XXIII

Daville se enfadaba consigo mismo por creer en las pequeñas supersticiones, pero le asombraba no dejar de pensar en ellas. Una de esas creencias inexplicables se refería, por ejemplo, a la idea de que los meses de verano en Travnik eran desgraciados y que siempre traían sorpresas desagradables. Se decía que era algo natural. En verano empiezan todas las guerras y todas las insurrecciones. En general, los días estivales son más largos y los hombres tienen demasiado tiempo, por lo tanto más posibilidades de hacer esas tonterías y malas acciones, que responden a una necesidad interna profunda y constante. Y apenas acababa de explicárselo, retomaba la misma idea: que el verano trae problemas y que los meses calurosos («los que no tienen letra R») eran, desde cualquier punto de vista, más peligrosos que el resto.

Ese verano empezaba con malos augurios.

Un día de mayo que había comenzado bien, pues había podido dedicar un par de horas a los versos de su obra sobre Alejandro, Daville recibió al joven Frayssinet, que había venido para contarle en persona el mal estado en que se hallaba el caravasar francés en Sarajevo y todos los sinsabores por los que atravesaba la mercancía francesa en tránsito por Bosnia. El joven, sentado en la galería, rodeado de flores, hablaba con el acento meridional vivaz y rápido.

Era su segundo año en Sarajevo. Durante ese tiempo no había ido a Travnik más que en otra ocasión, pero mantenía una correspondencia constante con el cónsul general. En estas cartas, cada vez iban ocupando más espacio las quejas relativas a las circunstancias y la gente de Sarajevo. El muchacho estaba profundamente desilusionado y abatido. Había adelgazado, el cabello clareaba en su nuca y su tez había adquirido un color malsano. Daville advirtió que le temblaban las manos y que su voz rezumaba amargura.

Aquella claridad serena con la que preveía y disponía las cosas durante su primera visita, dos veranos atrás, en esa misma terraza, había desaparecido por completo. (Oriente, pensaba Daville con la maligna e inconsciente satisfacción humana con la que descubrimos y observamos las huellas de la enfermedad que también padecemos nosotros, Oriente se había infiltrado en la sangre del joven y lo estaba minando, inquietando y corroyendo).

Frayssinet estaba realmente amargado y decaído. El descontento irritante contra todo y todos que embarga y acaba por dominar a los occidentales cuando llegan allí por trabajo, lo colmaba de la cabeza a los pies y no tenía fuerzas para someterlo y reprimirlo.

Sus propuestas eran radicales. Había que liquidar todo, cuanto antes mejor, y buscar otras rutas, a través de otras regiones en las que se pudiera vivir y trabajar con la gente.

Daville veía con claridad que el joven se había contaminado del «veneno oriental» y que se hallaba en ese estadio de la enfermedad en la que el paciente, en un acceso de fiebre, ni ve la realidad ni puede juzgar adecuadamente, sino que con todos sus nervios y con todas sus ideas sostiene una batalla constante con el entorno. Él conocía tan bien ese estado de ánimo, que podía desempeñar con su huésped el papel del hombre mayor y saludable que consuela y tranquiliza. Pero el joven se defendía de las palabras de consuelo como de un ataque personal y de una ofensa.

—No —decía mordazmente—, en París ni siquiera barruntan cómo se vive y se trabaja aquí, nadie puede saberlo. Sólo trabajando con estos hombres y conviviendo con ellos, uno acierta a vislumbrar hasta qué punto los bosniacos son de poco fiar, arrogantes, crueles y socarrones. Sólo nosotros lo sabemos.

A Daville le parecía estar escuchando las palabras que tantas veces había proferido y escrito. Las escuchaba atentamente, sin apartar los ojos de su interlocutor, que temblaba ahogado por el desconsuelo y una honda repugnancia. «Así que ése era el aspecto que yo ofrecía a des Fossés y a todos; he repetido lo mismo en múltiples ocasiones, con el mismo tono y las mismas maneras», pensaba en su fuero interno. Sin embargo, en voz alta, trataba de confortar y tranquilizar al excitado joven.

—Sí, es verdad, las circunstancias son difíciles, lo sabemos por experiencia, pero hay que ser paciente. El buen juicio y el orgullo francés acabarán por prevalecer sobre su vehemencia y arrogancia. Sólo hay que…

—Hay que huir de aquí, señor cónsul, y cuanto antes. Porque aquí se pierde el orgullo, el juicio y la energía invertida sin obtener nada a cambio. Eso es lo único cierto, al menos en lo que atañe al trabajo por el que he venido.

«La misma enfermedad, los mismos síntomas», pensaba Daville y trataba de calmarlo y convencerlo de que era preciso armarse de paciencia y esperar, de que no se podía abandonar el trabajo así sin más, de que en el gran proyecto imperial de un sistema continental y una organización de la economía europea en su conjunto, Sarajevo era un punto importante, ingrato, pero importante, y que ceder en cualquier campo podía hacer peligrar toda la idea y perjudicar los planes del emperador.

—Ésa es nuestra contribución a los esfuerzos y dificultades y debemos asumirlo por muy penoso que nos resulte. Incluso, aunque no veamos el sentido y la orientación del proyecto con el que colaboramos, el fruto no faltará, pero con la condición de que todos se mantengan en sus puestos y no cedan. Y hay que tener siempre presente que la providencia nos ha dado el soberano más grande de todos los siglos, que decide la suerte de todos y, por lo tanto, la nuestra, y que podemos confiar ciegamente en él. No es una casualidad que el destino del mundo se halle en sus manos. Su genio y su buena estrella nos guían hacia un final feliz. Si nos apoyamos en esto, podemos llevar a cabo nuestras misiones con tranquilidad y fe, a pesar de las dificultades.

Mientras hablaba lenta y sosegadamente, Daville se escuchaba a sí mismo con atención y, asombrado, seguía las palabras y razonamientos que en sus arrebatos cotidianos de vacilaciones y dudas nunca lograba encontrar. Su elocuencia y poder de convicción aumentaban y le sucedió lo mismo que le sucede a una vieja nodriza, la cual para dormir a un niño le cuenta largas historias y al final acaba durmiéndose ella junto al pequeño despierto. Al terminar la conversación, se sentía satisfecho y convencido, mientras que el joven, al que los mercaderes y arrieros de Sarajevo habían envenenado la vida, sacudía la cabeza despacio, lo contemplaba con amargura y apretaba los labios, con la cara trémula en la que se adivinaban las señales de una mala digestión y de bilis exaltada.

En ese momento llegó d’Avenat, se disculpó por interrumpir la reunión y comunicó en voz baja al cónsul que la noche anterior había llegado de Constantinopla un emisario con la noticia de que la peste se había declarado en el harén de Ibrahim bajá. La enfermedad que en las últimas semanas hacía estragos en la capital, también se había introducido en la casa del visir en el Bósforo. En poco tiempo habían fallecido quince personas, sobre todo criados, pero la hija mayor del visir y su hijo de doce años se contaban entre las víctimas. Los demás habitantes de la casa habían huido a las montañas del interior del país.

Mientras escuchaba las graves noticias que traía d’Avenat, a Daville le parecía ver claramente la figura inmensa del visir, engalanado de manera ridícula, siempre inclinado a la derecha o la izquierda, estremecido por el nuevo golpe.

Siguiendo el consejo de d’Avenat y conforme a las buenas costumbres orientales, decidieron que no solicitara de inmediato una audiencia, sino que dejara pasar unos cuantos días y con ellos, las primeras impresiones, y las más terribles, de la desgracia.

Cuando continuó la charla con Frayssinet, Daville se sentía más sabio y más paciente, fortalecido por el infortunio ajeno. Con audacia y sin titubeos, prometió al joven que visitaría Sarajevo el mes siguiente y vería en persona lo que podía hacerse con las autoridades para mejorar el tránsito de las mercancías francesas.

Tres días más tarde, el visir recibió a Daville en la planta alta, en el Diván de verano.

El cónsul pasó sin transición de un caluroso día estival a la planta baja silenciosa y umbría del konak y sintió un escalofrío como si entrara en unas catacumbas. En la planta alta había un poco más de luz, pero allí, en comparación con el resplandor y el calor de la calle, reinaba una penumbra plena de frescor. A través de una ventana abierta, entraba en la habitación una frondosa rama de parra.

El visir estaba sentado en su lugar de siempre, sin dar señales del menor cambio, en todo su esplendor, ladeado como una estatua vieja. Al verlo así, Daville se esforzó por parecer él también normal y natural, pero estaba tenso y no podía dejar de pensar en lo que debía decir a propósito de la desgracia, algo que fuera afectuoso y discreto, sin mencionar a los muertos en particular, y mucho menos a las mujeres, pero manifestando su comprensión y sus condolencias.

Con su rigidez moral, que se correspondía perfectamente con su inmovilidad física, el visir facilitó el asunto a Daville. Después de escuchar, sin un gesto ni un ademán de la cara, las palabras del cónsul en la traducción de d’Avenat, pasó enseguida a relatar el destino y acciones de los vivos sin detenerse en los muertos.

—Y he aquí que la peste ha llegado a Estambul, a lugares donde no recordaban haberla padecido —decía el visir con voz glacial y grave como si hablara por una boca de piedra—, así es, la peste no podía faltar. Tenía que venir por nuestros pecados. Seguramente yo también soy un pecador ya que ha entrado en mi casa.

Aquí, el visir guardó silencio, pero Daville ordenó rápidamente a d’Avenat que, como médico, hiciera notar que la naturaleza de la dolencia es así y que había numerosos ejemplos de personas y casas santas e inocentes que habían fallecido por la transmisión casual del germen de esa peligrosa enfermedad contagiosa.

El visir movió lentamente la cabeza hacia d’Avenat por primera vez como si acabara de descubrir su presencia, contemplándolo con esa mirada ciega de sus ojos negros que miraban sin ver, cual si fueran de piedra, y luego se volvió hacia el cónsul.

—No. Un pecado tras otro acarrea todo esto. El pueblo en la capital ha perdido la razón y la vergüenza. El mundo entero ha enloquecido y se ha entregado al lujo y al desenfreno. Pero nadie de las altas jerarquías toma las riendas. El problema es que no está el sultán Selim. Mientras estaba vivo y gobernaba, en la capital se perseguía el pecado, se combatía la embriaguez, la ineptitud, la ociosidad. Pero ahora…

El visir se interrumpió de nuevo, de golpe, como un mecanismo al que hay que dar cuerda una y otra vez; Daville repitió el intento de decir cualquier cosa alentadora y reconfortante, de explicar que, entre el pecado y el castigo, a la postre, se alcanza el equilibrio y así, sin duda, llegaría el final de la expiación.

—Dios es Uno. El conoce la medida —replicaba el visir a cada palabra de consuelo.

A través de la ventana abierta, llegaba el trino de pájaros invisibles, los cuales hacían temblar la rama que se introducía en la habitación. En la pendiente que cerraba el horizonte, se divisaban los campos de trigo maduro, delimitados por matorrales verdeantes o setos vivos. De repente, en el silencio que siguió a las últimas palabras del visir, resonó el relincho brusco y agreste de un potro, procedente de la ladera.

La audiencia terminó con unas frases dedicadas al sultán Selim, que había muerto como un santo y un mártir. El visir estaba conmovido, aunque ni su voz ni su rostro lo dejaban traslucir.

—¡Que Dios le conceda todas las alegrías del mundo con sus hijos! —le deseó a Daville al despedirse.

Daville respondió a su vez que después de la tristeza, la alegría también iluminaría la vida del visir.

—En lo que a mí respecta, he perdido ya tantas cosas en la vida que ahora lo que más me gustaría sería poder cultivar mi jardín, vestido con basto lienzo, lejos del mundo y de los acontecimientos. ¡Dios es Uno!

El visir expresó su deseo como una frase hecha, concebida tiempo atrás, como una imagen muy familiar a sus pensamientos y que para él tenía un significado profundo y particular, incomprensible para los demás.

Ese verano de 1812 había empezado mal y mal continuó.

Durante la última guerra, contra la quinta coalición, en el otoño de 1810, las cosas habían sido fáciles para Daville en muchos aspectos. Primero, la contienda con von Mitterer, la colaboración con Marmont y los capitanes de las ciudades en la frontera con Austria habían sido, como hemos visto, arduas y agotadoras, pero al menos llenaban el tiempo y le impedían pensar en las preocupaciones reales y en los objetivos palpables. Segundo, la campaña avanzaba bien, de victoria en victoria, y lo más importante, deprisa. Ya a principios del otoño se había firmado el Tratado de Viena y una tregua al menos provisional. Ahora, sin embargo, todo sucedía muy lejos y la empresa era absolutamente incomprensible y aterradora por su complejidad y sus gigantescas proporciones.

La vida de Daville en aquellos meses de verano y otoño consistía en ser consciente de que su existencia y sus pensamientos dependían de los movimientos de un ejército que se batía en algún lugar de las estepas rusas, sin saber nada de él, ni su plan de ruta ni sus medios ni sus posibilidades, sólo aguardar y hacer conjeturas de todo tipo, incluso de las peores, mientras paseaba por los senderos escarpados del jardín del consulado. Y no había nada que hiciera la espera más fácil ni nadie que viniera a socorrerlo.

Los correos pasaban con más frecuencia, pero no traían muchas noticias de la guerra. Los boletines en los que se mencionaban nombres raros de ciudades totalmente desconocidas —Kovno, Vilna, Vitebsk, Smolensko— no podían ni disipar las dudas ni ahuyentar los temores. Los mismos correos que, por lo general, tenían infinidad de historias y noticias que contar, ahora estaban extenuados, de mal humor y silenciosos. Ni siquiera había mentiras ni rumores que lo animaran y distrajeran un poco de los malos presentimientos e incertidumbres.

El transporte del algodón francés a través de Bosnia ya estaba encauzado y progresaba bien, o al menos eso parecía si se comparaba con los desvelos y temores suscitados por la gran aventura que se desarrollaba allá lejos, en el norte. Ciertamente, los arrieros habían subido los precios, el pueblo robaba el algodón por el camino, y los aduaneros turcos eran informales y tan codiciosos que ningún soborno podía saciarlos. Frayssinet escribía cartas desesperadas, víctima del mal que atacaba a los extranjeros, no acostumbrados a la comida, a la gente y a los inconvenientes del país. Daville seguía todos los síntomas de esta enfermedad, que él conocía bien, y sus respuestas eran sabias y mesuradas, propias de un funcionario del Estado, e incluían recomendaciones para que tuviera paciencia en su trabajo al servicio del imperio.

Entre tanto, él mismo, con el alma en vilo, buscaba a su alrededor un gesto humano que lo sosegara y le diera valor para afrontar sus vacilaciones y sus miedos, ocultos pero constantes. Sin embargo, no había nada a lo que un hombre pudiera aferrarse ni nada en que apoyarse. Como siempre en situaciones similares, como antaño con el caso del capitán de Novi, Daville se sintió rodeado por un muro vivo de caras y ojos fríos y mudos, como si obedecieran a un acuerdo tácito, o bien enigmáticos, vacíos y embusteros. ¿A quién dirigirse, a quién preguntar, quién podía conocer la verdad y quién querría decírsela?

El visir siempre le planteaba las mismas preguntas lacónicas:

—¿Dónde se halla ahora su emperador?

Daville respondía citando el lugar que se mencionaba en el último boletín, y el visir hacía sólo un gesto vago con la mano murmurando:

—¡Quiera Dios que entre pronto en San Petersburgo!

Y lo decía lanzando a Daville una mirada que le helaba las entrañas y aún más el alma.

Por si fuera poco, el comportamiento del cónsul austríaco no hacía sino avivar las inquietudes del francés.

En cuanto el ejército de Napoleón se dirigió hacia Rusia y llegaron noticias de que el gobierno de Viena, esta vez como aliado de los franceses, participaría en la campaña con una fuerza de más de treinta mil hombres al mando del príncipe Schwarzenberg, Daville visitó a von Paulich, con la esperanza de entablar con él una conversación sobre los aspectos de esta gran guerra en la que sus dos países estaban, felizmente en esta ocasión, del mismo lado. El austríaco lo recibió con una cortesía glacial y muda. El teniente coronel se mostró más distante y ajeno que nunca, se conducía como si no supiera nada de la contienda ni de la alianza y dejó a Daville que reflexionara solo, que se alegrara solo de las victorias y que solo se apenara por las derrotas. Y cuando el francés intentó extraerle una palabra, al menos, de asentimiento o de desaprobación, clavó sus bellos ojos azules en el suelo y su mirada vacía adquirió de repente un brillo maligno y peligroso.

Después de cada visita a von Paulich, Daville regresaba a casa más desconcertado y abatido. Por lo demás, no cabía duda de que el cónsul austríaco se esforzaba por causar la impresión, tanto al visir como al pueblo, de que él no participaba en esa guerra y de que toda la empresa era asunto exclusivo de Francia. Las observaciones de d’Avenat también lo confirmaron.

Al regresar a casa sumido en estos pensamientos y reflexiones, Daville encontró a su mujer entregada a la tarea de preparar las conservas para el invierno. La experiencia de los años anteriores le había enseñado qué verduras se conservaban mejor y más tiempo, qué variedades de frutas locales eran las más adecuadas para poner en conserva, cuál era el efecto de la humedad, del frío y de los cambios climáticos. De modo que sus conservas y encurtidos mejoraban de año en año, su mesa se volvía más rica y variada y las pérdidas y el despilfarro eran cada vez menores e insignificantes. Las mujeres trabajaban siguiendo sus instrucciones y bajo su supervisión y ella misma no dudaba en ponerse manos a la obra a cada instante.

Daville sabía muy bien (él también tenía una larga experiencia) que no merecía la pena interrumpirla en su trabajo y que además no le serviría de gran ayuda, pues ella no tenía agudeza —ni nunca la tendría— para las discusiones abstractas sobre miedos y angustias que a él no lo abandonaban jamás. La menor inquietud familiar debida a los niños, a la casa o a él mismo, era para su esposa mucho más importante y merecedora de una conversación que «los estados psíquicos» más complejos que obsesionaban al cónsul y sobre los que tanto le habría gustado tener a alguien con quien debatir. Sabía que esa mujer (por lo demás su único y seguro compañero) siempre estaba, y ahora más que nunca, dedicada en cuerpo y alma al momento presente y al trabajo que tenía delante, como si no existiera otra cosa en el mundo y como si todos los humanos, desde Napoleón hasta la esposa del cónsul en Travnik, estuvieran igualmente entregados a preparar lo necesario para el invierno, cada uno a su modo. Ella tenía claro que la voluntad divina se cumplía a cada instante, por todo y en todo, así que ¿para qué servían las largas disertaciones?

Daville, sentado en su cómodo sillón, se cubrió los ojos con la mano y después de un suspiro inaudible («¡Dios mío, Dios mío!») cogió a Delille y lo abrió al azar en mitad de un poema. En realidad, buscaba algo que no está ni en los libros ni en la vida: un amigo compasivo, un amigo del alma, dispuesto a escucharlo y comprenderlo todo, un amigo con el que pudiera hablar sinceramente y que respondiera a sus preguntas con claridad y sin tapujos. En una charla así, como en un espejo, podría ver por primera vez su verdadera cara, conocer el auténtico valor de su trabajo y determinar sin ambigüedades su posición en el mundo. Por fin sería capaz de discernir qué había de real y fundado o, al contrario, de imaginario e injustificado en todos sus escrúpulos, reservas y temores. Y eso, en el triste valle, en el que ya se deslizaba su sexto año de soledad, habría sido una verdadera liberación.

Pero este amigo no llegaba. No llegaba jamás, en su lugar venían sólo huéspedes extraños e indeseables.

En los primeros años, sucedía que de vez en cuando un viajero francés o un extranjero con pasaporte francés se detenía en Travnik para solicitar servicios o proponer los suyos. Pero en los últimos tiempos aparecían con demasiada frecuencia.

Llegaban viajeros, mercaderes sospechosos, aventureros, estafadores que se habían engañado a sí mismos al desviarse del camino en ese país pobre e impenetrable. Todos iban de paso o huían hacia Constantinopla, Malta, Palermo, y consideraban que su estancia en Travnik era un castigo y una desgracia. Para Daville, cada uno de estos visitantes inesperados, poco gratos, suponía una fuente de problemas e inquietudes. Había perdido la costumbre del contacto con sus compatriotas y con los occidentales en general. Y como todas las personas excitables que no están muy seguras de sí mismas, difícilmente distinguía la mentira de la verdad y dudaba sin cesar entre una sospecha fundada y una confianza excesiva. Angustiado por las circulares del ministerio que una y otra vez prevenían a los consulados contra los agentes ingleses, increíblemente astutos y bien camuflados, Daville veía en cada uno de estos viajeros un espía inglés y tomaba toda una serie de medidas superfluas e inútiles para desenmascararlo o defenderse de él. En realidad, estos forasteros eran a menudo hombres descarriados, ellos mismos infelices y perdidos, cuyos destinos se habían torcido, eran refugiados y náufragos de una Europa turbulenta que Napoleón con sus conquistas y su política labraba y excavaba en todas las direcciones. Daville intuía de vez en cuando a través de ellos en qué había convertido «el General» el mundo en los últimos cuatro o cinco años.

También los detestaba porque al ver su deseo apremiante de marcharse cuanto antes de allí, su irritación ante el desbarajuste, la incompetencia, la falta de rigor de aquella gente, su impotencia exasperada en la lucha contra el país, los hombres y las circunstancias, él podía juzgar el lugar al que había ido a parar y en el que estaba pasando sus mejores años.

De ahí que cada uno de estos extranjeros indeseables fuera para Daville un cúmulo de problemas. Le parecía que no lo dejaban respirar y que lo avergonzaban delante de todo Travnik; y trataba por todos los medios, con dinero, complacencia o súplicas, de alejarlos cuanto antes de Bosnia, para no tener que contemplar la encarnación de su destino ni tener testigos de su infortunio.

Siempre había habido viajeros imprevistos, pero nunca como este año, al empezar la campaña contra Rusia, y nunca tan extravagantes, sospechosos y desaprensivos. Por suerte que d’Avenat, incluso en tales circunstancias, jamás perdía su sentido de la realidad, su sangre fría insolente y su falta de consideración hacia todo y todos que resolvía incluso las situaciones más difíciles.

Una tarde de un lluvioso día de mayo, llegaron unos viajeros a las puertas de la gran posada. De inmediato los rodeó una multitud de niños y mirones. De entre las mantas y chales surgieron tres personas vestidas a la europea. Un hombre pequeño y ágil, una mujer corpulenta, con la cara empolvada de blanco, llamativos coloretes y el cabello teñido como una actriz, y por último una niña de unos doce años. Todos estaban agotados, destrozados por el difícil viaje y la larga cabalgata, hambrientos, enfadados unos con otros y con el mundo entero. Las explicaciones con los palafreneros y el posadero no tenían final. El hombre, pálido y de pelo negro, se movía con la vivacidad de los meridionales, vociferaba, daba órdenes y gritaba a su mujer y a la niña. Luego, descargaron sus baúles y los colocaron delante de la posada. El forastero agarró a la pequeña regordeta por las axilas, la levantó y la plantó en lo alto del equipaje, conminándola a que no se moviera de allí, como si fuera una estatua viviente, y se fue en busca del consulado francés.

Regresó con d’Avenat que lo miraba de reojo y con arrogancia, mientras que el hombrecillo explicaba que se llamaba Lorenzo Gambini, natural de Palermo, que hasta entonces había vivido en Rumania donde era comerciante y que regresaba a Italia, porque no podía soportar más la vida en Levante. Lo habían engañado, le habían robado y arruinado su salud. Necesitaba un visado para volver a Milán. Le habían dicho que podría obtenerlo en Travnik. Tenía un pasaporte anticuado de la República Cisalpina. Quería proseguir el viaje inmediatamente, porque cada día que debía pasar entre aquella gente, decía, le enloquecía y no respondía ni de sí mismo ni de sus actos si tenía que permanecer allí.

D’Avenat intervino para que el posadero les diera unas habitaciones y de comer, sin escuchar la cháchara del viajero.

La mujer también se entrometió en la conversación, con la voz lastimera y fatigada de una actriz que es consciente de que está envejeciendo y no puede olvidarlo ni un segundo ni resignarse. La niña gritaba desde lo alto del baúl que tenía hambre. Todos hablaban al mismo tiempo. Querían habitaciones, comer y descansar, querían un visado y marcharse enseguida de Travnik y de Bosnia; sin embargo, parecía que lo que más les apetecía era parlotear y pelearse. Nadie escuchaba a nadie ni se enteraba de lo que decía el otro.

Olvidando al posadero y dando la espalda a d’Avenat, el pequeño italiano gritaba a la mujer, que era dos veces más grande que él:

—Tú no te metas. Ni se te ocurra dirigirme la palabra. Maldita sea la hora en que abriste la boca por primera vez y por primera vez te escuché. Tú tienes la culpa de todo.

—¿Que yo tengo la culpa, yo? ¡Ay! —aullaba la mujer, poniendo al cielo y a todos los presentes por testigo— ¡Ay, ay! Mi juventud, mi talento, se lo he dado todo, todo, y ahora tengo yo la culpa.

—Sí, por tu culpa, hermosa mía, por tu culpa, maldita sea… Por ti muero y pierdo la vida y por ti me mataré aquí mismo.

Y con gesto maquinal, sacó del amplio gabán una pistola enorme y se la apoyó en la frente. La mujer lanzó un alarido y se abalanzó hacia el hombre, que no tenía ninguna intención de disparar, colmándolo de abrazos y de arrumacos.

La niña rolliza permanecía en lo alto de los baúles y masticaba tranquilamente un pastel albanés amarillo que alguien le había dado. D’Avenat se rascaba detrás de la oreja. El italiano olvidó enseguida a la mujer y la amenaza de suicidio y, vuelto hacia el intérprete, le explicaba febril que debía recibir el visado a la mañana siguiente a más tardar y agitaba un pasaporte arrugado y encolado por varios sitios, mientras regañaba a la niña por haberse subido a los baúles y no ayudar a su madre.

Dejando las cosas arregladas con el posadero y prometiendo que por la mañana temprano le daría una respuesta, d’Avenat se dirigió al consulado sin mirar a la extraña familia ni responder a las súplicas y aseveraciones ardientes del italiano.

Delante de la posada siguió reunida la multitud de curiosos que observaba con asombro y perplejidad a los extranjeros, sus atuendos y su conducta insólita, como si se tratara del teatro o del circo. Los turcos en sus puestos y los transeúntes atareados los miraban ceñudos, por el rabillo del ojo y de inmediato volvían la cabeza.

Unos instantes después de que d’Avenat llegara al consulado y relatara a Daville que habían llegado unos visitantes bastante extraños, mostrándole el pasaporte de Gambini de origen fantástico, repleto de visados y observaciones, cosido y remendado, se oyeron en el zaguán fuertes gritos y golpes. Lorezo Gambini había venido en persona y exigía hablar con el cónsul cara a cara. El guardia le impidió entrar. La chiquillería de la ciudad lo seguía de lejos, porque presentían que allí donde fuera el forastero tenía que haber jaleo, gritos y escenas excitantes. El intérprete salió y reprendió con severidad al hombre eternamente agitado, que aseguraba contar con méritos para la causa francesa, y que iba a tener mucho que contar en Milán y en París. Por fin obedeció y regresó a la posada, sin dejar de repetir que se mataría en el umbral del consulado si al día siguiente no obtenía el visado.

Daville estaba asustado, harto y contrariado y le ordenó a d’Avenat que pusiera fin a la situación enseguida, para evitar ofrecer tales escenas públicas y que se produjeran otras peores. El intérprete que carecía de sensibilidad para estas cuestiones y estaba acostumbrado a considerar la pelea como un fenómeno normal en los asuntos de Oriente, tranquilizó al cónsul de modo seco y realista.

—Éste no se matará nunca. Y cuando vea que no le damos nada se irá por donde ha venido.

Y, en efecto, así fue. A los dos días toda la familia abandonó Travnik, después de una fuerte disputa entre d’Avenat y Lorenzo en el curso de la cual el italiano tan pronto amenazaba con matarse allí mismo, como con quejarse personalmente a Napoleón del consulado de Travnik, mientras que su robusta mujer lanzaba a d’Avenat sus miradas más peligrosas de la antigua belleza que había sido.

Daville, siempre preocupado por el prestigio de su país y del consulado, respiró aliviado. Pero tres semanas más tarde, un nuevo forastero indeseable hizo su aparición en Travnik.

En la posada se alojó un turco, muy bien vestido, que venía de Constantinopla y que de inmediato solicitó entrevistarse con d’Avenat. Se llamaba Ismail Raif y, en realidad, se trataba de un judío de Alsacia, un tal Mendelsheim, convertido al islam. Él también quería hablar con el cónsul en persona y afirmaba poseer importantes informes para el gobierno francés. Se vanagloriaba de tener una vasta red de relaciones en Turquía, Francia y Alemania, de ser miembro de la primera logia masónica de Francia y de conocer muchos de los planes de los enemigos de Napoleón. Era de complexión atlética y fuerte, pelirrojo y de cara rubicunda. Se comportaba con arrogancia y hablaba demasiado. Sus ojos brillaban como los de un borracho. D’Avenat se desembarazó de él usando una estratagema que utilizaba a menudo. Le aconsejó muy en serio que se pusiera en camino de inmediato, sin perder un solo minuto, y que todo lo que tenía que contar se lo comunicara al comandante militar de Split, porque era el único con autoridad para tratar estos temas. El judío se resistía y se quejaba de que los cónsules franceses nunca se interesaban por esas cosas, que los cónsules ingleses y austríacos lo habrían acogido con los brazos abiertos y le habrían pagado con oro puro, pero, no obstante, al cabo de unos cuantos días emprendió el viaje.

Al día siguiente de su partida, d’Avenat se enteró de que antes de marcharse, había visitado a von Paulich y le había ofrecido sus servicios contra Napoleón. D’Avenat informó enseguida de ello al comandante de Split.

Pero no habían pasado ni diez días, cuando Daville recibió una extensa carta de Bugojno. El mismo Ismail Raif le comunicaba que se había detenido en esta ciudad y que había entrado al servicio de Mustafa bajá Suleimanpasic, por orden del cual, solicitaba en su nombre que le enviaran al menos dos botellas de coñac, de calvados o de cualquier otra bebida alcohólica francesa «bastaba con que fuera fuerte».

Mustafa bajá era el hijo mayor de Suleiman bajá Skopljak, un señorito mimado y descarriado, propenso a numerosos vicios y en especial a la bebida y en nada parecido a su padre, un hombre astuto y socarrón, pero valiente, honesto y trabajador. El joven bajá llevaba una vida ociosa y disipada, perseguía a las campesinas, bebía con los holgazanes y cabalgaba por la llanura de Kupres. Y el viejo Suleiman bajá, por lo general, severo y ducho con la gente, era débil y poco firme con su hijo y siempre hallaba una excusa para su molicie y sus malhadadas hazañas.

D’Avenat comprendió de inmediato cuál era la relación que unía a los dos hombres. Con el consentimiento del cónsul respondió directamente al joven bajá que le enviaría las bebidas en otra ocasión, pero que de paso le recomendaba que no depositara su confianza en ese Ismail que era un aventurero y, con toda probabilidad, un espía austríaco.

Ismail Raif respondió con una larga carta en la que se defendía y justificaba, demostrando que él no era ningún espía, sino un buen francés y un ciudadano del mundo, un hombre infeliz, un nómada. La misiva, escrita bajo los efluvios de la rakija de Kupres, terminaba con unos sombríos versos en los que se lamentaba de su propio sino:

O ma vie! O vain songe! O rapide existence!

Qu’amusent les désirs, qu’abuse l’espérance.

Tel est done des humains l’inévitable sort!

Des projets, des erreurs, la douler et la mort!

(¡Oh vida mía! ¡Oh sueño vano! ¡Oh fugaz existencia!

Que distraen los deseos que engaña la esperanza.

¡Tal es pues de los humanos la inevitable suerte!

Proyectos, errores, el dolor y la muerte).

Ismail volvió a escribir unas cuantas veces en estos términos, justificándose y explicando su situación con prosa etílica, salpicada de versos y firmando con su antiguo nombre y supuestos títulos masónicos, Cerf Mendelsheim, Chevalier d’or, hasta el momento en que la bebida, el vagabundeo y los acontecimientos se lo llevaron de Bosnia.

Como si se hubieran puesto de acuerdo para sustituirse unos a otros, en cuanto cesó de escribir el judío, llegó otro viajero francés, un tal Pépin, menudo, vestido con cursilería, perfumado y empolvado, de voz aflautada y movimientos ágiles. Explicó a d’Avenat que venía de Varsovia, donde tenía una escuela de danza, que se había detenido allí porque le habían robado en el camino, y que regresaba a Constantinopla, donde había vivido antaño y tenía algunas deudas que cobrar. (Cómo había aparecido en Travnik, que de ningún modo se hallaba en el camino de Varsovia a Constantinopla, era inexplicable).

Ese hombre menudo manifestaba la impudicia de una prostituta. En cuanto tuvo ocasión detuvo a Daville, que cabalgaba por la ciudad, corriendo delante de su caballo y rogándole ceremoniosamente que lo recibiera y escuchara. Para no provocar el escándalo delante de la gente, Daville se lo prometió. Pero al llegar a casa, temblando por la excitación y la rabia, llamó de inmediato a d’Avenat y le rogó que lo liberara de ese inoportuno.

El cónsul, que veía agentes ingleses incluso en sueños, afirmaba que el hombre en cuestión tenía acento inglés. D’Avenat, siempre impasible, incapaz de fantasear y de ver lo que no había o de embellecer lo que veía, sabía ya a qué atenerse con ese viajero.

—Le ruego que no pierda de vista a ese hombre —decía el cónsul exasperado—, se lo ruego, quítemelo de encima, porque es un agente, al que han enviado sin lugar a dudas para comprometer el consulado o algo parecido. Es un provocador…

—No —respondió secamente d’Avenat.

—¿Cómo que no?

—Es un afeminado.

—¿Que es qué?

—Un afeminado, señor cónsul.

—¡Oh, oh! ¿Qué le falta por ver a este consulado? ¿Está usted seguro? ¡Oh!

D’Avenat tranquilizó a su jefe y al día siguiente libró a Travnik del señor Pépin. Sin decirle nada a nadie, acorraló al invertido en un rincón de su habitación, agarró su chorrera impecable, le dio una buena sacudida y lo amenazó diciendo que al día siguiente le darían de latigazos en medio del bazar y que las autoridades turcas lo encerrarían en la fortaleza si no seguía de inmediato su viaje. Cosa que hizo el maestro de danza sin vacilar.

Daville se sintió feliz por haberse librado de ese trotamundos, pero en su fuero interno temblaba, preguntándose qué desechos de la sociedad y qué náufragos arrojaría todavía el estúpido y oscuro juego del azar a ese valle en el que, de por sí, ya era bastante difícil vivir.

Pero ese sexto otoño de Daville en Travnik maduró y, de repente, como un drama, alcanzó su apogeo.

A finales de septiembre llegó la noticia de la toma de Moscú, pero también de su incendio. Nadie vino a felicitar al cónsul. Von Paulich seguía manteniendo con una calma insolente que no tenía noticias de la guerra y evitaba cualquier conversación sobre el tema. D’Avenat afirmaba que los hombres de von Paulich se comportaban de igual manera cuando hablaban con el pueblo llano, como si ignoraran que el imperio austríaco luchaba contra Rusia.

Daville, adrede, visitaba el konak con más frecuencia y se reunía con la gente de la ciudad, pero todos, como si respetaran un pacto, eludían hablar de la campaña contra Rusia y se refugiaban tras expresiones y fórmulas de cortesía generales y carentes de significado que no comprometían a nadie. De vez en cuando, a Daville le parecía que todos lo miraban con miedo y extrañeza, como a un sonámbulo que camina por alturas peligrosas y al que se evita despertar con palabras imprudentes.

Sin embargo, la verdad emergía lentamente a la superficie. Un día lluvioso cuando el visir le preguntó, como solía hacer, qué noticias tenía de Rusia y cuando él le comunicó la toma de Moscú, el visir se alegró, aunque ya conocía la nueva, lo felicitó y le deseó que Napoleón avanzara como antaño Ciro, el conquistador justo.

—Pero ¿por qué su emperador se dirige ahora, en vísperas del invierno al norte? Es peligroso. Peligroso. Me gustaría verlo un poco más al sur —dijo Ibrahim bajá, mirando con gesto preocupado por la ventana hacia la lejanía, como si mirara hacia algún lugar de esa Rusia peligrosa.

El visir había hecho la pregunta con el mismo tono con que antes había expresado su enhorabuena y la comparación con Ciro, y d’Avenat lo tradujo igual que traducía todo lo que se decía, de manera seca y simplificada, pero Daville sintió que se le revolvían las entrañas. «Aquí está lo que yo presentía, lo que todos piensan y saben, pero nadie quiere formular», pensaba mientras esperaba en tensión las siguientes palabras del visir. Pero éste callaba. («Él tampoco quiere decirlo», se decía afligido el cónsul). Sólo después de un prolongado silencio, el visir habló de nuevo, pero de otra cosa. Contó que hacía mucho tiempo Gisari Çelebi kan había marchado contra Rusia y derrotado en varias ocasiones al ejército enemigo que se batía en retirada sin cesar hacia el interior, hacia el norte. Entonces, el invierno sorprendió al kan vencedor. El pánico cundió entre el ejército desconcertado, hasta el momento imbatible, mientras que los bárbaros infieles, peludos, y acostumbrados al frío, empezaron a atacar desde todos los lados. Entonces, Gisari Çelebi kan pronunció las famosas palabras:

Cuando un hombre se aleja del sol de su país,

¿Quién iluminará el camino a su regreso?

(A Daville le irritaba esta costumbre turca de recitar versos en el curso de una conversación, como algo muy importante y significativo, y nunca lograba ver cuál era el verdadero sentido de las estrofas citadas y cuál era su relación con el tema que se trataba, mientras que siempre tenía la sensación de que ellos le daban una importancia y un significado que él no podía ni percibir ni adivinar).

El joven kan se enojó con sus astrónomos que lo seguían a todas partes y que habían predicho la llegada del invierno para más adelante. Por eso ordenó que los sabios, que habían demostrado ser tan ignorantes, fueran encadenados y que los arrastraran, descalzos y ligeros de ropa, delante de las primeras filas del ejército, para que pudieran sentir en sus propias carnes, las consecuencias de su error. Pero aquí se puso de manifiesto que esos eruditos enjutos, curtidos y exangües como chinches, resistían mejor el frío que los soldados. Mientras que ellos seguían vivos, los corazones pictóricos de los guerreros se quebraban en sus pechos como la madera de haya sana ante las grandes heladas. Cuentan que no se podía tocar el acero porque quemaba como si fuera incandescente, y la piel de las palmas de las manos se quedaba pegada en él. Así se malogró la empresa de Gisari Çelebi kan, perdió su ejército magnífico y a duras penas logró salvar la vida.

La audiencia terminó con los parabienes y los mejores deseos de éxito para la campaña de Napoleón con la esperanza de que derrotara a los rusos, que eran conocidos como pérfidos vecinos a los que no les gustaba la paz y no respetaban la palabra dada.

Naturalmente, la historia de Ciro y de Gisari Çelebi kan no había surgido de la cabeza del visir, sino de la de Tahir bey. Él las había relatado durante una discusión mantenida en el konak a propósito de la toma de Moscú y de las perspectivas de la campaña de Napoleón en Rusia. D’Avenat, que se enteraba de todo, también se enteró de las ideas que prevalecían en el konak referentes a la posición de los franceses en Rusia.

Tahir bey explicó al visir y a los demás que los franceses habían ido demasiado lejos y que no podrían retirarse sin sufrir grandes pérdidas.

—Si los soldados de Napoleón permanecen una semana más allí donde están —decía el teftedar—, yo los veo como túmulos cubiertos de nieve rusa.

El confidente había transmitido fielmente estas palabras a d’Avenat y éste al cónsul sin vacilar.

«Al final, todos los temores se materializan», se dijo Daville a sí mismo en voz alta y pausada una mañana de invierno al despertarse.

Era una día de diciembre extraordinariamente frío. Se había despertado bruscamente, sintiendo que sus propios cabellos en la nuca eran como una mano ajena helada. Abriendo los ojos, pronunció esas palabras como si fuera un mensaje que alguien le enviaba.

Palabras que se repitió unos días más tarde cuando d’Avenat anunció que en el konak se hablaba mucho de la derrota de Napoleón en Rusia y de la hecatombe sufrida por el ejército francés. El último boletín ruso con todos los detalles de la derrota francesa circulaba por la ciudad. A juzgar por todo, parecía que el consulado austríaco se encargaba de conseguir y difundir los boletines rusos, por supuesto que a hurtadillas y de manera indirecta. En cualquier caso, Tahir bey disponía de ese comunicado y se lo mostró al visir.

«Todo se materializa…», se repetía Daville a sí mismo, mientras escuchaba la historia de d’Avenat. No obstante, se sobrepuso y tranquilo ordenó al intérprete que fuera a ver a Tahir bey con cualquier excusa y le pidiera el boletín ruso. Al mismo tiempo, hizo venir al otro intérprete, Rafo Atijas, y le encomendó a él y también a d’Avenat que fueran a la ciudad, desmintieran esos rumores ruines y convencieran a la gente de que Napoleón era invencible pese a las actuales dificultades provocadas por el invierno y la lejanía y no por las victorias rusas.

D’Avenat logró ver a Tahir bey. Le rogó que le cediera el boletín ruso, pero el teftedar no quiso dárselo.

—Si te lo entrego, lo lógico es que se lo enseñes al señor Daville y eso es lo que yo no quiero. Lo que en él escribe es demasiado desfavorable para él y para su país, y yo lo respeto demasiado y no quiero que sepa estas noticias por mí. Dile que mis mejores deseos lo acompañan siempre.

D’Avenat se lo repitió a Daville a su manera cruelmente exacta y fría y partió enseguida, dejando al cónsul solo con sus pensamientos y la amabilidad oriental de Tahir bey que ponía los pelos de punta.

«Para ser objeto de semejante atención por parte de los otomanos, hay que estar muerto o ser el hombre más desgraciado de la tierra», pensaba el cónsul apoyado en la ventana, observando el crepúsculo invernal.

En el estrecho cielo azul oscuro por encima del Vilenica apenas perceptible, asomaba la luna en cuarto creciente, aguda y fría, como una letra de metal.

No, esta vez las cosas no iban a acabar como antes, con boletines triunfales ni acuerdos de paz victoriosos.

Eso que presentía Daville hacía tanto tiempo ahora se alzaba ante él como una certeza en la noche glacial y extranjera, bajo la maligna luna creciente y lo empujaba a reflexionar en lo que significaría para él y su familia el desastre y la derrota total. Se esforzaba por pensar en ello, pero sentía que se necesitaban más fuerzas y más audacia de las que él tenía esa noche.

No, esta vez las cosas no terminaron como en las ocasiones precedentes, con un boletín victorioso y un acuerdo de paz que proporcionaba a Francia nuevos territorios y nuevos laureles al ejército imperial, sino que al contrario, terminaron con la retirada y la derrota. En un silencio sordo, el mundo entero aguardaba la catástrofe segura y final. O al menos eso era lo que le parecía a él.

Durante esos meses, Daville quedó absolutamente privado de noticias, casi sin ningún contacto con el mundo exterior hacia el que se volvían todos sus pensamientos y del que dependía su destino.

Un invierno largo e inusualmente duro, el peor invierno de todos los que Daville había pasado allí, asedió Travnik y toda la región.

Las gentes contaban que no había habido un invierno parecido desde hacía veintiún años, pero, como suele suceder, éste iba a ser más riguroso e inclemente. Ya en noviembre, el frío había empezado a paralizar la vida y a alterar el paisaje y la fisonomía de las personas. Luego, se abatió sobre el valle y se instaló, uniforme e inmóvil, como una desolación mortal, sin esperanza de cambio. El invierno vació los graneros y bloqueó los caminos. Los pájaros caían muertos del cielo, como frutas fantasmales de ramas invisibles. Los animales salvajes descendían de los cerros abruptos e irrumpían en la ciudad, olvidando su miedo a los humanos por el miedo al frío. En la mirada de los pobres e indigentes se adivinaba el temor mudo a morir sin poder defenderse. Los hombres perecían congelados en los caminos en busca de pan o de un refugio caliente. Los enfermos fallecían, porque no había remedios contra el invierno. En la noche helada se oía crujir las tablas del techo del consulado, quebradas por el frío, o aullar a los lobos desde la cumbre del Vilenica.

El fuego en las estufas de arcilla ardía noche y día, porque la señora Daville, que pensaba siempre en el hijo que había perdido cuatro años atrás, temía por los niños.

En esa época, después de cenar, Daville y su esposa prolongaban la velada, ella luchando contra el sueño y la fatiga de la jornada y él contra el insomnio y las preocupaciones interminables. Ella quería dormir y el cónsul, hablar. A ella le resultaban ajenas y desagradables todas las historias y observaciones sobre el invierno y la pobreza, porque los combatía a lo largo del día, menuda, envuelta en chales, pero ligera y en constante movimiento. Él, por el contrario, hallaba en ello su único alivio, al menos, momentáneo. La mujer lo escuchaba, no obstante, aunque hacía un rato que se caía de sueño, cumpliendo así sus deberes para con él, igual que los había cumplido con todos desde el amanecer. Y Daville hablaba de todo lo que se le pasaba por la imaginación a propósito del terrible invierno, de la miseria general y de sus miedos ocultos.

Había visto, decía, y vivido muchos males que golpean al hombre en sus relaciones con los elementos, tanto con los que lo rodean como con los que habitan en su interior y surgen de los conflictos humanos. Había conocido el hambre y toda suerte de calamidades durante el Terror, hacía veinte años en París. En aquella época, la violencia y el caos, le parecía a él, eran la única salida y el único futuro del pueblo. Los asignados[42] grasientos y arrugados, miles y miles de francos, no valían nada, y por un pedazo de tocino o un puñado de harina había que ir por la noche a los suburbios lejanos y negociar y regatear con tipos sospechosos en sótanos oscuros. Día y noche había que correr y preocuparse por conservar la vida que, por otro lado, apenas valía nada y podía perderse en cualquier instante, bien por una denuncia, bien por un error de la policía o bien por puro azar.

Luego proseguía con sus recuerdos de la guerra de España. Entonces, durante semanas y meses sólo dispuso de una camisa enmohecida por el sudor y el polvo, que no osaba quitarse y lavar, porque al menor roce, se deshilacharía y caería hecha jirones como si estuviera completamente podrida. Además del fusil, la bayoneta y un poco de pólvora y plomo, tenía como única posesión un macuto de cuero, que había arrebatado a un campesino aragonés muerto en combate, luchando por amor de Dios contra los intrusos franceses, esos jacobinos. En ese macuto nunca había nada, salvo los días de suerte excepcional, un mendrugo de pan de cebada que asimismo había sido arrebatado o robado en las casas abandonadas. En aquellos tiempos, también había celliscas terribles contra las que ni las ropas mejores ni el calzado más sólido servían de nada, y a causa de las cuales el hombre lo olvida todo y sólo busca techo y cobijo.

Él había conocido todo eso en la vida, pero nunca antes había contemplado ni experimentado la intensidad ni el horror de la fuerza muda y destructora que era el frío. Jamás había intuido que podía existir esa miseria e indigencia oriental, esa parálisis absoluta que acompañaba a los inviernos largos y duros y que afectaba a todo un país paupérrimo, montañoso y desdichado, como un castigo divino. Eso sólo lo había visto en Travnik y sólo ese invierno.

A la señora Daville no le gustaban los recuerdos en general y, como todas las personas activas y profundamente religiosas, desconfiaba de las reflexiones en voz alta que no pueden conducir a nada y únicamente logran que sintamos ternura por nosotros mismos y que nos debilitemos frente al entorno, amén de sumirnos a menudo en divagaciones infructuosas. Hasta ese momento, había escuchado bondadosa, haciendo un esfuerzo, pero en ese punto se levantó, vencida por el cansancio, y declaró que ya era hora de ir a dormir.

Daville permaneció en la gran habitación en la que el frío arreciaba. Se quedó sentado mucho tiempo, y solo, sin interlocutor, «escuchaba» cómo se introducía el invierno en todas las cosas y las quebraba por dentro. Y por muy lejos que llegaran sus pensamientos, ya se refirieran a Oriente y a los turcos y a su vida sin orden ni concierto, desprovista, por tanto, de sentido y valor, ya se orientaran a lo que estaba sucediendo en Francia y lo que pasaba con Napoleón y su ejército que, derrotado, regresaba de Rusia, siempre topaban con el sufrimiento, la miseria y una maligna incertidumbre.

Así transcurrían los días y las noches de aquel invierno que parecía no tener fin ni remedio.

Algunas veces el frío cedía, pero a continuación empezaba a caer una nieve plúmbea y copiosa y se acumulaba sobre la caída anteriormente, en cuya superficie se había formado una dura capa de hielo dotando de nuevo rostro a la tierra. Después volvía un frío mucho más intenso. El aliento se congelaba, el agua era un bloque de hielo y el sol se oscurecía. La mente del hombre se agarrotaba y se limitaba a pensar en cómo protegerse del frío. Se requerían grandes esfuerzos para recordar que en algún lugar en las profundidades existía la tierra, nodriza viva y cálida que da flores y frutos. Entre esos frutos y el hombre se extendía aquel elemento glacial, blanco e infranqueable.

Los precios de todos los artículos aumentaban desde los primeros meses del invierno, sobre todo el del trigo, que ya había desaparecido. En los pueblos reinaba el hambre, en la ciudad, la escasez más penosa. Campesinos escuálidos de mirada inquieta cruzaban las calles con un saco vacío en el brazo, en busca de cereales. Tras las esquinas surgían mendigos azulados y envueltos en harapos. Entre vecinos se espiaban los unos a los otros para contarse los bocados.

Ambos consulados se esforzaban por ayudar a la gente y mitigar los sufrimientos producidos por el hambre y las inclemencias del tiempo. La señora Daville y von Paulich rivalizaban a la hora de repartir la ayuda en alimentos y dinero. Ante las puertas de los consulados se reunían los hambrientos, sobre todo niños. Al principio eran sólo gitanos y algún niño cristiano, pero según avanzaba el invierno y con él la penuria, empezaron a llegar algunos pequeños musulmanes procedentes de los arrabales más pobres. Los primeros días, los chiquillos turcos de familias pudientes los esperaban en el bazar y se burlaban de ellos porque mendigaban y comían alimentos infieles, les arrojaban bolas de nieve y les gritaban:

—¡Lameplatos! ¡Infieles! ¿Os habéis dado un atracón de cerdo? ¡Muertos de hambre!

Pero más tarde, el frío alcanzó temperaturas tales que los niños ricos no podían ni asomar la cabeza fuera de casa. Delante de los consulados saltaba una multitud de críos ateridos y pordioseros a los que les castañeteaban los dientes, cubiertos de la cabeza a los pies con todo tipo de andrajos que hacían imposible distinguir la religión que profesaban o de dónde venían.

Los cónsules distribuyeron tantos alimentos que ellos mismos empezaron a sufrir escasez de víveres. Pero en cuanto la temperatura subió lo suficiente como para que los arrieros pudieran llegar desde Brod, von Paulich organizó con firmeza y habilidad el transporte permanente de harina y vituallas para su consulado y para Daville.

Al comenzar el invierno, se interrumpieron las remesas francesas de algodón a través de Bosnia. Frayssinet seguía escribiendo cartas desesperadas y se disponía a abandonarlo todo. Por sí fuera poco, entre el pueblo reinaba la opinión unánime de que los franceses, pagando salarios tan altos a los arrieros, habían provocado no sólo la subida de los precios, sino también la indigencia al haber apartado a los labriegos del trabajo en el campo. En general, la culpa de todo la tenía la «guerra de Bunaparte». Como tantas veces en la historia, el mundo hacía de su verdugo una víctima que debía cargar sobre sus hombros todos los pecados y todos los crímenes. De modo que fue aumentando el número de personas que, sin saber muy bien el motivo, miraban con alivio, y como si de la salvación se tratara, la derrota y la desaparición del dichoso Bunaparte, sobre el que sólo sabían que «se había convertido en una pesada carga para la tierra», porque había llevado a todas partes la guerra, el desconcierto, la enfermedad, la carestía de la vida y la penuria.

Al otro lado de la frontera, en tierras austríacas, donde la población vivía ahogada por los impuestos y las crisis monetarias, por las levas militares y las pérdidas sangrantes en los campos de batalla, Bonaparte se había convertido en el tema de canciones e historias como responsable de la catástrofe general y en un obstáculo para la felicidad personal de cada individuo. En Eslavonia, las jóvenes casaderas cantaban:

¡Oh, francés, emperador poderoso!

Libera a nuestros mozos, doncellas hemos quedado;

Los membrillos y las manzanas se han ajado

Y también las camisas de oro bordado.

Esta canción atravesó el río Sava y se coreaba en Bosnia e incluso en Travnik.

Daville sabía bien cómo se forjaban estas concepciones generales en aquellos parajes, cómo se propagaban y echaban raíces y cuán arduo y vano era enfrentarse a ellas. Sin embargo, seguía luchando igual que antes, pero con la voluntad mermada y las fuerzas disminuidas. Escribía los mismos informes, daba las mismas órdenes al personal y a los confidentes, se esforzaba por reunir la mayor información posible, por alcanzar el máximo de influencia sobre el visir y los funcionarios del konak. Todo era igual que antes, pero Daville no era el mismo.

El cónsul marchaba con la cabeza alta, actuaba tranquilo y seguro. Todo parecía normal. Pero él había cambiado mucho, tanto en lo físico como en lo moral.

Si fuera posible medir, y alguien lo hiciera, la fuerza de voluntad, el curso de los pensamientos, el vigor de los impulsos interiores y de los movimientos externos, se encontraría con que el cónsul actuaba ahora con un ritmo mucho más cercano al ritmo que respiraba, vivía y trabajaba esa ciudad bosniaca, que a aquel otro con el que se movía seis años atrás, a su llegada.

Todos los cambios se habían operado lenta e imperceptiblemente, pero de manera continua e inexorable. Daville tenía aversión a la palabra escrita y a las decisiones rápidas y claras, temía las novedades y a los huéspedes, cualquier cambio o la sola idea de cambiar le producía escalofríos. Apreciaba más un minuto de descanso asegurado que los años que estaban por venir y de los que no se sabía qué traerían.

Tampoco los cambios externos pasaban desapercibidos. Las personas que viven en medios tan cerrados, pendientes unas de otras sin cesar, advierten con dificultad que envejecen y cambian. Sin embargo, en los últimos meses sobre todo, el cónsul había envejecido y se había consumido a ojos vistas.

El mechón rebelde de cabello ondulado, que antaño se alzaba sobre su frente, ahora colgaba doblegado, y su pelo había adquirido ese color gris que toman los rubios cuando encanecen rápidamente. Todavía tenía la cara sonrosada, pero su piel era más seca y alrededor del mentón ganaba flacidez y perdía frescura, y se le habían caído algunos dientes a causa de los fuertes dolores de muelas que había padecido ese invierno.

Eran los trazos visibles que, a lo largo de los años, habían dejado en Daville las heladas, las lluvias y los vientos húmedos de Travnik, las preocupaciones familiares pequeñas y grandes y las innumerables tareas consulares, pero, en particular, las luchas internas relacionadas con los últimos hechos acaecidos en el mundo y en Francia.

Así era Daville al finalizar el sexto año de estancia ininterrumpida en Travnik y al iniciarse los acontecimientos posteriores al regreso de Napoleón de Rusia.