XXVI
Los meses de verano, al menos esta vez, trajeron un poco de alivio y de paz. Las frutas maduraron, el trigo dorado creció y la gente pudo aplacar el hambre y calmarse. Pero los rumores de guerras, de ajustes de cuentas a gran escala y de la caída inevitable de Napoleón antes del otoño no cesaban. Los frailes en particular inculcaban estas ideas en la población. Y lo hacían con tanto celo y tan alevosamente, que ni siquiera Daville podía atraparlos dedicados a esta labor ni enfrentarse a ellos de forma adecuada.
Uno de los primeros días de otoño, von Paulich, con un séquito más numeroso que en otras ocasiones, hizo una visita a su colega francés.
Durante todo el verano, mientras se propalaban las noticias más alarmantes y los informes más increíbles desfavorables a Francia, von Paulich había estado tranquilo, siempre ecuánime en sus relaciones con todos. Todos los domingos enviaba a la señora Daville ejemplares de las flores o verduras que habían brotado de las semillas que adquirieron juntos. En los escasos encuentros que mantenía con Daville declaraba que no creía que se desatara una guerra general y que no había indicios de que Austria pudiera abandonar su neutralidad. Citaba a Ovidio y a Virgilio. Explicaba las causas del hambre y la penuria en Travnik y exponía el modo en que podrían evitarse estas calamidades. Y como siempre, hablaba de todo como si se tratara de guerras de otro planeta y de hambrunas en algún otro lugar del mundo.
Pero ese tranquilo mediodía de septiembre, en el despacho de Daville, en la planta baja, von Paulich estaba sentado enfrente del cónsul francés, más solemne que de costumbre, aunque tan frío y sereno como siempre.
Había venido, dijo, con motivo de los rumores cada vez más frecuentes que corrían entre la población, relativos a una guerra inminente entre Austria y Francia. Por lo que él sabía, esas noticias eran inexactas y quería asegurárselo a Daville. Sin embargo, deseaba aprovechar el momento para comentarle cómo consideraba él que debían ser sus relaciones en caso de que realmente estallara la guerra.
El teniente coronel, contemplando sus blancas manos cruzadas, exponía sosegadamente su punto de vista.
—En todo aquello que no esté vinculado con la política y la guerra, nuestras relaciones, en mi opinión, deberían seguir como hasta ahora. En cualquier caso, como dos hombres de honor y europeos que, en el cumplimiento de su deber, se han visto forzados a vivir en este país en condiciones excepcionales; creo que no deberíamos asestarnos puñaladas por la espalda ni calumniarnos ante estos bárbaros, como quizá haya sucedido anteriormente. He considerado mi obligación decírselo, ante la persistencia de los rumores alarmantes que, créame, seguramente son infundados, así como preguntarle su opinión sobre el tema.
Daville sintió un nudo en la garganta.
La inquietud de las autoridades francesas en Dalmacia le habían revelado en los últimos días que algo se estaba preparando, pero carecía de más información, aunque no deseaba que von Paulich lo advirtiera.
Se rehízo un poco y le dio las gracias al austríaco con una voz ronca por la turbación, y de inmediato añadió que estaba completamente de acuerdo con su exposición, que ésa había sido desde siempre su manera de pensar y que no había sido culpa suya si con el antecesor de von Paulich las cosas habían sido diferentes. Daville quiso ir más lejos.
—Espero, estimado señor, que se evitará la guerra, pero si ésta llegara, se luchará sin odio y no durará mucho. Creo que los tiernos y nobles lazos de parentesco que unen nuestras dos cortes mitigarán la dureza y acelerarán la reconciliación.
Von Paulich, que hasta entonces tenía la vista clavada al frente, bajó los ojos y su cara desprovista de mirada se volvió severa y hostil.
Así se despidieron.
Una semana después llegaron correos especiales, uno austríaco de Brod, seguido de uno francés de Split, y ambos cónsules fueron informados casi al mismo tiempo de que se había declarado la guerra. Al día siguiente, Daville recibió una misiva de von Paulich en la que le comunicaba que sus dos países estaban en guerra y reiteraba lo que habían convenido de viva voz sobre su conducta mientras durara el conflicto. Para finalizar, presentaba sus respetos a la señora Daville y aseguraba estar a su disposición para cualquier servicio de carácter privado.
Daville le respondió rápidamente y repitió que tanto él como su personal se atendrían a lo que habían convenido, porque «todos los ciudadanos de países occidentales sin distinción forman, aquí en Oriente, una familia, al margen de las desavenencias que existieran entre ellos en Europa». Añadió que la señora Daville agradecía su gentileza y lamentaba perder, durante un tiempo, la compañía del teniente coronel.
Así, en otoño de 1813, los consulados entraron en guerra y en el último año de «la época de los cónsules».
Los senderos escarpados del gran jardín del consulado francés estaban tapizados de hojas amarillas que se derramaban como un torrente seco y susurrante hacia los arriates recién plantados. En estas veredas, bajo los árboles inclinados, cuyos frutos habían sido recogidos, hacía calor y reinaba la calma, la calma que sólo sobreviene cuando en toda la naturaleza se establece una tregua, ese extraño intervalo entre el verano y el otoño.
Allí Daville, oculto, con el horizonte limitado por el cerro vecino, realizaba un importante balance de su vida, de sus entusiasmos, proyectos y convicciones.
Allí también, en los últimos días del mes de octubre, se enteró por d’Avenat del resultado de la batalla de Leipzig, y por boca de un correo que iba de paso supo la derrota francesa en España. Porque en ese jardín pasaba toda la jornada, hasta que empezó a hacer frío y hasta que las lluvias gélidas convirtieron las hojas amarillas y crujientes en una masa viscosa y en barro informe.
El uno de noviembre de 1813, un domingo antes del mediodía, tronó el cañón de la fortaleza de Travnik rompiendo el silencio muerto y húmedo de los cerros abruptos y pelados. Los travniqueses alzaron la cabeza y contaron los disparos contemplándose unos a otros con miradas mudas e interrogantes. Se dispararon veintiún cañonazos. El humo blanco se dispersó sobre el fuerte y el silencio volvió a instaurarse para volver romperse al poco tiempo.
En mitad del bazar, el pregonero Hamza, con bocio y asmático, cuya voz disminuía al mismo tiempo que su humor divertido e insolente, se esforzaba por gritar lo más fuerte posible, compensando con los movimientos la voz que no tenía.
Así, respirando a duras penas a causa de la bronquitis invernal, anunció que Dios había bendecido las armas del islam con una victoria grande y justa frente los rebeldes infieles, que Belgrado había caído en poder de los turcos y que los últimos rastros de la insurrección de los impíos en Serbia habían sido destruidos para siempre.
La noticia se extendió rápidamente de un extremo a otro de la ciudad.
El mismo día por la tarde, d’Avenat fue al centro para ver la impresión que las flamantes nuevas habían causado en la población.
Los beyes y los comerciantes dejarían de ser lo que eran —señores de Travnik— si mostraran públicamente su alegría sincera por cualquier acontecimiento, incluso aunque éste fuera la victoria del ejército turco. Tan sólo mascullaban, con reserva y dignidad, alguna palabra, un monosílabo insignificante, que, en su opinión, no merecía ser proferido en voz alta. En realidad, no sentían demasiado alivio, pues todo lo que tenía de bueno la pacificación de Serbia, lo tenía de malo el regreso de Alí bajá como vencedor, ya que, probablemente, se comportaría con ellos con más dureza y brutalidad de lo que hasta ahora había hecho. Por lo demás, habían oído en el transcurso de sus largas vidas a muchos pregoneros anunciar muchas victorias y, sin embargo, ninguno de ellos recordaba que un año hubiera sido mejor que el anterior.
Eso es lo que d’Avenat pudor leer en sus rostros, porque nadie se había dignado a responder, ni siquiera con una mirada, a su inoportuna curiosidad.
También fue a Dolac para enterarse de lo que decían los frailes. Pero fray Ivo se excusó porque tenía mucho trabajo, prolongó las vísperas al máximo y no se apartó del altar hasta que estuvo seguro de que d’Avenat, harto de esperar, había vuelto a Travnik.
El intérprete se fue en busca del archimandrita Pahomije y lo encontró en su casa, acostado, tieso como un palo, en una habitación fría y desolada, completamente vestido y con la cara verde. D’Avenat le ofreció sus servicios como médico, sin preguntarle nada relativo a la noticia del día, pero el monje se negó a tomar ningún remedio y le aseguró que estaba bien y que no necesitaba nada.
A la mañana siguiente, Daville y von Paulich realizaron una visita oficial al cehaja y lo felicitaron por la victoria, pero lo organizaron todo para no encontrarse ni en el konak ni al llegar ni al marcharse.
Cuando cayó la primera gran nevada, volvió Alí bajá. Mientras entraba en la ciudad, los cañones disparaban salvas, las trompetas resonaban y los críos correteaban de aquí para allá. A los beyes de Travnik se les desató la lengua. La mayoría de ellos se deshacían en alabanzas de la victoria y del vencedor, con palabras dignas y moderadas, pero pronunciadas en lugares públicos y en voz alta.
El cónsul envió a d’Avenat al konak enseguida para que transmitiera la enhorabuena y entregara su presente al visir triunfador.
Diez años atrás, cuando Daville era encargado de negocios ante la orden de Malta en Nápoles, había comprado un sello de oro macizo, maravillosamente cincelado, sin piedra pero con una guirnalda de laurel labrada en su lugar. El cónsul lo había comprado procedente de la herencia de un caballero de Malta que había dejado muchas deudas y carecía de herederos. Según la leyenda, este anillo se entregaba antaño como premio al vencedor de los torneos de la Orden.
(En los últimos tiempos, desde que las cosas habían tomado el camino irreversible de la derrota y desde que él mismo se hallaba desorientado, embargado por la incertidumbre sobre la suerte que correría su país y el futuro de su familia, Daville hacía regalos con más facilidad y frecuencia y encontraba una satisfacción insólita, antes desconocida, en regalar objetos que había amado y cuidado hasta ese momento con sumo celo. Al obsequiar esas prendas queridas y valiosas, que hasta entonces consideraba parte integrante de su vida, sobornaba inconscientemente al destino que, esta vez, le había dado la espalda a él y a los suyos, no obstante, también experimentaba una alegría honda y sincera, igual que la felicidad que lo inundaba en otros tiempos al adquirir los objetos para sí mismo).
D’Avenat no fue recibido por el visir, sino que entregó el presenté al teftedar y le explicó que esa alhaja de incalculable valor se había entregado durante cien años al primero que salía invicto en las justas y que el cónsul se la enviaba al feliz vencedor, con sus felicitaciones y parabienes.
El teftedar de Alí bajá era un tal Asim efendi, llamado el Tartaja. Era pálido y delgado, una sombra de hombre, tartamudo y con dos ojos desiguales cada uno de diferente color. Siempre tenía un aire terriblemente asustado que lograba transmitir, de modo que todos los que visitaban al visir llegaban atemorizados de antemano.
Dos días más tarde, los cónsules fueron recibidos en audiencia, primero el austríaco y luego el francés. Los tiempos de la supremacía francesa habían acabado.
Alí bajá estaba exhausto, pero satisfecho. Daville, a la luz de ese día nevado de invierno, advirtió por primera vez que las pupilas del visir danzaban intermitentemente. En cuanto clavaba la vista y la mirada reposaba, empezaban a titilar. El visir debía de saberlo y le resultaba desagradable, por eso movía los ojos sin cesar, y su cara adquiría una expresión huraña e inquieta.
Alí bajá, que para la ocasión se había puesto el anillo en el dedo corazón de la mano derecha, agradeció el regalo y las felicitaciones. Habló poco de la campaña contra Serbia y de sus victorias con la falsa modestia de las personas vanidosas y suspicaces que callan, porque consideran que las palabras serían pobres e insuficientes; con su silencio menosprecian al interlocutor y magnifican así su triunfo como algo indescriptible e inaccesible para la gente corriente. Estos vencedores abruman durante años a cualquiera que hable con ellos de sus éxitos.
La conversación transcurrió en un tono forzado e hipócrita. A cada instante surgían silencios en los que Daville buscaba desesperadamente palabras nuevas y contundentes con las que elogiar las victorias de Alí bajá; éste le dejaba pensar paseando la mirada por la habitación con el aburrimiento impaciente reflejado en la cara y el aire de estar convencido de que su interlocutor jamás encontraría la palabra adecuada y correcta.
Y como suele suceder en estos casos, al querer demostrar el mayor interés posible y la más grande de las alegrías, el cónsul ofendió involuntariamente la sensibilidad del visir victorioso.
—¿Se sabe dónde está ahora el caudillo de los rebeldes, Djordje el Negro? —preguntó Daville, y lo hizo adrede porque había oído que Karadjordje había huido a Austria.
—¿Quién sabe?… Además ¿a quién le importa dónde anda? —respondió el visir con desdén.
—Pero ¿no sería peligroso que un país le ofreciera hospitalidad y ayuda, posibilitando así que pudiera regresar a Serbia?
Las comisuras de los labios del visir temblaron de rabia y luego se desplegaron en una sonrisa.
—Ése no volverá. Ni siquiera tiene adónde volver, porque Serbia ha sufrido tal devastación que durante muchos años ni a él ni a nadie se le pasará por la imaginación sublevarse de nuevo.
Con peor fortuna aún, Daville trató de llevar la conversación a la situación de Francia y a los planes de los aliados que se estaban preparando para cruzar el Rin.
Antes de regresar a Travnik, el visir había recibido a un emisario especial enviado por von Paulich a Busovaca, que junto con las felicitaciones de rigor le entregó un extenso informe sobre las posiciones en el frente europeo. Von Paulich había escrito al visir «que Dios, por fin, había castigado la insoportable arrogancia de los franceses y que los esfuerzos concertados de los pueblos de Europa habían dado su fruto». Describía con todo lujo de detalles la batalla de Leipzig, la derrota de Napoleón y la retirada del Rin, el avance imparable de los aliados y los preparativos que se estaban realizando para atravesar el gran río y la victoria final. Citaba el número exacto de las pérdidas sufridas por los franceses, en muertos, heridos y en armas, así como todos los ejércitos de los pueblos sometidos que abandonaban al corso.
Al llegar a Travnik, Alí bajá se había encontrado con otros informes que confirmaban lo que le había relatado von Paulich. De ahí que hablara con Daville de ese modo, sin mencionar ni una sola vez el nombre de su soberano y de su país, como si hablara con el representante de un país abstracto y anónimo, que no tuviera forma real ni lugar en el espacio, y supersticioso como era, tenía mucho cuidado de no rozar, ni siquiera con el pensamiento, a aquéllos cuya estrella se había apagado y que hacía ya tiempo que se hallaban en el bando de los vencidos.
Daville lanzó una última mirada a su anillo en el dedo del visir y luego se despidió con el semblante exageradamente risueño que, cuanto más difícil y ambigua era su situación, mejor le salía.
Al abandonar el konak, en el patio cubierto ya reinaba la oscuridad, pero cuando franquearon el portal, la blancura de una nieve blanda y húmeda que oprimía las casas e invadía las calles deslumbró a Daville. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. En la nieve se reflejaban sombras azuladas. Como siempre, durante los días más cortos, la noche caía veloz y triste sobre el macizo montañoso, pero bajo la nieve espesa se oía el rumor del agua. Todo rezumaba humedad. El puente de madera resonaba sordamente bajo los cascos de los caballos.
Como siempre que salía del konak, Daville experimentó alivio. Olvidó por unos minutos quién era el vencedor y quién el vencido, y sólo pensaba en cómo atravesar una vez más la ciudad con calma y dignidad.
La agitación, el calor excesivo que hacía en el Diván y la humedad de la tarde en el aire le provocaron un escalofrío. Intentó no temblar. Eso le hizo recordar aquel día de febrero cuando cruzó a caballo por primera vez el bazar, en medio de insultos y escupitajos o de un silencio desdeñoso de un pueblo fanático, para acudir a la primera audiencia con Husref Mehmed bajá. Y de repente, se le ocurrió que desde siempre, desde que tenía uso de razón no había hecho otra cosa que cabalgar por ese camino con el mismo séquito y las mismas ideas.
Por necesidad, y poco a poco, durante los siete años que allí había vivido, se había acostumbrado a cosas muy difíciles y desagradables, pero no había dejado de ir al konak con la misma sensación de miedo y angustia. Incluso en los tiempos más felices y en las mejores circunstancias, había evitado acudir al visir y tratado de solucionar el problema por mediación de d’Avenat. Pero cuando la situación lo requería y cuando en verdad no le quedaba más remedio que ir al konak, se preparaba como si fuera a emprender una ardua empresa, y la víspera dormía mal y comía poco. Recitaba mentalmente qué iba a decir y cómo lo haría, preveía las respuestas y los ardides de sus interlocutores y así acababa agotado de antemano. Para sosegarse al menos un poco, se consolaba y se decía por la noche en la cama:
—¡Ah! Mañana a esta hora estaré en este mismo lugar y habré dejado atrás momentos amargos e insoportables.
Ya desde por la mañana empezaba el jaleo. Por el patio y delante del consulado, los caballos piafaban y los criados corrían de un lado a otro. Luego, a la hora convenida llegaba d’Avenat, con su cara curtida y sombría capaz de desalentar a los ángeles celestiales y mucho más a un mortal presa de la inquietud. Era la señal de que la tortura comenzaba.
Las bandadas de niños y de ociosos permitían adivinar que uno de los cónsules se dirigía al konak. Entonces, en la curva situada en lo alto del bazar, aparecía la comitiva de Daville, siempre igual. Al frente un jinete del visir, encargado de acompañar a la ida y a la vuelta al cónsul, que lo seguía a lomos de su caballo negro, muy tranquilo y digno; dos pasos por detrás y un poco a la izquierda, iba d’Avenat en su caprichosa yegua torda tan odiada en Travnik como él mismo. Y detrás dos guardias del cónsul montados en buenos corceles bosniacos, armados con cuchillos y pistolas.
De este modo había que atravesar la ciudad cada vez, erguido sobre el caballo, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, ni muy alto ni a las orejas del caballo, ni distraído ni preocupado, ni sonriente ni ceñudo, sino serio y comedido, y sobre todo sereno, más o menos con ese aire afectado con el que los caudillos militares en los retratos, dejando al margen la batalla, miran hacia algún punto a los lejos entre el camino y la línea del horizonte, desde donde deberían llegar refuerzos seguros y bien calculados.
No sabría decir cuántos cientos de veces, en el curso de los años, había recorrido ese camino, pero sabía que siempre, en todas las épocas y con todos los visires, le había resultado tan penoso como si le infligieran una tortura. A veces soñaba que recorría el trayecto en cuestión y se atormentaba en sueños, cabalgando con una escolta fantasma entre dos filas de amenazas y asechanzas, hacia un konak que era inaccesible.
Y mientras rememoraba todo eso, él atravesaba realmente el bazar hundido en el crepúsculo y lleno de nieve.
La mayoría de las tiendas ya habían cerrado. Había pocos transeúntes y caminaban despacio y encorvados, como si arrastraran grilletes, por la nieve compacta y profunda, con las manos metidas en el cinturón y las orejas tapadas con una bufanda.
Cuando llegaron al consulado, d’Avenat rogó a Daville que le concediera su atención por unos minutos para poder informarle de algunas novedades que había escuchado en el entorno del visir.
Un viajero de Constantinopla había traído noticias de Ibrahim Halimi bajá.
Después de permanecer dos meses en Gallípoli, el antiguo visir había sido enviado al exilio a una pequeña ciudad de Asia Menor; antes, le habían confiscado todos sus bienes en Constantinopla y en los alrededores. Su séquito se había dispersado poco a poco; cada uno se había ido en busca de su pitanza y seguido su destino. Prácticamente solo, Ibrahim bajá se dirigió al destierro y, en el viaje hacia aquel lugar remoto de tierras peladas, requemadas por el sol y pedregosas, un roquedal abrupto, sin hierba ni un hilo de agua, se repetía sin cesar su vieja idea de retirarse del mundo y, vestido con ropas de basto lienzo, cultivar sus jardines en soledad y silencio.
Unos días antes de su partida al exilio, Tahir bey, el teftedar, había muerto de repente, según decían, de un ataque al corazón. Esto había sido un duro golpe para Ibrahim bajá, que se repuso únicamente mediante un olvido senil, pasando sus últimos días en aquel lugar rocoso y árido.
Daville despidió a d’Avenat y se quedó solo en el atardecer nevado. La humedad llegaba desde el valle en grandes oleadas. La nieve alta y blanda ahogaba todos los ruidos. Al fondo del horizonte, se divisaba el turbe de Abdulah bajá totalmente blanco. Se adivinaba a través de la ventana la tenue luz de la vela que ardía en la tumba del interior.
El cónsul se estremeció. Se sentía débil y febril, desbordado por las noticias y las impresiones.
Y como suele sucederle a las personas agotadas y abrumadas por las preocupaciones, Daville olvidó por un instante todo lo que ese día había oído y vivido, todas las dificultades y sinsabores que lo aguardaban al día siguiente y en el futuro. Sólo pensaba en lo que tenía ante sus ojos.
Pensaba en el turbe de piedra octogonal, al lado del cual había pasado durante años; en la llama de la vela que esa noche a duras penas traspasaba la niebla, que él y des Fossés antaño habían denominado «la luz eterna», en la historia del monumento y en la de Abdulah bajá que allí descansaba.
Imaginaba el sarcófago bajo de piedra, cubierto por un paño verde en el que escribía: «¡Que el Altísimo ilumine su sepulcro!», el cirio grueso en el candelabro alto de madera, que ardía día y noche sobre la tumba oscura con la vana esperanza de alcanzar lo que le rogaba a Dios y que Dios, evidentemente, no quería conceder. Pensaba en el bajá que, siendo muy joven, había subido muy arriba y había venido por azar a morir a su tierra natal. Sí, lo recordaba todo, como si fuera el destino de todos los hombres y el suyo propio. Recordaba que des Fossés, antes de partir, había logrado ver y leer el testamento de Abdulah bajá y todo lo que le había contado sobre él a su manera extensa y animada.
Sabiendo que en ese valle la luz era un raro y apreciado bien, el bajá había reunido sus propiedades y siervos en una fundación piadosa y además había dejado dinero en efectivo, con el único fin de que sobre su tumba ardiera, al menos, un cirio por los siglos de los siglos. Todo lo había arreglado y asegurado en vida, por escrito, ante el cadí y con testigos: el tipo de vela y el peso de la cera y el sueldo del hombre que la cambiaría y encendería, para que nunca ninguno de sus descendientes ni persona ajena pudiera impugnar o falsear su última voluntad. Sí, este bajá sabía bien que las noches oscuras y días brumosos se sucedían en esa vaguada, donde él reposaría hasta el día del juicio final; sabía, claro que lo sabía, que los hombres olvidan pronto tanto a los vivos como a los muertos, descuidan sus obligaciones e incumplen sus promesas. Y mientras yacía enfermo en una de esas alquerías, sin visos de sanar, sin esperanzas de que los ojos que tanto mundo habían visto volvieran a ver un horizonte más amplio del que tenía delante, lo único que apaciguaba el inmenso dolor que le producía su vida truncada por una muerte prematura era el pensamiento de la cera pura de abeja que se consumiría sobre su tumba con una llama plácida, muda, sin humo ni cenizas. Por eso, había destinado todo lo que había conseguido en su corta existencia con esfuerzo, heroísmo e inteligencia a esa llama que ardía encima de sus restos impotentes. En su agitada vida, descubriendo países y gentes, había visto que el fuego era la base del mundo; daba vida y la destruía de manera visible e invisible, bajo formas incontables y en diversos grados. Ésta era la razón por la que sus últimos pensamientos estaban consagrados al fuego. Ciertamente, la pequeña llama no era gran cosa y probablemente no duraría por los siglos de los siglos, pero era todo lo que se podía hacer, iluminar para siempre un punto de ese oscuro y helado país, lo que significaba, aunque sólo fuera con un rayo, alumbrar todos los ojos que pasaran por allí.
Sí, un legado extraño y una gente extraña. Pero quien haya morado allí un tiempo y apurado las noches así, delante de la ventana, lo entendería sin ningún problema y a la perfección.
A duras penas apartó la vista de la frágil llama que se hundía despacio en la oscuridad y en la niebla húmeda. Pero enseguida le asaltó el recuerdo del día que terminaba, la difícil conversación con el visir, las evocaciones de Ibrahim Halimi bajá y de Tahir bey, de cuya muerte se acababa de enterar.
Más vital que cuando vivía en Travnik, el teftedar estaba delante de él. Doblado en dos, los ojos brillantes, un poco bizcos a causa del intenso fulgor, una noche fría igual que ésa, hacía mucho tiempo, le había dicho:
—Sí, señor, al vencedor todos lo ven rodeado de esplendor o como dice un poeta persa: «La faz del vencedor es como la rosa».
—Sí, la faz del vencedor es como la rosa, pero el rostro del vencido es como la tierra de una sepultura, de la que todo el mundo huye y aparta la mirada.
Daville pronunció en voz alta esta respuesta que antaño le había dejado a deber al teftedar.
Sólo entonces recordó la conversación con el difunto. De nuevo, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y llamó para que le trajeran velas.
Pero no abandonó la ventana, seguía contemplando el resplandor del cirio del mausoleo de Abdulah bajá y las luces pequeñas y turbias de las casas de Travnik; continuaba reflexionando sobre el fuego en el mundo, el destino de los vencedores y los vencidos, recordando a vivos y muertos, hasta que, una a una, las ventanas se fueron quedando a oscuras, incluso las del consulado austríaco. (Los vencedores se acuestan temprano y duermen bien). No quedaba más que el cirio triste del turbe[45] y, en el otro extremo de la ciudad, una luz, diferente y más grande. Allí, en una bodega, destilaban rakija, como todos los años en aquella época.
En efecto, al otro lado del desfiladero de Travnik, cubierto de nieve húmeda, habían colocado el primer alambique en la bodega de Petar Fufic y empezaban a destilar rakija. La destilería estaba fuera de la ciudad, a la orilla del Lasva, un poco más abajo del camino que llevaba a Kalibunar.
Las corrientes húmedas y el aguanieve barrían el valle. En la destilería que flotaba sobre el agua, la «bruja», el alambique, resoplaba y silbaba toda la noche bajo el tejado, expulsando el humo por la chimenea.
Los troncos aún verdes crepitaban bajo la destiladera, alrededor de la cual bregaban hombres ateridos de frío, cubiertos de hollín, con bufandas rojas enrolladas al cuello, que luchaban contra el humo y las chispas, el viento y las corrientes, e incluso contra el tabaco picante que, aparte de todo, les quemaba los labios y les provocaba picores en los ojos.
Allí estaba Tanasije, un maestro famoso por su arte con el alambique y la rakija. Durante el verano apenas trabajaba. Pero en cuanto la primera ciruela caía del árbol, empezaba su peregrinar casa por casa, por los pueblos de la demarcación de Travnik y más lejos. Nadie como él sabía macerar las ciruelas y juzgar cuándo había cocido el orujo y destilar y trasvasar el aguardiente. Era un hombre hosco, que se había pasado la vida en bodegas frías y llenas de humo, siempre pálido y sin afeitar, soñoliento y de mal humor. Como todos los buenos maestros, nunca estaba satisfecho ni con su trabajo ni con sus ayudantes. No hablaba más que para emitir gruñidos airados y todas sus órdenes eran negativas:
—No, así no… No lo dejes hervir… No, no añadas… No toques más… Déjalo, basta… Quita un poco… Apártate…
Y después de esos gruñidos iracundos y confusos, que él y sus ayudantes entendían bien, al final salía, de las manos renegridas y agrietadas de Tanasije, del barro, del humo y del desorden aparente, un trabajo perfecto: un aguardiente bueno y puro, repartido en primera destilación, fuerte, suave y muy suave; un líquido brillante y ardiente, transparente y medicinal, sin posos ni hollín, sin rastro del esfuerzo y suciedad del que había nacido, sin olor a humo ni a podrido, al contrario, con un aroma a ciruela y a frutas; un líquido que se vertía en los recipientes precioso y puro como el alma. Hasta ese momento, Tanasije permanecía pendiente de él como si fuera un tierno recién nacido. Según se aproximaba el fin, olvidaba gruñir y reprender y sólo movía los labios como si murmurara y pronunciara una fórmula mágica, mientras que con un ojo infalible miraba el chorro de rakija, pues según fuera el chorro, sin necesidad de probarlo, determinaba si era bueno, fuerte y en qué tipo de frasco había que embotellarlo.
Alrededor del fuego permanentemente encendido bajo la destiladera siempre había invitados, habitantes de la ciudad, a los que solía unirse algún huésped de paso o algún gandul, un tañedor de guzla[46] o algún narrador de cuentos, porque era agradable comer, beber y charlar junto al alambique a pesar de que el humo les picaba los ojos y el frío les azotaba la espalda. Para Tanasije no existía aquella gente. Él trabajaba y gruñía, daba órdenes, diciendo siempre lo que no había que hacer, saltando por encima de los presentes como si fueran seres etéreos. Parecía como si en su concepción del mundo, esos hombres ociosos fueran parte integrante del alambique. En cualquier caso, ni los llamaba ni los echaba ni les prestaba atención.
Hacía cuarenta años que Tanasije destilaba rakija por las ciudades, pueblos y monasterios, igual que ahora, aunque era evidente que se había convertido en un viejo decrépito. Sus gruñidos eran más quedos que antaño y a menudo terminaban con una tos o con un bufido senil. Sus cejas espesas e hirsutas habían encanecido y, como toda su cara, estaban siempre manchadas de tiznajos y de la arcilla con la que se untaba el alambique. Pero debajo de esas cejas enmarañadas se vislumbraban dos ojos dispares como cristales centelleantes, que tan pronto refulgían como se apagaban del todo.
Esa noche, alrededor del fuego había mucha gente. El patrón Pero Fufic, con dos serbios de Travnik, comerciantes, un guslar y Marko de Dzimrije, hombre de Dios y adivino, que viajaba permanentemente por Bosnia y a veces pasaba por Travnik, pero no iba más allá de la destilería ni entraba en la ciudad ni en el bazar.
Este Marko era un campesino de Bosnia oriental, un hombre pulcro de pelo gris, vivaracho, menudo, siempre abrigado y muy apañado.
Marko era conocido como hechicero y adivino. En su pueblo, tenía hijos adultos e hijas casadas, tierra y una casa. Pero desde que había enviudado, había empezado a rezar, a lanzar advertencias al mundo y a predecir el futuro. No era codicioso, tampoco le gustaba leer el futuro a cualquiera y en cualquier lugar. Era un hombre severo e inflexible con los pecadores. Los turcos lo conocían y lo dejaban en paz.
Cuando Marko llegaba a algún sitio, no iba a las casas de los ricos, sino que se alojaba en una bodega o en una cabaña y se situaba cerca del fuego. Hablaba con los hombres y mujeres que allí se reunían. Luego, en un momento dado, salía al encuentro de la noche y se quedaba una hora o dos fuera. Cuando regresaba, húmedo de rocío o empapado por la lluvia, se sentaba al lado del hogar, donde ya lo esperaba su auditorio y, con los ojos fijos en una fina vara de tejo, comenzaba a hablar. Pero, con frecuencia, antes de nada, se dirigía a alguno de los presentes, le reprochaba con dureza sus pecados y lo invitaba a abandonar la estancia. Sobre todo, lo hacía con las mujeres.
Se quedaba mirando fijamente a una mujer con aire estricto y luego le decía con calma pero con determinación:
—Comadre, te arden los brazos hasta el codo. Vete y apaga el ardor y apártate del pecado. Tú sabes cuál es tu falta.
La mujer, avergonzada, desaparecía, y Marko empezaba entonces a hacer predicciones generales para los allí reunidos.
También esa noche Marko había salido al exterior, aunque soplaba un viento cortante y caía una lluvia helada mezclada con nieve. Después, en el interior, se quedó un buen rato contemplando su vara y golpeándola con el dedo índice de la mano izquierda, y por fin empezó lentamente.
—En esta ciudad arde un fuego soterrado, arde en muchos lugares. No se ve, porque la gente lo lleva en su fuero interno, pero un día se declarará como un gran incendio y abrasará a los culpables y a los inocentes. Ese día, los justos no se encontrarán en la villa, sino fuera. Muy lejos. Y que cada uno le pida a Dios estar entre ellos.
De pronto se volvió y miró atentamente a Pero Fufic.
—Patrón Pero, también en tu casa hay lágrimas. Muchas, y aumentarán, pero todo acabará bien. Acabará bien. Más no te apartes de la iglesia y no te olvides de los pobres. Cuida de que la vela no se apague delante del icono de San Dimitrij.
Mientras el anciano hablaba, el patrón, por lo general un hombre irascible y altanero, bajó la cabeza y mantuvo la vista fija en su cinturón. Se hizo el silencio y reinó el desconcierto hasta que Marko clavó de nuevo los ojos en su vara e inició los golpeteos con la uña y con aire meditabundo. De este ruido seco, se fue desgajando imperceptiblemente su voz suave pero firme, primero unas cuantas palabras incomprensibles que se fueron haciendo más claras.
—¡Ay, pobres cristianos, pobres cristianos!
Era el preámbulo de una de las profecías generales que hacía de vez en cuando y que luego se propagaban de boca en boca entre los serbios.
—Caminan hundidos en la sangre. Hasta los tobillos les llega, y va en aumento. Sangre desde hoy y por cien años, y para los cincuenta años siguientes también. Eso es lo que veo. Seis generaciones se transmiten la sangre a manos llenas de unas a otras. Siempre sangre cristiana. Habrá una época en la que todos los niños sabrán leer y escribir; los hombres hablarán entre ellos de un lado a otro del mundo y podrán oír cada palabra, pero no lograrán entenderse. Algunos se harán fuertes y acumularán riquezas inimaginables, pero perderán sus caudales en la sangre y ni la rapidez ni la habilidad podrán ayudarlos. Otros se empobrecerán y pasarán tanta hambre que se comerán su propia lengua y llamarán a la muerte para que los lleve con ella, pero la muerte estará sorda y será lenta. Y todos los alimentos que engendra la tierra se volverán insípidos a causa de la sangre. La cruz se oscurecerá por sí misma. Entonces vendrá el hombre, desnudo y descalzo, sin bastón ni alforjas, y nublará todos los ojos con su sabiduría, su fuerza y su apostura y salvará a la humanidad de la sangre y de la violencia, y reconfortará todas las almas. Y reinará el tercero de la Santísima Trinidad.
Al finalizar el discurso, las palabras del viejo se fueron haciendo más inaudibles e incomprensibles, hasta que se perdieron por completo en un susurro confuso, acompañado por los golpes leves y regulares de su uña en la vara de tejo seca y fina.
Todos miraban el fuego impresionados por las frases que no comprendían, pero apesadumbrados por su significado incierto y embargados por la agitación indefinida con la que los hombres sencillos aceptan cualquier predicción.
Tanasije se levantó, miró el alambique. Entonces uno de los mercaderes le preguntó a Marko si llegaría un cónsul ruso a Travnik.
En el silencio que surgió, todos sintieron que no era el momento adecuado para plantear esa pregunta. El viejo respondió irritado y tajante:
—No vendrán ni él ni otros, sino que pronto se irán los que están aquí, y no tardará mucho en venir una era en la que la carretera principal dará un rodeo evitando Travnik; desearéis ver a los viajeros y a los comerciantes, pero ellos irán por otro lado, y a vosotros no os quedará más remedio que vender y comprar vuestro género los unos a los otros. El mismo dinero irá de mano en mano, pero entre manos se deshará y no dará fruto.
Los comerciantes se miraron. Un silencio desagradable se impuso, pero sólo por un momento, porque enseguida fue interrumpido por una riña entre Tanasije y los mozos que lo ayudaban. También los presentes empezaron a discutir y Marko recobró su expresión habitual, modesta y risueña. Abrió su gastado zurrón y sacó pan de maíz y una cebolla. Los zagales habían puesto en las brasas fuentes de barro con carne de vaca que chisporroteaba y despedía un fuerte olor. No le ofrecieron al viejo, porque de todos era conocido que no aceptaba comida ni bebida de nadie y que se alimentaba de los víveres que llevaba en su pequeño zurrón. Comió despacio y con gusto y después se fue al otro extremo de la estancia, donde no llegaba el humo del fuego ni el aroma de la carne asada, y allí, acurrucado y satisfecho como un buen alumno, se durmió con la mejilla apoyada en la palma de su mano derecha.
La rakija animó la conversación entre la concurrencia, pero todos miraban sin cesar al rincón donde dormía el anciano y bajaban la voz. Su presencia, por una parte, los incomodaba, pero por otra, los obligaba a adoptar una gravedad solemne que les resultaba agradable.
Entre tanto, Tanasije no dejaba de avivar el fuego con astillas de haya, amodorrado y huraño como siempre, paciente e inflexible como la propia naturaleza, sin imaginar que al otro lado de Travnik, un cónsul francés miraba el resplandor rojizo de su fuego, y sin sospechar, en su simplicidad, que en el mundo había cónsules y hombres vivos que no lograban conciliar el sueño.