación marcaban, sin correr el peligro de caer en una alcantarilla ni de que lo pillaran y molieran a palos.
No obstante, también se paga la belleza soñada. Mientras Salko sujetaba el recipiente con el jabón en sus manos finas y azuladas, de pie, al lado del gordo barbero que rasuraba el cráneo de un efendi, el patrón advertía su mirada ausente y le indicaba con los ojos y el gesto de costumbre que se fijara en su navaja de afeitar, que tenía que aprender en lugar de dejar vagar su mirada perdida por algún lugar más allá de la puerta de la barbería. El muchacho se estremecía, contemplaba al barbero y, obediente, observaba la navaja. Pero apenas un minuto después, su mirada volvía a volar sobre la superficie azulada que dejaba en la cabeza del efendi la navaja del barbero, para llegar al jardín paradisiaco y a la niña de paso ligero y aspecto extraño. Y cuando el patrón advertía de nuevo su aire distraído, caía el primer cachete asestado con la mano libre, la izquierda, en cuyo índice se amontonaba la espuma de afeitar. Todo el arte consistía entonces en no dejar caer el recipiente de las manos y soportar impertérrito el sopapo, porque las cosas se quedaban ahí. De lo contrario, las bofetadas llovían y el garrote salía a relucir.
De ese modo, el barbero Hamid curaba al aprendiz de sus chiquilladas, y le inculcaba un poco de juicio en la cabeza, disuadiéndolo de hacer barrabasadas y vaguear, y tratando de que prestara atención al trabajo.
Pero esa fuerza de la que ya hemos hablado al principio aparecía, como las aguas subterráneas, inesperada y repentinamente en otros lugares y en otras circunstancias, esforzándose por abarcar más campo y dominar al mayor número posible de seres humanos de ambos sexos. Así, surgía incluso donde no debía y donde, a causa de la oposición que encontraba, no podía mantenerse de ninguna manera.
La señora von Mitterer, nada más llegar, había empezado a visitar las iglesias y capillas católicas de los alrededores de Travnik y a hacer donaciones. No lo hacía tanto por voluntad propia como por la insistencia de su marido, que lo necesitaba para reforzar su influencia entre el clero y el pueblo católico.
Se habían encargado a Viena jarrones de porcelana falsa, candelabros finos y ramas doradas, todos objetos baratos y de mal gusto, pero raros y desconocidos en aquellas tierras. La esposa del cónsul había ordenado brocados, estolas y casullas, hechos por las monjas de Zagreb, para obsequiar al monasterio de Guca Gora o a los párrocos de las iglesias rurales pobres de los alrededores de Travnik.
Pero tampoco en esta actividad, que debía ser útil y grata a los ojos de Dios, Ana María sabía actuar con mesura. Como siempre, la impulsaba su naturaleza excéntrica, a causa de la cual todo lo que emprendía se torcía y salía al revés. Su celo desproporcionado despertó rápidamente las sospechas de los turcos, asustó y desconcertó a los frailes y habitantes de Dolac, ya de por sí asustadizos y desconfiados. Con las dádivas y su reparto, procedía de forma caprichosa y arbitraria, irrumpía en las iglesias, colocaba a su gusto los objetos en el altar, ordenaba que se ventilara, se hiciera limpieza y se pintara. Los monjes, que aborrecían las novedades y a los que no les gustaba que nadie se metiera en sus asuntos —ni siquiera cuando se hacía con la mejor intención—, primero observaron este ajetreo estupefactos, y luego enseguida empezaron a intercambiar impresiones, a ponerse de acuerdo y a prepararse para oponer resistencia.
Para el capellán de Orasje, el pueblo más cercano a Travnik, ese fervor inusual de la señora von Mitterer se convirtió en un peligro y en una verdadera calamidad. El capellán, el padre Mijat Bakovic, en aquella época estaba solo, porque su párroco, también llamado Mijat, pero apodado el Carretero, se había ausentado para resolver ciertos asuntos de su orden. El capellán era un joven enclenque, miope y dado a fantasear. Soportaba mal el aburrimiento y la dura vida del campo, y aún no se sentía plenamente seguro en su condición de religioso.
Ana María echó el ojo a este joven clérigo con todo el ardor protector del que era capaz y con esa solicitud, un poco de madre, un poco de amante, que con tanta facilidad confunde y pone en un aprieto a hombres con mucho más aplomo y experiencia. Durante un tiempo, a principios de verano, iba hasta dos o tres veces por semana a Orasje; desmontaban ella y su escolta delante de la iglesia, llamaba al capellán y le daba instrucciones sobre cómo debía arreglar la iglesia y la casa. Se inmiscuía en sus tareas domésticas, en cómo distribuía su tiempo y el orden en la parroquia. Y el joven monje la contemplaba como si se tratara de una aparición, inopinada y maravillosa, demasiado bella y extraordinaria para que pudiera regocijarle sin sufrir. El estrecho encaje blanco alrededor del cuello, sobre la tela negra de su vestido de amazona, resplandecía como si estuviera hecho de una materia luminosa y ofuscaba las pupilas del capellán, que no osaba mirar directamente a la cara de la mujer. En su presencia, él tiritaba como si tuviera fiebre, mientras la señora von Mitterer miraba con deleite esas manos delgadas que temblaban y el rostro del fraile que se moría de vergüenza por semejante temblor.
Cuando ella bajaba a caballo por la colina camino de Travnik, el capellán destrozado, permanecía en el banco delante de la vieja casa parroquial. Todo, el pueblo, la iglesia y el trabajo, le parecía árido, difícil e ingrato en esos momentos, pero cuando divisaba a los jinetes procedentes de la ciudad, las cosas volvían a brillar y a florecer. Sin embargo, lo embargaba de nuevo el temblor y el deseo doloroso de librarse cuanto antes de esa belleza cegadora y aniquiladora.
Por suerte para el capellán, el padre Mijat, el Carretero, no tardó mucho en regresar a su parroquia y el joven se confesó con él espiritual y honestamente. El Carretero, que era un cincuentón fuerte y vivaracho, de cara ancha, nariz respingona y ojos rasgados, experimentado y prudente, sano, bromista e ingenioso, un fraile culto y elocuente, no tuvo ningún problema para entender lo que pasaba y comprender la situación del pobre capellán.
Enseguida lo envió de vuelta al monasterio. Así, cuando la señora von Mitterer se presentó de nuevo con su escolta, en lugar del capellán confuso salió el Carretero, sonriente y sereno, se sentó en un tronco y respondió, sin quitarse la boquilla de los labios, a la asombrada mujer del cónsul que le proponía arreglar la iglesia de otro modo:
—Me causa admiración, señora, que seas capaz de destrozarte los pies por estas cañadas, cuando Dios te ha dado la oportunidad de permanecer en tu casa, tranquila y confortable. No conseguirás, por más que lo intentes, poner orden en nuestras iglesias ni capillas; ni aunque te gastaras en ellas todo el tesoro del imperio. Así somos nosotros y así son nuestras iglesias; de nada serviría que las cosas fueran mejor. Y tú, los regalos que tengas para nuestras parroquias rurales, háznoslos llegar por alguien. Nosotros sabremos darles buen uso y Dios te recompensará.
Ofendida, la señora von Mitterer empezó otra vez a hablar de la iglesia y del pueblo, pero el padre Mijat convertía en bromas todas sus observaciones. Y cuando, enfadada, volvió grupas, el párroco se quitó el bonete de monje que cubría su enmarañado pelo, hizo una reverencia con un aire un tanto diabólico, servil y burlón a la vez, y le dijo:
—Tienes un buen caballo, señora, podría montarlo el obispo.
Ana María jamás regresó a la iglesia de Orasje.
Más o menos en aquellos días, el párroco de Dolac habló con von Mitterer sobre el mismo tema. Los frailes, que consideraban al cónsul como un amigo y un protector y no querían ofenderlo de ningún modo, eligieron al padre Ivo, gordo y pesado, pero astuto y hábil, para que le comunicara, sin agraviarlo a él ni a su esposa, que el celo de la señora von Mitterer les resultaba incómodo. El padre Ivo, al que no en vano los turcos llamaban el Trapisondista, lo hizo estupendamente. Primero le contó al cónsul que por el miedo a los turcos andaban con mucha cautela y, sobre todo, cuidaban mucho con quién se veían y se reunían, que los regalos que les llevaba la señora von Mitterer eran bienvenidos, y que ellos rogaban sin cesar a Dios por ella y daban gracias por lo que les enviaba. Al final, la conclusión implícita de toda esta historia era que ellos seguirían aceptando las dádivas, pero que sería mejor que no se las llevara la señora von Mitterer en persona y que no se inmiscuyera en el reparto ni en el uso que se hiciera de ellos.
Sin embargo, la señora von Mitterer estaba ya harta de iglesias, y decepcionada con el pueblo y los monjes. Una mañana estalló delante del coronel y le arrojó a la cara una sarta de reproches e injurias. Le espetaba que el cónsul francés tenía razón al frecuentar a los judíos, que eran mucho más instruidos que aquellos católicos turcos. Acercando la cara a la de su marido, le preguntaba si él era el cónsul general o un sacristán. Juraba y perjuraba que jamás volvería a pisar una iglesia ni una casa de Dolac.
De este modo se salvó el joven capellán de Orasje de lo que para Ana María era un juego frívolo y para él un grave problema. Al mismo tiempo, se terminó también la fase piadosa de la vida de la señora von Mitterer en Travnik.
La fuerza de la que aquí hablamos constantemente tampoco perdonó al consulado francés en la otra orilla del Lasva, porque ella no entiende de escudos ni banderas.
Mientras en la planta baja del Caravasar de los Ragusinos la señora Daville cuidaba de sus hijos, mientras su esposo languidecía sobre sus extensos informes consulares y sobre sus enrevesados proyectos literarios, en el piso superior, el «joven cónsul» se batía contra el aburrimiento y contra los deseos que éste suscita pero no es capaz de satisfacer. Ayudaba a Daville en el trabajo, cabalgaba por los alrededores, estudiaba el idioma y las costumbres del pueblo y trabajaba en su libro sobre Bosnia. Hacía todo lo posible por llenar sus días y sus noches. Sin embargo, al que es joven y calmoso le quedan aún fuerzas y tiempo para los deseos, el hastío y el callejeo propios de la edad.
Así, el «joven cónsul» reparó en Jelka, una lugareña de Dolac.
Ya hemos visto que a la señora Daville, cuando llegó a Travnik, le costó tiempo y paciencia ganarse la confianza de los frailes y el aprecio de la población católica. Al principio, ni los más pobres querían dejar que sus hijos sirvieran en el consulado francés. Pero cuando conocieron mejor a la señora Daville y cuando se vio cuánto habían aprendido las primeras muchachas que trabajaron con ella, la gente empezó a pelearse por obtener un empleo en casa. Varias jóvenes de Dolac se dedicaban al mismo tiempo a los quehaceres domésticos o a los trabajos manuales que la señora Daville les enseñaba.
En los meses de verano, se reunían tres o cuatro mozas a bordar y a tejer. Se sentaban en el amplio mirador, junto a la ventana, y cantaban a media voz inclinadas sobre la labor. Cuando iba al gabinete de Daville, des Fossés pasaba a menudo delante de las jóvenes. Ellas bajaban aún más la cabeza y la canción se trababa y desafinaban. Midiendo el ancho corredor con sus largas zancadas, el muchacho solía clavar la vista en ellas y lanzaba alguna palabra a guisa de saludo al que las chicas, atónitas, no lograban responder. Además, contestarle no era fácil, porque cada vez era una palabra diferente, una que justo ese día acababa de aprender, y las confundía, igual que su libertad, su rapidez de movimientos y su voz animosa. A fuerza de pasar por allí, en virtud de la lógica que rige las relaciones de esta naturaleza, des Fossés reparó con mayor precisión en el rostro de la muchacha que más bajaba la cabeza ante él. Se llamaba Jelka y era hija de un modesto comerciante que tenía en Dolac una casa humilde repleta de niños. El flequillo pesado y espeso de su cabello castaño le caía sobre los ojos. Algo indefinido, relacionado con su ropa y su belleza, la hacía distinta del resto de las muchachas. Des Fossés empezó a reconocer su nuca castaña y su cuello blanco y fuerte entre las cabezas inclinadas de las otras bordadoras. Y un día que se quedó contemplando largamente ese cuello, la muchacha levantó la cabeza inesperadamente, como si la mirada le quemara y deseara evitarla, mostrando así, por un instante, la cara juvenil y amplia, los ojos brillantes pero mansos, la nariz poderosa y levemente irregular, y la boca grande, aunque perfecta de labios simétricos que apenas se rozaban el uno con el otro. Sorprendido, el canciller se fijó en ese rostro y vio un rictus trémulo, como si contuviera el llanto, mientras que los ojos castaños resplandecían con una sonrisa que no podían ocultar. El joven también sonrió y le dijo alguna palabra de su «vocabulario ilirio», una cualquiera, porque a esa edad y en esas circunstancias, todas las palabras son buenas y significativas. Para esconder los ojos sonrientes y la boca en torno a la que jugaba una línea asustada casi invisible, ella inclinó la cabeza y mostró su blanco cuello bajo el cabello oscuro.
Esto se repitió varias veces entre ellos, como un juego, durante aquellos días. Pero todos los juegos tienden a continuar y prolongarse. Esta aspiración es irrefrenable cuando se trata, como era el caso, de una adolescente y de un hombre joven, ardiente y solitario. Así, las palabras insignificantes, las miradas largas y las sonrisas inconscientes se unieron para formar un puente seguro que se iba construyendo a sí mismo.
Empezó a pensar en ella por las noches y al despertarse, a buscarla, primero en los pensamientos, luego en la realidad, y, como por milagro a encontrársela cada vez con más frecuencia y mirarla más detenidamente. Como era la estación en que todo germinaba y florecía, a él le parecía que ella era parte —una parte espiritual y singular— de ese exuberante mundo vegetal. «Ella es vegetal…», se decía a sí mismo, igual que alguien canturrea unas palabras sin preguntarse por qué lo hace ni qué significan. Con la faz ruborizada, sonriente, pero tímida, bajando a cada instante la cabeza como una flor su corola, en verdad, estaba asociada a las flores y a las frutas en sus pensamientos con un sentido profundo y especial que des Fossés no trataba de entender; algo así como la conciencia y el alma de las frutas y las flores.
Cuando la primavera avanzó y los árboles del jardín se cubrieron de hojas, las muchachas salieron al exterior. Allí estuvieron bordando todos los meses del estío.
Si alguien conversara con dos viajeros, uno de los cuales ha pasado en Travnik el invierno y el otro el verano, obtendría dos opiniones totalmente opuestas de la ciudad. El primero diría que había estado en el infierno, y el segundo, que había estado muy cerca del paraíso.
Estos lugares mal situados y con un clima ingrato suelen gozar de unas cuantas semanas al año que, por su belleza y encanto, constituyen una especie de recompensa por todos los sinsabores e infortunios del resto del año. En Travnik, esa época va desde principios de junio hasta finales de agosto, pero sobre todo es en julio cuando alcanza mayor esplendor.
Cuando la nieve se funde en los agujeros más profundos, cuando cesan las lluvias primaverales y las celliscas, cuando los vientos, ya fríos, ya templados, ya iracundos y fragorosos, ya sosegados y ligeros se calman, cuando las nubes se retiran permanentemente a los bordes elevados del anfiteatro abrupto que forman las montañas alrededor de la ciudad, cuando el día ahuyenta a la noche con su largura, resplandor y calidez, cuando, en los bancales que se extienden sobre la villa, los campos amarillean y los perales se curvan bajo el peso de los frutos maduros que caen en abundancia por los rastrojos… comienza el hermoso y breve verano travniqués.
Des Fossés acortaba sus paseos por las inmediaciones y perdía horas en el inmenso jardín empinado del consulado, paseando por las veredas y entre los arbustos, de sobra conocidos, como si fueran elementos raros y nunca antes vistos. Jelka llegaba antes que las otras chicas o se quedaba rezagada. A menudo descendía del terraplén en el que trabajaban e iba al consulado en busca de hilo, agua o un refrigerio. Solía encontrarse con el joven en los senderos estrechos cubiertos de verdor. Ella bajaba su cara ancha y blanca, y él pronunciaba sonriendo sus palabras «ilirias» en las que la «r» siempre era ronca y alargada y el acento recaía en la última sílaba. Una tarde, se quedaron solos en uno de los caminos laterales entre la fronda espesa, donde la sombra estaba saturada de calor. La muchacha vestía unos zaragüelles tornasolados y un chaleco ajustado de raso azul claro, cerrado con un solo botón. Una aguja de plata recogía su blusa plisada bajo el cuello. Sus brazos, desnudos hasta los codos, eran lozanos y rollizos, surcados de venas rosadas. Él la tomó por la muñeca. La sangre refluyó enseguida y las huellas pálidas de los dedos masculinos quedaron marcadas en su piel.
Los labios de Jelka —rojo claro, extraños, vitales y ambos idénticos— se tensaron levemente en las comisuras, esbozando esa sonrisa implorante y pesarosa, pero de inmediato bajó la cabeza y se apretó contra él, muda y dócil como la hierba y las ramas. «Vegetal…», pensó el hombre una vez más, pero lo que se estaba arrimando a él era una criatura humana, una mujer enternecida hasta el dolor, con el alma presa de la duda, pero también resignada a ceder y perderse. Los brazos caídos impotentes, la boca entreabierta y los ojos entornados como si estuviera a punto de desmayarse. Apoyada en él, envolviéndolo, la muchacha se consumía de amor, por la dulzura que promete, y desfallecía por el horror que se cernía sobre ella como una sombra. Plegada, abatida, truncada, ofrecía la imagen de la sumisión total, de la impotencia, de la derrota y de la desesperación, pero también de una grandeza insospechada. Al joven le hirvió la sangre y le invadió una sensación de absoluta felicidad y de triunfo incontenible. Horizontes infinitos se encendían y apagaban en él como destellos. Sí, ¡eso era! Él siempre había presentido y, tantas veces, afirmado que ese país pobre, árido y abandonado era, en realidad, rico y opulento, y, he ahí que ahora se revelaba una de sus bellezas ocultas.
Las laderas empinadas, verdes y salpicadas de colores, volvían a florecer y el aire se llenaba de un hálito desconocido y embriagador que —al menos así se lo parecía— siempre había existido escondido en aquel valle. Los tesoros secretos del lugar oscuro y mísero en apariencia se manifestaban y, de repente, se descubría que el silencio pertinaz encerraba ese soplo de amor raudo e intermitente contra el que se rompía el estertor de la resistencia y el placer del consentimiento, que su aspecto eternamente mudo y melancólico era sólo una máscara bajo la que fluía y titilaba la luz teñida de rojo por la sangre dulce.
Había allí un peral viejo, grueso y hendido, inclinado y caído sobre un ribazo, dispuesto como un sofá. Aunque la base estaba totalmente seca, aún tenía brotes. Se apoyaron en él y luego se dejaron caer, entrelazados, primero la chica arrastrando a des Fossés sobre el gran tronco partido del peral que hacía las veces de lecho. Inerme y silenciosa, Jelka aún no ofrecía resistencia, pero cuando las manos masculinas se deslizaron a lo largo de su cuerpo y abarcaron su talle, justo entre los pantalones y el chaleco, donde no había más que blusa, la joven se retorció como una rama rebelde que alguien dobla durante la cosecha. Des Fossés se encontró en el sendero pero no sabía cuándo lo había apartado de su lado ni cómo había llegado allí. La muchacha estaba arrodillada a sus pies, las manos juntas y la cara elevada hacia él, como si estuviera rezando, la tez pálida y los ojos bañados en lágrimas que no fluían. De hinojos y con las manos juntas, pronunciaba palabras que él desconocía, pero que, en esos momentos, entendía mejor que su lengua materna: le estaba suplicando que fuera un hombre y la respetara, que no causara su ruina, porque ella sola no podía defenderse de aquella sensación que la embargaba, tan irresistible como la muerte pero más dura y terrible. Le imploraba por la vida de su madre y por lo que le era más querido, y sólo repetía una y otra vez con una voz enronquecida al mismo tiempo por la pasión y por la emoción:
—No, por favor, no…
El joven sentía que le latía el pulso en el cuello, trataba de serenarse y comprender el giro inesperado e increíblemente rápido de toda la situación. Se preguntaba cómo de repente había podido escabullirse de debajo de él aquella mujer desfallecida y por qué seguían ahora en esa situación ridícula: él confuso y erguido, como un emperador pagano, y ella postrada a sus pies, las manos unidas y la mirada llorosa dirigida a lo alto, a su rostro, como las santas de las estampas. Quiso alzarla del suelo, abrazarla de nuevo y recostarse en el tronco hendido del peral abatido, pero no encontró las fuerzas ni la voluntad. Todo había cambiado de modo imprevisto e incomprensible.
No sabía ni cómo ni cuándo había sucedido, pero estaba claro que esa muchacha débil, frágil y sumisa, de forma extraña, había pasado del «mundo vegetal» en el que había estado hasta entonces a otro totalmente diferente, y, con engaños, se había refugiado bajo la protección segura de una voluntad más fuerte, allí donde él ya no podía llegar. Se sintió estafado, burlado y dolorosamente decepcionado. Lo invadió una especie de vergüenza, de cólera contra ella, contra sí mismo, contra el mundo entero. Se agachó y la alzó con cuidado del suelo, farfullando unas palabras. Ella seguía mostrándose pasiva y dócil y se plegaba a cada gesto de su mano igual que antes, pero continuaba implorando con la mirada y con las palabras que se apiadara de ella y la respetara. No se le ocurrió volver a abrazarla. Con aire sombrío y una cortesía forzada, la ayudó a arreglar las arrugas de los pantalones y la aguja bajo la garganta que se había desprendido. Y luego, la muchacha, del mismo modo precipitado e inexplicable para él, se perdió por la pendiente en dirección al edificio del consulado.
Des Fossés pasó unos días muy agitados. La confusión, la cólera sorda y la vergüenza sentida en los primeros instantes en el jardín no lo abandonaban. Una pregunta rondaba sin cesar por su mente: ¿qué les había sucedido a él y a la chica, cómo había ocurrido? Él la ahuyentaba una y otra vez y se esforzaba por no pensar en el breve encuentro en la vereda perdida. Sin embargo, se decía a menudo con una sonrisa irónica:
—Sí, sí, realmente eres un psicólogo infalible y un amante perfecto. Te has empeñado en que ella procede del mundo vegetal, que es el espíritu pagano de esta tierra, que es el tesoro escondido que hay que descubrir. Y te has dignado a condescender. Pero hete aquí que de golpe las cosas cambian. Ella se arrodilla igual que Isaac, al que su padre Abraham va a inmolar en sacrificio, pero en el último momento, un ángel lo salva de la muerte. Y así estaba ella arrodillada, y tú decidiste jugar a Abraham. ¡Felicidades! Has empezado a desempeñar un papel en los cuadros vivos cargados de tendencias morales profundas y piadosas. ¡Te felicito!
Sólo los largos paseos por los bosques escarpados de las cercanías podían tranquilizarlo y le hacían pensar en otros asuntos.
Los deseos insatisfechos y la vanidad juvenil lo torturaron varios días, pero al final esto también terminó. Comenzó a resignarse y a olvidar. Continuaba viendo al pasar a las bordadoras en el jardín y, entre ellas, la cabeza inclinada de Jelka, pero no se turbaba ni se detenía, sino que desenfadado y alegre soltaba alguna palabra que había aprendido ese mismo día, y seguía deprisa su camino sonriente, jovial.
Sin embargo, una de aquellas noches, en el manuscrito de su libro sobre Bosnia, allí donde hablaba de los tipos de razas y de las características físicas, añadió lo siguiente:
«Las mujeres suelen ser esbeltas; muchas llaman la atención por los rasgos finos y regulares de su cara, la hermosura de su cuerpo y la blancura deslumbrante de su piel».