V
Los meses transcurrían y el año se aproximaba a su fin, pero el cónsul austríaco, del que se creía que vendría a continuación del francés, seguía sin aparecer. La gente ya había empezado a olvidarse de esta posibilidad. A finales del verano, de repente, corrió la voz de que el cónsul estaba a punto de llegar. El rumor cundió por la ciudad. De nuevo surgieron las sonrisas, los ceños fruncidos y los cuchicheos. Pero volvieron a pasar las semanas y no había ni rastro del cónsul. No obstante, los últimos días del otoño trajeron al representante de Viena.
Daville había oído ya en Split, antes incluso de pisar tierra bosniaca, que el gobierno austríaco se disponía a abrir un consulado general en Travnik. Más tarde, ya en la ciudad, y a lo largo de todo el año, esta contingencia se había cernido sobre él como una amenaza. Sin embargo, ahora, cuando al cabo de tantos meses de expectación, la amenaza se había convertido en realidad, le preocupaba menos de lo que cabría esperar. En efecto, con el tiempo, se había reconciliado con esta idea. Además, según la extraña lógica de las debilidades humanas, a él lo halagaba que otra de las grandes potencias atribuyera importancia a este lugar perdido. Se crecía ante sus propios ojos y se sentía fortalecido con una energía nueva y más combativo.
D’Avenat había empezado ya a mediados del verano a reunir datos, propagar rumores sobre las pérfidas intenciones de Austria y tender sus redes para organizar el recibimiento del nuevo cónsul. Antes de nada, se informó bien de cómo era acogida esta novedad en los distintos círculos. Los católicos no cabían en sí de gozo, y los frailes estaban dispuestos a ponerse al servicio del nuevo cónsul con la misma dedicación y fervor que frialdad y desconfianza habían mostrado al francés. Los ortodoxos, perseguidos a causa de la sublevación en Serbia, evitaban conversar sobre el tema, pero en privado seguían insistiendo en que «no hay más cónsul que el ruso». Los otomanos del konak, indolentes, despectivos y dignos guardaban silencio, en general, preocupados cada uno con sus propios problemas e intrigas. Los turcos nativos se alarmaron aún más que con la noticia de la llegada del cónsul francés. Si Bonaparte representaba una potencia lejana, móvil y un poco fantástica, con la que actualmente era necesario contar, Austria, por el contrario, era un peligro cercano, real y sobradamente conocido. Con el instinto infalible de la raza que se apodera de un país y gobierna durante siglos sobre la única base de un orden establecido, intuían cada riesgo, por pequeño que fuera, que amenazara dicho orden y su dominación. Sabían bien que cada extranjero que llegaba a Bosnia acortaba un poco el camino entre ellos y el mundo exterior hostil, y que el cónsul, con sus prerrogativas y medios, abría de par en par las puertas de ese camino por el que nada bueno podía llegar para ellos, para sus intereses y su pueblo, y sí mucho mal. Su rencor contra Constantinopla y los otomanos, que lo permitían, era grande; su preocupación, mayor de lo que habrían querido mostrarle a d’Avenat. No daban respuestas claras a sus preguntas provocativas, ocultando su odio a la incursión del extranjero, pero sin disimular su desprecio ante tanta insistencia. Y cuando quiso sonsacarle a un mercader a cuál de los dos cónsules, el francés o el austríaco, preferiría, éste le respondió con toda tranquilidad que ambos eran iguales: «Los mismos perros con distintos collares».
D’Avenat se tragó la respuesta; ahora, al menos, tenía claro lo que pensaba y sentía el pueblo, pero no sabía cómo traducírselo y explicárselo a su cónsul sin ofenderlo.
Por lo demás, los franceses hicieron todo lo posible por obstaculizar el trabajo del rival e impedir que se estableciera. Daville intentó durante largas horas, aunque en vano, convencer al visir de lo peligroso que sería para Turquía el nuevo cónsul, de cuánto mejor sería que no se le dieran credenciales y no se le permitiera instalarse. El visir miraba hacia delante sin decir en qué pensaba. Él ya sabía que las credenciales del cónsul austríaco habían sido emitidas, pero dejaba hablar al francés y reflexionaba sobre los perjuicios y beneficios que podría obtener de la lucha que evidentemente se iba a entablar entre ambos cónsules.
D’Avenat, sin embargo, con nuevos sobornos y antiguas conexiones, logró demorar la remisión de los documentos. De modo que al cónsul general austríaco, el coronel von Mitterer, le esperaba una desagradable sorpresa en Brod, ya que el firman imperial y las credenciales consulares no habían llegado al comandante austríaco de la plaza tal como se le había prometido. Un mes entero permaneció von Mitterer en Brod, enviando inútilmente emisarios a Viena y a Travnik. Finalmente, le comunicaron que las credenciales habían sido enviadas al capitán de Derventa, Nail bey, para que él se las entregara al cónsul, y éste llegara a Travnik provisto de ellas. Así que von Mitterer partió de Brod, con su intérprete, Nicola Rotta, y dos servidores. Mas en Derventa le aguardaba otra sorpresa. El capitán afirmaba que no tenía nada para el cónsul, ni credenciales ni instrucciones. Le ofreció que se alojara con su escolta en la fortaleza de Derventa; en realidad, era una caserna húmeda, porque la posada hacía poco que había sido pasto del fuego. Aunque contaba con experiencia y era un veterano en el trabajo y en la lucha contra las autoridades turcas, el coronel estaba fuera de sí y rezumaba acritud. El capitán, un bosniaco testarudo y arisco, hablaba con él en un tono iracundo, a través de los fildzani[25].
—Espera, señor mío, si es verdad lo que dices, que te han enviado el firman y las credenciales, llegarán, sin ninguna duda, porque lo que se envía desde la Sublime Puerta tiene que llegar; tú espera aquí. A mí no me molestas.
Y mientras decía esto, bajo los cojines en los que estaba sentado, se hallaban envueltos cuidadosamente en una tela encerada el firman y las credenciales para el señor Jozef von Mitterer, como cónsul general del Imperio y del Reino en Travnik.
El coronel, desconcertado y exasperado, escribía de nuevo cartas urgentes a Viena en las que suplicaba que se solicitaran los documentos a Constantinopla, que no lo dejaran en aquella posición que perjudicaba el prestigio del país que lo enviaba y minaba, por anticipado, su trabajo en Travnik. Terminaba sus cartas: «Escribo desde la fortaleza de Derventa, en un cuartucho, sentado en el suelo». Al mismo tiempo, pagaba correos especiales para que llevaran mensajes al visir, rogando que se le enviaran las credenciales o se le permitiera llegar a Travnik sin ellas. Nail bey retenía a los emisarios del coronel, les confiscaba las cartas por sospechosas y las colocaba tranquilamente bajo los cojines, al lado del firman y de las credenciales.
Así que el coronel pasó aún catorce días más en Derventa. Durante ese tiempo lo visitó un judío de Travnik que le ofreció sus servicios, afirmando que tenía posibilidades de espiar al cónsul francés. Desconfiado y curtido en el trato con espías, el coronel no quiso aceptar los servicios dudosos de aquel hombre y sólo lo empleó como correo, enviando por mediación suya una misiva al visir. El judío aceptó la gratificación y llevó la carta a Travnik, donde la entregó a d’Avenat, que era quien le había pagado y enviado a Derventa para que fingiera ponerse a disposición del cónsul austriaco. Por escrito, Daville pudo ver cuán difícil y ridícula era la situación de su adversario, y leyó con satisfacción sus ruegos y reclamaciones impotentes dirigidas al visir. La misiva volvió a ser lacrada y enviada al konak. El visir, sorprendido, ordenó que se llevara a cabo una investigación y se averiguara qué había sucedido con el firman y las credenciales, los cuales hacía ya quince días que había remitido al capitán de Derventa, Nail bey, para que se los entregara al nuevo cónsul cuando se presentara ante él. El tefter-cehaja[26] del visir revolvió dos o tres veces su archivo polvoriento y en vano se afanó por recordar adonde podían haber ido a parar los papeles. El correo, que había llevado el encargo a Derventa y regresado, demostró que había entregado, siguiendo las normas, el mensaje del visir al capitán. Todo estaba bien, sólo el cónsul austriaco, sentado en Derventa, esperaba impaciente e infructuosamente sus credenciales.
El asunto, sin embargo, era bastante simple y evidente. Daville, a través de d’Avenat y del judío, había sobornado al capitán de Derventa para que demorara tanto como fuera posible la entrega de las cartas. El capitán no tuvo ningún inconveniente en sentarse durante doce días en los cojines, con el firman y las credenciales debajo, en responder arrogante e impasible al coronel que no había llegado nada para él, y recibir a cambio de su celo un cequí húngaro por día. Y nadie podía hacer nada contra el oficial porque, por lo demás, hacía tiempo que no respondía a las demandas y cartas que no eran de su agrado, y a Travnik no quería ni acercarse.
Por fin también esto se arregló. El coronel recibió un mensaje del visir en el que se le comunicaba que se estaban buscando los documentos, y que entretanto lo invitaba a ponerse inmediatamente en camino hacia Travnik sin las credenciales. El coronel abandonó alegremente Derventa el mismo día y partió hacia Travnik; y a la mañana siguiente, el capitán envió al visir los documentos del cónsul, con la excusa de que se habían extraviado.
Así, al cónsul general austriaco le sucedió lo que casi siempre sucede a los extranjeros que van a Turquía para llevar a cabo algún negocio; a saber, que los turcos, un poco adrede y conscientemente, y otro poco sin querer, con el solo concurso de las circunstancias, ya al primer paso agotan y humillan al forastero en cuestión, de tal modo que éste accede al asunto que lo ha traído allí con las fuerzas disminuidas y la confianza en sí mismo mermada.
Por otro lado, es cierto que también von Mitterer, estando todavía en Brod a la espera de sus credenciales, empezó a abrir en secreto la correspondencia que llegaba de Ljubljana para el cónsul francés.
La llegada del cónsul general imperial y real a Travnik transcurrió de manera parecida a la de Daville. La única diferencia estribaba en que von Mitterer no tuvo que alojarse en una casa judía, porque los católicos se afanaron como un enjambre y las mejores casas de mercaderes se ofrecieron a acogerlo. La audiencia con el visir, según pudo saber d’Avenat, fue más corta y fría que el recibimiento dispensado al cónsul francés, pero la bienvenida de la población turca no fue ni mejor ni peor («los mismos perros con distintos collares»). Al nuevo cónsul lo acompañaron por las calles los insultos y amenazas de las mujeres y niños, le escupieron desde las ventanas, y los hombres adultos de las tiendas no lo consideraron digno ni de una mirada.
El cónsul austriaco visitó primero a los dos beyes más influyentes y al comisionado apostólico que casualmente, aquellos días, se encontraba en el monasterio de Guca Gora, y sólo después a su colega francés. Los agentes de d’Avenat lo siguieron paso a paso con ocasión de esas visitas e informaron de todo aquello de que pudieron enterarse, pero también se inventaron y añadieron lo que no habían podido averiguar. No obstante, con los datos reunidos se podía columbrar que el cónsul austriaco quería agrupar a todos los que estaban en contra del francés y que lo hacía cautelosa y discretamente, sin proferir una sola palabra contra Daville y su trabajo, pero atendiendo a todo lo que los otros tenían que decir. Incluso compadecía a su colega, que debía representar a un gobierno surgido de la Revolución y, en principio, aconfesional. Eso era lo que le decía a los católicos. Con los turcos, a su vez, se dolía de Daville, porque le había caído en suerte la ingrata tarea de preparar paulatinamente el avance sobre Turquía de las tropas francesas en Dalmacia, introduciendo así en esa tranquila y hermosa Bosnia todos los tormentos y pesares que el ejército y la guerra traen consigo.
Un martes, a las doce en punto del mediodía, von Mitterer visitó por fin a Daville.
Fuera brillaba el sol del otoño tardío, pero en la casa de Daville, en la sala grande de la planta baja, la atmósfera era fría, casi helada. Los dos cónsules se miraron de hito en hito, intentando ambos aparentar naturalidad al hablar y decir con la mayor espontaneidad todo lo que tenían preparado hacía tiempo para la ocasión. Daville habló de su estancia en Roma y, como de paso, añadió que su soberano había puesto punto final a la Revolución y establecido no sólo el orden social, sino también el prestigio de la religión en Francia. Casualmente, en su mesa estaba el decreto sobre la creación de la nueva nobleza imperial, y se lo explicó detalladamente a su visitante. Von Mitterer, según la fórmula convenida, subrayó la sabia política de la corte de Viena, que sólo deseaba la paz y una colaboración amistosa, pero no le quedaba más remedio que tener un ejército poderoso, porque así lo exigía la posición de una gran potencia en el este de Europa.
Ambos cónsules estaban henchidos de la dignidad de su profesión y del fervor del principiante. Eso les imposibilitaba percatarse de lo ridículos que eran el tono alto y los modales solemnes de su reunión, pero no les impedía examinarse y juzgarse el uno al otro.
A Daville, von Mitterer le parecía mucho más viejo de lo que se había imaginado a juzgar por lo que había oído decir. Y todo en él —el uniforme militar verde oscuro, el peinado pasado de moda y los bigotes retorcidos en su cara amarillenta— le resultaba anticuado y muerto.
Von Mitterer, a su vez, pensaba que Daville era demasiado joven y poco serio. En su forma de hablar, en los lacios bigotes rojizos y las rubias ondas de cabello cayendo libremente sobre la frente, sin polvos ni coleta, en la suma de todo ello, el coronel veía el desaliño revolucionario y un desagradable exceso de fantasía y libertad.
Quién sabe cuándo los cónsules habrían dejado de glosar las elevadas intenciones de sus respectivas cortes, si no les hubieran interrumpido unos gritos, gemidos y carreras salvajes en el patio.
A pesar de las estrictas prohibiciones, una multitud de niños cristianos y judíos se habían reunido en la calle y se habían encaramado uno tras otro a la tapia para esperar y ver al cónsul con su rutilante uniforme. Como no podían estarse quietos esperando, alguno empujó al más pequeño, que resbaló y se precipitó al suelo al otro lado de la valla, en el patio donde esperaban los sirvientes de Daville y la escolta de von Mitterer. Los otros críos salieron en desbandada como gorriones. El niño judío que se había caído al patio, una vez pasado el primer susto, empezó a aullar como si lo estuvieran despellejando vivo, mientras sus dos hermanos brincaban fuera, delante de la puerta cerrada, sollozando a voz en cuello y llamando. Los lamentos y carreras provocados por todo el tumulto desviaron la conversación de los dos cónsules hacia los niños y los asuntos familiares. Ambos parecían soldados que cumpliendo órdenes pasaban de unas maniobras difíciles a la posición de «descanso».
En vano uno y otro, recordando de vez en cuando su cargo y obligaciones, adoptaban una postura presuntuosa y oficial. La desgracia común y la semejanza de sus destinos eran más fuertes que el resto. Sobre todas las posturas, uniformes, condecoraciones y expresiones científicas, se derramaba como un torrente la amargura compartida por la vida dura e indigna a la que ambos estaban condenados. Inútilmente, Daville subrayaba la gentileza inusitada con la que desde el principio lo habían acogido en el konak; en vano, von Mitterer recalcaba la gran simpatía, secreta, pero poderosa, de que gozaba entre los católicos. Del tono de voz y la expresión de los ojos se desprendía sólo el pesar oculto y la comprensión humana y profunda de dos compañeros de infortunio, y únicamente las últimas consideraciones de su deber y el tacto les impidieron pasarse el uno al otro el brazo por los hombros, igual que hacen dos hombres sensatos y cuerdos unidos en la adversidad.
Así, la primera visita finalizó con una charla sobre las enfermedades infantiles, la alimentación y, en general, las difíciles circunstancias en las que tenían que vivir en Travnik.
Pero ya ese día, los dos cónsules, al mismo tiempo, permanecieron largas horas sentados delante de pliegos de papel basto, hilando conceptos y redactando líneas interminables para el informe oficial sobre el primer encuentro con su colega. Aquí, esa primera entrevista tenía un aspecto totalmente distinto. Sobre el papel, se había tratado de un duelo incruento de sutileza, cortesía y celo entre dos titanes. Cada uno de ellos atribuía a su rival la vitalidad y las cualidades que correspondían plenamente a la elevada opinión que tenía de sí mismo y de su misión. Sólo que en el informe del francés, el austríaco al final acababa de rodillas en el suelo, derrotado moralmente, mientras que en el de von Mitterer, Daville se había quedado estupefacto y mudo ante la exposición digna y distinguida del cónsul imperial y real.
Naturalmente, ambos señalaron que el adversario estaba descorazonado por las circunstancias increíblemente difíciles en las que un europeo instruido, con su familia, tenía que vivir en aquellos lugares salvajes y montañosos. Pero, por supuesto, ninguno de los dos mencionó su propio desaliento.
De este modo, los dos cónsules tuvieron aquel día consuelo y satisfacción por partida doble: poder conversar y desahogarse como personas normales, tanto como permitía un primer encuentro, y describirse mutuamente con los colores más sombríos, lo que venía a ser igual que dar de sí mismos la imagen más halagadora posible. Ambos compensaban así dos necesidades íntimas, las dos fútiles y contradictorias, pero igualmente humanas y comprensibles. Esto ya era algo en esa vida poco corriente en la que, tanto para uno como para otro, los placeres, reales o imaginarios, eran escasos y cada vez menos frecuentes.
En adelante, en Travnik, pero en lados opuestos —una casa frente a la otra—, vivieron los dos cónsules con sus familias y colaboradores. Eran dos hombres de antemano elegidos y enviados allí para ser enemigos, para batirse y ganar, para hacer prosperar los intereses de su corte y de su país ante las autoridades y el pueblo llano, y oponerse a los de su adversario y perjudicarlos. Y eso es lo que hacían, como hemos visto y como vamos a ver más adelante, cada uno como mejor sabía, según su temperamento y educación y sus posibilidades. A menudo se enfrentaban con virulencia y sin compasión, olvidándolo todo, dejándose llevar sólo por sus instintos de lucha y conservación, como dos gallos ensangrentados abandonados por una mano invisible en este angosto y sombrío reñidero. Cada éxito de uno era un fracaso para el otro, y cada fracaso un pequeño triunfo. Ocultaban los golpes recibidos o al menos les restaban importancia ante sí mismos, y engrandecían los que ellos asestaban al contrario y los exageraban en sus informes a Viena y París, informes en los que, por lo general, el cónsul rival y su trabajo aparecían retratados sólo con tonos oscuros. Estos dos padres de familia solícitos, estos dos ciudadanos tranquilos en edad madura parecían, por momentos, tan terribles y feroces como leones furiosos o Maquiavelos nefastos. Al menos así se describían el uno al otro, arrastrado cada uno por su difícil destino y ofuscado por el medio inusual al que habían sido arrojados y en el que perdían rápidamente el sentido de la medida y de la realidad.
Sería largo y superfluo contar por orden las tormentas en un vaso de agua de los cónsules y todas sus batallas y estratagemas, muchas de las cuales eran ridículas, otras tristes y la mayoría innecesarias e irrelevantes. De todos modos, no podremos evitar una buena parte de ellas en el curso de nuestra narración. Los cónsules luchaban por ganar influencia ante el visir y sus colaboradores más próximos, sobornaban a los señores de los puestos fronterizos y los espoleaban para que asaltaran y saquearan los territorios del enemigo. El francés enviaba a sus mercenarios hacia el norte, al otro lado de la frontera austríaca, mientras que el austríaco mandaba a los suyos al sur, hacia la Dalmacia en la que gobernaban los franceses. Ambos, a través de sus agentes, propalaban falsos rumores entre el pueblo y desmentían los de sus adversarios. A la postre, se calumniaban el uno al otro y se despellejaban como mujeres enfrentadas. Interceptaban a los mensajeros del contrario, se abrían las cartas, se arrebataban los criados o los sobornaban. De creer lo que contaban el uno del otro, parecía que incluso se habían envenenado recíprocamente o al menos lo habían intentado.
No obstante, al mismo tiempo y al margen de todo, había infinidad de cosas que aproximaban y unían a los dos cónsules rivales. Porque, en realidad, ambos hombres, ya maduros, «con el peso de la familia», cada uno de ellos con su vida complicada, sus planes, preocupaciones y pesares, estaban obligados a batirse y competir en aquella tierra extraña e ingrata, involuntaria pero insistentemente, imitando con sus movimientos las maniobras grandes de sus patronos lejanos, invisibles y, a menudo, incomprensibles. La vida dura y el destino aciago los empujaban el uno al otro; y si existían en el mundo dos personas que podían entenderse, lamentarse juntos, e incluso ayudarse, eran esos dos cónsules que consumían su energía, sus días y con frecuencia sus noches para ponerse zancadillas y amargarse la vida tanto como fuera posible.
En realidad, sólo los fines de su trabajo oficial eran distintos, todo lo demás era idéntico o similar. Luchaban por los mismos acuerdos, empleando los mismos medios, alcanzando resultados alternos. Además de tener que pelear entre sí, ambos debían sostener todos los días una lucha con las autoridades turcas, lentas y poco de fiar, y con los turcos del lugar, increíblemente obstinados y maliciosos. También tenían sus preocupaciones familiares, iguales contrariedades con sus respectivos gobiernos, que no enviaban a tiempo las órdenes; con sus ministerios, que no aprobaban los créditos; con las autoridades fronterizas, que constantemente cometían errores o incurrían en omisión. Lo más importante, sin embargo, era que ambos tenían que vivir en aquel villorrio oriental, sin amistades ni diversiones, sin ninguna comodidad, careciendo a menudo de lo más imprescindible, entre montañas salvajes y personas toscas; tenían que enfrentarse a la desconfianza, inexactitud, suciedad, enfermedades y desgracias de todo tipo. En pocas palabras, no les quedaba más remedio que vivir en un ambiente que primero consume al occidental, luego lo transforma en un ser enfermizamente irritable, aborrecible para sí mismo y los demás, y por último, con el correr de los años, lo cambia por completo, lo doblega, y mucho antes de morir, lo entierra en una indiferencia sorda.
Por todos estos motivos, los cónsules se reunían en cuanto cambiaban las circunstancias y las mejores relaciones políticas lo permitían. En esos momentos de tregua y reposo, se contemplaban perplejos y avergonzados, como después de un sueño, buscando en su fuero interno unos sentimientos distintos y personales hacia su oponente y preguntándose en qué medida podían darles rienda suelta. En aquellos periodos, se frecuentaban, se ofrecían consuelo mutuo, se hacían regalos, se enviaban cartas, cálida y amistosamente, como sólo pueden hacerlo las personas que se han hecho daño entre sí pero que, al mismo tiempo, no dejan de estar unidas por un nefasto destino común y ligadas irremediablemente la una a la otra.
Mas, en cuanto empezaba a avivarse la llama de la discordia entre Napoleón y la corte austríaca, y la breve pausa se aproximaba a su fin, los cónsules también empezaban a espaciar sus visitas y a dosificar su amabilidad, hasta que la interrupción de relaciones o la guerra los alejaba o enemistaba por completo. Entonces, los dos hombres fatigados retomaban de nuevo su lucha, reproduciendo, como marionetas obedientes, los movimientos de la contienda tremenda y lejana, cuyos objetivos finales les resultaban desconocidos y cuya enormidad y fiereza provocaba en lo más profundo del alma sentimientos parecidos de pavor e incertidumbre. Sin embargo, ni siquiera entonces se interrumpía el hilo invisible y resistente que los unía y ligaba «a los dos exiliados», tal como se denominaban a sí mismos en las cartas. Ni ellos ni sus familias se veían ni se encontraban; al contrario, trabajaban uno contra otro con todos los medios a su alcance y en todos los ámbitos. Por las noches, cuando hacía ya horas que Travnik se había sumido en la oscuridad, podía verse sólo en los dos consulados una o dos ventanas iluminadas. Eran los dos cónsules que velaban sobre los papeles, leyendo los informes de los confidentes o escribiendo comunicados. Solía suceder que Daville o von Mitterer, abandonando un instante el trabajo, se acercaban a la ventana y clavaban la vista en la luz solitaria de la colina de enfrente, bajo la cual el rival vecino maquinaba desconocidas trampas y estratagemas, esforzándose por enterrar a su colega del otro lado del Lasva y frustrar sus planes.
La pequeña ciudad encajada entre ellos había desaparecido, sólo los separaba el vacío, el silencio y la oscuridad. Sus ventanas se miraban resplandeciendo como las pupilas de dos duelistas. Pero oculto tras las cortinas, uno u otro cónsul, o ambos al mismo tiempo, escudriñaban las sombras buscando el débil rayo de la lámpara del adversario y pensaban el uno en el otro con emoción, comprensión profunda y un pesar sincero. Luego, se estremecían y regresaban a su trabajo a la luz de las velas consumidas y continuaban escribiendo sus informes, en los que no había ni huella de los sentimientos precedentes y en los que se atacaban mutuamente o se humillaban, situándose en esa falsa altura oficial desde la que los funcionarios se creen que contemplan el mundo entero cuando hablan a su ministro en un informe confidencial, que como ellos saben muy bien, jamás leerán aquéllos a los que hace alusión.