XVII

Esta última y terrible algarada no había afectado en absoluto al consulado francés. Al contrario, el epicentro se trasladó, hacia el final, al consulado austríaco y a su médico, Cologna. Pero también en el consulado francés habían vivido días difíciles y noches de insomnio. A excepción de las dos cortas escapadas de des Fossés, nadie había osado ni asomarse a la ventana. Al propio Daville, la revuelta le había parecido mucho más grave que la primera, porque nadie se acostumbra a tales pruebas, al revés, cuanto más se repiten peor se soportan.

Al igual que durante la primera revuelta, Daville pensó huir de Travnik, salvar su vida y la de su familia. Encerrado en su gabinete de trabajo, se torturaba con las ideas más terribles y preveía las circunstancias más negras, pero delante de los criados y empleados, e incluso delante de su esposa, no dejaba traslucir ni sus pensamientos ni su estado de ánimo.

No obstante, esta adversidad común tampoco logró acercar al cónsul y al canciller. Varias veces al día, Daville iniciaba una conversación con des Fossés. (Encerrados en casa, se encontraban más a menudo que de costumbre). Pero ninguna de estas charlas le aportaban bienestar y paz, y tenía que repetirse constantemente que vivía con un extranjero del que irremediablemente lo separaban concepciones y costumbres. Ni siquiera las cualidades buenas del joven, que eran incuestionables y afloraban sobre todo en tales ocasiones, como la audacia, la generosidad o la serenidad, podían atraer a Daville. Porque nosotros aceptamos y valoramos las virtudes de un hombre sólo si se nos muestran bajo un aspecto que conviene a nuestras ideas e inclinaciones.

Como siempre había hecho hasta el momento, Daville consideraba con amargura y desprecio todo lo que sucedía a su alrededor, lo achacaba a la maldad innata y al bárbaro modo de vida de aquella gente, y sólo le preocupaba cómo salvaguardar y proteger los intereses franceses en semejante situación. Des Fossés, por el contrario, con una objetividad que dejaba consternado al cónsul, analizaba todos los fenómenos a su alrededor y se esforzaba por encontrarles un motivo y una explicación en sí mismos y en las circunstancias que los habían provocado, al margen del daño o provecho, de las ventajas o incomodidades que pudieran causarle a él y a su consulado. Esa objetividad fría y desinteresada del joven confundía desde siempre a Daville y le resultaba muy desagradable, máxime cuando no dejaba de ver en ella una señal clara de la superioridad del mozalbete, y en esa ocasión le parecía más penosa y más insoportable.

Cualquier conversación oficial, semioficial o privada, suscitaba en el joven múltiples asociaciones, observaciones atrevidas y conclusiones de una imparcialidad glacial, y en el cónsul, una irritación y un silencio resentido que des Fossés ni siquiera advertía.

Ese hijo de familia acaudalada, dotado de toda suerte de talentos, se comportaba también a la hora de pensar como un millonario y era osado, caprichoso y pródigo. En el trabajo cotidiano del consulado, no servía de gran utilidad a Daville. Aunque era deber del canciller pasar a limpio los informes del cónsul, éste evitaba darle ese trabajo. Mientras escribía, sentía que le frenaba la idea de que des Fossés, cuyo espíritu parecía poseer cien ojos, al copiarlo juzgaría con una mirada crítica el informe de su superior. Daville se enfadaba consigo mismo, pero no podía controlarse ni dejar de preguntarse cada tres frases qué pensaría su canciller al leerlo. Por eso, al final, prefería escribir los informes importantes y pasarlos él mismo a limpio.

En resumen, en todos los asuntos, y lo que era más importante aún, en todas las angustias internas que provocaban en Daville los acontecimientos relacionados con la última campaña de Napoleón contra Viena, des Fossés no resultaba de ninguna utilidad y, con frecuencia, suponía más una carga y un inconveniente. Las diferencias entre ellos eran tan grandes y profundas que ni siquiera podían compartir las alegrías. Cuando a mediados de julio, coincidiendo casi con el final de la revuelta, llegó la noticia de la victoria de Napoleón en Wagram, y acto seguido la del armisticio con Austria, empezó para Daville uno de sus periodos de serenidad. Le parecía que las cosas habían salido bien, que todo había terminado felizmente. Lo único que estropeaba su buen talante era la indiferencia del joven, que no conocía el entusiasmo que produce el éxito ni las dudas y temores que preceden al triunfo.

Para Daville era penoso e inexplicable ver siempre a des Fossés con la misma sonrisa inteligente e impasible en el rostro. «Se diría que éste se ha abonado a las victorias», le comentaba Daville a su mujer, pues no tenía a nadie más a quien lamentarse y no podía seguir callando.

De nuevo llegaron a Travnik los días cálidos y exuberantes de finales del verano, los mejores y más hermosos para los que siempre viven bien y los menos inclementes para los que su existencia es igual de fatigosa en verano que en invierno.

En octubre de 1809 se firmó en Viena la paz entre Napoleón y la corte austríaca. Se crearon las Provincias Ilirias a las que pertenecían Dalmacia y Lika, territorios estos bajo la jurisdicción de Daville. A Ljubljana, capital de esta nueva Iliria, llegaron un gobernador general y un intendente, con todo un estado mayor de funcionarios de policía, de aduanas y de hacienda, que debían empezar a organizar la administración y, en particular, el comercio y las comunicaciones con Levante. Anteriormente, el general Marmont, comandante de Dalmacia, que había llegado a tiempo a la batalla de Wagram, había sido nombrado mariscal. Daville, viendo lo que sucedía a su alrededor, tenía ese sentimiento melancólico y agradable del hombre que ha contribuido a la victoria y la fama de los otros, quedando él a la sombra, sin gloria ni recompensa. Dicho sentimiento le gustaba y le ayudaba a soportar las dificultades de Travnik, que ninguna victoria podía cambiar significativamente.

Lo que torturaba ahora a Daville, como en todas las ocasiones anteriores, y que no podía reconocer ni confiar a nadie, era la pregunta de si ésta sería la victoria definitiva y cuánto duraría la paz.

Para esa cuestión, de la que dependía no sólo su sosiego, sino también el destino de sus hijos, no podía encontrar una respuesta en ninguna parte ni en su interior ni en su entorno.

Durante una audiencia particularmente solemne, Daville contó al visir con todo detalle las victorias de Napoleón y las disposiciones de la paz de Viena, sobre todo, en la medida en que concernían a las regiones situadas en la frontera directa con Bosnia. El visir se congratuló de dichas victorias y expresó su satisfacción porque continuarían sus relaciones de buena vecindad y porque en lo sucesivo, bajo la administración francesa, reinarían la paz y el orden en los países alrededor de Bosnia.

Pero esas palabras «guerra», «paz» y «victoria» en la boca del visir sonaban como cosas muertas y lejanas, y él las pronunciaba con voz fría y dura y una expresión pétrea en la cara como si se tratara de acontecimientos de un pasado lejano.

Tahir bey, el teftedar, con el que Daville había hablado ese mismo día, estuvo mucho más animado y locuaz. Se interesó por la situación en España, preguntó por los pormenores de la organización administrativa en las nuevas Provincias Ilirias. Era evidente que deseaba informarse para luego hacer sus propias comparaciones, pero su elocuencia amable y su curiosidad aguda no decían mucho más que la indiferencia muda y muerta del visir; por sus palabras podía deducirse que él no veía final a las guerras y conquistas de Napoleón. Y cuando Daville lo exhortó para que se explicara mejor, el teftedar evitó responder.

—Su emperador es el vencedor, y al vencedor todos lo ven rodeado de esplendor o como dice un poeta persa: «La faz del vencedor es como la rosa» —remató Tahir bey con aire astuto y sonriente.

Daville siempre experimentaba un incomprensible malestar ante esa sonrisa extraña que jamás abandonaba la cara del teftedar y a causa de la cual sus ojos se volvían diabólicamente oblicuos y un poco bizcos. Después de cada conversación con él, Daville se sentía desconcertado y como expoliado. Cada una de estas charlas, en lugar de aportar soluciones y respuestas, suponían nuevas preguntas y nuevas incertidumbres. Pero era el único hombre del konak que quería y sabía hablar de asuntos serios.

En cuanto se firmó la paz, se restablecieron las relaciones entre los dos consulados. Los cónsules se hicieron las visitas de rigor y con mucha palabrería expresaron su dudosa satisfacción por el armisticio alcanzado, ocultando tras ese entusiasmo exagerado la vergüenza que sentían al pensar en lo que habían hecho el uno contra el otro en los últimos meses. Daville se esforzaba para no ofender a von Mitterer con un comportamiento demasiado triunfal, pero sin perder por ello ninguno de los privilegios que la victoria otorgaba. El coronel se expresaba con mucha más cautela, como alguien que desea reconocer lo menos posible un presente desagradable y lo espera todo del futuro. Ambos escondían sus verdaderos pensamientos y sus temores reales tras el velo de una conversación melancólica como la que a menudo sostienen los ancianos, los cuales aún esperan algo de la vida, si bien son conscientes de su impotencia.

La señora von Mitterer todavía no había intercambiado visitas con la señora Daville, y lograba evitar encontrarse con des Fossés que, naturalmente, desde la primavera anterior estaba «muerto» para ella y enterrado en la gran necrópolis de sus demás desengaños. Mientras duró la campaña contra Viena, ella, testaruda e impetuosa, se mantuvo todo el tiempo «con todas sus fuerzas del lado del gran e incomparable corso», amargando de esta forma los días y las noches de von Mitterer que ni en los cuatro muros de su dormitorio podía resistir las declaraciones imprudentes de su esposa y al que sus despropósitos le provocaban un dolor físico.

Ese verano, Ana María recuperó de golpe su antigua pasión: el amor por los animales. Su compasión desmedida y malsana por los animales de tiro, los perros, los gatos y el ganado estallaba a cada instante. La visión de los pequeños bueyes pelados y extenuados, que avanzaban fatigados, sus patas delgadas, mientras que un enjambre de moscas se encarnizaba con la carne blanda alrededor de sus ojos mansos, provocaba en Ana María un verdadero ataque de nervios. Llevada por su naturaleza apasionada, asumía la defensa de los animales en todas las ocasiones y en cualquier lugar, sin ninguna medida ni consideración, yendo así al encuentro de nuevas decepciones. Recogía perros cojos y gatos sarnosos y los curaba y cuidaba. Alimentaba a los pájaros, siempre alegres y ahítos. Se encaraba con las aldeanas que cargaban pollos con la cabeza colgando y las patas atadas sobre sus hombros. En las calles detenía los carros abarrotados y a los caballos sobrecargados, exigía a los campesinos que aliviaran a las bestias de tanta carga, que pusieran ungüento en sus heridas, que repararan los arneses que las laceraban y aflojaran las cinchas.

Todo esto eran cosas difíciles e imposibles en esa tierra, cosas que nadie podía entender y que solían provocar escenas ridículas y conflictos desagradables.

Cierto día, la señora von Mitterer tropezó en una calle con un carro alargado atestado de sacos de cereales. Dos bueyes pugnaban en vano por subir la pendiente tirando del carro. Entonces, unos hombres llevaron un jamelgo, que uncieron al yugo delante de los animales y con fuertes gritos empezaron a empujarlos por la cuesta. El campesino que iba junto a los bueyes los golpeaba sin cesar, bien en los magros flancos, bien en el hocico blando, mientras que el caballo sufría los azotes que con una fusta propinaba un turco corpulento, desaliñado y curtido, un tal Ibro Zvalo, un granuja redomado, un cochero borrachín, que de vez en cuando hacía las veces de verdugo arrebatándoles las ganancias a los gitanos.

Los bueyes y el caballo que los precedía no lograban coordinar sus pasos y tirar al unísono. El campesino corría a cada instante para poner una piedra detrás de la última rueda. Los animales jadeaban y temblaban. El cochero blasfemaba con voz ronca y afirmaba que el buey de la izquierda hacía trampa y no tiraba nada. Arreó una vez más a las bestias, pero el buey de la izquierda cedió y cayó sobre sus patas delanteras. El otro animal y el caballo seguían tirando. Ana María lanzó un grito, salió corriendo y con los ojos anegados en lágrimas empezó a reprender al cochero y al campesino. Éste colocó de nuevo la piedra y miró a la extranjera desconcertado. Pero Zvalo, bañado en sudor y rencoroso hacia el buey que fingía tirar, se volvió hecho una furia hacia ella, se secó el sudor de la frente con el dedo índice de la mano derecha doblado y lo sacudió hacia el suelo, maldiciendo la miseria y al que la había inventado, y se dirigió derecho hacia Ana María con el látigo en la mano izquierda.

—¡Sólo me faltabas tú! ¡Quítate de mi vista, mujer estúpida!, y no me des más trabajo, de lo contrario, por Dios que te voy a…

Según hablaba, el cochero agitaba el látigo. Ana María vio la cara de Zvalo inclinada sobre ella, muy cerca, gesticulante, llena de arrugas, cicatrices, sudor y polvo, una cara malvada y furiosa, pero sobre todo agotada y al borde de las lágrimas debido al cansancio, igual que el ganador de una carrera. En ese instante, llegó corriendo el guardia atemorizado, rechazó al hombre furibundo y se llevó a la mujer que lloraba ruidosamente cegada por una rabia impotente.

Durante los dos días siguientes, Ana María todavía se estremecía al recordar esa escena y con lágrimas en los ojos exigía a su marido que solicitara el castigo más riguroso para esas personas por su crueldad y por el ultraje del que había sido objeto. Por la noche saltaba de la cama, gritando y ahuyentando la cara de Zvalo que se le aparecía en sueños.

El coronel tranquilizaba a su mujer con buenas palabras, aunque sabía que la cosa no tenía remedio. La avena que llevaban en el carro estaba destinada al granero del visir. El tal Zvalo era un hombre de mala reputación, contra el que nada podía hacerse y con el que no tenía sentido discutir. Y por último, la principal culpable era su mujer que, como tantas veces se había metido donde no debía, y lo había hecho de forma improcedente, y ahora, como de costumbre no era posible razonar con ella ni explicarle nada. Por eso la calmaba lo mejor que podía, prometiéndole todo, como a un niño, soportando pacientemente los reproches y ofensas que le dirigía, con la esperanza de que ella olvidara su manía.

En el consulado francés había una novedad.

La señora Daville estaba en su cuarto mes de gestación. Prácticamente la misma, menuda y ligera, se movía rauda y silenciosa por el caserón y el jardín del consulado; limpiaba, compraba, organizaba y ordenaba. Llevaba con dificultad este cuarto embarazo. Pero sus múltiples tareas y las molestias físicas que le causaba su estado, la ayudaban a soportar el dolor que sentía por el hijo que el otoño anterior le había sido arrebatado tan fulminantemente y en el que no dejaba de pensar un solo instante aunque nunca hablara de ello.

El joven des Fossés pasaba sus últimos días en Travnik. Sólo aguardaba que llegara el primer correo de Constantinopla o de Split en dirección a París para viajar con él. Había sido trasladado al ministerio, pero ya lo habían informado de que ese mismo año lo enviarían a la embajada de Constantinopla. El material para su libro estaba preparado y se sentía satisfecho de haber conocido aquel país y contento por poder dejarlo. Había luchado contra su silencio, contra numerosas privaciones y ahora se marchaba invencible y con el ánimo sereno.

Antes de partir, por la Natividad de la Virgen, visitó, junto con la señora Daville, el monasterio de Guca Gora. Como las relaciones entre el consulado y los frailes se habían enfriado considerablemente, Daville no quiso ir con ellos. Estas relaciones eran, en efecto, mucho más que frías. El enfrentamiento entre el gobierno imperial francés y el Vaticano, en aquella época, se hallaba en pleno apogeo. El Papa estaba prisionero, Napoleón había sido excomulgado. Hacía meses que los frailes no iban al consulado. Sin embargo, gracias a la señora Daville, los monjes de Guca Gora los recibieron amablemente. Des Fossés no pudo por menos que admirarse de la forma en que los frailes sabían separar lo que debían personalmente a esos invitados de aquello a lo que estaban obligados por su compromiso y su responsabilidad, que se tomaban muy en serio. En su comportamiento había tanta reserva y seriedad ofendida como exigía su dignidad, y tanta cordialidad como exigían las leyes de una hospitalidad ancestral y de una humanidad elemental, que deben prevalecer sobre todos los conflictos actuales y situaciones pasajeras. De todo un poco y en su justa medida, y todo junto enlazado en un círculo perfecto, expresado mediante una conducta desenvuelta y ademanes y gestos libres y naturales. Nunca hubiera esperado tanta armonía y un sentido tan innato de la medida de esos hombres toscos, fornidos e impetuosos, de bigotes caídos y cabezas redondas rasuradas de forma ridícula.

Una vez más pudo comprobar el fervor religioso de los campesinos católicos, observar más de cerca la vida de los frailes de san Francisco, «de la escuela bosniaca»; una vez más charló y discutió con fray Julijan, «su estimado enemigo».

Era un bonito y soleado día de fiesta, en la mejor estación del año, cuando las frutas ya están maduras y las hojas todavía verdes. La inmensa iglesia del monasterio, de paredes encaladas, se llenó enseguida de aldeanos vestidos con sus galas de domingo entre las que dominaba el color blanco. Un instante antes de que empezara la misa mayor entró la señora Daville en la iglesia. Des Fossés se quedó fuera en el huerto de ciruelos con fray Julijan, que ese día libraba, y se dedicaron a pasear y a charlar.

Como siempre que se veían, trataron de las relaciones entre la Iglesia y Napoleón, de Bosnia, de la vocación y el papel de los frailes, del destino de aquel pueblo que profesaba varias religiones.

Todas las ventanas del templo estaban abiertas y, de vez en cuando, llegaba el tintineo de la campana del monaguillo o la voz grave y senil del superior que decía misa.

Los dos jóvenes disfrutaban con la charla como niños rebosantes de salud con el juego. Su discusión, mantenida en un mal italiano, llena de ingenuidades, afirmaciones audaces y obstinación estéril, giraba siempre en torno a lo mismo y volvía al punto de partida.

—Usted no puede entendernos —respondía el fraile a todas las observaciones del joven.

—Yo creo que durante mi estancia he tenido tiempo de conocer bien las circunstancias de su país y, al contrario que muchos extranjeros, he sido comprensivo con los valores que esta tierra esconde, así como con los defectos y el retraso que un forastero advierte rápidamente y con tanta facilidad condena. Pero permítame que le diga que a menudo me resulta incomprensible la postura que ustedes, los frailes, adoptan.

—Y yo le digo que no puede entendernos.

—Sí, sí que entiendo, fray Julijan, pero no puedo aprobar lo que veo y comprendo. Este país necesita escuelas, calzadas, médicos, contacto con el mundo, trabajo y actividad. Sé que ustedes, mientras dure el dominio turco y mientras no se establezca una relación entre Bosnia y Europa, no podrán alcanzar ni lograr nada de eso. Pero, puesto que son los únicos hombres instruidos en este país, deberían preparar a su pueblo para esa contingencia y encaminarlo por esa vía. En lugar de ello, apoyan la política feudal y conservadora de las potencias reaccionarias europeas y quieren unirse a esa parte de Europa que está destinada al fracaso. Y eso es inexplicable, porque su pueblo no está lastrado por las tradiciones ni por los prejuicios de clase y su puesto, a juzgar por todo, debería de estar al lado de los países y de las fuerzas libres e ilustradas de Europa…

—¿De qué nos sirve la cultura sin la fe en Dios? —replicaba el fraile—. Tanto progreso no durará mucho en Europa y mientras dure sólo traerá caos y desventura.

—Se engaña, querido fray Julijan, se equivoca de medio a medio. Un poco más de caos no les vendría mal. Usted ve que el pueblo de Bosnia practica tres, incluso cuatro religiones, los hombres están divididos y enfrentados entre sí, y todos juntos separados de Europa por un muro infranqueable, es decir, del mundo y de la vida. Cuiden de que no recaiga sobre ustedes, los frailes, el pecado histórico de no haberlo comprendido y de haber conducido a su pueblo en una dirección errónea, sin haberlo preparado para aquello que inexorablemente le espera. Entre los cristianos del imperio turco se oyen cada vez con más frecuencia voces que hablan de libertad y liberación. Y, en efecto, algún día la libertad tendrá que llegar también a estos parajes. Pero hace tiempo se dijo que no basta con alcanzar la libertad, sino que es mucho más importante llegar a ser digno de ella. Sin una educación más moderna e ideas más liberales, de nada les servirá liberarse del yugo otomano. En el curso de los siglos, su pueblo se ha asimilado tanto a los opresores que no notará una gran diferencia cuando los turcos se vayan un día y lo abandonen, además de con los defectos que le son propios, con todos sus vicios: la pereza, la intolerancia, el espíritu de la violencia y el culto a la fuerza bruta. Eso, en realidad, no sería una liberación, porque no serían dignos de la libertad ni sabrían disfrutar de ella y, al igual que los turcos, no conocerían más que la esclavitud o esclavizar a otros. No hay ninguna duda de que algún día su país entrará a formar parte de Europa, pero puede suceder que entre dividido y coartado por una herencia de concepciones, costumbres e instintos que hayan dejado de existir y que, como espectros, le impedirán desarrollarse con normalidad y harán de él un monstruo arcaico, un buen botín para todos, igual que lo es hoy de los turcos. Y esta gente no se lo merece. Usted puede ver que ningún pueblo, ningún país en Europa, funda su progreso sobre una base religiosa…

—Precisamente, eso es lo triste.

—Lo triste es vivir así.

—Lo triste es vivir sin Dios y traicionar la fe de nuestros padres. Y de nosotros que, pese a todos nuestros errores y defectos, no la hemos traicionado se puede decir: Multum peccavit, sed fídem non negavit (mucho ha pecado pero de su fe jamás ha renegado) —alegó fray Julijan, cediendo a su pasión por las citas.

La discusión de los jóvenes volvía al punto de partida. Ambos estaban absolutamente convencidos de lo que afirmaban y ninguno se expresaba con claridad ni escuchaba lo que el otro decía.

Des Fossés se detuvo junto a un ciruelo viejísimo, encorvado y cubierto por un liquen tupido.

—¿Acaso jamás se le ha ocurrido pensar que los pueblos sometidos a la dominación turca, y que se llaman con nombres diferentes y profesan religiones distintas, un día, cuando el imperio otomano se desmorone y abandone estos lugares, deberán encontrar una base común para su supervivencia, una fórmula más amplia, más comprensiva, mejor y más humana…?

—Nosotros, los católicos, hace tiempo que tenemos esa fórmula. Es el Credo de la Iglesia Católica de Roma. No necesitamos nada mejor.

—Pero usted sabe que sus compatriotas en Bosnia y en los Balcanes no pertenecen todos a esa Iglesia y nunca pertenecerán. Está claro que ya nadie en Europa se asocia a partir de ese principio. Por lo tanto, hay que buscar otro denominador común.

De la iglesia llegó el canto de los fieles reunidos y los interrumpió. Primero, vacilantes y desiguales y luego más uniformes y más altas, se mezclaban las voces de los hombres y de las mujeres, las voces arrastradas y monótonas de los campesinos:

Salve cuerpo de Cristo…

El canto iba subiendo cada vez más. El edificio compacto y bajo, sin campanario, con tejado de madera negra, levemente inclinado del ábside a la fachada, mugía y resonaba como un barco surcando las aguas, las velas desplegadas al viento y lleno de cantores invisibles.

Los dos guardaron silencio por un instante. Des Fossés quiso conocer el texto de esa canción que cantaba el pueblo con tan fervoroso entusiasmo. El fraile se lo tradujo palabra por palabra. El sentido del cántico le recordó un antiguo himno litúrgico:

Ave verum corpus natum

De María virgine…

Mientras fray Julijan buscaba palabras para la siguiente estrofa, el joven seguía distraído los esfuerzos del monje, porque en realidad sólo escuchaba una melopea pesada, simple, triste y tosca que tan pronto le llegaba como el balido uniforme de un interminable rebaño de ovejas, como el ulular del viento en un bosque tenebroso. Y se preguntaba si era posible que este lamento pastoril que resonaba en la iglesia inclinada expresara la misma idea y la misma fe que el cántico de los canónicos rollizos y sabios o de los seminaristas pálidos de las catedrales francesas. «Urjammer!», pensaba en su fuero interno, recordando cómo Daville y von Mitterer habían calificado la canción de Musa, e, inconscientemente, se adentró en el huerto de ciruelos, huyendo de la melodía igual que un hombre vuelve la cabeza para no ver un espectáculo de una tristeza insoportable.

Allí, des Fossés y el monje retomaron la conversación, intercambiando pullas que mantenían a cada uno en su lugar.

—Desde que llegué a Bosnia, me pregunto cómo, ustedes, los frailes, que han visto mundo y han estudiado en escuelas, que en esencia son buenas personas, sinceras y altruistas, no tienen mayor amplitud de miras y una opinión más libre, cómo no entienden las exigencias de los nuevos tiempos y no sienten la necesidad de los hombres de aproximarse unos a otros, de buscar juntos un modo de vida más digno y más sano…

—¡Con los clubes jacobinos!

—Pero, padre Julijan, hace ya tiempo que los clubes jacobinos no existen, ni siquiera en Francia.

—No existen porque se han trasladado a los ministerios y a las escuelas.

—Sí, pero aquí no tienen escuelas, no tienen nada, y cuando un día la civilización llegue hasta ustedes, ya no serán capaces de absorberla y permanecerán divididos, confusos, una masa amorfa, sin dirección ni objetivos, sin lazos orgánicos con la humanidad, aislados de sus compatriotas e incluso de sus propios paisanos.

—Pero con la fe en Dios, señor mío.

—¡Con fe, con fe! Pues no son los únicos que creen en Dios. Creen en Él millones de personas. Cada uno a su manera. Pero eso no le da derecho a nadie a apartarse y recluirse en una soberbia malsana, volviendo la espalda al resto del género humano e incluso a los seres que le son más próximos.

La gente empezó a salir de la iglesia, aunque las voces aún resonaban y gemían como una campana al viento cuyo tintineo se va debilitando. Por fin apareció la señora Daville e interrumpió esa discusión interminable.

Comieron en el monasterio y luego regresaron a Travnik. Fray Julijan y des Fossés continuaron su debate durante la comida. Luego se separaron, para siempre, despidiéndose como los mejores amigos del mundo.

Daville llevó a des Fossés a una audiencia del visir, para que le rindiera pleitesía y se despidiera. Así pudo ver por última vez a Ibrahim bajá. Estaba más lento y sombrío que nunca, hablaba con una voz profunda y ronca y mascullaba las palabras pausadamente, moviendo la mandíbula inferior como si las triturara. Con los ojos enrojecidos y fatigados, y casi con rabia, se esforzaba por mirar al joven. Era evidente que sus pensamientos estaban lejos de allí, que difícilmente entendía a esa juventud que se dirigía a alguna parte, se despedía y viajaba, que no le apetecía entender y que lo único que deseaba era liberarse cuanto antes.

También la visita al consulado austríaco fue rápida y salió bien. El coronel lo recibió con una especie de dignidad triste, pero amable y pidió disculpas porque la señora von Mitterer, a causa de una fuerte y persistente migraña, no podía decirle adiós.

Con Daville, las cosas fueron más complicadas y aburridas. Además de los informes escritos, el joven tuvo que llevar numerosos mensajes orales, intrincados y matizados. Según se aproximaba el día de la partida, estos mensajes variaban y eran acompañados de mayores reservas y más mensajes. Al final, des Fossés no sabía muy bien lo que tenía que decir de la vida en Travnik y del trabajo en el consulado, porque el cónsul le enumeraba múltiples quejas, ruegos, observaciones y consideraciones; unas eran sólo para el ministro en persona, otras para el ministro y el ministerio, algunas para des Fossés y otras para todo el mundo. La cautela, sutileza y pedantería de esos innumerables recados confundían al joven, le provocaban ganas de bostezar y de pensar en cosas muy diferentes.

El último día del mes de octubre, el canciller se puso en marcha, en medio de un frío punzante y de las primeras celliscas, igual que cuando había venido.

Travnik no es una de esas ciudades que se va perdiendo de vista progresivamente mientras uno se aleja, sino que se desvanece de repente en su agujero. Así se hundió en el recuerdo del joven. Lo último que vio fue la fortaleza, pequeña y reducida, como un casco, y junto a ella la mezquita con su alminar, exquisito y delicado cual penacho. A la derecha de la fortaleza en el roquedal, en la cuesta, se distinguía la enorme y vetusta casa en la que hacía poco había visitado a Cologna.

Mientras se alejaba por el hermoso camino llano de Turbe, des Fossés pensaba en él, en su destino y en aquella extraña conversación nocturna que mantuvieron.

«… Porque vive aquí, pero sabe que es temporal y que más pronto o más tarde regresará a su país, a una vida mejor y más digna. Se despertará de su pesadilla y se liberará, pero nosotros jamás, porque para nosotros es nuestra única vida».

Igual que aquella noche, en la habitación repleta de humo, sentado a su lado, sintió una vez más el hálito que emanaba y vibraba alrededor del médico —como una intensa emoción— y escuchó sus susurros proferidos en tono cálido y confidencial:

—A la postre, cuando llega el final, el verdadero final, fuere como fuere, todo sale bien y reina la armonía.

Así abandonó des Fossés Travnik, acordándose sólo del desdichado «doctor ilirio» y pensando por unos instantes en él.

Pero sólo por unos instantes, porque la juventud no se detiene en los recuerdos ni medita demasiado tiempo sobre las mismas cosas.