XX
El periodo que siguió a la paz de Viena (1810 y 1811) y que hemos denominado los años tranquilos fue en realidad una época de mucho trabajo para Daville.
Cesaron las guerras, las crisis evidentes y los conflictos abiertos, pero todo el consulado se dedicó con ardor a los asuntos comerciales, a reunir información, escribir informes, a expedir certificados sobre el origen de la mercancía y recomendaciones para las autoridades francesas en Split o para las aduanas de Kostajnica. «El comercio ha irrumpido a través de Bosnia», se decía entre el pueblo, o como el mismo Napoleón dijo en algún lugar: «La era de los diplomáticos ha terminado y ahora empieza la era de los cónsules».
Tres años atrás, Daville ya había presentado propuestas para desarrollar el comercio entre Turquía y Francia y los países bajo su dominación. Recomendó enérgicamente que Francia organizara un servicio de correos permanente a través de las tierras turcas y que no dependiera ni del correo austríaco ni del desorden y arbitrariedad de los turcos. Todas estas sugerencias quedaron arrinconadas en los archivos abarrotados de París. Ahora, después de la paz de Viena, se hizo evidente que Napoleón deseaba que todo esto se realizara, y rápidamente, a gran escala y con una amplitud de miras mucho más ambiciosa de lo que el cónsul de Travnik jamás había osado proponer.
El sistema continental de Napoleón exigía grandes cambios en la red de vías de comunicación y transporte de mercancías en todo el continente europeo. La creación de las Provincias Ilirias, cuyo centro era Ljubljana, debía, en opinión del emperador francés, servir exclusivamente a ese fin. A causa del bloqueo inglés, las antiguas rutas a través del mar Mediterráneo, por las que Francia recibía las materias primas procedentes de Levante, en particular el algodón, habían llegado a ser difíciles y peligrosas. El comercio tuvo que ser trasladado a las vías terrestres, y la recién creada Iliria debía servir de enlace entre las tierras turcas y Francia. Esas rutas siempre habían existido: la ruta de Constantinopla a Viena, a través del Danubio, y la ruta terrestre desde Salónica, a través de Bosnia, hasta Trieste; y el comercio entre las regiones austríacas y Levante se había servido de ellas desde tiempos inmemoriales. Ahora hacía falta ampliarlas y adaptarlas a las necesidades de la Francia de Napoleón.
En cuanto las primeras circulares y los artículos de los periódicos permitieron adivinar por dónde iban las ideas de Napoleón, todas las autoridades e instituciones francesas se lanzaron a una competición general para ver quién cumpliría mejor y con más celo los deseos del emperador. Una correspondencia abundante y una colaboración activa se establecieron entre París, el gobernador general y el intendente de Ljubljana, la embajada en Constantinopla, el mariscal Marmont en Dalmacia y los cónsules de Francia en Levante. Daville trabajaba con entusiasmo, remitiéndose con orgullo a sus informes de tres años atrás que señalaban hasta qué punto sus ideas y visión de las cosas estaban ya en esa época próximas a las concepciones del emperador.
En el verano de 1811, estos proyectos estaban en plena ejecución. En los últimos años, Daville había realizado grandes esfuerzos para que en todos los lugares por los que pasaba la mercancía francesa hubiera personas de confianza que aseguraran el relevo de postas y que mantuvieran al menos cierto control sobre los arrieros y la carga. Las cosas avanzaban lenta, trabajosa y deficientemente, como todo en este país, pero tenían aspecto de ir mejorando y todo se hacía con naturalidad y alegría, «con las velas impulsadas por el aliento de Napoleón».
Por fin, Daville tuvo la fortuna de ver cómo una de las grandes casas comerciales de Marsella, los hermanos Frayssinet, que antes se dedicaba al transporte de mercancías de Levante por vía marítima, abría una agencia en Sarajevo. La agencia obtuvo un trato preferencial del gobierno francés que asimismo alentó a los propietarios para que colaboraran con el cónsul. Uno de los hermanos Frayssinet, un hombre joven, había llegado a Sarajevo hacía un mes para dirigir en persona la sucursal, y había acudido a Travnik para pasar un día o dos, visitar al cónsul y comentar con él el trabajo que se proponía realizar.
El verano travniqués breve y hermoso estaba en pleno apogeo.
El día luminoso y límpido, bañado por el sol radiante y el azul del cielo, vibraba sobre el valle de Travnik.
En la gran terraza, a la sombra del edificio del consulado se había instalado una mesa y a su alrededor asientos de mimbre. La sombra rezumaba frescura, aunque se apreciaba el bochorno que se desperezaba en las casas arracimadas, abajo en el bazar. Las verdes vertientes escarpadas de la vaguada, donde se evaporaba el calor seco, parecían respirar y palpitar como los costados de un lagarto verdoso tumbado al sol.
En el jardín, los jacintos de la señora Daville, tanto los blancos como los multicolores, los de flor doble y los de flor simple, hacía ya tiempo que se habían marchitado, pero en cambio, por los bordes de los arriates brotaban pelargonios rojos o las diminutas flores moradas de los Alpes.
A la sombra, alrededor de la mesa, estaban sentados Daville y el joven Frayssinet. Ante ellos estaban desplegadas las copias de sus informes, números de Le Moniteur con textos de reglamentos y órdenes, y objetos de escritorio.
Jacques Frayssinet era un joven rollizo con mejillas de sangre y leche y esa seguridad en la voz y en los movimientos que poseen los hijos de las familias de mercaderes ricos. Era evidente que llevaba el comercio en las venas. Nunca nadie de su linaje había trabajado ni deseado trabajar en otra ocupación ni pertenecer a otra clase social. Y él no iba a ser diferente. Como toda su familia y desde siempre era pulcro, cortés, sobrio, cauto, enérgico en la defensa de sus derechos, concentrado en sus intereses, pero no de modo ciego y esclavo.
Frayssinet había recorrido en las dos direcciones la ruta de Sarajevo a Kostajnica, había alquilado en Sarajevo una posada entera y ya había empezado a volcarse en los negocios con los mercaderes, arrieros y autoridades. Ahora había venido a Travnik para intercambiar con Daville datos, comunicarle sus observaciones y hacer propuestas. El cónsul estaba satisfecho por poder contar con ese joven meridional, animado y gentil, como colaborador en un trabajo que tan a menudo le parecía inasequible.
—Así que una vez más —decía Frayssinet haciendo gala de esa confianza con la que los comerciantes establecen los hechos que resultan provechosos para ellos—, repito, una vez más, desde Sarajevo hasta Kostajnica hay que calcular siete días, el alojamiento de las caravanas en Kiseljak, Busovaca, Karaula, Jajce, Zmijanje, Novi Han, Prijedor y, por último, Kostajnica. En invierno es preciso calcular el doble de tiempo, es decir, catorce días. En esta ruta deberían construirse al menos dos caravasares más, si es que se quiere proteger la mercancía de la intemperie y del robo. Los precios del transporte están en alza y continúan subiendo. Los sube la competencia austríaca y, creo, que algunos mercaderes sarajevitas, serbios y judíos que trabajan siguiendo instrucciones de los ingleses. Entonces hoy, con estos precios, hay que calcular 155 piastras por cargamento desde Salónica hasta Sarajevo; desde Sarajevo hasta Kostajnica, 55 piastras. Hace dos años, los gastos se reducían exactamente a la mitad y es preciso hacer cualquier cosa para impedir que los precios sigan incrementándose, porque eso puede poner toda la ruta en cuestión. Además, a ello hay que añadir la arbitrariedad y codicia de los funcionarios turcos, la propensión de la población a robar y saquear, el riesgo de que se extienda la insurrección de Serbia y la amenaza de los hajduk en las comarcas arnaútes y, para terminar, el peligro de las epidemias.
Daville, que en todo veía la mano del servicio de espionaje inglés, quería saber por qué Frayssinet deducía que los comerciantes de Sarajevo trabajaban por cuenta de los ingleses, pero el joven no se dejaba distraer ni apartar de su camino. Sujetando sus notas, continuó:
—En resumen y para concluir. Peligros que amenazan el tránsito: la insurrección en Serbia, los bandoleros albaneses, el robo en Bosnia, el incremento de los precios del transporte, las tasas y los aranceles imprevistos, la competencia, y, a la postre, la peste y otras enfermedades infecciosas. Medidas que deben tomarse: primero, entre Sarajevo y Kostajnica, dos caravasares; segundo, impedir la fluctuación desmedida de la moneda turca y fijar con un firman especial el curso de 5,50 piastras por un tálero de 6 francos igual que un tálero de María Teresa; por un cequí veneciano, 11,50 piastras, etc.; tercero, ampliar el lazareto de Kostajnica, construir un puente en lugar de utilizar almadías, reformar el almacén para que al menos pueda contener unas ocho mil balas de algodón, rehabilitar la posada para los viajeros, etc.; cuarto, hacer regalos especiales al visir, a Suleiman bajá y a unos cuantos turcos ilustres más, relacionados con nuestras peticiones; todo por un importe de entre diez mil y trece mil francos. Creo que sólo así podría garantizarse esta ruta y eliminar los obstáculos principales.
Daville anotaba todos los datos para poder introducirlos en su próximo informe y, al mismo tiempo, se dispuso encantado a leer al joven el informe que había hecho ya en 1807, en el que había previsto con tanta precisión las intenciones de Napoleón y todo eso en lo que ahora estaban trabajando.
—Estimado señor, podría hablarle largo y tendido de las dificultades que en estos parajes amenazan cualquier cosa inteligente y cualquier empresa provechosa y razonable. Podría hablar sin parar, pero usted mismo se percatará solo de cómo son esta tierra, este pueblo, esta administración, y de cuántos obstáculos surgen a cada paso.
Pero el joven ya no tenía nada que decir, porque había fijado con exactitud las dificultades y los medios para evitarlas. Era obvio que carecía de sentido para las reclamaciones de carácter general y los «fenómenos psicológicos». Aceptó cortésmente escuchar el informe de Daville de 1807, que el cónsul empezó a leer.
La sombra que los cubría se iba alargando más y más. La limonada en los vasos altos de cristal que tenían ante ellos se había recalentado, porque ambos, absortos en el trabajo, se habían olvidado de ella.
En este mismo silencio estival, dos barrios más arriba del consulado en el que Daville y Frayssinet hacían negocios, pero un poco a la izquierda y más cerca de un arroyo, apenas un hilo invisible, que se precipitaba en las profundidades, estaban reunidos, en el jardín de Musa Krdzalija, Musa y sus amigos.
El jardín, abrupto y abandonado, se ahogaba bajo la vegetación exuberante. En una explanada, a la sombra de un gran peral, estaba extendida una alfombra con restos de comida, fildzani y un recipiente con rakija fría. Allí ya se había puesto el sol, pero en la orilla opuesta del Lasva aún brillaba. Musa el Cantor y Hamza el Pregonero estaban tumbados en la hierba. Con la espalda reclinada en un repecho y las piernas apuntaladas contra el peral, se hallaba Murat Hodzic, apodado Balancín hodja. En el mástil de la mandolina, apoyada en el árbol, había encajado un vaso de aguardiente.
Balancín hodja era un hombrecillo moreno, fanfarrón como un gallo de pelea. En su pequeña cara amarillenta brillaban dos ojos grandes y oscuros de mirada fija y fulgor fanático. Procedía de una buena familia de Travnik y antaño había empezado a estudiar, pero la rakija no lo dejó terminar ni le permitió ser imán de Travnik como lo habían sido tantos antepasados suyos. Se cuenta que al último examen se presentó borracho ante el muderis y la comisión examinadora, hasta tal punto que a duras penas se tenía en pie, y se balanceaba y vacilaba al andar. El muderis se negó a examinarlo y lo llamó Balancín hodja, apodo éste con el que se quedó. Ofendido, el joven tímido y susceptible se entregó a la bebida, y cuanto más bebía más aumentaba su vanidad herida y su amargura. Sus condiscípulos lo habían rechazado desde el principio, y él soñaba con sobrepasarlos un día realizando una hazaña extraordinaria y vengarse de ellos. Al igual que muchas personas frustradas que son de estatura pequeña pero de espíritu vivaz, estaba consumido por la ambición secreta e insensata de no terminar sus días así, insignificante, despreciado y desconocido y anhelaba provocar la admiración del mundo, aunque él mismo no sabía ni cómo ni dónde ni con qué. Con el tiempo, esta idea, avivada por el alcohol hasta el delirio, llegó a dominarlo por completo. Cuanto más bajo caía más se alimentaba de mentiras y se engañaba a sí mismo con palabras imponentes, historias temerarias y sueños vanidosos. Esto daba pábulo a que sus amigos, bebedores empedernidos como él, le gastaran bromas frecuentes y se rieran a su costa.
Durante esos hermosos días de verano, los tres tenían por costumbre empezar a beber en el jardín de Musa y sólo, cuando caía la noche, bajaban a la ciudad para seguir bebiendo. Mientras esperaban la oscuridad, con las estrellas inmensas en el cielo estrecho y azul profundo de Travnik, y que la bebida surtiese efecto, canturreaban o charlaban quedamente, con voz pastosa, de forma inconexa y sin tener mucho en cuenta al interlocutor. Eran conversaciones y canciones de hombres saturados de bebida, que venían a sustituir el trabajo y la actividad a los que hacía tiempo se habían desacostumbrado. En el curso de estas peroratas, ellos viajaban, realizaban proezas, se cumplían los deseos que de otro modo jamás satisfarían, veían cosas increíbles y escuchaban historias fabulosas, se henchían, crecían y se deleitaban con su propia grandeza, se elevaban sobre el suelo, volaban como si tuvieran alas, eran lo que nunca habrían podido o nunca llegarían a ser, poseían lo que no existía en ningún lugar y lo que sólo la rakija puede dar, por un instante, a aquellos que se le entregan sin condiciones.
Musa era el que menos hablaba. Estaba tumbado, prácticamente hundido en la espesa hierba verde oscuro. Tenía las manos juntas debajo de la cabeza, la pierna izquierda doblada y la derecha cruzada sobre ella, como si estuviera sentado. Su mirada se perdía en el cielo azul. A través de los nudos de hierba, sus dedos acariciaban la tierra tibia que, respiraba a un ritmo lento y regular, al menos eso le parecía a él. Al mismo tiempo sentía fluir el aire cálido a través de las mangas y de las perneras desabrochadas de los pantalones. Era ese soplo apenas perceptible, ese vientecillo especial de Travnik que se levanta en verano al atardecer y que «repta» lentamente y muy bajo, a ras del suelo, entre la hierba y los matorrales. Musa, que estaba a medio camino entre la resaca matutina y la nueva borrachera que se avecinaba, se rindió a la calidez de la tierra y al movimiento ligero y constante del aire, y tenía la sensación de que le hacían levitar, de que iba a volar, y no porque ellos fueran poderosos y fuertes, sino porque él mismo no era más que un soplo y un calor inquieto, tan liviano y débil que viajaba sin rumbo con ellos.
Mientras así flotaba y volaba, acostado sin moverse del sitio, le parecía escuchar, a través de un sueño, la conversación de sus colegas. La voz de Hamza era ronca e ininteligible, y la de Balancín hodja, profunda y entrecortada; siempre hablaba lenta y solemnemente, con la vista clavada en un punto como si estuviera leyendo.
Unos días atrás, los tres habían llegado a la conclusión de que no tenían dinero y tenían que conseguirlo a cualquier precio. Hacía tiempo que le correspondía a Balancín hodja encontrar algunas monedas, pero siempre tenía dificultades para hacerlo y le gustaba beber a costa de los otros.
La conversación versaba sobre un préstamo que Balancín hodja tenía que recibir de su tío de Podlugovo, que se había enriquecido en los últimos tiempos.
—¿De dónde saca el dinero? —preguntó Hamza mordaz y con desconfianza, como si conociera a ese tío y supiera que el dinero no caía del cielo.
—Lo ha ganado con el algodón este verano.
—¿Con caravanas para los franceses?
—No digas tonterías, compra y revende el algodón que se «encuentra» por los pueblos.
—¿Y el negocio marcha? —preguntó Hamza perezosamente.
—Pues claro que marcha, dicen que es un milagro. Ya sabes, los ingleses han bloqueado la vía por mar, así que Bunaparte se ha quedado sin algodón. Y tiene que vestir a un ejército entero, así que ahora hay que enviar el algodón por Bosnia. Desde Novi Pazar hasta Kostajnica todo va de caballo a caballo, bala a bala, sólo algodón. Los caminos abarrotados, las posadas atestadas. En ninguna parte puedes encontrar un arriero; todo lo ha comprado el francés y todo lo paga con buenos ducados. Quien tiene un caballo hoy día, tiene un tesoro, y quien trabaja con algodón se hace rico en un mes.
—Muy bien, pero ¿cómo consiguen el algodón?
—Pues muy fácil. Los franceses no lo venderían ni por todo el oro del mundo. Aunque les dieras tu casa por una okka de algodón, no te lo venderían. Pero la gente es ingeniosa y roba. Roba en las posadas donde los arrieros pernoctan y descargan los caballos. Cuando descargan, todo está en orden, y cuando al día siguiente empiezan a colocar los fardos, pues una bala de algodón menos. Empieza el jaleo: ¿quién ha sido?, ¿dónde está? Pero una caravana entera no va estar detenida por una bala. Así que se van sin ella. Sin embargo, es en los pueblos donde más rapiñan. Los niños salen de la aldea, se esconden entre los arbustos del camino y, desde allí, hacen un corte con cortaplumas en un fardo y abren un agujero en un saco. Como el camino es estrecho y discurre entre matorrales, el algodón empieza a caer y a engancharse en las ramas a ambos lados de la calzada. En cuanto la caravana pasa, los críos salen de su escondrijo y recogen el algodón en cestas, luego se ocultan de nuevo y esperan la próxima expedición. Los franceses acusan a los arrieros y se lo quitan de la paga. En algunos lugares, aparecen los guardias y atrapan a los rapaces. Pero ¿quién puede detener a todo un pueblo? Le quitan a Bunaparte el algodón, lo recogen de las ramas como en Egipto, y los de la ciudad llegan y lo vuelven a comprar antes que nadie. Así han hecho fortuna muchos.
—¿Y todo va a través de Bosnia? —decía Hamza medio dormido.
—No, no sólo a través de Bosnia, sino a través de todo el imperio. Bunaparte ha sacado los permisos en Estambul, ha enviado cónsules por todos los países y a comerciantes con dinero, y ya ves. Pues entérate, hombre, que mi tío por el algodón de Bunaparte…
—Tú consigue el dinero —interrumpió Musa con tono apagado pero desdeñoso— que nosotros no te preguntaremos si es de tu tío paterno o materno, ni dónde crece el algodón ni dónde el acero. Necesitamos dinero.
A Musa no le gustaban las historias de Balancín hodja, que solían ser largas y exageradas, y que siempre tenían que poner de manifiesto su erudición, valentía y conocimientos de los asuntos mundanos. Hamza era más paciente y las escuchaba con la calma y el humor que jamás lo abandonaban ni siquiera en los momentos de mayor penuria.
—¡Por Alá, que lo necesitamos! —dijo también Hamza, como un eco ronco—, ¡y urgentemente, pardiez!
—Pues claro que lo conseguiré, ¡por Alá bendito!, aunque tenga que morir por ello —exclamó solemne Balancín hodja.
Nadie respondió a sus juramentos y promesas.
Silencio. Tres cuerpos, debilitados por la indolencia, siempre enardecidos por el alcohol o torturados por su falta, respiran y descansan en apariencia, tumbados en la hierba a la cálida sombra.
—Un buen tipo, ese Bunaparte —Balancín hodja volvió a la carga, arrastrando las palabras como si pensara en voz alta—, buen tipo, a todos vence y domina. Y dicen que es diminuto, que apenas se le ve.
—Es pequeño, de tu talla más o menos, pero tiene un gran corazón —replicó Hamza bostezando.
—Y dicen —de nuevo habló Balancín hodja— que no lleva ni sable ni fusil. Le basta con alzar el cuello de su guerrera, calarse bien el sombrero y lanzarse al frente de sus huestes; destruye todo lo que encuentra a su paso; sus ojos despiden rayos y ni los sables lo cortan ni las balas lo rozan.
Balancín hodja cogió el vaso de la mandolina, lo llenó y bebió, todo con la mano izquierda, porque tenía apoyada la derecha en el pecho bajo de la aljuba desabrochada, e inclinó la cabeza sin apartar la mirada perdida de la rugosa corteza del peral.
La rakija ingerida hizo su efecto y él empezó a cantar.
Sin apenas abrir la boca ni cambiar de postura y con la vista siempre fija en el mismo sitio, dio rienda suelta a su pastosa voz de barítono:
Sufría la dulce Naza,
hija única de su madre.
Volvió a coger el vaso, lo llenó, se lo bebió de un trago y lo encajó en la mandolina.
—Ah, si yo pudiera encontrarme con él…
—¿Con quién? —preguntó Hamza, aunque era la enésima vez que oía esta fantasía y otras semejantes.
—Pues con él, con Bunaparte, encontrarnos cara a cara, ese infiel y yo, y a ver de qué lado está la suerte.
Las palabras incoherentes se perdían en el silencio absoluto. Balancín hodja agarró de nuevo el vaso, dio un trago, se desperezó ruidosamente y continuó con su voz profunda:
—Si me gana él, que se quede con mi cabeza. No me importa. Pero si ganara yo y lo atara, no le haría nada, sólo lo obligaría a desfilar delante de las tropas y a pagar tributo al sultán, igualito que el último pastor cristiano de las faldas del Karaula.
—Bunaparte está muy lejos, Murat, muy lejos —dijo el bonachón de Hamza—, es poderoso y cuenta con un gran ejército. ¿Y qué pasa con todos los imperios infieles que tendrías que atravesar, hombre de Dios?
—Mucho que me importan a mí los otros —replicó con aire de superioridad Balancín hodja—. Y es cierto que está lejos cuando está en su país, pero él recorre el mundo entero y en ninguna parte se está quieto. El año pasado llegó hasta Viena y allí se casó; tomó por esposa a la hija del emperador alemán.
—Mira tú por dónde, si te hubieras acordado a tiempo, podrías haber hecho algo en Viena —se burlaba Hamza.
—Pues eso, que yo no paro de decirte que hay que levantar el campamento y salir a correr mundo, en lugar de languidecer y pudrirse aquí, en este agujero húmedo de Travnik, y ser un hombre de honor o morir. Cuánto hace que lo digo, pero vosotros dos, que no, que me espere, que mañana, que no, que pasado. Y ya ves…
Y diciendo esto, Balancín hodja agarró con gesto decidido el vaso, lo llenó y se lo bebió de un trago.
Ni Hamza ni Musa respondían ya a sus ensoñaciones. Imperceptiblemente, a pequeños sorbos, ellos tampoco habían dejado de beber aguardiente de sus fildzani en la hierba. Abandonado a sí mismo, el pequeño hodja se sumió en ese silencio desdeñoso y altanero que sigue a los grandes duelos y a las grandes proezas que jamás son reconocidas ni recompensadas como se merecen. Sombrío, con la mano derecha debajo de la aljuba desabrochada, el mentón hundido en el pecho, miraba hacia delante con la vista perdida.
Durante tres años ella sufrió…
De pronto, su voz plañidera de barítono volvió a alzarse como si otra persona cantara en su interior. Hamza carraspeó entusiasmado.
—¡Bravo, Murat, caballero andante! Emprenderás la marcha, Dios lo quiera, ¡ojalá! Partirás, no cabe duda, y en medio mundo se verán tus hazañas y se oirá hablar de quién es Murat y de lo que hace, de su alcurnia y prosapia.
—¡Por Dios, que tienes razón! —dijo Balancín hodja atribulado y conmovido, levantando cansinamente su vaso como un hombre que se dobla bajo el peso de la fama.
Así se distraían, mientras Musa tumbado, silencioso e inmóvil, flotaba y planeaba con el viento y el aire cálido, libre, al menos por unos instantes, de la ley de la gravedad y de las cadenas del tiempo.
El día luminoso y límpido, bañado por el sol radiante y el azul del cielo, vibraba sobre el valle de Travnik.