IV
Durante los primeros meses, Daville no dejó de quejarse en sus informes de todo lo que un cónsul en semejantes circunstancias puede lamentarse. Se quejaba de la maldad y animadversión de los turcos autóctonos, de la lentitud e inseguridad de las autoridades, del sueldo escaso y los créditos insuficientes, de la casa que tenía goteras, del clima, a causa del cual sus hijos enfermaban, de las intrigas de los agentes austríacos, de la falta de comprensión que encontraba en sus superiores de Constantinopla y Split. En una palabra, todo era difícil, defectuoso, todo iba del revés y era motivo de protestas y lamentaciones.
Daville lo que más deploraba, entre otras cosas, era que el ministerio no enviara un hombre de confianza, un funcionario de carrera, que supiera hablar turco.
D’Avenat servía a falta de otro, pero el cónsul no podía fiarse plenamente de él. El gran celo que demostraba aún no había podido disipar sus dudas. Por lo demás, d’Avenat sabía hablar francés, pero no sabía cómo llevar la correspondencia oficial.
Para trabajar y comunicar con el pueblo, Daville contrató a Rafo Atijas, un joven judío de Travnik, que buscaba un pretexto para no trabajar en la tienda de su tío y prefería ser intérprete de «ilirio» antes que rebuscar entre las pieles curtidas. Pero en él se podía confiar aún menos que en d’Avenat. Por eso, Daville en todos los informes suplicaba que se le enviara un colaborador.
Por fin, cuando ya había empezado a perder toda esperanza y a acostumbrarse lentamente a d’Avenat y a concederle un poco más de credibilidad, llegó el joven des Fossés, el nuevo canciller e intérprete.
Amédée Chaumette des Fossés pertenecía a la generación más reciente de la diplomacia francesa, es decir, a los primeros que, después de los años turbulentos de la Revolución, habían hecho estudios normales en mejores condiciones y habían recibido una formación especial para servir en Oriente. Procedía de una familia de banqueros que ni durante la Revolución ni durante el gobierno del Directorio había perdido toda su antigua y sólida fortuna. En sus tiempos de estudiante era considerado un niño prodigio y era la admiración de sus maestros y compañeros por su memoria asombrosa, su rapidez de juicio y la facilidad con la que aprendía las cosas más diversas.
El mozalbete era alto, de complexión atlética, rostro sonrosado y grandes ojos castaños, a los que la curiosidad y el dinamismo conferían un brillo constante.
Daville pensó inmediatamente que tenía ante sí a un auténtico hijo de los nuevos tiempos, un joven parisino, audaz y seguro de sus palabras y gestos, despreocupado y próximo a la realidad, persuadido de su fuerza y de su sapiencia y proclive a sobrestimar una y otra.
Des Fossés entregó el correo y contó en breve lo más urgente, sin ocultar que estaba cansado y aterido de frío. Comió con placer y abundantemente y, sin muchas excusas, anunció que deseaba acostarse y reposar. Durmió la noche entera y casi hasta el mediodía siguiente. Se levantó fresco y descansado, y manifestó su satisfacción por ello con la misma naturalidad y desenvoltura con que la víspera había expresado su fatiga y sopor.
Por sus modales directos, su aire de seguridad y su tono ligero, el joven sembró la confusión entre los habitantes de la casa. Él sabía siempre y en todas partes lo que quería y lo que necesitaba, y lo pedía sin titubeos ni palabras inútiles.
Desde los primeros días y las primeras conversaciones, estaba perfectamente claro que entre el cónsul y su ayudante no había ni podía haber muchos puntos en común, ni siquiera ciertas confidencias. Sólo que cada uno de ellos aceptó y entendió este hecho a su manera.
Para Daville, que estaba pasando por esa época de la vida en la que todo puede resultar un problema de conciencia y un tormento para el espíritu, la llegada del joven des Fossés supuso, en lugar de un alivio, más dificultades; le provocó una serie de dilemas, irresolubles e inevitables y, a la postre, produjo más vacío y soledad a su alrededor. Para el recién nombrado canciller, sin embargo, parecía que no había ningún problema ni escollo imposible de sortear. En cualquier caso, Daville, su superior, no era uno de ellos.
Mientras que Daville se acercaba a los cuarenta, des Fossés contaba veinticuatro años. Esa diferencia de edad no habría tenido importancia en otros tiempos y en otras circunstancias. Pero la época turbulenta, de enormes cambios y convulsiones sociales, socavó y ahondó el abismo entre las dos generaciones haciendo de ellas realmente dos mundos distintos.
Daville recordaba el Antiguo Régimen, aunque por aquel entonces no fuera más que un niño; había vivido la Revolución, en todas sus formas, como su destino personal; se había encontrado con el Primer Cónsul y se había unido a su régimen con un fervor que contenía tanto dudas tácitas como una fe ilimitada.
Tenía doce años cuando, en formación con todos los niños de las familias burguesas, vio a Luis XVI, de visita en su ciudad. Fue un acontecimiento inolvidable para el espíritu y la imaginación del crío, que en casa siempre había oído decir que toda la familia, en realidad, vivía «gracias a la bondad del rey». Y ese rey, personificación de todo lo grande y hermoso que se puede esperar en la vida, desfilaba ahora delante de él. Al paso de la comitiva, sonaban las fanfarrias invisibles, los cañones tronaban y todas las campanas de la ciudad repicaban al mismo tiempo. Luciendo sus mejores galas, el pueblo entusiasmado quería romper las vallas. A través de sus lágrimas, el niño veía lágrimas en los ojos de todos, y en su garganta se apretaba el nudo que aparece en los momentos de gran excitación. El rey, también emocionado, ordenó al cochero que fuera despacio, se quitó el sombrero con un gran ademán y al grito unánime de «¡Viva el rey!», respondió con voz clara «¡Viva mi pueblo!». El niño lo veía y oía todo como si fuera parte de un increíble sueño sobre el paraíso, hasta que el entusiasmo del gentío, que estaba detrás de él, le caló el sombrero, nuevo y un poco alto, en los ojos, impidiéndole ver nada más allá de la oscuridad de sus propias lágrimas, en las que centelleaban chispas amarillas y flotaban rayas azules. Cuando logró sacarse el sombrero, todo había sucedido, como una visión, y sólo la muchedumbre con las mejillas ruborizadas y los ojos llameantes se atropellaba a su alrededor.
Diez años después, Daville, mientras trabajaba para un periódico parisino, con las mismas lágrimas en los ojos y con el mismo nudo duro e inextricable en la garganta, escuchaba a Mirabeau bramar contra el Antiguo Régimen y sus abusos.
La emoción del joven procedía de la misma fuente, pero el objeto de ese entusiasmo era muy diferente. Transformado, Daville se halló en un mundo cambiado por completo, al que lo arrojó la Revolución que, de forma violenta e irresistible, lo arrastró con cientos de miles de jóvenes iguales que él. Parecía como si, paralelamente a su juventud, el mundo entero hubiera rejuvenecido y en esa estampa terrestre se abrieran nuevas perspectivas y posibilidades insospechadas. De repente, todo era fácil, comprensible y sencillo, todos los esfuerzos adquirían un elevado sentido, cada paso, cada idea estaban repletos de grandeza y dignidad sobrehumanas. Ya no era esa bondad real que se derramaba sobre un número limitado de personas y familias, sino una explosión universal de justicia divina sobre toda la humanidad. Junto con los demás, Daville también estaba embriagado de una felicidad incomprensible, igual que los borrachos y los débiles siempre logran encontrar una fórmula común y general que les promete colmar sus necesidades e instintos a costa del daño y la ruina ajena, y que al mismo tiempo los libera de su conciencia y responsabilidad.
Aunque sólo era uno más de los numerosos corresponsales de las sesiones de la Asamblea Constituyente, al joven Daville le parecía que sus artículos, en los que relataba los discursos de los grandes oradores o describía escenas palpitantes de entusiasmo patriótico y revolucionario entre los oyentes, tenían un significado imperecedero y universal, y las iniciales de su nombre al pie de esos artículos, al principio, eran para él como dos montañas que nada podía sobrepasar ni desplazar. Su impresión no era la de estar rubricando una crónica parlamentaria, sino la de estar amasando con sus propias manos y con fuerza titánica el alma de la humanidad como si de dúctil arcilla se tratara.
Pero esos años también pasaron y él, más deprisa de lo que se había imaginado, acabó contemplando la otra cara de la Revolución que había saqueado su espíritu. Recordaba cómo había empezado.
Una mañana lo despertaron los gritos jubilosos del populacho, se levantó y abrió la ventana de par en par. De repente, se halló cara a cara con una cabeza cortada que, pálida y ensangrentada, se columpiaba en la lanza de un sans-culotte. Desde su estómago, un estómago bohemio que ya el día anterior estaba vacío, se expandió al instante por el pecho y luego por todo el cuerpo algo horrible y doloroso, igual que un fluido frío y amargo. Desde entonces, a lo largo de los años, la vida no dejó de regarlo con ese líquido al que el hombre no puede acostumbrarse. Él siguió yendo, viviendo, escribiendo artículos y aullando con la chusma, pero ahora ya torturado por un cisma interno que durante mucho tiempo no quiso reconocer, ni siquiera ante sí mismo, y que ocultó a todos hasta el final. Y, cuando llegó el momento de decidir qué se hacía con la vida del rey y el destino de la monarquía, cuando tuvo que elegir entre la amarga bebida de la Revolución, que tan violentamente lo había arrastrado, y la «bondad real» que lo había alimentado, el joven de nuevo se halló al otro lado.
En 1792, después de la primera irrupción de los insurrectos en el palacio, entre los moderados se produjo una fuerte reacción y se empezó a firmar un manifiesto en el que se expresaban las simpatías hacia el rey y la casa real. Impelido por esa ola de descontento contra la violencia y el desorden, el joven dominó su miedo, acalló sus escrúpulos y estampó su firma junto a la de veinte mil ciudadanos parisinos. Las luchas internas que habían precedido a esta firma fueron tantas que a Daville le pareció que el suyo no se había perdido entre los veinte mil nombres, la mayoría de ellos más importantes y conocidos, sino escrito con letras de fuego en el cielo nocturno de París. Entonces sintió hasta qué punto el hombre puede romperse y desgarrarse en su interior, caer y levantarse ante sus propios ojos, en una palabra, qué efímeros pueden ser los impulsos, qué vagos e intrincados mientras duran, qué caro se pagan y qué difícilmente se expían cuando pasan.
Un mes más tarde, comenzaron las persecuciones en masa y los arrestos de personas sospechosas y «ciudadanos infames», en primer lugar los firmantes del manifiesto de los veinte mil. Para evitar ser prendido y tratar de encontrar una solución y una salida a sus conflictos internos, el joven periodista Daville se alistó como voluntario y fue enviado al ejército de los Pirineos en la frontera española.
Allí vio que la guerra era una cosa cruel y terrible, pero también buena y saludable. Descubrió el valor y la medida del esfuerzo físico, se puso a prueba ante el peligro, aprendió a obedecer y a dar órdenes, conoció el sufrimiento en todas sus formas, pero también la belleza de la camaradería y el sentido de la disciplina.
Tres años después de las primeras crisis morales, apaciguado y reforzado por la vida militar, Daville volvió a pisar en suelo firme. El azar lo llevó al ministerio de Asuntos Exteriores, en el que todo estaba desorganizado y revuelto, y en el que nadie, empezando por el ministro y terminando por los pasantes, era diplomático de carrera y todos juntos aprendían desde cero ese arte que hasta entonces era privilegio de los hombres del Antiguo Régimen. Cuando Talleyrand se convirtió en ministro, todo revivió y empezó a avanzar. De nuevo, la casualidad quiso que Talleyrand reparara en los artículos que Daville escribía para Le Moniteur y lo tomara bajo su protección personal.
Como tantos otros espíritus atormentados, quebrados y débiles, Daville descubrió, en medio de sus sufrimientos y vacilaciones interiores, un punto luminoso y constante: el joven general Bonaparte, vencedor en Italia y esperanza de los que, al igual que Daville, buscaban una vía intermedia entre el Antiguo Régimen y la emigración por un lado, y la Revolución y el terror por otro. Y cuando Talleyrand lo nombró secretario de la nueva República Cisalpina, Daville, antes de partir a ocupar su puesto en Milán, fue recibido por el general, que quería darle personalmente las instrucciones para su embajador, el ciudadano Trouvé.
Daville conocía bien al hermano de Napoleón, Lucien, que lo había recomendado; por eso el general lo recibió con una atención especial en sus aposentos privados, después de cenar.
Cuando se halló delante de aquel hombre delgado, con la cara pálida de un mártir y ojos ardientes aunque de mirada fría, cuando oyó sus palabras, tan inteligentes y cálidas al mismo tiempo, nobles, audaces, claras, palabras seductoras que abrían horizontes insospechados por los que merecía la pena vivir y morir, Daville tuvo la impresión de que todos los titubeos e incertidumbres se desvanecían, de que todo en el mundo se apaciguaba y aclaraba, todos los objetivos eran alcanzables y todos los esfuerzos dignos y bendecidos de antemano. La conversación con ese hombre insólito curaba como el contacto con un taumaturgo. Todo el poso de los años transcurridos de repente se disolvía en el fondo de su alma; todos los impulsos sofocados, todas las dudas tortuosas, hallaron sentido y justificación. Ese personaje extraordinario señalaba el camino seguro entre los extremos y las contradicciones, que Daville, como tantos otros, había buscado inútil y apasionadamente durante años. Así que cuando, alrededor de la medianoche, el nuevo secretario de la República Cisalpina salió de la casa del general en la calle Chante-reine, sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos y el mismo nudo inextricable en la garganta, igual que cuando antaño, en su infancia, le daba la bienvenida a Luis XVI, o como cuando siendo un muchacho escuchaba las canciones revolucionarias y los discursos de Mirabeau. Le parecía que tenía alas, que estaba ebrio y que su sangre, que sentía en la garganta y en las sienes, latía al mismo ritmo que el gran pulso del mundo, al que oía palpitar en algún lugar muy alto, bajo las estrellas de la noche.
De nuevo pasaron los años. El delgado general se había elevado sobre el cénit del mundo y viajaba por el horizonte como el único sol que jamás se ponía. Daville cambiaba de cargo y de lugar, imaginaba diversos planes políticos y literarios, mirando como el resto del mundo hacia ese sol. Pero el impulso, como todos los impulsos de las personas débiles en los grandes periodos de confusión, cedió y no mantuvo lo que había prometido, y Daville sintió que él también, en su fuero interno, traicionaba su propio entusiasmo y lo alejaba lentamente de sí. ¿Desde cuándo le sucedía eso? ¿Cuándo había empezado y hasta qué punto se había enfriado su corazón? No podía responderse a sí mismo, pero cada día que pasaba le confirmaba que estaba en lo cierto. Sólo que, esta vez, las cosas parecían más difíciles y desesperantes. La Revolución había arrastrado al Antiguo Régimen como un huracán, y Napoleón había llegado como la salvación de una y otro, como un don de la providencia y el «camino de en medio» tan deseado, el camino de la dignidad y de la razón. Ahora empezaba a adivinarse que ese camino podía ser sólo un callejón sin salida, un espejismo más, y que esa senda verdadera no existía, que la vida del hombre se perdía en la eterna búsqueda anhelante de la vía genuina y en la eterna rectificación del camino equivocado por el que andaba. Por lo tanto, había que seguir buscando la verdadera senda. Después de tanto caerse y levantarse, ya no era fácil ni tan simple como antaño. Daville ya no era joven, y los años y las anteriores crisis internas, duras y numerosas, le habían agotado; como tantos otros hombres de su generación, él deseaba un trabajo tranquilo y una estabilidad. En lugar de eso, la vida francesa se movía a un ritmo cada vez más rápido y señalaba caminos aún más insólitos. Francia iba infectando con su inquietud a más y más pueblos y a más y más países a su alrededor; uno por uno entraban en el círculo de derviches arrobados y enfervorizados por la danza. Hacía seis años, más o menos desde la Paz de Amiens, que Daville se debatía entre la esperanza y la duda, como un juego de luces. Después de cada victoria del Primer Cónsul o, más adelante, del emperador Napoleón, parecía que el camino salvador, el de en medio, se mostraba más firme y estable, pero unos meses más tarde, todo volvía a semejar un callejón sin salida. La gente empezaba a ser presa del pánico. Todos iban hacia delante pero muchos empezaron a tener reservas. En los pocos meses que pasó en París antes de ser nombrado cónsul en Travnik, Daville pudo contemplar en los ojos de sus numerosos amigos, como en un espejo, el mismo miedo que, inconfesable y reprimido, anidaba en su interior.
Dos años atrás, inmediatamente después de la gran victoria de Napoleón en Prusia, Daville había escrito el poema La batalla de Jena, quizá para acallar sus dudas y ahuyentar su temor, celebrando sin límites al emperador victorioso. Justo cuando iba a entregar su obra a la imprenta, un paisano y viejo amigo suyo, antiguo oficial al servicio del ministerio de Marina, le dijo ante una copa de calvados:
—Pero ¿tú sabes a quién elogias y glorificas? ¿Acaso ignoras que el emperador está loco, ¡loco!, y que sólo se mantiene gracias a la sangre de sus victorias que no sirven para nada ni conducen a lugar alguno? ¿No sabes que todos nosotros nos estamos precipitando hacia un gran desastre cuyo nombre y proporción desconocemos, pero que a ciencia cierta nos aguarda al final de todas nuestras victorias? ¿No lo sabes? Pues, ya ves, por eso puedes escribir poemas loando esas conquistas.
Su amigo había bebido un poco más de la cuenta aquella noche, pero Daville no podía olvidar sus pupilas dilatadas, apuntando clarividentes a la lejanía, y sus susurros en los que percibía el alcohol, pero también el aliento de la convicción. Incluso los sobrios susurraban la misma idea con otras palabras o la ocultaban tras una mirada de preocupación.
A pesar de todo, Daville se decidió a imprimir su poema, si bien lo hizo titubeando y desconfiando del valor de la composición y de la perennidad de las victorias. Esa desgracia, que acababa de empezar a extenderse por el mundo, crecía en el alma de Daville como un suplicio personal.
Ocultando un estado mental tan agotador y complicado, llegó el cónsul a Travnik y todo lo que allí vivió no bastó para alentarlo ni tranquilizarlo, sino, al contrario, lo conmocionó y confundió aún más.
Los primeros contactos con el joven con el que ahora tenía que vivir y trabajar sublevaron y agitaron lo indecible al cónsul. Contemplándolo y escuchando con cuánta naturalidad se conducía y con cuánta audacia y ligereza se expresaba, Daville se decía a sí mismo: «Lo terrible no es envejecer, consumirse y morir, sino que tras nosotros vienen y avanzan otros nuevos, más jóvenes y diferentes. En realidad, en eso reside la muerte. Nadie nos arrastra a la tumba, sino que nos empujan por la espalda». El cónsul no se explicaba el origen de esas ideas que en nada se correspondían con su forma de pensar innata, y las rechazó de inmediato, atribuyéndoselas al «veneno oriental» que más pronto o más tarde se introduce poco a poco en el cerebro y acaba por corroer a todo el mundo.
El joven, el único francés en aquel desierto y su único colaborador verdadero, era tan distinto de él (o al menos así se lo parecía) que, por momentos, Daville tenía la impresión de que vivía al lado de un extranjero y de un enemigo. Pero lo que más lo confundía e irritaba eran sus opiniones (mejor dicho, la ausencia de ellas) sobre todas las «cosas importantes», el Reino, la Revolución y Napoleón, que eran la esencia de la vida de Daville. Estos tres conceptos representaban para el cónsul y su generación un terrible ovillo enmarañado de conflictos, estímulos, impulsos, hazañas ilustres, pero también de titubeos, traiciones íntimas y ofuscaciones invisibles de conciencia, casi sin solución, y cada vez con menos esperanzas de llegar a alcanzar un paz interior duradera; significaban un gran suplicio que ellos soportaban desde la infancia y probablemente los acompañaría a la tumba. Pero, al mimo tiempo, y precisamente por ello, ese tormento les resultaba tan familiar y apreciado como su propia vida. Sin embargo, para aquel joven y los de su edad no había ni tormentos ni dilemas ni razones para lamentarse o reflexionar, o al menos esto era lo que le parecía a Daville. No eran más que asuntos corrientes y naturales sobre los que no valía la pena malgastar palabras ni romperse demasiado la cabeza. El Reino, una leyenda; la Revolución, un recuerdo turbio de la infancia; el Imperio era la propia vida, la vida y la carrera, un escenario natural y comprensible de posibilidades ilimitadas, acciones, proezas y gloria. Ciertamente, para des Fossés, aquel orden en el que vivía, es decir, el Imperio, representaba la realidad única y exclusiva que desde un punto de vista material y espiritual se extendía desde un extremo al otro del horizonte y abarcaba todo lo que constituía la vida. Pero para Daville tan sólo era un orden casual y frágil de las cosas, a cuyo doloroso nacimiento había asistido antaño y contemplado incluso con sus propios ojos, y cuya provisionalidad nunca se había desvanecido del todo de su conciencia. Al contrario que el joven, él recordaba bien lo que había habido antes y, a menudo, pensaba en lo que podía venir después.
El mundo de «ideas», que para la generación de Daville había sido una auténtica patria espiritual y la vida verdadera, parecía no existir para aquella nueva generación, para la que, en cambio, existía una «vida viva», un mundo de realidades, un mundo de hechos palpables y visibles, éxitos y fracasos calculables, un mundo nuevo y terrible que ante Daville se descubría como un desierto helado, más horrible que la sangre, los pesares y los desgarros espirituales de la Revolución. Aquella progenie brotaba de la sangre, privada y ávida de todo, aguerrida como si hubiera realizado la prueba del fuego.
Daville, bajo la presión del medio extraño y las difíciles circunstancias, generalizaba y exageraba sus sentimientos igual que todo lo demás. Se lo repetía a sí mismo a menudo, porque por naturaleza no le gustaban los antagonismos ni la idea de que eran eternos e insuperables. Pero ante él, como una advertencia permanente, se erguía el joven de mirada cortante, frío y sensual, desenvuelto y rebosante de aplomo, libre de escrúpulos y de dudas, contemplando todas las cosas a su alrededor en estado bruto, tal como eran, y llamándolas implacablemente por su verdadero nombre. Al margen de todo su talento y su buen corazón, era un hombre de la nueva era, de la «generación animalizada», como decían los coetáneos del cónsul. Así que éste era el fruto de la Revolución, un ciudadano libre, un hombre nuevo, pensaba Daville cuando se quedaba solo, después de cada conversación con el joven. «¿Tal vez las revoluciones engendran monstruos?», se preguntaba entonces asustado. «Sí, se conciben en la grandeza y en la pureza moral, pero engendran monstruos», se respondía también a sí mismo con frecuencia.
Entonces, algunas noches, se sentía embargado por pensamientos sombríos que amenazaban con dominarlo, en lugar de ser él el que los sojuzgara.
Mientras que Daville se batía con los pensamientos y estado de ánimo que provocaba en él la llegada del joven canciller, éste, en el breve diario que destinaba a sus amigos de París, sólo había anotado: «El cónsul es tal y como me lo había imaginado». Y se lo había imaginado al leer los primeros informes que Daville había enviado desde Travnik y, en particular, escuchando a un colega entrado en años del ministerio, un tal Kéréne, que era famoso por conocer a todos los funcionarios que trabajaban en Asuntos Exteriores y poder describir con unas cuantas palabras una «imagen moral y física» más o menos exacta de cada uno de ellos. Kéréne era perspicaz e ingenioso pero, por lo demás, un hombre improductivo para el que trazar esos retratos orales se había convertido en algo inherente a su ser y en una auténtica pasión. Se entregaba con toda su alma a ese trabajo vano, que unas veces parecía una ciencia rigurosa, otras un cotilleo vulgar, y podía repetir siempre la descripción de una persona, palabra por palabra, como si tuviera el texto impreso en la cabeza. Pues bien, este Kéréne le había contado de su futuro jefe lo siguiente:
—Jean Daville vino al mundo como un hombre recto, sano y mediocre. Por su naturaleza, orígenes y educación, estaba hecho para una vida tranquila y sencilla, sin grandes ascensos ni caídas dramáticas, sin cambios repentinos. Una planta de clima templado. Con una capacidad innata para entusiasmarse y emocionarse con ideas o personas, con una predilección especial por la poesía y los estados poéticos del alma. Pero nada de eso traspasa los límites de una feliz mediocridad. Los tiempos pacíficos y las situaciones normales hacen a la gente corriente más normal aún, y los tiempos turbulentos y las grandes convulsiones los transforman en seres complicados. Éste es el caso de nuestro Daville, que siempre ha estado en el centro de los acontecimientos más importantes. Todo eso no ha podido cambiar su naturaleza real, pero, junto con sus cualidades innatas, ha dado forma a rasgos nuevos y opuestos de su carácter. Incapaz de ser desaprensivo, cruel, inconsciente o socarrón, se ha vuelto pusilánime, reservado y cauto hasta la superstición. Él, que era sano, honesto, emprendedor y alegre, con el tiempo se ha vuelto susceptible, indeciso, lento, desconfiado y propenso a la melancolía. Pero como nada de eso corresponde a su verdadero carácter, ha acabado desarrollando una extraña personalidad dividida. En resumen, es una de esas personas que son víctimas particulares de los grandes eventos históricos, porque ni son capaces de oponerse a ellos, igual que hacen los individuos excepcionales y fuertes, ni logran aceptarlos y resignarse, como hace la mayoría de las personas mediocres. Es el «tipo de hombre que se lamenta permanentemente» y se lamentará hasta su muerte de todo en la vida y de la vida misma.
«Un caso muy frecuente en nuestros tiempos» —concluyó el colega.
Así es como con esta diferencia básica empezaron su vida en común. Aunque el otoño era frío y húmedo, des Fossés recorrió la ciudad y sus alrededores y conoció a mucha gente. Daville lo presentó al visir y a las personas más importantes del konak, pero del resto se encargó el joven. Se dio a conocer al párroco de Dolac, el arrabal católico, fray Ivo Jankovic, un hombre de ciento cuatro okkas, pero de espíritu vivo y palabras tajantes. Se reunió con el archimandrita Pahomije, un monje pálido y austero que oficiaba en la iglesia ortodoxa de San Miguel Arcángel. Los judíos de Travnik lo recibieron en sus casas. Visitó el monasterio de Guca Gora y allí entabló amistad con unos frailes que le dieron toda suerte de información sobre el país y sus habitantes. Hizo preparativos para explorar las aldeas más antiguas y los cementerios de los alrededores en cuanto la nieve se fundiera. Al cabo de tres semanas, anunció a Daville su intención de escribir un libro sobre Bosnia.
Criado y formado, antes de la Revolución, en una educación clásica, el cónsul, a pesar de haber tomado parte en los eventos revolucionarios, se movía siempre en los límites que dicha educación impone a la hora de pensar y hablar. Por eso contemplaba con sospecha e incomodidad a ese joven indudablemente dotado, su enorme curiosidad espiritual y su memoria asombrosa, así como su desorden temerario al hablar y la exuberancia envidiable de sus pensamientos. Le asustaba la excesiva actividad del mozalbete, que nada podía detener ni perturbar. Le resultaba difícil soportarla y sentía que no había forma de impedirla ni de refrenarla. El joven había estudiado turco tres años en París y se dirigía abiertamente y con audacia a todo el mundo. («Sabe el turco que se aprende en el colegio Luis el Grande de París, pero ignora el que hablan los turcos de Bosnia», escribía Daville). Aunque no siempre lograba hacerse entender, atraía a todos por su amplia sonrisa y sus ojos •luminosos. Incluso los frailes que habían rehuido a Daville y el archimandrita sombrío y desconfiado conversaban con él; sólo los beyes de Travnik continuaban siendo inaccesibles. Pero el propio bazar no podía permanecer indiferente ante el «joven cónsul».
Des Fossés jamás dejó de darse una vuelta por todos los puestos el día de mercado. Preguntaba los precios, revisaba el género y anotaba los nombres. La muchedumbre se agolpaba alrededor de ese extranjero vestido a la franca y lo miraba mientras probaba un tamiz o examinaba atentamente las brocas y los buriles expuestos. El «joven cónsul» observaba detenidamente cómo un campesino compraba una guadaña, palpaba cuidadosamente el filo con el pulgar endurecido de su mano izquierda, cómo luego golpeaba con ella sin cesar el suelo de piedra y escuchaba el sonido con una atención tensa, y cómo por fin, con un ojo cerrado, empuñaba la herramienta delante de sí, como si estuviera apuntando, para valorar el filo y el metal. Abordaba a las campesinas, recias mujeres avejentadas, y les preguntaba el precio de la lana que tenían delante en sacos de piel de cabra y que olía a aprisco. Contemplando al extranjero, las aldeanas primero se quedaban estupefactas y pensaban que el señor bromeaba. Después, ante la insistencia del guardia, decían el precio y juraban que la lana, cuando se lavaba, era más «suave que un alma». Se interesaba por el nombre de los cereales y de las semillas, evaluaba la consistencia y el grosor del grano. Quería saber de qué madera y cómo se hacían los diversos mangos y empuñaduras de las hachas, picos, palas y demás herramientas.
El «joven cónsul» conocía a los personajes más importantes del bazar, Ibrahim agá, el alamín[22], Hamza, el pregonero, y al tonto del mercado, Germano el Loco.
Ibrahim agá era un anciano delgado, alto aunque encorvado, de barba blanca y aspecto severo y digno. Antaño había sido muy rico y había pagado para hacerse cargo de la recaudación del impuesto municipal de pesas y medidas; sus hijos y sus ayudantes medían y contrastaban todo lo que se vendía en el mercado y él lo controlaba. Con el tiempo se empobreció y se quedó sin hijos ni ayudantes. Ahora, los judíos de Travnik controlaban las pesas y medidas municipales y cobraban los derechos, e Ibrahim agá era sólo un empleado a su servicio, pero eso no se apreciaba en el mercado. Para los campesinos y todo el que vendía o compraba, el único y verdadero alamín era Ibrahim agá y lo seguiría siendo hasta la muerte. Todos los días de mercado, él se apostaba junto a la balanza desde el alba hasta el crepúsculo. Un silencio sagrado se hacía a su alrededor cuando empezaba a medir. Mientras regulaba la báscula, contenía el aliento y, solemne y concentrado, se hacía más grande o más pequeño siguiendo las lentas oscilaciones del fiel. Con un ojo entornado, equilibraba concienzudamente y movía con precaución el peso en dirección contraria a la carga, un poco más, un poco más, hasta que la balanza se inmovilizaba e indicaba la medida exacta. Entonces, Ibrahim agá alzaba la mano, elevaba la cara sin apartar los ojos de la cifra y exclamaba en voz alta y clara, severa e irrebatible, el número de okkas.
—Sesenta y una, menos veinte drams.
No había ninguna objeción a esa medida. En general, en el tumulto mercantil que se formaba en torno a él reinaba un círculo de orden, silencio y ese respeto que todos manifiestan hacia la medida exacta y el trabajo bien hecho. La personalidad de Ibrahim agá era tal que no permitía otra cosa. Y cuando un campesino desconfiado, cuya mercancía se estaba pesando, se acercaba demasiado a la balanza para espiar tras la espalda del alamín y comprobar el número de okkas, Ibrahim agá posaba inmediatamente la mano en el fiel, detenía el peso y le espetaba al inoportuno:
—¡Apártate de ahí! ¿Qué haces metiendo las narices y tosiendo en la balanza? La medida es fe viva; hasta mi aliento puede hacer que varíe, y será mi alma la que arda por ello y no la tuya. ¡Atrás!
Así pasaba Ibrahim agá su vida, flotando sobre la balanza y viviendo con ella, para ella y de ella, un ejemplo claro de lo que el hombre puede hacer de su oficio, cualquiera que sea.
Des Fossés había visto a ese mismo Ibrahim agá, que se guardaba muy bien de pecar mientras pesaba, azotar sin compasión a un campesino cristiano en medio de la plaza a la vista de todos. El aldeano había traído una decena de mangos de hacha para vender y los había apoyado contra el muro medio derruido que rodeaba un cementerio abandonado y las ruinas de una antigua mezquita. Ibrahim agá, que se encargaba de vigilar el mercado, arremetió iracundo contra el campesino, y de una patada arrojó los mangos al suelo, echando pestes y amenazando al desgraciado que recogía su mercancía dispersa.
—¿Acaso el muro de una mezquita es para ti, cerdo inmundo? ¿Para que apoyes en él tus mangos impuros? ¡Las campanas y trompetas de los infieles aún no suenan aquí, puerco asqueroso!
La gente hacía sus compras, regateaba, medía y pesaba el género y contaba, sin prestar demasiada atención a la disputa. El campesino recogió felizmente todas sus pertenencias y se perdió entre la multitud. (Al regresar a casa, des Fossés anotó: «Las autoridades turcas tienen dos caras. Sus actuaciones carecen de lógica para nosotros y son incomprensibles, provocándonos siempre la duda y el asombro»).
Hamza, el pregonero, era otro hombre y otra historia, completamente diferente.
Célebre en otros tiempos por su voz y su belleza varonil, Hamza había sido un juerguista y un holgazán desde su más temprana juventud, uno de los peores borrachines de Travnik. En su adolescencia era conocido por su audacia e ingenio. Aún se recordaban y citaban sus réplicas insolentes y ocurrentes. Cuando le preguntaron por qué había elegido precisamente el oficio de pregonero, respondió: «Porque no hay otro más fácil». Un día, hacía ya unos cuantos años, cuando Suleiman bajá Skopljak se dirigió al frente de un ejército contra Montenegro y prendió fuego a la región de Drobnjak, a Hamza se le ordenó que pregonara la gran victoria turca y anunciara que ciento ochenta cabezas de montenegrinos habían sido cortadas. Uno de esos que se apiñan siempre alrededor del pregonero preguntó en voz alta: «¿Y cuántos de los nuestros han perecido?». «¡Ah! Eso lo anunciará el pregonero de Cetinje, en Montenegro», replicó tranquilamente Hamza y continuó su camino voceando lo que se le había ordenado.
A fuerza de correrse juergas, de cantar y pregonar, hacía tiempo que Hamza había arruinado su garganta. Ya no hacía vibrar al bazar con su voz resonante de antes, sino que, con una voz silbante y ronca, anunciaba con gran esfuerzo las nuevas oficiales y las del mercado, que sólo lograban oír los que estaban próximos a él. Pero a nadie se le había pasado por la imaginación sustituirlo por alguien más joven y con voz más potente. Incluso, él mismo parecía no advertir que ya no tenía las mismas facultades. Con idéntica postura y los mismos gestos con los que antaño lanzaba su celebrada voz a lo largo de las callejas, seguía pregonando al mundo, como podía, lo que debía pregonar. Los niños se reunían a su alrededor y se reían de sus ademanes, que ya no se correspondían con su penoso gorjeo, y con curiosidad y temor observaban su ancho cuello, que a causa del esfuerzo se inflaba como una cornamusa. Y Hamza los necesitaba, porque los críos eran los únicos que oían sus débiles gritos y de inmediato propagaban la noticia por la ciudad.
Des Fossés y el pregonero se hicieron rápidamente amigos, porque el «joven cónsul» compraba de vez en cuando una joya o un kilim que Hamza había pregonado y por los que se llevaba una buena comisión.
Germano el Loco hacía mucho tiempo que era conocido en el bazar de Travnik. Era un retrasado mental, venido del otro lado del río Sava, quién sabe de dónde. Y como los turcos no tocan a los locos, él vivía allí, dormía bajo los puestos y se alimentaba de la caridad. Poseía una fuerza colosal y cuando tomaba un poco de rakija[23], los mercaderes le gastaban siempre la misma broma pesada. Los días de mercado le daban medio litro de aguardiente y le ponían en las manos una maza. El loco entonces detenía a los campesinos cristianos y empezaba a darles órdenes como si estuviera en unas maniobras militares, siempre con las mismas palabras:
—Halbrechts! Links! Marsch! (¡Medía vuelta a la derecha, izquierda, marchen!).
Los campesinos se apartaban o escapaban torpemente porque sabían que Germano el Loco lo hacía instigado por los turcos y los ponía en fuga para diversión de los jóvenes tenderos y los agás ociosos.
Un día de mercado, después de haber visitado y examinado los puestos, des Fossés regresaba al consulado seguido del guardia que le hacía las veces de escolta. Al llegar al lugar en que la plaza se estrecha y comienza el bazar, Germano el Loco le cortó el paso a des Fossés. El joven se encontró cara a cara con el gigante de cabeza voluminosa y malévolos ojos verdes. El loco borracho guiñó los ojos ante el extranjero y luego corrió, agarró el astil de la balanza de uno de los tenderetes y se dirigió hacia él.
—Halbrechts! Marsch!
Los comerciantes, en los umbrales, alargaron el cuello esperando con una alegría maliciosa ver al «joven cónsul» brincar delante de Germano el Loco. Pero las cosas sucedieron de otro modo. Antes de que el guardia llegara corriendo, des Fossés pasó por debajo del astil que el desgraciado blandía muy alto y, con un movimiento hábil y rápido, agarró la muñeca del hombre, giró sobre sí mismo, obligando también al hombrón a dar vueltas a su alrededor como un monigote. Mientras el loco danzaba en torno al joven, el astil se le escapó de la mano y, describiendo un arco grande, cayó al suelo. Por fin llegó el guardia corriendo con un pequeño fusil en las manos, pero el agresor había sido reducido, con el brazo derecho impotente y dolorosamente retorcido a la espalda, y así des Fossés se lo entregó al guardia. Luego recogió del suelo el astil y con toda calma lo apoyó en la pared de la tienda en el mismo lugar en que estaba antes. El loco, con la cara torcida, miraba ya su brazo dolorido, ya al joven extranjero que lo amenazaba con un dedo, igual que a un niño, y le decía con su lengua dura y libresca:
—Eres un bergante. ¡No está bien ser un bergante!
Después llamó al guardia y prosiguió tranquilamente su camino entre los tenderos atónitos en los puestos.
Daville hizo graves reproches al joven por este motivo, demostrándole que tenía razón cuando le recomendó que no fuera a pie por el bazar, porque nunca se sabía lo que esa gente pérfida, cruel y ociosa podía inventarse y llevar a cabo. Pero d’Avenat, que por lo demás no apreciaba demasiado a des Fossés ni se mostraba comprensivo con su conducta desenvuelta, no tuvo más remedio que reconocer ante Daville que en Travnik se hablaba con admiración del «joven cónsul».
Éste, a su vez, seguía visitando los alrededores, lloviera o nevara, abordaba sin ningún apuro a las personas, hablaba con ellas y conseguía ver y enterarse de cosas que Daville, siempre tan serio, recto y tenso, jamás podría ver ni saber. Él, que, en su amargura, acogía todo lo que era turco o bosniaco con repulsión y desconfianza, no veía mucho sentido ni interés para el servicio en los paseos de des Fossés ni en las informaciones que traía. Le exasperaba el optimismo del joven, su deseo de penetrar más profundamente en el pasado, las costumbres y las creencias de aquel pueblo, de encontrar explicaciones para sus defectos y de desenterrar, finalmente, el lado bueno de las personas, desfigurado y sepultado por las insólitas circunstancias en las que estaban obligados a vivir. Daville consideraba que ese trabajo era una pérdida de tiempo inútil y una desviación perniciosa del buen camino. Por eso las conversaciones sobre esos asuntos entre él y su canciller terminaban siempre en querellas o se frustraban en silencios irritados.
En las frías tardes otoñales, des Fossés regresaba de sus paseos, mojado, enrojecido y congelado, lleno de impresiones y con la necesidad de comentarlas. Daville, que desde hacía horas iba y venía por el comedor caldeado e iluminado, rumiando pensamientos graves, lo aguardaba con anticipado asombro.
El joven, sofocado, comía con placer y contaba animadamente su visita a Dolac, el arracimado arrabal católico, y las dificultades que había tenido para atravesar el corto camino entre Travnik y el suburbio.
—Yo creo que hoy día no existe en Europa un país con unas rutas tan impracticables como Bosnia —dijo Daville que comía despacio y sin ganas, porque no tenía apetito—. Este pueblo, a diferencia del resto del mundo, siente un odio incomprensible, perverso, hacia los caminos, que en realidad significan progreso y bienestar, y en esta desdichada tierra no se mantienen y no duran, como si se destruyeran solos. Ya ve usted, el hecho de que el general Marmont esté construyendo a través de Dalmacia una gran carretera nos perjudica aquí, ante los turcos autóctonos e incluso ante el visir, más de lo que nuestros emprendedores y jactanciosos señores de Split pueden imaginarse. A la gente de aquí no le gustan los caminos ni lejos ni cerca, pero ¿quién se lo explica a los nuestros de Split? Se les llena la boca de decir que construyen vías que harán más fácil la comunicación entre Dalmacia y Bosnia, y no saben con cuánto recelo lo contemplan los turcos.
—Pero no hay nada de raro en eso. La cosa está clara. Mientras se gobierne como se gobierna en Turquía y mientras reinen en Bosnia las actuales circunstancias, no puede hablarse de rutas ni comunicaciones. Al contrario, por motivos diferentes, tanto los turcos como los cristianos se oponen a la apertura y al mantenimiento de todas las vías de comunicación. Precisamente hoy he podido constatarlo durante la conversación con mi amigo, el gordo párroco de Dolac, fray Ivo. Yo me quejaba de lo empinado y lleno de baches que está el camino entre Travnik y Dolac, y me asombraba que los habitantes del arrabal, obligados a recorrerlo todos los días, no hicieran nada por acondicionarlo mínimamente. El fraile me contempló primero con ironía, igual que se mira a un hombre que no sabe lo que dice, luego me guiñó astutamente un ojo y dijo susurrando: «Señor mío, cuanto peor sea el camino, menos visitas recibiremos de los turcos. Lo que más nos gustaría sería colocar entre ellos y nosotros una montaña infranqueable. Y en lo que se refiere a nosotros, no nos cuesta tanto recorrer el camino cuando lo necesitamos, porque estamos acostumbrados a las carreteras malas y a todo tipo de dificultades. En realidad, vivimos de las dificultades. No le cuente a nadie lo que voy a decirle, pero sepa usted que, mientras los turcos gobiernen en Travnik, no nos hace falta un camino mejor. En confianza, incluso cuando los turcos lo arreglan, nuestros hombres aprovechan las primeras lluvias o nieves para obstruirlo y estropearlo. Esto hasta cierto punto disuade a los huéspedes indeseables». Cuando acabó, el párroco abrió el ojo, orgulloso de su astucia, y me rogó una vez más que no le repitiera aquello a nadie. Ahí tiene usted una de las razones por las que las carreteras están en malas condiciones. La otra razón son los mismos turcos. Cualquier vía de comunicación con un país extranjero cristiano para ellos significa lo mismo que abrir la puerta a la influencia del enemigo, permitirle tener ascendiente sobre la población y amenazar la supremacía turca. Por lo demás, señor Daville, nosotros, los franceses, hemos engullido la mitad de Europa y no es raro que los países que aún no hemos ocupado contemplen con desconfianza las carreteras que nuestro ejército construye en sus fronteras.
—Lo sé, lo sé —interrumpió Daville—, pero es necesario construir caminos en Europa y no hay que tener en cuenta a pueblos atrasados como son los turcos y los bosniacos.
—El que considera que se deben construir, los construye. Es decir, que los necesita. Pero yo le estoy explicando por qué la gente de aquí no quiere carreteras y por qué opinan que no son útiles y que les perjudica más que les beneficia.
Como siempre, a Daville le irritaba la necesidad del joven de explicar y justificar todo lo que allí veía.
—Eso es indefendible —dijo el cónsul—, y tampoco se puede explicar mediante argumentos razonables. El atraso de esta gente procede ante todo de su maldad, de su «maldad innata», como dice el visir. En dicha malevolencia radican todas las explicaciones.
—Muy bien, pero ¿cómo explica entonces esa maldad? ¿De dónde les viene?
—¿De dónde? ¿De dónde?, en ellos es innata, ya le digo. Ya tendrá ocasión de convencerse de ello.
—Bien, pero hasta que no me convenza, permítame que continúe creyendo que la maldad o la bondad de un pueblo es producto de las circunstancias en las que vive y se desarrolla. No es la bondad la que nos impulsa a construir carreteras, sino la necesidad y el deseo de extender las comunicaciones provechosas y nuestra influencia, lo que muchos, a su vez, consideran que es nuestra «malevolencia». Así, nuestra maldad nos empuja a abrir caminos y a ellos, la suya, a odiarlos y destrozarlos cuando pueden.
—¡Usted va muy lejos, joven amigo!
—No, la vida va lejos, tan lejos que nosotros no podemos seguirla, y yo sólo me esfuerzo por explicar fenómenos concretos, ya que no puedo comprenderlo todo.
—No puede explicarse ni entenderse todo —dijo Daville con aire cansado y altivo.
—Cierto, pero hay que intentarlo.
Des Fossés, que, después de cabalgar todo el día a la intemperie, estaba entrando en calor con la comida y el vino, y como la juventud le incitaba a pensar en voz alta, continuó con la conversación.
—Bueno, y ¿cómo puede explicar que ese mismo párroco de Dolac, hombre sagaz y discreto, poseedor de un juicio sano y que no pierde de vista la realidad, en el sermón de la misa del domingo pasado, según me ha contado nuestro guardia católico, afirmara que un fraile, muy piadoso, fallecido no hace mucho en el monasterio de Fojnica, había sido un santo, o al menos había estado en relación directa con los santos y que se sabía con certeza que un ángel enviado especialmente le traía todas las noches una carta de un santo o de la mismísima Virgen?
—Usted no conoce aún la santurronería de esta gente.
—De acuerdo, llamémoslo santurronería, pero es una palabra que no explica nada.
A Daville, que era «moderada y razonablemente liberal», no le gustaban las discusiones, por inocentes que fueran, sobre cuestiones religiosas.
—Lo explica todo —afirmó Daville con leve acritud—, ¿por qué en nuestro país los curas no dicen cosas semejantes en los sermones?
—Porque no vivimos en las mismas circunstancias, señor Daville. Me pregunto qué predicaríamos nosotros si viviéramos como viven los cristianos de aquí desde hace tres siglos. Ni la tierra ni el cielo tendrían milagros suficientes para alimentar nuestro arsenal religioso frente a la invasión turca. Créame, cuando miro y escucho a esta gente, más me convenzo del gran error que cometemos cuando, conquistando Europa, país tras país, queremos introducir nuestras opiniones, nuestro modo de vida y nuestro comportamiento estricta y exclusivamente racional. Todo esto me resulta un esfuerzo cada vez más insuperable y descabellado, porque es absurdo pretender eliminar los abusos y los prejuicios, cuando no hay fuerzas ni posibilidades para eliminar las causas que los concibieron y provocaron.
—Eso nos llevaría muy lejos —interrumpió Daville al canciller—. No tema, ya hay quien piensa en ello.
El cónsul se levantó de la silla y tocó la campanilla impaciente y con violencia para que vinieran a recoger la mesa.
Cada vez que el joven, con la sinceridad y la libertad que le eran innatas, de las que no era consciente, y que Daville envidiaba en secreto, empezaba a criticar al régimen imperial, el cónsul se estremecía, perdía la fuerza y la paciencia. Precisamente porque él mismo era indeciso y ocultaba dudas inconfesables en su fuero interno, no podía escuchar tranquilo las críticas de otros. Sentía como si ese joven despreocupado e incauto descubriera y rozara con el dedo el lugar más doloroso que deseaba esconder no sólo a los otros sino también, a ser posible, a sí mismo.
Ni siquiera de literatura podía hablar Davílle con des Fossés; y menos aún de su propia obra literaria.
Se trataba de un punto sobre el que Daville era particularmente sensible. Desde que tenía uso de razón imaginaba obras literarias de diversos géneros, componía versos e ideaba situaciones. Diez años atrás, durante un tiempo, había ocupado durante un tiempo el cargo de redactor de la sección de literatura en Le Moniteur, visitaba los círculos literarios y los salones. Lo abandonó todo cuando volvió a ingresar en el ministerio de Asuntos Exteriores y fue enviado a Malta como encargado de negocios, y luego a Nápoles, pero continuó escribiendo.
Los versos que Daville publicaba de vez en cuando en los periódicos o enviaba, escritos con una hermosa caligrafía, a altas personalidades, a sus superiores y amigos, no eran ni mucho mejores ni mucho peores que los miles de productos poéticos de la época. Daville se llamaba a sí mismo «discípulo ferviente del gran Boileau» y en los artículos, que a nadie se le ocurría rechazar, propugnaba un clasicismo estricto, defendiendo la poesía de la influencia exagerada de la imaginación, de las audacias poéticas y de los desórdenes espirituales. La inspiración es indispensable, afirmaba en sus artículos, pero debe guiarse por la mesura y el buen juicio sin los que no hay ni puede haber obra de arte alguna. Daville insistía tanto en estos principios que el lector acababa creyendo que le importaban más el orden y la métrica rigurosa en la poesía que la poesía misma, como si, por algún motivo, el poeta y el poema amenazaran constantemente el orden y la medida y fuera preciso protegerlos y apoyarlos con todos los medios disponibles. Su modelo entre los poetas contemporáneos era Jacques Delille, autor de Jardines y traductor de Virgilio. Para defender la poesía de Delille, Daville había publicado en Le Moniteur una serie de artículos que una vez más nadie había querido comentar ni para elogiarlos ni para rechazarlos.
Hacía ya varios años que Daville trabajaba en el proyecto de un gran poema épico sobre Alejandro Magno. Concebido en veinticuatro cantos, esta epopeya se había convertido en una suerte de diario íntimo camuflado del cónsul. Trasladaba todas sus experiencias en el mundo, sus pensamientos sobre Napoleón, sobre la guerra, la política, sus deseos y sus aflicciones, a los tiempos remotos y las circunstancias nebulosas en las que había vivido su héroe principal, dándoles libre curso en ese marco y tratando de formular sus reflexiones en versos regulares y rimas más o menos estrictas. Vivía con tanta intensidad su obra que había dado a su segundo hijo, además de los nombres de Gilles Francois, el del rey macedonio Amintas, abuelo de Alejandro Magno. En esta Alejandriada suya, revivía Bosnia, tierra paupérrima de clima duro y habitantes malvados, pero disimulada tras el nombre de Taúride. También aparecían Mehmed bajá y los beyes de Travnik, los monjes bosniacos y todos aquellos con los que Daville debía colaborar o luchar, descritos y encubiertos tras un cortesano de Alejandro Magno o de sus rivales. Igualmente aparecía toda la repugnancia que le inspiraba el espíritu asiático y Oriente en general, referida en la lucha de su héroe contra la lejana Asia.
Cabalgando por los cerros de Travnik y contemplando los tejados de la ciudad y los alminares, Daville a menudo componía en su cabeza la descripción de la ciudad fantástica que Alejandro estaba conquistando en aquellos momentos. Sentado junto al visir en el Diván y observando a los servidores silenciosos y prestos y a los cortesanos, muchas veces iba perfilando mentalmente la descripción de las sesiones del Senado en la ciudad sitiada de Tir, en el tercer canto de su poema.
Igual que todos los escritores sin talento y sin verdadera vocación, Davílle albergaba el error inveterado e inextirpable de que ciertas acciones mentales conscientes conducen al hombre hacia la poesía y de que en la creación poética se puede encontrar un consuelo o recompensa por los males que la vida nos impone y con los que nos rodea.
En su juventud, Daville se había preguntado varias veces si era poeta o no, si su trabajo en ese campo tenía sentido o no. Ahora, al cabo de tantos años y tantos esfuerzos que no habían aportado ningún éxito, pero tampoco ningún fracaso, podía parecer evidente que no era poeta. Sin embargo, como suele suceder, con los años, Daville «trabajaba en su poesía» más obstinada y mecánicamente, sin plantearse ya la cuestión, que la juventud, en el examen y crítica valientes y honestos que hace de sí misma, se plantea con tanta frecuencia. Mientras era joven y mientras aún encontraba a alguien que lo alentaba con un elogio, escribía menos, y justo ahora, cuando ya había entrado en años, cuando ya no había nadie que lo tomara en serio como poeta, trabajaba con regularidad y diligencia. La necesidad inconsciente de expresión y el vigor engañoso de la juventud se habían trocado en costumbre inerte y aplicación. Porque la aplicación, esa virtud que tan a menudo aparece donde no debe, o cuando ya no es necesaria, ha sido desde siempre el consuelo de los escritores sin talento y la desgracia del arte. Las circunstancias extraordinarias, la soledad y el tedio al que durante años había sido condenado, obligaban al cónsul cada vez más a seguir esa estéril carretera secundaria, ese pecado inocente al que llamaba poesía.
En realidad, Daville había estado al margen del camino desde el día en que había escrito el primer verso, porque jamás había podido tener un verdadero vínculo con la poesía. Ni siquiera podía sentirla en su expresión más directa, y mucho menos motivarla y crearla.
La manifestación del mal en el mundo provocaba en él la amargura o el abatimiento, y la del bien, el entusiasmo y la satisfacción, una especie de estímulo moral. Pero de esas reacciones morales, que en él realmente eran vivaces y lúcidas, aunque no constantes y no siempre seguras, extraía la inspiración para componer versos a los que les faltaba todo para ser poesía. Lo cierto es que la moda de la época le había confirmado esa opinión errónea.
Así Daville continuaba, más obstinado con la edad, haciendo de sus no pocas virtudes defectos discretos, y buscando en la poesía justo lo que ésta no tenía: una euforia moral barata e ingenuos juegos y pasatiempos espirituales.
Es comprensible que el joven des Fossés, tal como era, no podía ser ni un oyente ni un crítico apreciado, ni siquiera un interlocutor idóneo para las conversaciones literarias.
Aquí se abría entre el cónsul y el joven una nueva e inmensa fisura, hacia la que el primero era particularmente suspicaz.
El conocimiento de un sinfín de hechos, la rapidez en el juicio y la audacia en las conclusiones, eran las principales características de la inteligencia de des Fossés. El saber y la intuición colaboraban y se complementaban en él de un modo fascinante. Al margen de todas las discrepancias y de su rechazo personal, el cónsul no podía evitar verlo. A veces, le parecía que ese mozalbete de veinticuatro años había leído bibliotecas enteras y que, al mismo tiempo, no le concedía una importancia especial a ese hecho. En verdad, el muchacho no dejaba de confundir al interlocutor con sus variados conocimientos y juicios atrevidos. Como si de un juego se tratara, era capaz de hablar de la historia de Egipto o de las relaciones de las colonias españolas en América del Sur con la madre patria, de las lenguas orientales o de los conflictos entre religión y raza en cualquier parte del mundo, de los objetivos y expectativas del sistema continental de Napoleón o de las vías de comunicación y las políticas de tarifas. Citaba inesperadamente a los clásicos, escogiendo por lo general pasajes poco conocidos, enlazándolos siempre de manera audaz y dándoles un nuevo enfoque. Aunque muchas de estas cosas le parecían al cónsul más pose y exuberancia juveniles que orden y valores reales, siempre escuchaba sus exposiciones con una especie de admiración supersticiosa y desagradable, al mismo tiempo que con un sentimiento doloroso de su propia debilidad y falta de madurez, que en vano trataba de dominar y vencer.
Y he aquí que ese joven se mostraba sordo y ciego ante aquello que para Daville era lo más caro y que, junto con sus deberes cívicos, era para él lo único digno de respeto. Des Fossés reconocía abiertamente que no le interesaba la poesía, y que la poesía moderna francesa le resultaba incomprensible, totalmente desprovista de sinceridad, sosa y superfina. No obstante, en ningún momento se privaba del derecho y del placer de debatir sobre eso que, según él mismo confesaba, no podía sentir ni apreciar, y hablar de ello con libertad y sin reparo, sin malicia pero sin respeto y sin reflexionar demasiado.
Así, por ejemplo, de Delille, el adorado Delille, el joven aventuró enseguida que era un intrigante, un hombre de salón, que cobraba unos honorarios de seis francos por verso, razón por la cual la señora Delille lo encerraba todos los días y no lo dejaba salir de la habitación hasta que no escribía un número determinado de estrofas.
Esta descortesía de la «nueva generación» unas veces enojaba al cónsul y otras le entristecía. En cualquier caso, era un motivo para sentirse más solo aún.
Solía suceder que, empujado por la necesidad de expresarse y comunicarse con alguien, Daville olvidaba todo y empezaba una conversación íntima y cálida sobre sus ideas y proyectos literarios. (¡Una debilidad totalmente comprensible en aquellas circunstancias!). Así, una noche refirió todo el proyecto de su poema épico sobre Alejandro Magno y expuso todas las tendencias morales que sentaban las bases de la acción épica. Sin entrar por un instante a valorar estos pensamientos y opiniones que constituían la parte más luminosa de la vida del cónsul, el joven, súbitamente, dispuesto y sonriente, se puso a recitar a Boileau:
Que crois tu qu’Alexandre, en ravageant la teñe, Cherche parmi l’horreur, le tumulte et la guerre? Possédé d’un ennui qu’il ne saurait dompter, Il craint d’étre a lui méme et songe a éviter.
(«¿Qué crees que busca Alejandro al devastar la tierra, entre el horror, el tumulto o la guerra? Poseído por un tedio que no sabría domar, teme quedarse solo consigo mismo y sueña cómo impedirlo»).
De inmediato añadió, excusándose, que hacía tiempo que había leído esos versos en una de las sátiras y que los había memorizado por azar.
Daville, por su parte, se sintió herido e infinitamente más solo de lo que había estado unos minutos antes. Le parecía que delante de él tenía el genio y figura de la nueva generación y que podía tocarlo con la mano. Esta generación, se decía a sí mismo, es diabólicamente inquieta, con pensamientos destructivos y asociaciones rápidas pero malsanas, una generación que «no se interesa por los versos», pero los tiene como recurso, y ¡qué recurso!, para servirse de ellos cuando quiere alcanzar sus aspiraciones descarriadas, las cuales rebajaban, menoscababan y degradaban todo en el mundo, porque querían reducirlo a aquello que es lo peor y más bajo en el hombre.
Sin mostrar en ningún momento su malestar (¡que era inmenso!), Daville interrumpió inmediatamente la conversación y se retiró a sus aposentos. Le costó mucho dormirse e, incluso en sueños, sentía la amargura que puede suscitar una observación inocente. Tan profanada y vulgarmente zaherida le parecía su amada obra que, durante varios días no pudo ni tocar el manuscrito, atado con un lazo verde y guardado en una carpeta con tapas de cartón.
Entre tanto, des Fossés ni por un instante había sido consciente de haber ofendido al cónsul. Al contrario, los versos eran el fruto más raro del que disponía su memoria extraordinaria, y estaba contento de haberlos recordado tan oportunamente, sin pensar que podían tener un lazo íntimo real con la obra de Daville o resultarle molestos por algo e influir en sus relaciones personales.
Desde siempre ha sido así: dos generaciones se rozan y se suceden, se soportan especialmente mal y, en realidad, se conocen muy poco. Pero muchas de esas divergencias y muchos de esos conflictos intergeneracionales radican, como la mayor parte de los conflictos en general, en malentendidos.
La idea que emponzoñaba especialmente el sueño del cónsul y le impedía dormir era que ese joven, que le había ofendido aquella noche y en el que pensaba con amargura y disgusto, dormía ahora con un sueño profundo y plácido, con la misma naturalidad y descarada satisfacción con la que hacía las cosas y hablaba durante el día. Sin embargo, el cónsul podría haberse ahorrado dicha amargura, porque se equivocaba. No todo el que durante la jornada exhibe una sonrisa serena y se mueve con libertad entre la gente, puede conciliar el sueño ni es feliz ni goza de paz. Des Fossés no era única y exclusivamente un joven fuerte y desenfadado «del nuevo tipo», un hijo feliz del feliz Imperio, precoz y henchido de saber, sin nada más, tal como a menudo le parecía a Daville. Aquella noche, los dos franceses soportaban cada uno su pesar, cada uno a su modo y sin posibilidad de comprender del todo al otro. A su manera, también des Fossés pagaba su tributo al nuevo medio y a las circunstancias insólitas. Aunque las armas que él poseía para luchar fueran más numerosas y más poderosas que las de Daville, él también padecía el tedio y el «silencio bosniaco» y sentía que esa tierra y la vida que allí llevaba lo carcomían, agotaban e intentaban doblegarlo y destrozarlo para igualarlo con todos los que lo rodeaban. Porque no era fácil ni sencillo ser arrojado desde París al Travnik turco a los veinticuatro años, tener deseos y planes que iban mucho más lejos y más alto que el entorno, y tener que esperar pacientemente mientras que toda la energía reprimida y todas las exigencias insatisfechas de la juventud se rebelaban y luchaban contra cualquier espera.
Esa sensación había empezado ya en Split. Como un círculo que se va estrechando de forma invisible: cada cosa exige un esfuerzo mayor, pero al mismo tiempo uno tiene cada vez menos capacidad de llevarlo a cabo; cada paso es más difícil, cada decisión más lenta y la ejecución incierta, mientras que detrás, como una amenaza constante, acechan la desconfianza, la penuria y los contratiempos. Así se presentaba Oriente.
El comandante de la plaza, que había puesto a su disposición un carruaje impropio (por si fuera poco, sólo hasta Sinj), caballos para el equipaje y cuatro hombres de escolta, estaba inquieto, de mal humor y hacía gala de una alegría casi maligna. Aunque joven, des Fossés conocía esa forma de actuar que las largas guerras habían implantado entre la gente. Hacía años que los hombres andaban como si llevaran fardos, cada uno cargando con su pena, nadie estaba donde debía, y por eso todos intentaban pasar algo de su carga al otro, y aliviar así un poco su peso, aunque sólo fuese profiriendo un insulto o una palabra más alta que otra. De este modo, la miseria general rodaba y se trasladaba sin cesar de un lugar a otro, de un hombre a otro, y al moverse se hacía más soportable, ya que no más leve.
Des Fossés se dio cuenta de ello en cuanto cometió el error de preguntar si los muelles del carruaje eran sólidos y el asiento mullido. El comandante se le quedó mirando fijamente con sus ojos brillantes como los de un borracho.
—Esto es lo mejor que se puede encontrar en este maldito país. Por lo demás, el que va de servicio a Turquía tiene que tener el trasero de acero.
Sin pestañear, con la vista al frente y sonriente, el joven le respondió:
—En las instrucciones que me han dado en París no hay nada de eso.
El oficial se mordió los labios al ver que se había topado con alguien que no eludía el desafío, pero enseguida aceptó la discusión como una forma de desahogo.
—Pues ya ve, señor, tampoco nuestras instrucciones eran mucho más precisas. Se van detallando con el tiempo, sabe usted, sobre el terreno…
El oficial, malicioso, agitó la mano como si escribiera.
Con esta bendición mordaz, el joven partió por el camino polvoriento y luego por el pedregal abrupto y yermo que se elevaba detrás de Split, alejándose del mar, de los últimos edificios armoniosos y de la última vegetación noble, para descender por el otro lado de la vertiente rocosa, como si de un nuevo mar se tratara, a esa Bosnia, que para él era la primera gran prueba en el umbral de la vida. Adentrándose en esa montaña pelada y salvaje, observaba las chozas inclinadas y las pastoras a la orilla del camino, perdidas entre piedras y maleza, con un huso de hilar en las manos, pero sin un solo rebaño visible cerca, y se preguntaba si aquello era lo peor, igual que un hombre que aguarda a ser operado se pregunta sin cesar si ha alcanzado ya el mayor grado de dolor, del que le han hablado, o si debe esperar aún lo peor.
Éstas eran las angustias y temores que la juventud puede permitirse. En realidad, el muchacho estaba dispuesto a todo y sabía que lo soportaría.
Cuando después de recorrer nueve millas, se detuvo en la garganta pedregosa que domina Klis y contempló los montes pelados y la región salvaje que se abría ante él, los cenicientos peñascos abruptos, salpicados de una rala vegetación grisácea, procedente del lado bosniaco le invadió el silencio, hasta ahora desconocido, de un nuevo mundo. Se estremeció y tiritó, pero más a causa del silencio y la aridez del paisaje ignoto que por el fresco vientecillo que soplaba en el desfiladero. Se echó el abrigo sobre los hombros, se apretujó con fuerza contra el caballo y se internó en ese nuevo mundo de sigilo e incertidumbre. Bosnia se adivinaba tierra taciturna, y en el aire ya se sentía un sufrimiento frío, mudo y sin razones aparentes.
Pasaron sin dificultad Sinj y Livno. En la meseta de Kupres, los sorprendió una fuerte ventisca. El guía turco, que los esperaba en la frontera, a duras penas logró llevarlos a la primera posada. Allí, extenuados y ateridos, se dejaron caer delante del fuego, alrededor del cual ya había unas cuantas personas.
Aunque estaba cansado, helado y hambriento, el joven se mantuvo digno y sereno, teniendo muy en cuenta la impresión que dejaría a aquellos extranjeros. Se frotó la cara con colonia e hizo algunos ejercicios de gimnasia rutinarios, mientras que el resto lo miraba por el rabillo del ojo, como si estuviera cumpliendo con el rito de su religión. Sólo cuando se sentó, uno de los hombres que se hallaban alrededor del fuego profirió unas cuantas palabras en italiano y añadió que era monje del monasterio de Guca Gora, que se llamaba Julijan Pasalic y que viajaba por asuntos del monasterio. Los demás eran arrieros.
Formando lentamente las frases en italiano, des Fossés dijo quién era y lo que hacía. El monje, que tenía unos grandes bigotes erizados y unas cejas espesas, bajo las que, como si fueran una máscara, sonreía un rostro juvenil, cuando oyó las palabras «París» y «cónsul imperial de Francia en Travnik», frunció el ceño y guardó silencio de repente. El joven y el monje se miraron por un instante, sin mediar palabra y con desconfianza.
El fraile era casi un muchacho, pero corpulento; vestía un grueso capote negro bajo el cual asomaban una aljuba azul oscura, un cinturón largo de cuero y armas. Des Fossés lo miraba con incredulidad y se preguntaba, como en sueños, si era posible que fuera un religioso y un monje. Y éste, a su vez, callado y hosco, sin ocultar su incomodidad cuando escuchó de qué país era y qué gobierno lo enviaba, contemplaba al joven extranjero, alto y de mejillas sonrosadas, apuesto, tranquilo y despreocupado.
Para romper el silencio, des Fossés preguntó al fraile si su ministerio era difícil.
—Pues verá, nosotros, en fin, intentamos preservar el prestigio de nuestra Iglesia en condiciones realmente difíciles, mientras que ustedes en Francia, donde viven con toda libertad, la destruyen y persiguen. ¡Qué pena y qué pecado, señor!
Des Fossés sabía, por las conversaciones que había mantenido en Split, que los frailes, y con ellos toda la población católica de la región, eran hostiles a las autoridades de ocupación francesas, consideradas impías y «jacobinas»; no obstante, estaba sorprendido por la conversación, y se preguntaba a sí mismo cómo debía actuar un funcionario consular imperial en semejante situación, absolutamente imprevista. Mirando a los ojos vivos y raros del monje, se inclinó un poco.
—Su reverencia quizá no esté bien informado de los sucesos de mi país…
—Ya me gustaría, pero por lo que se oye y se lee, mucho mal se le ha hecho y todavía se le hace a la Iglesia, a sus prelados y a sus fieles, y eso jamás le ha traído nada bueno a nadie.
El fraile también se esforzaba por encontrar las expresiones en italiano, pero sus palabras mesuradas y escogidas no se correspondían con el gesto colérico, casi salvaje, de su cara.
La rakija que los sirvientes trajeron y las gachas que borboteaban en el fuego a su lado interrumpieron el diálogo. Ofreciéndose el uno al otro la bebida y la comida, el fraile y el extranjero se miraban de vez en cuando y, poco a poco, iban entrando en calor, como dos hombres muertos de frío y de hambre delante de un buen fuego y unos buenos platos.
Cierta tibieza y una pesada somnolencia empezaron a invadir al joven. El viento gemía en la chimenea alta y negra y la nieve helada golpeaba en el tejado como si fuera grava. Sentía un torbellino en su cabeza. «El trabajo ya ha empezado —pensaba—, y éstas son las dificultades y lances que se leen en las memorias de los antiguos cónsules de Oriente». Trataba de entender su posición: en algún lugar en medio de Bosnia, prisionero de la nieve, forzado a sostener una controversia inusual en lengua extranjera con ese monje extraño. Los ojos se le cerraban solos y el cerebro pugnaba por seguir trabajando como en un sueño embrollado en el que a uno lo someten a pruebas difíciles e injustas. Sólo sabía una cosa, que no podía bajar la cabeza, que cada vez era más pesada, ni abatir la mirada ni dejar la última palabra a su interlocutor. Estaba aturdido, pero orgulloso de tener que asumir, de manera inesperada, en esta rara compañía, su parte de responsabilidad, así como de probar su habilidad a la hora de convencer al adversario y su escaso conocimiento de italiano, adquirido en el colegio. Pero al mismo tiempo le parecía sentir físicamente, ya desde el primer paso, que las responsabilidades ingentes e inexorables de cada uno estaban repartidas hasta el más mínimo detalle y esparcidas por el mundo como trampas.
Sus manos heladas le quemaban. El humo le hacía toser y le picaban los ojos. Lo torturaba el sueño y luchar contra él, como si estuviera de guardia, pero no apartó la mirada del monje, igual que si fuera un blanco. A través de la modorra, como a través de un cálido líquido lácteo, que le velaba los ojos y llenaba sus oídos de ruido, contemplaba al extraño fraile y escuchaba, como desde lejos, sus frases entrecortadas y citas en latín. Con su sentido innato de la observación, el francés pensó que el religioso poseía mucha energía acumulada y citas que generalmente no tenía a quién decir. Pero el fraile seguía insistiendo en que nadie podía oponerse a la Iglesia y triunfar para siempre, ni siquiera Francia, que ya se había dicho hacía mucho tiempo: «Quod custodiet Christus non tollit Gothus». (¡Lo que Cristo guarda, el godo no lo puede tomar!).
El joven, mezclando el francés y el italiano, de nuevo explicaba que la Francia de Napoleón había demostrado su deseo de una paz religiosa y le había dado a la Iglesia el lugar que le pertenecía, reparando los errores y la violencia de la Revolución.
Pero bajo los efectos de la comida, de la bebida y del calor, todo se diluía y se calmaba. La mirada del monje ya no era tan dura; seguía siendo severa, pero reflejaba una juvenil jovialidad. Mirándolo, des Fossés tenía la impresión de que eso podía ser una señal de tregua y una prueba de que las cuestiones trascendentales y eternas pueden esperar, de que en ningún caso se resuelven en una posada turca, durante un encuentro fortuito entre un funcionario consular francés y un fraile «ilirio», y de que, según esto, cabe lugar a las consideraciones y concesiones, sin perjudicar por ello el honor y el prestigio del Servicio del Estado. Satisfecho consigo mismo y mecido por sus pensamientos, cedió al cansancio y se hundió en un sueño profundo.
Cuando lo despertaron, necesitó unos cuantos minutos para volver en sí y recordar dónde se hallaba.
El fuego se había extinguido. La mayoría de los viajeros estaban fuera, desde donde llegaban los gritos dirigidos a los caballos y a la carga. Entumecido y destrozado, el joven se levantó y empezó a prepararse. Se palpó el cinturón con el dinero y llamó a su gente con un tono demasiado alto y áspero. Le angustiaba la sensación indefinida de haber olvidado o perdido algo. Sólo cuando encontró todo en su puesto y a su escolta dispuesta junto a los caballos enjaezados, se serenó. El fraile, su interlocutor, salía del establo llevando un alazán espléndido. Por la vestimenta y el porte semejaba un aduanero morlaco o un hajduk[24] de los cuadros. Como si fueran viejos conocidos y todo lo que tenía que resolverse entre ellos se hubiera solucionado ya, se sonrieron y el joven le preguntó con naturalidad y desparpajo si quería viajar con él. El fraile le explicó que debía tomar otro camino. Quiso decir que era un atajo, pero no encontró la palabra adecuada, sólo señaló con la mano el bosque y la pendiente. Aunque no lo entendió del todo, des Fossés saludó con el sombrero.
—¡Adiós, reverendissime domine!
La cellisca pasó como una broma de mal gusto. Sólo en las vertientes blanqueaban finos jirones de nieve. El suelo era blando, como en primavera, el horizonte parecía recién lavado y profundo, las montañas azules, y en el cielo pálido y límpido, al fondo, se extendían dos o tres líneas llameantes de nubes luminosas tras las que se ocultaba el sol, confiriendo a todo el panorama una luz indirecta e insólita. Todo recordaba a los paisajes y países nórdicos y el joven se acordó de que el cónsul de Travnik, en sus informes, a menudo llamaba a los turcos y bosniacos escitas salvajes hiperboreales, provocando las risas de todo el Ministerio.
Así entró el señor des Fossés en Bosnia, que desde el primer encuentro mantuvo las promesas y cumplió las amenazas, rodeándolo más y más con la atmósfera cortante y fría de una vida pobre y, sobre todo, con el silencio y la melancolía, a los que el joven se enfrentaba por las noches, cuando el sueño se niega a acudir y de ningún lugar llega ayuda.
Pero de eso ya hablaremos en uno de los próximos capítulos. Ahora le toca el turno a otro acontecimiento, más importante, que significó un cambio enorme para todo el consulado francés: la llegada del tan esperado rival, el cónsul general austríaco.