XV
Las noticias e instrucciones de París, que Daville recibía en los últimos días con un retraso importante, señalaban que la gran maquinaria bélica del imperio se había vuelto a poner en marcha y, precisamente, en contra de Austria. Daville se sentía personalmente afectado y amenazado. Consideraba que era una desgracia que esa avalancha se dirigiera justo hacia los lugares en los que él tenía su pequeño sector y gran responsabilidad. La necesidad malsana de emprender o hacer algo y la sensación mortificante de que podía errar o dejar escapar una ocasión no lo abandonaban ni en sueños. La calma y la sangre fría del joven des Fossés lo irritaban más que de costumbre. Para él, era natural que el ejército imperial hiciera la guerra en algún punto, y no veía en ello motivo para cambiar la forma de vida y el curso de sus pensamientos. Una ira contenida solía embargar a Daville cuando escuchaba las expresiones triviales y las ocurrencias que estaban de moda entre los jóvenes parisinos y que des Fossés usaba al hablar de la nueva guerra, sin respeto ni entusiasmo, pero sin dudar de la victoria final. Esto suscitaba en el cónsul una envidia inconsciente, una profunda tristeza porque no tenía con quién hablar («con quién intercambiar sus miedos y sus esperanzas») de esa guerra y de todo lo demás, partiendo de las concepciones y puntos de vista que eran próximos y afines a él y a los de su generación. Sentía que el mundo, más que nunca, estaba lleno de trampas y peligros, de pensamientos sombríos e inciertos, de temores que la contienda propaga por el país y entre la gente, en especial entre las personas de edad, débiles y fatigadas.
A Daville le parecía por momentos que perdía el aliento, que el cansancio lo vencía, que caminaba hacía años en una columna tenebrosa y sin alma, cuyo paso no podía seguir, y que amenazaba con arrollarlo y aplastarlo si doblaba la rodilla e interrumpía la marcha. En cuanto se quedaba solo, suspiraba y repetía deprisa y en voz baja:
—¡Ay, Dios mío, Dios mío!
Pronunciaba estas palabras inconscientemente, sin ninguna relación real con lo que en aquel momento sucedía a su alrededor; era su forma de desahogarse y suspirar.
¿Cómo no rendirse a la fatiga y a la vorágine infernal que duraba años, y cómo abandonar y renunciar a todo esfuerzo? ¿Cómo distinguir con claridad y entender algo de esa carrera incesante y de esa confusión, cómo proseguir la marcha a través del agotamiento, las convulsiones e incertidumbres en la bruma sin fin?
Tenía la impresión de que había sido la víspera cuando, con gran emoción, había oído la noticia de la victoria en Austerlitz, prometedora esperanza de paz y solución; que esa mañana había escrito los versos sobre la batalla de Jena; que unos pocos minutos antes había leído los boletines de la victoria en España, la entrada en Madrid y la expulsión de las tropas inglesas de la Península Ibérica. El eco de una proeza no se había extinguido aún, y ya se proyectaba y se mezclaba con el rumor de nuevos eventos. ¿Iban a modificarse realmente las leyes de la naturaleza por la fuerza o todo acabaría estrellándose contra su perpetuación implacable? Unas veces parecía lo primero y otras, lo segundo, pero no había una conclusión clara. El espíritu estaba paralizado y el cerebro rehusaba obedecer. Y sumido en semejante estado de ánimo, él seguía adelante con la muchedumbre, trabajaba y conversaba, se esforzaba por mantener el paso, por aportar su granito de arena, sin exteriorizar ni contarle a nadie sus graves y miserables dudas y su confusión.
He aquí que ahora se iba a repetir todo, hasta los más ínfimos detalles. Le llegaban Le Moniteur y Le Journal de L’Empire con artículos en los que se explicaba y justificaba la necesidad de la nueva campaña y se pronosticaba su éxito inminente. (Al leerlos, Daville experimentaba la sensación clara e indudable de que así era y de que no podía ser de otra forma). Luego vendrían días y semanas de reflexión, de expectativas y dudas. (¿Por qué otra guerra? ¿Hasta cuándo se batallaría? ¿Adónde irían a parar el mundo, Napoleón, Francia, él mismo y los suyos, con todo eso? ¿Acaso esta vez se volvería la suerte en contra y llegaría la primera derrota como señal de la hecatombe final?). Enseguida recibiría el boletín de las últimas victorias, con los nombres de las ciudades sometidas y los países arrasados; y a la postre, el triunfo absoluto y la paz de los vencedores con conquistas territoriales y nuevas promesas de una tregua general que no acababa de llegar.
Entonces Daville celebraría la victoria con todos los demás, y con más solemnidad que todos los demás, y hablaría de ella como de algo que se entiende por sí solo y en lo que él también había participado. Nadie vería ni conocería jamás las dudas tortuosas y vacilaciones que el triunfo habría disipado como la niebla y que él mismo se esforzaba por olvidar. Durante un tiempo, pero sólo durante un corto espacio de tiempo, se engañaría, hasta que se produjera un nuevo movimiento de la maquinaria bélica del imperio y, paralelamente, en su mente empezaran a rondar ideas exactamente iguales a las anteriores. Todo esto lo desgastaba y extenuaba y creaba a su alrededor una vida apacible y ordenada en apariencia, pero en realidad tormentosa hasta extremos insospechados, y en una desgarradora contradicción con su naturaleza interna y su verdadero ser.
La quinta coalición contra Napoleón se formó a lo largo de ese invierno y se hizo pública, de repente, en primavera. Igual que cuatro años antes, pero con más rapidez y más osadía, Napoleón respondió al taimado ataque con un golpe fulminante contra Viena. Incluso los no iniciados entendieron entonces por qué se habían abierto los consulados en Bosnia y para qué servían.
Entre los franceses y los austríacos de Travnik cesó todo contacto. Los criados se retiraron el saludo, los cónsules evitaban cruzarse. Los domingos, durante la misa en la iglesia de Dolac, la señora Daville se sentaba en un extremo y la señora von Mitterer con su hija lo hacía en el opuesto. Ambos cónsules redoblaron sus esfuerzos ante el visir y sus colaboradores, los frailes, los popes y los ciudadanos más honorables. Von Mitterer difundía la proclamación del emperador austríaco, y Daville, el boletín francés dedicado a la primera victoria en Eggmühl. Entre Split y Travnik, los correos se cruzaban y se alcanzaban unos a otros. El general Marmont, con sus tropas de Dalmacia, quería a toda costa reunirse con el ejército de Napoleón antes de que se produjera la batalla decisiva. Por eso le pedía a Daville datos de las regiones que debía atravesar y le enviaba sin cesar nuevas instrucciones. Esto multiplicaba el trabajo del cónsul y lo hacía cada vez más difícil, pesado y delicado. En particular, porque von Mitterer vigilaba sus pasos y, como militar experimentado acostumbrado a las intrigas y maniobras fronterizas, colocaba todos los obstáculos precisos al avance de Marmont por Lika y Croacia. Según aumentaba el número y la dificultad de las misiones, crecía también la fuerza de Daville, el ingenio y las ganas de combatir. Con ayuda de d’Avenat, logró encontrar y organizar a todos los que por su temperamento o por sus intereses se oponían a Austria y estaban dispuestos a realizar cualquier cosa en su contra. Convocó a los capitanes de las ciudades de Krajina, en particular, al de Novi, hermano del infortunado Ahmet bey Ceric, al que no había podido salvar, y los incitó a sembrar la agitación en territorio austríaco ofreciéndoles los medios para ello.
Von Mitterer, a través de los frailes de Livno, enviaba periódicos y proclamas a Dalmacia, que se hallaba bajo ocupación francesa; mantenía contactos con los sacerdotes católicos de Dalmacia del Norte y contribuía a la organización de la resistencia contra los franceses.
Todos los agentes mercenarios y los colaboradores voluntarios de los dos consulados corrían en todas direcciones, y su trabajo empezó a sentirse en la creciente inquietud general y en los frecuentes enfrentamientos.
Los frailes dejaron drásticamente de verse con las personas del consulado francés. En los monasterios se decían oraciones por la victoria de las armas austríacas sobre los ejércitos jacobinos y su emperador infiel, Napoleón.
Los cónsules visitaban y recibían a gente que nunca antes habrían acogido, repartían regalos y se prodigaban en sobornos. Trabajaban día y noche, sin reparar en los medios ni escatimar esfuerzos. Aquí, el coronel estaba en una posición mucho más favorable. A decir verdad, se trataba de un hombre cansado, presionado por sus aflicciones familiares y la mala salud, pero para él este modo de vivir y luchar no era nuevo, correspondía a su experiencia y educación. Ante órdenes de cargos superiores, el coronel se olvidaba de sí mismo y de los suyos y entraba en el raíl engrasado del servicio imperial, marchaba por él sin alegría ni entusiasmo, pero sin plantear dudas ni objeciones. Además, conocía el idioma, el país, la población y las circunstancias, y a cada paso encontraba a gente sincera y altruista dispuesta a ayudarlo. Daville no contaba con nada de esto y debía trabajar en condiciones muy adversas. Sin embargo, su espíritu vivaz, su sentido del deber y la innata combatividad gala lo sostenían y espoleaban para no quedarse atrás en la competición; así, él también asestaba y devolvía los golpes.
Sin embargo, pese a todo eso, si hubiera sido por los cónsules, las relaciones entre ellos no habrían sido tan malas. Los peores eran los empleados de rango inferior, los agentes y los criados. No tenían medida a la hora de enfrentarse y difamarse mutuamente. El celo profesional y la vanidad personal los cegaba igual que al cazador le ciega su pasión, y tanto se ofuscaban que, en su afán por desbancarse y humillarse unos a otros, se degradaban y rebajaban a los ojos del pueblo y de los turcos taimados.
Tanto Daville como von Mitterer eran conscientes de cuánto esta forma desconsiderada y ruin de competir entre ellos perjudicaba a ambos bandos y al prestigio de la cristiandad y de los europeos en general; de cuán indigno era que ellos, los únicos representantes del mundo civilizado en esa región salvaje, rivalizaran y se batieran ante ese pueblo que los odiaba, los despreciaba y que no los entendía, y que justo fuera esa gente la que actuara en calidad de testigo y juez. Daville lo notaba muy especialmente, ya que su posición era más débil. Por este motivo decidió llamar la atención de von Mitterer sobre el tema, indirectamente, por mediación del doctor Cologna, que no estaba considerado como un personaje oficial, y proponerle que ambos reprimieran el exceso de celo de sus colaboradores. Des Fossés sería el encargado de hablar con Cologna, porque d’Avenat mantenía una pugna constante con él. Al mismo tiempo, a través de su piadosa mujer, quería influir de todas las maneras posibles sobre los frailes y demostrarles que, como representantes de la Iglesia, se equivocaban al apoyar tan unilateral y exclusivamente a una de las partes enfrentadas.
Para probar a los monjes lo inexactas que eran las acusaciones de impiedad contra el régimen francés y atraerlos a su causa, a Daville se le ocurrió pedirles un capellán permanente y remunerado para el consulado francés; así, por medio del párroco de Dolac, envió una carta al obispo de Fojnica. Al no obtener respuesta, encomendó a su esposa que tratara el asunto con fray Ivo y lo convenciera de viva voz de que sería bueno y oportuno que designaran capellán a uno de los hermanos y modificaran en general su comportamiento con el consulado francés.
La señora Daville se acercó un sábado por la tarde a Dolac, acompañada de un intérprete ilirio y de un escolta. Había elegido cuidadosamente el momento para esta conversación, la oración vespertina, y no el domingo, cuando había mucha más gente en la iglesia y el cura estaba ocupado.
Fray Ivo, como siempre, recibió amablemente a la mujer del cónsul. Dijo que esa «misma mañana» había llegado la respuesta, por escrito, del obispo, y que justo se disponía a enviársela al señor cónsul general. La petición había sido denegada, porque ellos, por desgracia, en esos tiempos difíciles que corrían, perseguidos, pobres y poco numerosos, ni siquiera contaban con religiosos suficientes para atender las necesidades más urgentes de sus fieles. Además, los turcos considerarían inmediatamente a dicho capellán como un vendido y un espía y se vengarían de toda la orden. En una palabra, el obispo lamentaba no poder satisfacer la solicitud del cónsul francés y le rogaba que no lo interpretara mal, etcétera, etcétera.
Esto era lo que escribía el obispo, pero fray Ivo no ocultaba que él jamás hubiera aceptado, incluso si hubiera tenido el poder y la libertad de decidir, que un capellán suyo sirviera en el consulado de Napoleón tal y como estaban las cosas. La señora Daville intentó corregir con delicadeza esta idea, pero el fraile, tras su armadura de grasa, permaneció inflexible. Respetaba personalmente a la señora Daville y reconocía su fe sincera e irrefutable (los monjes, en general, respetaban mucho más a la señora Daville que a la señora von Mitterer), pero mantuvo su punto de vista firme y obstinado. Acompañó sus palabras con un gesto categórico y asesino de su enorme mano blanca haciendo que la señora Daville temblara sin querer en su fuero interno. Era evidente que tenía instrucciones claras, que su decisión estaba ya tomada y que no deseaba discutir de ello con nadie, y mucho menos con una mujer.
Después de repetir a la señora Daville que estaba a su disposición para cualquier necesidad espiritual que tuviera, pero que respecto a todo lo demás se mantenía en sus trece, fray Ivo se marchó a la iglesia donde empezaban las vísperas. Por alguna razón, ese día había en Dolac muchos frailes invitados, y la oración resultó muy solemne.
Si por ella hubiera sido, la señora Daville habría regresado de inmediato a su casa, pero las conveniencias exigían que se quedara al servicio, para que no pareciera que sólo había ido a hablar con fray Ivo. Esta mujer, por lo general tan serena y poco susceptible, se sentía turbada y abatida por la conducta del párroco. La desagradable conversación le había resultado más difícil en tanto que ella, por su educación y por su naturaleza, estaba lejos de los problemas generales y de los asuntos públicos.
Ahora permanecía en la iglesia, junto a un pilar de madera, y escuchaba el canto aún ahogado y discordante de los monjes que estaban arrodillados a ambos lados del altar mayor. Fray Ivo oficiaba. Tan corpulento y pesado, sin embargo, lograba cada vez que era preciso poner una rodilla en tierra con soltura y agilidad y alzarse de inmediato. La mujer todavía veía ante sus ojos la manaza del fraile con el gesto de rechazo y su mirada brillante cargada de arrogancia y tenacidad con la que contemplaba al intérprete mientras hablaba con ella hacía apenas unos minutos. Nunca había visto esa mirada en Francia, ni entre los laicos ni entre los sacerdotes.
Los frailes, en el coro, cantaban quedamente con sus voces de campesinos las letanías de la Virgen. Una voz más grave empezó:
—Sancta María…
Los demás le respondían roncamente:
—Ora pro nobis.
La voz proseguía:
—Sancta virgo virginum…
—Ora pro nobis —contestaban las voces armónicas. El que dirigía la oración enumeraba los atributos de María, salmodiando.
—Imperatrix Reginarum…
—Laus sanctarum animarum…
—Vera salutrix earum…
Y tras cada uno de ellos, el coro intervenía con tono monótono:
—Ora pro nobis.
La señora Daville quería rezar, unirse a la letanía conocida que antaño escuchaba en el coro umbrío de la catedral de Avranches, su ciudad natal. Pero no podía olvidar la conversación anterior e interrumpir los pensamientos que se mezclaban con la plegaria.
Todos rezamos de la misma manera, todos somos cristianos y compartimos la misma fe, pero los abismos entre los hombres son grandes, pensaba la mujer, sin poder borrar de su mente la mirada violenta y obstinada y el ademán brusco de la mano del mismo fray Ivo que cantaba la letanía.
La voz seguía enumerando:
—Sancta Mater Domini…
—Sancta Dei genitrix.
En efecto, el hombre sabe que existen los abismos y rivalidades entre las personas, pero sólo cuando se va a correr mundo y los experimenta por sí mismo comprende cuán profundos e insalvables son. ¿Qué clase de plegarias podían ayudar a franquearlos o allanarlos? Su desaliento le respondía que tales oraciones no existían. Pero ahí se detenían sus cavilaciones temerosas e impotentes. La mujer empezó a musitar uniendo su voz apenas audible al murmullo uniforme de los frailes que retornaba como una ola repitiendo:
—Ora pro nobis.
Cuando terminaron las vísperas, la señora Daville recibió contrita la bendición de la misma mano de fray Ivo.
Fuera, delante de la iglesia, encontró a su escolta en compañía de des Fossés y un criado. El «joven cónsul» cabalgaba por Dolac, y cuando se enteró de que la señora Daville estaba en la iglesia, decidió esperarla y acompañarla a Travnik. La mujer se alegró de ver la cara familiar del alegre joven y poder hablar su lengua natal.
Regresaron a la ciudad por el camino ancho y seco. El sol se había ocultado, pero un resplandor dorado, intenso, inundaba indirectamente todo el lugar. El camino de tierra parecía rojo y caliente, y los brotes y los capullos de los arbustos destacaban de la corteza negra como si estuvieran hechos de esa luz.
La señora Daville iba al lado del joven que, sonrosado por la cabalgata, hablaba animadamente. Tras ellos se oían los pasos de los criados y los cascos de los caballos que llevaban de las bridas. Todavía resonaba en sus oídos el eco de la letanía. El camino descendía. Los tejados de Travnik aparecieron, finas columnas de humo azulado flotaban por encima, y con ellos la vida real con todas sus necesidades y tareas, lejos de todas las reflexiones, dudas y oraciones.
Más o menos por la misma época, des Fossés había sostenido una conversación con Cologna.
Un atardecer, alrededor de las ocho, acompañado de un guardia y de un criado que llevaba un farol, des Fossés fue a visitar al médico.
La casa estaba apartada, en un cerro escarpado alrededor del cual se cernía la noche densa y la niebla húmeda. El rumor de las aguas invisibles del manantial de Sumec se dejaba oír. Era un rumor ahogado, alterado por la oscuridad y amplificado por el silencio. El camino estaba anegado y resbaladizo, y a la débil y parpadeante luz del farol turco parecía nuevo y desconocido como un claro de bosque aún no hollado por el pie humano. La puerta de entrada también parecía inesperada y misteriosa. El umbral y la aldaba estaban iluminados, todo lo demás permanecía en tinieblas, nada dejaba adivinar los contornos y volúmenes ni la verdadera naturaleza de las cosas. Los aldabonazos resonaron violenta y sordamente en la puerta. A des Fossés le resultaron toscos e inoportunos, casi como un dolor, y el celo excesivo de su criado le pareció particularmente desagradable y embarazoso.
—¿Quién llama?
La voz llegaba de arriba, más como un eco de los golpes del guardia que como una verdadera pregunta.
—El joven cónsul. ¡Abre! —gritó el escolta con ese tono desabrido y cortante con el que los jóvenes se dirigen unos a otros en presencia de una persona de más edad.
Las voces masculinas y el murmullo del agua a lo lejos, todo se presentaba como una invitación casual e imprevista para adentrarse en el bosque sin razón aparente y sin efectos visibles. Luego se oyó el tintineo de las cadenas, el chirrido de la cerradura y el golpetazo del alamud. La puerta se abrió despacio, detrás aguardaba un hombre con un candil, pálido y somnoliento, envuelto en una zamarra de pastor. Dos luces desiguales alumbraban el zaguán inclinado y las ventanas pequeñas y oscuras de la planta baja. Ambos faroles rivalizaban para ver cuál iluminaba mejor el suelo delante del joven cónsul. Aturdido por el juego de voces y resplandores, des Fossés se halló de repente ante la puerta abierta de par en par de una enorme sala llena de humo y con un fuerte olor a tabaco en el aire rancio.
En medio de la estancia, junto a un gran candelabro, estaba Cologna, alto y encorvado, ataviado con una abigarrada indumentaria medio turca, medio occidental. En la cabeza llevaba un bonete negro del que asomaban unos largos y ralos mechones de cabellos grises. Unas matas de vello canoso sobresalían de sus orejas y relucían cuando movía la cabeza, primero una, luego otra, como dos llamitas blancas.
El anciano hizo una profunda reverencia y pronunció unas cuantas frases de bienvenida y cumplidos en su lengua que bien podía ser un italiano corrompido o un francés aprendido a medias, pero al joven le parecieron superficiales y desganados, fórmulas vacías no sólo desprovistas de calor y de verdadero respeto, sino también enunciadas como si la persona que las profería no estuviera presente. Entonces se le ocurrió que todo lo que lo esperaba en la estancia baja y repleta de humo —el hedor y el aspecto de la habitación, el hombre y su forma de hablar— podía resumirse en una sola palabra, y fue tan rápido y tan vivo que por poco no la pronunció en voz alta: vejez. Una vejez triste, desdentada, olvidadiza, solitaria y difícil que trastocaba, corrompía y emponzoñaba todo: las ideas, los horizontes, los movimientos, los sonidos; todo, incluso la misma luz y los olores.
El anciano médico ofreció asiento al joven ceremoniosamente, mientras él permanecía de pie, poniendo como excusa una antigua y buena regla de la escuela de Salerno: Postprandium sta. (Después de comer hay que permanecer de pie).
Des Fossés tomó asiento en una silla dura sin respaldo, pero con una sensación de superioridad física y espiritual que hacía su misión más fácil y sencilla, casi agradable. Así empezó a hablar con la confianza ciega con la que los jóvenes, a menudo, entablan conversación con los viejos que les parecen anticuados y ajados, olvidando que la lentitud mental y la decrepitud suelen ir acompañadas de una gran experiencia y una habilidad probada en los asuntos humanos. Expuso el mensaje de Daville para von Mitterer, esforzándose para que resultara lo que en realidad era, una sugerencia bienintencionada en aras del interés común, y no una señal de debilidad o de temor. Cuando terminó, experimentó una gran satisfacción consigo mismo.
Antes incluso de que el joven finalizara, Cologna se apresuró a asegurarle que se sentía sumamente honrado por haber sido elegido como emisario, y que transmitiría sus palabras de la forma más fiel posible, que él entendía sin ninguna dificultad las intenciones y compartía la idea del señor Daville, y que por su origen, profesión y convicciones, era el más indicado para desempeñar ese papel.
Evidentemente, ahora le correspondía a Cologna sentirse satisfecho consigo mismo.
El francés escuchaba a su interlocutor igual que se escucha el rumor del agua, mirando distraídamente su cara alargada y de rasgos regulares, ojos redondos y vivaces, labios exangües y dientes que se le movían al hablar. ¡La vejez!, pensaba. Lo peor no era sufrir y morir, sino envejecer, porque envejecer era un sufrimiento para el que no había remedio ni esperanzas, una muerte que duraba. Sólo que des Fossés no reflexionaba sobre la vejez como un destino universal, y por lo tanto también suyo, sino como una desventura personal del médico.
Pero Cologna seguía hablando:
—Yo no necesito muchas explicaciones; yo entiendo la posición en que se hallan los cónsules, igual que la de cualquier occidental ilustrado que el destino haya arrojado a estas regiones. Para un hombre así, vivir en Turquía significa caminar por el filo de la navaja y arder a fuego lento. Yo lo sé, porque nosotros nacemos en el mismo filo, en él vivimos y morimos, y en ese fuego crecemos y nos consumimos.
A través de sus pensamientos sobre la vejez y el envejecimiento, el joven empezó a escuchar más atentamente las palabras del médico.
—Nadie sabe lo que significa nacer y vivir en el filo de dos mundos, conocer y entender uno y otro y no poder hacer nada para que se comuniquen entre sí y se acerquen; lo que significa amarlos y odiarlos, vacilar y pasar la vida entera entre dos patrias sin tener ninguna, estar en casa en todas partes y ser siempre extranjero; en resumidas cuentas: vivir dividido, como víctima y verdugo al mismo tiempo.
Des Fossés escuchaba sorprendido. Como si una tercera persona se hubiera mezclado en la conversación y fuera ella la que estuviera hablando; ahora ya no había ni rastro de palabras vacías ni de cumplidos. Ante él estaba un hombre de ojos brillantes que con los brazos largos y delgados extendidos mostraba cómo se vivía dividido entre dos mundos opuestos.
Como suele suceder a los jóvenes, des Fossés tenía la sensación de que esa conversación no era del todo fortuita y de que estaba relacionada estrecha y muy particularmente con sus propias ideas y con la obra que preparaba. En Travnik no había muchas posibilidades de mantener semejantes conversaciones, lo que le produjo un desconcierto agradable, y en medio de dicha confusión empezó él también a plantear preguntas y luego a hacer observaciones y manifestar sus impresiones.
De ahí que hablara tanto por necesidad interna como por el deseo de prolongar la charla. Pero no era necesario animar mucho al viejo para que se explayara. No interrumpía el hilo de sus pensamientos. Como inspirado, a veces buscaba expresiones francesas y las sustituía por otras italianas, hablaba como si leyera.
—Sí, ésas son las penas que atenazan a los cristianos de Levante y que ustedes, cristianos de Occidente, jamás podrán entender, y no digamos los turcos. Ésa es la suerte de los levantinos, porque son poussiére humaine, una polvareda humana, que se desplaza rauda entre Oriente y Occidente, sin pertenecer a ninguno de los dos mundos, pero hostigada por ambos. Son hombres que hablan muchos idiomas, pero ninguno es el suyo, que conocen dos religiones, pero de ninguna son devotos. Son víctimas fatales de la división de los hombres en cristianos y no cristianos; eternos intérpretes e intermediarios, que en su interior albergan tantas incertidumbres y tantas reservas tácitas; buenos conocedores de Oriente y Occidente y de sus costumbres y creencias, pero igualmente despreciados y sospechosos en ambos lados. Se les puede aplicar las palabras que hace más de seis siglos escribió el gran Dzelaledin, Dzelaledin Rumi: «Pues no logro conocerme a mí mismo. Ni soy cristiano ni judío ni persa ni musulmán. No soy de Oriente ni de Occidente, ni de la tierra ni del mar». Así son ellos. Una pequeña humanidad aparte, sojuzgada por el peso de un doble pecado oriental, que debe ser salvada y redimida una vez más, pero nadie sabe ni cómo ni por quién. Son los hombres de la frontera, un confín físico y espiritual, de la línea negra y sangrienta que a consecuencia de un malentendido grave y absurdo se ha trazado entre las personas, criaturas de Dios, entre las que ni podría ni debería haber fronteras. Es esa arista que separa el mar de tierra firme, condenada al movimiento perpetuo y a la agitación. Es un tercer mundo donde se han posado todas las maldiciones fruto de la división de la tierra en dos mundos. Es…
Des Fossés, fascinado y con los ojos brillantes, miraba al anciano transformado que, con los brazos abiertos en cruz, buscaba las palabras en vano y, de pronto, concluyó con voz cascada:
—Es un heroísmo sin gloría, un martirio sin recompensa. Y precisamente ustedes, nuestros iguales y afines, los occidentales, cristianos por la misma gracia que nosotros, deberían comprendernos, aceptarnos y aliviar nuestro destino.
El médico bajó los brazos con una expresión de absoluta desesperanza, casi con ira. No quedaba ni huella de ese repugnante «doctor ilirio». Allí había un hombre con ideas propias y gesto enérgico. Y des Fossés ardía en deseos de oír y saber más, olvidando por completo no sólo la sensación de superioridad que había experimentado unos minutos antes, sino también el lugar en el que se hallaba y el motivo de la visita. Era consciente de que llevaba allí mucho más tiempo del debido y del que estaba previsto, pero no se levantaba.
Cologna lo contemplaba ahora con la mirada llena de una emoción muda, igual que cuando se mira a alguien que se aleja y cuya partida se lamenta.
—Sí, señor, puede entender nuestra vida. Pero para usted no es más que un sueño desagradable. Porque vive aquí, pero sabe que es temporal y que más pronto o más tarde regresará a su país, a una vida mejor y más digna. Se despertará de su pesadilla y se liberará, pero nosotros jamás, porque para nosotros es nuestra única vida.
Hacia el final de la conversación, el médico se volvió más callado y más extraño. También tomó asiento, muy cerca del joven, inclinándose hacia él, como si fuera a decirle algo en confianza, y le indicó con ambas manos que permaneciera tranquilo y no hiciera nada, ni con palabras ni con ademanes, que pudiera asustar o ahuyentar a algo menudo, valioso y asustadizo, una avecilla quizá que estuviera en el suelo delante de ellos. Con la vista clavada en la alfombra, hablaba casi susurrando, pero con voz cálida que revelaba una dulzura interior.
—A la postre, cuando llega el final, el verdadero final, fuere como fuere, todo sale bien y reina la armonía. Aunque, aquí, realmente todo parezca discordante e irremediablemente enmarañado. «Un jour tout sera bien, voilá notre esperance» (Algún día todo acabará bien, he aquí nuestra esperanza), como dice uno de sus filósofos. Y no es posible imaginar que sea de otro modo. Pues ¿por qué mi pensamiento, bueno y recto, vale menos que el mismo pensamiento que ve la luz en Roma o París? ¿Acaso porque ha sido concebido en este valle profundo llamado Travnik? Y ¿será posible que semejante idea jamás se apunte ni se registre en ningún lugar? No, es imposible. A pesar de la fragmentación y del caos, todo es armonioso y está relacionado. Ni un solo pensamiento humano, ni un solo esfuerzo del espíritu se pierde. Todos estamos en el buen camino y nos llevaremos una sorpresa cuando nos encontremos, porque nos encontraremos, y todos nos entenderemos, no importa adónde vayamos ahora y cuántas vueltas demos. Será un reencuentro alegre, una sorpresa memorable y salvadora.
El joven seguía con dificultad el pensamiento del anciano, pero deseaba ardientemente seguir escuchando. Sin un nexo aparente, pero con el mismo tono confidencial, exaltado y ufano, Cologna hablaba y hablaba. Des Fossés asentía, se animaba y, de vez en cuando, acuciado por una necesidad irresistible, añadía también algo. Así contó su descubrimiento en la calzada de Turbe referente a las distintas épocas históricas que se podían ver en los diferentes estratos. Lo mismo que había contado en su momento a Daville sin que éste mostrara mucho interés.
—Ya sé, usted observa las cosas a su alrededor. Le interesa el pasado y el presente. Sabe mirar —admitía el médico.
Y como si le contara un secreto sobre un tesoro escondido y deseara decir con la mirada risueña más de lo que podía con palabras, el anciano susurró:
—Cuando vaya por el bazar, visite la mezquita de Jeni. Está rodeada por un muro alto. Dentro, a la sombra de un árbol inmenso, hay unas tumbas que ya nadie recuerda de quién son. Entre el pueblo corre el rumor de que esa mezquita antaño, antes de la llegada de los turcos, era la iglesia de Santa Katarina y la gente cree que todavía hoy, en un rincón, existe una sacristía que nadie ha logrado abrir. Si examina detenidamente las piedras de ese viejo muro, se dará cuenta de que proceden de ruinas romanas y monumentos funerarios. También en una de las piedras incrustada en la tapia se pueden leer fácilmente las plácidas y regulares letras romanas de algún texto partido: «Marco Flavio… óptimo». Y muy hondo, en los cimientos invisibles, hay grandes bloques de granito rojo, restos de un culto mucho más arcaico, un antiguo santuario del dios Mitra. En una de esas piedras, hay un relieve borroso en el que se distingue cómo el joven dios de la luz mata a un jabalí en plena carrera. Y quién sabe lo que todavía se puede encontrar en las profundidades, bajo esos cimientos. Quién sabe qué esfuerzos están allí enterrados y qué rastros han sido borrados para siempre. Y eso sólo en un pequeño trozo de tierra, en este villorrio perdido. Imagínese la de lugares habitados que ha habido y hay a lo largo y ancho de este mundo.
El joven miraba al anciano, esperando nuevas explicaciones, pero entonces el médico, de repente, cambió el tono y empezó a hablar más alto, como si ya pudieran oírlo otras personas:
—Usted comprende, todo encaja, todo está en relación, y sólo aparentemente parece perdido y olvidado, disperso y desorganizado. Todo va, sin presentirlo siquiera, hacia una meta, como los rayos convergentes hacia un foco lejano y desconocido. No hay que olvidar que en el Corán está escrito que tal vez un día Dios reconciliará a los enemigos y establecerá la amistad entre los hombres. Él es todopoderoso, bendito y misericordioso. Así que aún hay esperanza, y cuando hay esperanza… ¿Me comprende?
Su mirada sonreía elocuente y triunfal, como si alentara y tranquilizara al joven, mientras con las manos describía en el aire, ante su cara, un círculo, como si quisiera mostrar el círculo cerrado del universo.
—Sí, usted me entiende —repitió expresivo e impaciente, como si considerara superfluo e inoportuno seguir buscando palabras para expresar algo que para él era tan cierto y seguro, tan familiar y tan próximo.
Pero hacia el final, la conversación cambió de signo. Cologna volvió a ponerse de pie, delgado y recto, se inclinaba y se doblaba en dos, pronunciaba palabras altisonantes y vacías y aseguraba al joven que se sentía honrado tanto por su visita como por la confianza que se depositaba en él.
Así se separaron.
De camino al consulado, des Fossés pisaba distraídamente el círculo de luz que el guardia proyectaba con el farol delante de él. Caminaba sin ver nada a su alrededor. Pensaba en el médico, viejo y perturbado, y en sus ideas vivaces e inarticulables, y trataba de ordenar y discernir las suyas propias, que habían aparecido inesperadamente entrecruzándose todas en su cabeza.