XIV
Los días secos y soleados, en los que a pesar del frío se podía montar a caballo, llegaron con la puntualidad inevitable de los fenómenos naturales. Con la misma puntualidad, según el acuerdo navideño, se presentaron en el camino helado que conducía a Kupilo los jinetes de ambos consulados.
Era un camino hecho para pasear y cabalgar. Llano, recto y permeable, con más de una milla de longitud, excavado en la vertiente dominada por los montes Karauldzik y Kajabasa, discurría paralelo al Lasva, pero mucho más arriba del río y de la ciudad que se extendía en el valle. Hacia el final, se ensanchaba y se hacía irregular, dividiéndose en senderos rurales llenos de baches que ascendían hacia los pueblos de Jankovic y Orasje.
El sol sale bastante tarde en Travnik. Des Fossés, con su guardia de escolta, cabalgaba por la calzada iluminada, mientras que a sus pies, la ciudad estaba aún en sombras bajo una techumbre de bruma y humo. El vaho escapaba de las bocas de los jinetes y de los ollares de los caballos y se elevaba de sus grupas como una llovizna. El suelo helado retumbaba ronco bajo los cascos. El sol se escondía aún tras las nubes, pero el valle se inundaba despacio de una claridad rosada. Des Fossés cabalgaba de forma irregular; cuando marchaba al paso, parecía que, de un instante a otro, iba a parar y a desmontar, pero entonces emprendía el galope tendido, y el escolta, en su bayo perezoso, se quedaba rezagado a un tiro de fusil. El joven mataba así el tiempo acechando el momento en que en algún lugar del camino divisaría a Ana María con su escolta. Para los que rebosan juventud y son presa de un deseo acuciante, la duración de la espera y la amargura de la incertidumbre resultan tan sólo una parte integrante del gran deleite que el amor promete a todos. Aguardaba con ansiedad, pero seguro de que al final todos sus temores —¿estaría enferma?, ¿la habrían detenido?, ¿le habría sucedido algo por el camino?— carecerían de fundamento, porque en amores como era éste, todo es bueno y apropiado excepto el final.
En efecto, todas las mañanas, cuando el sol sobrepasaba la arista afilada de las montañas y cuando las dudas y las interrogaciones se acrecentaban y empezaban a ser de índole más extraña, aparecía Ana María con «la puntualidad de los fenómenos naturales», vestida de negro, con la larga falda de amazona, como esculpida en la silla de montar femenina sobre el alto caballo negro. Entonces, ambos reducían el paso y se acercaban el uno al otro, con naturalidad, igual que el sol ascendía sobre sus cabezas y el día se extendía por el valle. Al joven le parecía vislumbrar a una distancia de cien pasos su sombrero estilo Valois, que en ella, como en ninguna otra mujer, formaba un todo indisoluble con las ondas de sus cabellos castaños, su semblante pálido por el frescor matinal y sus ojos insomnes. («Tiene los ojos insomnes», decía él siempre cuando se encontraban, dotando a la palabra insomne de un significado especial, audaz y misterioso; la mujer bajaba la vista y mostraba los párpados brillantes y con sombras azuladas).
Durante un momento, después del saludo y las primeras palabras, permanecían en el mismo sitio, se separaban y, luego de una breve cabalgata, se reunían de nuevo como por casualidad, hacían un trecho del camino juntos y conversaban deprisa y con avidez, volvían a separarse, a cruzarse y a continuar la conversación. Estas maniobras se debían a su posición y obligaciones sociales, pero en su fuero interno no se alejaban ni por un segundo y en cada nuevo encuentro proseguían en el punto donde no hacía mucho lo habían dejado con el mismo placer. Los miembros de las escoltas o cualquiera que los observara debían pensar que ambos dedicaban la mayor atención a sus monturas y a la cabalgata, que se cruzaban por azar y que intercambiaban frases ingenuas sobre la calzada, el tiempo y el paso de los caballos. Nadie podía adivinar lo que decía el bucle de vaho blanco que, cual bandera agitada, flotaba ya en la boca de él, ya en la de ella, se interrumpía y disipaba para volver a mecerse con más entusiasmo y durante unos largos instantes en el ambiente frío.
Cuando el sol penetraba en lo más profundo del valle y el aire se teñía por unos momentos de rosa, cuando el Lasva medio helado comenzaba a humear como si por toda la ciudad ardieran hogueras invisibles, el joven y la mujer se demoraban en una despedida más que cordial (¡en el momento de la separación, los amantes se traicionan con más facilidad!) y descendían, cada uno por su lado, a la ciudad cubierta de nieve y escarcha.
El primero que advirtió que algo sucedía entre el joven des Fossés y la hermosa señora von Mitterer, diez años mayor que él, fue el señor von Mitterer. Sabía bien la clase de «niña enferma» que era su esposa. Conocía sus piruetas y sus «extravíos», como él los llamaba, y preveía sin problemas su desarrollo y desenlace. Por lo tanto, al coronel no le resultó difícil percibir lo que ocurría con su mujer y predecir el curso entero de la enfermedad: la exaltación, el entusiasmo con la relación intelectual, la decepción ante el deseo sensual del hombre, la huida, la crisis, la desesperación, «todos me desean, pero ninguno me ama», y a la postre, el olvido y el descubrimiento de nuevos objetos de pasión y exasperación. Del mismo modo, no había que ser muy perspicaz para comprender las intenciones de aquel joven alto, arrojado de París a Travnik, y situado al alcance de la bella señora von Mitterer, la única mujer civilizada en cien leguas a la redonda. Lo que esta vez planteaba un problema difícil y desagradable al coronel era la cuestión de su posición y trato con el consulado francés.
Von Mitterer había establecido el tipo de relaciones que debían mantener con el consulado rival y su personal él mismo, su familia y sus colaboradores, y de vez en cuando lo comprobaba, modificaba y adaptaba, igual que se limpia y se da cuerda a un reloj, siguiendo las instrucciones del ministerio y la situación general. Esto suponía para él un asunto espinoso y serio, pues el sentimiento de la puntualidad militar y la conciencia profesional eran en él más fuertes y estaban más desarrolladas que cualquier otro sentimiento. Ahora, Ana María, con su conducta, podía hacer cambiar y estropear esa relación en perjuicio de la misión y del prestigio del coronel. Esto nunca había ocurrido en sus anteriores «extravíos», por lo que él se enfrentaba ahora a una nueva dificultad, desconocida hasta entonces, originada por su mujer.
Aunque no representaba más que una pequeña tuerca en la maquinaria del gran imperio austrohúngaro, el coronel, debido a su posición de cónsul general en Travnik, sabía que su gobierno realizaba una serie de preparativos bélicos, contando con una nueva coalición contra Napoleón y que al no poder ocultarlos, fingía que estaba organizando una campaña contra Turquía. Por eso von Mitterer tenía instrucciones taxativas de tranquilizar a las autoridades otomanas y convencerlas de que los preparativos en ningún caso estaban dirigidos contra ellas. Al mismo tiempo, le llegaban sin cesar órdenes de vigilar el trabajo del cónsul francés y de sus agentes y remitir todos los detalles, hasta el más insignificante.
Debido a todo esto, al coronel no le fue difícil deducir que con mucha probabilidad podía esperarse una nueva ruptura de relaciones con Francia, así como nuevas coaliciones y guerras.
Ante tales circunstancias, era comprensible que a von Mitterer le resultara inoportuno el enamoramiento de su esposa y las cabalgatas amorosas en pleno invierno, a la vista de los criados y de todo el mundo. Pero él sabía que no servía de nada hablar con Ana María, porque los argumentos razonables surtían en ella un efecto totalmente opuesto. Comprendió que sólo le quedaba aguardar el momento en que el joven requiriera a Ana María como mujer; que ella, como en ocasiones anteriores, decepcionada y desolada, se retirara, y que todo el asunto terminara automáticamente y para siempre, y deseaba con todas sus fuerzas que ese instante llegara cuanto antes.
Por otro lado, a Daville, que desconfiaba de su «inteligente pero desequilibrado» colaborador, tampoco le habían pasado desapercibidos sus paseos y citas con la señora von Mitterer. Y puesto que también había establecido las relaciones que él y los miembros de la legación debían mantener con el consulado austríaco, esos encuentros no le parecían adecuados. (Como solía ocurrir en otros temas, en esto también los deseos de Daville coincidían con los de su adversario von Mitterer). Pero tampoco sabía cómo impedirlos.
Incluso en su juventud, Daville siempre había mantenido una fuerte disciplina de cuerpo y mente en su comportamiento con las mujeres. Esa disciplina procedía tanto de una educación sana y rigurosa, como de una sangre fría innata y de una débil imaginación. Y como todos los hombres de esas características, sentía cierto temor supersticioso hacia todas las relaciones desordenadas e irregulares de esta naturaleza. De joven, en París y en el ejército, él, casto y púdico, siempre guardaba un silencio culpable cuando sus camaradas hablaban de mujeres con toda libertad. Todavía a su edad habría preferido expresar su descontento y amonestar al joven por cualquier otro motivo que no fuera una mujer.
Además, Daville tenía miedo —sí, ésa es la palabra exacta: miedo— del canciller. Temía su sagacidad inquieta y molesta, sus conocimientos variados y caóticos, pero inmensos, su despreocupación y su ligereza, su curiosidad intelectual, su fuerza física y, sobre todo, su falta de temor ante nada. Por eso esperaba, buscando una forma indirecta y adecuada de advertir al joven.
Así pasó el mes de enero, y en febrero volvieron los días húmedos y brumosos, el barro y los caminos resbaladizos, que impedían lo que ni Daville ni von Mitterer habían podido ni sabido evitar. Era imposible cabalgar. En realidad, des Fossés salía incluso con ese tiempo, caminaba con sus botas altas y su capote marrón con el cuello de piel de nutria, y acababa agotado y muerto de frío. Pero Ana María ni siquiera con su lógica y carácter podía abandonar su casa con semejante tiempo, y como un ángel prisionero, vaporosa, triste, sonriente, contemplaba el mundo con sus luminosos ojos «insomnes» y se deslizaba ausente al lado de los moradores de la casa como si fueran sombras sin vida y espectros inofensivos. Pasaba la mayor parte del día junto al arpa, agotando sin piedad su rico repertorio de canciones alemanas e italianas o perdiéndose en variaciones y fantasías sin fin. Su voz potente y cálida pero desigual, en la que se sentía la inminencia de las lágrimas y de los lamentos, llenaba la pequeña habitación y se filtraba a las otras estancias de la casa. El coronel, en su gabinete, la oía cantar acompañada del instrumento.
Tutta raccolta ancor
Nel palpitante cor
Tremante ho l’alma
(Aún embelesada,
en el palpitante corazón,
llevo mi alma en un temblor).
Al escuchar esas frases que revelaban pasión y sentimientos audaces, lo embargaba un estremecimiento de odio impotente hacia el universo incomprensible del que procedía su desgracia familiar inconmensurable y su vergüenza. Dejó la pluma y se tapó los oídos con las manos, pero le seguía llegando la voz de su mujer, el goteo y el flujo del arpa que venían del primer piso como de unas profundidades misteriosas. Emanaban de un mundo contrario a todo lo que el coronel consideraba importante, serio y sagrado. Tenía la impresión de que esa música lo perseguía desde siempre y de que nunca enmudecería, sino que, por el contrario, le sobreviviría, débil y quejumbrosa, a él y al resto de la humanidad, a ejércitos e imperios, al orden y la justicia, al deber y a la moral, para continuar gimiendo y fluyendo por encima de todos como un hilo de agua fino y constante sobre las ruinas.
El coronel retomaba la pluma y proseguía el informe empezado, con una escritura rápida y nerviosa, paralelamente a la música que venía de abajo, con la sensación de que todo era insoportable pero que no había más remedio que tolerarlo.
En el mismo momento, su hija Ágata escuchaba el canturreo. En la galería cálida y luminosa, el «jardín de invierno» de la señora von Mitterer, la niña estaba sentada en una silla baja sobre un kilim rojo. En el regazo tenía cerrado el último número de la revista Musenalmanach. Sus páginas estaban repletas de cosas nuevas para ella, magníficas y sublimes, en verso y en prosa, pero en vano pugnaba por leerlas; una fuerza dolorosa e irresistible la impulsaba a prestar oídos a la voz de su madre que llegaba desde la sala de música.
Esta criatura menuda de ojos inteligentes y mirada tensa, silenciosa y desconfiada desde su más tierna infancia, intuía muchas cosas difíciles y fatales, pero que le resultaban inexplicables. Hacía años que percibía las relaciones familiares; observaba en silencio a su padre, a su madre, a los criados y a los invitados, y presentía que se avecinaban momentos duros, desagradables y tristes, para ella incomprensibles. Cada vez se azaraba y se replegaba más en sí misma, y al hacerlo encontraba en su interior nuevas razones para sentir vergüenza y aislarse del mundo. En Zemun, al menos, tenía algunas amigas, hijas de oficiales, además su vida estaba ocupada por el colegio, su adoración ferviente a las maestras, a las monjas, y cientos de pequeñas preocupaciones y alegrías. Pero ahora estaba absolutamente sola, abandonada a sus pensamientos y las inquietudes propias de su edad, entre un padre bueno y sin autoridad y una madre loca e indescifrable.
Al oírla, la niña escondió la cara en las páginas de la revista, presa de una vergüenza inexplicable y de una extraña aversión. Fingía leer, pero en realidad escuchaba con los ojos cerrados la canción que conocía desde su niñez, que odiaba y temía como algo que sólo los adultos saben y hacen, algo terrible e insoportable que desmentía los libros más bellos y los mejores pensamientos.
Los primeros días del mes de marzo, tan secos y cálidos que más parecían de finales de abril, favorecieron inopinadamente a los jinetes de los dos consulados. De nuevo comenzaron las citas y esperas en el camino alto y llano, las galopadas alegres por la tierra blanda y por la hierba amarilla pisoteada, al aire suave y fresco de la primavera temprana. De nuevo los dos cónsules, cada uno por su lado, empezaron a preocuparse y a pensar en cómo impedir el idilio ecuestre sin provocar conflictos violentos ni graves complicaciones.
Según las informaciones que llegaban a uno y otro cónsul, el enfrentamiento entre el gobierno de Viena y Napoleón era inevitable. «Las relaciones entre los dos países evolucionan en sentido contrario a los lazos cordiales que se tejen en las cabalgatas por el camino sobre Travnik», le decía Daville a su mujer, permitiéndose una de esas ocurrencias familiares que los maridos con poco ingenio y sentido del humor reservan para sus esposas, y tratando al mismo tiempo de iniciar la conversación sobre el desagradable asunto del joven des Fossés. Lo cierto es que aquello no podía durar mucho más.
Sin embargo, ese diablo, esa «necesidad de un caballero andante» que impulsaba a Ana María a buscar jóvenes inteligentes y vigorosos, para apartarse de ellos en cuanto el caballero en cuestión, como hombre de carne y hueso que era, mostraba sus deseos y necesidades humanas, ese demonio intervino también aquí y vino en ayuda de Daville y de von Mitterer, si es que podía hablarse de ayuda en el caso de este último. Así fue que ocurrió lo que tenía que ocurrir, el momento en que Ana María, decepcionada, aterrada y asqueada, lo dejó todo, huyó y se encerró en su casa, experimentando verdadera aversión hacia sí misma y el mundo entero, obsesionada por ideas de suicidio y por la necesidad de hacer sufrir a su marido o a cualquier otro.
Ese final de marzo, extraordinariamente caluroso, aceleró el curso de los acontecimientos y provocó la crisis.
Una mañana soleada, los cascos de los caballos retumbaban en el camino llano entre los matorrales pelados. Ana María y des Fossés estaban embriagados por el frescor y la belleza del día. Galopaban cada uno por separado y luego se encontraban en la calzada; excitados y sofocados, intercambiaban palabras cálidas y frases entrecortadas que sólo para ellos tenían sentido y significado y hacían correr su sangre, que ya hervía por el galope y el frío, con más fuerza aún. En medio de la conversación, Ana María espoleaba a su caballo y galopaba hasta el final del camino, dejando al joven excitado con la palabra en la boca, y después regresaba al paso y continuaba la charla. Este juego los extenuaba. Desmontaban como jinetes experimentados, se reunían y de nuevo se separaban como dos pelotas que se atraen y repelen permanentemente. Mientras se desarrollaba este pasatiempo, sus escoltas se quedaban rezagados. Los criados y guardias de des Fossés y de Ana María cabalgaban despacio a lomos de sus pequeños caballos sin participar en la diversión de sus señores, pero tampoco se mezclaban entre sí y aguardaban unos y otros a que los amos se cansaran y, hartos, volvieran a casa.
En una de estas carreras, el joven y la mujer se encontraron al final del camino llano, en el punto donde torcía imprevistamente y se convertía en un sendero pedregoso y lleno de baches. En esa curva había un pequeño bosque de pinos. A la luz del sol, los árboles parecían una masa negra compacta, y el suelo, cubierto de agujas caídas, estaba rojo y seco. Des Fossés desmontó de golpe y propuso a Ana María que hiciera otro tanto para ver el bosque que, aseguraba él, le recordaba a Italia. La palabra «Italia» engañó a la mujer. Sujetando las bridas en la mano y pisando, con los pies entumecidos por la cabalgata, la alfombra lisa de agujas de pino color herrumbre, se adentraron unos pasos en el bosque que se espesaba y cerraba tras ellos. Ana María calzaba unas pesadas botas de montar que le dificultaban la marcha y aferraba con una mano la larga falda de su vestido negro de amazona. Se detuvo indecisa. El joven hablaba, como si quisiera ahogar el silencio del bosque y tranquilizarse a sí mismo y a la mujer. Comparaba la floresta con un templo o algo similar. Pero entre las palabras había vacíos y pausas que llenaban su aliento entrecortado y ardiente y los latidos acelerados de su corazón. En un momento, cogió sus bridas y las de su compañera y las pasó alrededor de una rama. Los caballos permanecieron quietos, con los músculos temblorosos, mientras él arrastraba a la mujer, que vacilaba, hasta una hondonada donde las ramas y los troncos de los pinos los ocultaban por completo. Ella se resistía, deslizándose asustada y con torpeza por la capa espesa de agujas. Pero antes de que pudiera evadirse o decir algo, percibió la cara sonrosada del joven contra su rostro. Ya no había ni Italia ni templos. Esa enorme boca roja se aproximaba a la suya, ahora ya sin palabras. Ana María palideció, abrió los ojos de par en par como si se hubiera despertado bruscamente, quiso empujarlo, huir, pero las rodillas le fallaron. Los brazos de él ya rodeaban su talle. Ella gimió como si la estuvieran asesinando a traición y sin darle la posibilidad de defenderse, «¡No! ¡No! ¡Esto no!». Tenía los ojos desorbitados. Soltó la falda que hasta entonces había agarrado con la mano crispada y cayó desfallecida.
El mundo conocido se esfumó, las palabras, los paseos, los cónsules y los consulados. Ellos dos también desaparecieron en un ovillo que rodaba convulsamente por el compacto tapiz de hojas que crujía bajo sus cuerpos. Estrechando a la mujer extenuada, el joven la abrazaba como si tuviera cientos de brazos invisibles. Su saliva se mezclaba con las lágrimas, porque ella lloraba, y con sangre, porque a alguno le sangraba el labio. Pero no se separaron. En realidad, ya no eran dos bocas. Ese abrazo del hombre loco de deseo y la mujer alterada no duró ni un minuto. Ana María sintió un escalofrío, abrió aún más los ojos, como si hubiera vislumbrado de repente el abismo y el horror, recobró la conciencia y una fuerza inesperada, empujó colérica al joven enardecido y empezó a propinarle en el pecho golpes repetidos y rabiosos con los puños, como una niña enfadada, gritando:
—¡No, no, no!
El hechizo ante el que todos se habían rendido estaba roto. Igual que no sabían en qué momento habían caído al suelo, tampoco se dieron cuenta de cuándo se habían levantado. Ella gemía furiosa y se arreglaba el pelo y el sombrero, y él, perplejo y desmañado, le sacudía las agujas de pino secas del vestido negro, le tendía su fusta y la ayudaba a salir de la hondonada. Los caballos esperaban tranquilamente moviendo la cabeza.
Salieron al camino y montaron, antes de que la escolta advirtiera que habían desmontado. Al separarse, se miraron una vez más. El joven estaba más sonrojado que de costumbre y guiñaba los ojos a causa del sol. Ana María se había transmutado. Tenía los labios tan exangües que se perdían en su faz pálida, y los ojos irreconocibles, como si acabara de despertarse, con dos círculos negros alrededor de las pupilas en las que era más difícil que nunca contemplar aquel brillo profundo. En su cara hinchada, ajada, como si la hubiera descuidado hacía tiempo, apareció una expresión de rabia feroz y repulsión sin límites hacia sí misma y hacia todo a su alrededor.
Des Fossés, que por otro lado no perdía fácilmente la presencia de ánimo ni la sangre fría y el aplomo que le eran innatos, estaba confuso y se sentía incómodo, intuyendo que aquello no era ni un coqueteo ni el miedo habitual de una mujer a la sociedad, la vergüenza y el escándalo. De golpe volvió en sí, sintiéndose más ruin y más débil que esa enferma a la que su temperamento extravagante y su amargura bastaban para vivir como en un mundo aparte.
Todo en torno a él, y en su interior, le parecía cambiado, alterado, incluso las proporciones de su propio cuerpo.
De este modo se separaron para siempre los jinetes del invierno, antaño tiernos enamorados de Kupilo.
Von Mitterer de inmediato se dio cuenta de que la relación entre su mujer y el nuevo caballero, que, como tantos otros anteriormente, tampoco le estaba predestinado, había llegado al punto crítico y de que ahora empezaba la tormenta doméstica. En efecto, al cabo de dos días de aislamiento total, sin comer, sin hablar, empezaron las escenas y los reproches injustificados y las súplicas («Jozef, ¡por Dios…!») que el coronel había previsto y estaba dispuesto a soportar con tranquila y dolorosa paciencia hasta el final, igual que las veces anteriores.
Daville también advirtió rápidamente que des Fossés ya no salía a cabalgar con la señora von Mitterer. Le supuso un gran alivio porque lo eximía de la penosa obligación de hablar de ello con el joven para decirle que cualquier contacto íntimo con el consulado austríaco debía ser interrumpido, pues todos los informes indicaban que las relaciones entre la corte vienesa y Napoleón volvían a ser tensas. Daville los leía, asustado, mientras oía bramar el fuerte siroco de marzo alrededor de la casa.
Durante ese tiempo, el «joven cónsul», sentado en su acogedora habitación, se tragaba su rabia contra Ana María y sobre todo contra sí mismo. Se torturaba sin cesar, tratando de explicarse la conducta de esa mujer. Pero, fuera cual fuera la explicación que encontrara, todas le producían sensación de desengaño, vergüenza y orgullo herido, a lo que había que añadir el dolor agudo de sus deseos encendidos e insatisfechos.
Se acordaba —aunque ya era demasiado tarde— de su tío de París y de los consejos que le dio un día cuando se lo encontró en el Palais Royal cenando con una actriz famosa por su excentricidad. «Veo que te has hecho un hombre —le dijo su viejo tío—, y que has empezado a romperte el cuello como el resto. Así debe ser y así sea. Sólo te doy un consejo: guárdate de las mujeres locas».
En sueños se le aparecía ese tío bueno y sabio.
Ahora que el asunto había terminado de manera tan tonta y ridícula, veía, como si acabara de despertarse, el aspecto inmoral y repugnante de su «lío» con la mujer extravagante y de edad madura del cónsul austríaco, al que lo habían empujado la incapacidad transitoria de dominarse y esa soledad de Travnik.
También ahora recordaba el «cuadro vivo» del verano anterior en el jardín con Jelka, la muchacha de Dolac, que ya había olvidado. Podía sucederle que varias veces en una noche saltaba de repente de la mesa o de la cama, con la sangre hirviendo en la cabeza, los ojos velados, embargado por una sensación de vergüenza y rabia contra sí mismo, una sensación que sólo entre los jóvenes puede ser tan viva e intensa. Y de pie, en medio de la habitación, se reprochaba haberse portado tan estúpida y despreciablemente, buscando al mismo tiempo una explicación a sus fracasos.
—¿Qué clase de país es éste? ¿Qué aire se respira? —se preguntaba entonces—. ¿Y qué mujeres son éstas? Te miran con ojos tiernos y dulces como flores en la hierba o tan apasionados (a través de las cuerdas de un arpa) que tu corazón se derrite. Y cuando atiendes a esa mirada suplicante, entonces ellas caen de rodillas, dan una vuelta de ciento ochenta grados a toda la situación, te suplican con voz lánguida y ojos de víctima, al punto de provocarte la náusea y el asco y hacer que se te quiten todas las ganas de vivir y amar, mientras que otras se defienden como si fueras un hajduk y reparten golpes como si de boxeadores ingleses se trataran.
De este modo, en el piso de arriba, sobre Daville y su familia dormida, trataba de justificarse ante sí mismo el «joven cónsul» y se enfrentaba a su dolor secreto, hasta que conseguía dominarlo y, como todos los dolores de la juventud, empezaba a desvanecerse en el olvido.